I
Tres
curvas más y de verdad que tiro hasta mi primera papilla, ay qué mareo llevo…
¿esto es Gorroperdido? ¿dónde te has metido, Noa? El chófer se seca el sudor con un pañuelo.
Luego me lo ofrece a mí, todo pringoso. Puaggg, quite, quite.. Los que vamos
bajando del autobús parecemos borrachos. Abre el portón del maletero y arrastra
mi maleta. “Uuupps, que me hernio… ¿qué
llevas aquí, muchacha?¿un muerto?”. “No
señor: llevo libros”. “Pues parece plomo”. Algún día, espero que no tarde mucho,
a alguien se le ocurrirá que las maletas van mejor con ruedas. Cegada por un
sol de media tarde, el autobús arranca de nuevo, me trago el humo del gasoil.
Por detrás pasa un rebaño de cabras, entre campanillas cruzan la carretera y van
dejando un rastro de bolitas negras a su paso. Con angustia me repito, ¿dónde
coño te has metido, Noa?
II
Me
dijeron que viniera a la Fonda del Cementerio. “Ya podían cambiarle el nombre”,
he dicho según entraba. El dueño, seco y maleducado, ha replicado, “si
estuviera en el camino del Paraíso no se llamaría Fonda del Cementerio…firme
aquí, señora de López”. Le corrijo.
“Señora de López NO, Señora López SÍ”. “Mmmmm… mmmm… mmm… no me diga, no me
diga…”. Luego entre dientes, mientras se da la vuelta, masculla, “lo que faltaba,
una médica”. A mí, que también sé mascullar, me sale un ”lo que faltaba, un
capullo”.
III
A mí me
habían dicho que Gorroperdido clamaba por un médico desde que hace seis meses
se muriera el anterior titular, don Andrés. A mí me habían dicho que tuviera
paciencia, porque tendría la consulta abarrotada, de bote en bote, todos los
días. Levanto las persianas. Joderrrrrrrr, la de polvo que hay aquí. Me asomo a
la puerta, a ver si viene alguien. Será temprano, pero luego cuando casque el
sol no creo que nadie ande por la calle. Será que este pueblo es muy sano. Me
siento. Abro cajones. Curioseo. Revistas. Propagandas. En la vitrina, todas las
medicinas que hay están caducadas del siglo pasado. Vaya tela. Abro un libro.
Pero así no le entran a una ganas de leer. Acabo haciendo papiroflexia. Me
quedan mejor, mucho mejor los aviones que los barcos de papel. Si no hubiera
estudiado medicina, me habría gustado ser ingeniera aeronáutica. Fiuuuuuuuuu…
¿ves cómo vuela? Mejor me habría ido diseñando aviones…
IV
…Damián
golpea la puerta. Me despierta. Qué pasa. “Que es una conferencia, de Mardebé,
para usted”. Me enfundo una camisa, no se me escandalice la parroquia. Bajo de
dos en dos, aterrizo en el piso de abajo. Me señala con la cabeza una cabina.
Cierro la puerta. Está insonorizada. Oigo mi respiración. “¿QUIÉN?”. “Noaaaaaaaaa, hija… ¿cómo estás?”. El primer
pronto es querer llorar como una magdalena, y suplicar, “mamá, mamá: sácame de
aquí". Pero si ella me nota el menor atisbo de infelicidad, es capaz de cogerse
un taxi y plantarse en Gorroperdido en cuatro horas. Carraspeo y enuncio alto y
claro: “ESTOY DE PUTA MADRE, MAMÁ, DE PUTA MADRE”. Cruje la línea, los cables deben
de estar muy perjudicados, ella me replica: “…parece mentira, hija, con el
dinero que nos hemos gastado con tu educación y tu carrera, y hablas como un
carretero”.
V
¡Llaman!
Me pongo en pie de un salto. No sé si decirle al cura Don Enrique que toque a rebato en el campanario,
porque parece que entran a la consulta. Mi primer paciente. O mi primera
paciente, aún no lo sé. Una niña, con los ojos más azules que he visto nunca.
Su padre, su madre. No saben si entrar o quedarse fuera. No saben si salir
corriendo. A lo mejor aparecen en las noticias de las nueve. “Pasen, pasen, no
se queden ahí, siéntense por favor”. Se miran entre ellos. A ver quién empieza.
Quién habla. Se decide ella. “Mire… la chiquilla no come”.
VI
Les he
hecho salir. Nos hemos quedado solas. La niña, que debe tener unos once años. Y
yo. Así, si tiene vergüenza de contarme algo, que ellos no la inhiban. No sé
por dónde empezar. Si por enseñarle un espejo, “tú no estás gorda para nada”, o
preguntarle directamente por qué no
come. Yo la veo bien. Le tomo el pulso. La tensión. No está extremadamente delgada.
“Cómo te llamas”. “Roser”. Huy, qué vocecilla. “Y desde cuándo no comes”. “Desde
siempre, pero ellos no se habían dado cuenta hasta ahora”. “Me cagüen todo, Roser…”.
Se espanta de oírme hablar así de claro. Pero es que, esto de la anorexia es
una cosa muy seria, carajo.
VII
Que lo
de la Fonda del Cementerio era cosa de días estaba cantado. A la que yo encontrara
un piso, aunque fuera una cuadra, allá que me iba. Y a la mierda Damián el
troglodita. Lo que pasa es que para hablar por teléfono voy a tener que seguir
yendo allá. La casa es pequeña. Un poco oscura. Con un patio interior. Ahí
pondré cuatro plantas a la que pueda. El cuarto de baño es del siglo
diecinueve. Tendré que cambiar la cocina. Y comprar una nevera. Eso sí, el
casero que me la ha alquilado, me ha dicho. “Tiene tele; si orienta bien la
antena al repetidor del Cuc, se ve la primera y el UHF”. Joder, casi me rompo
la crisma andando entre teja y teja. Pero ahí la tengo. Yo, que nunca le he
hecho ni puñetero caso, estoy conectada a través de esta pantalla, al mundo
exterior.
VIII
Ahí fue
cuando le dije, “Roser, si quieres, ven el Sábado a mi casa a ver la película
de la tarde. Yo tengo tele”. Las únicas televisiones que se ven por aquí están
en los bares y en la Fonda del Cementerio, que la tiene en color. “Uaaaahhhh.
¿De verdad? ¿Y pueden venir mis amigas?”. “Pues claro. Ya me encargo yo de comprar
tortas en el horno y preparar la merienda”. Ahí están, seis niñas, pisando
fuerte, dando zapatazos, “vais a hundir el suelo, que las vigas son de madera”.
Ahí están, seis niñas chillando como si no hubiera mañana. Me he quedado corta
con mis provisiones de cola y naranjada. Beben como esponjas. Están poniéndose
moradas. Me fijo, claro, en Roser. El bizcocho ni lo huele. Ni un trago de
nada. Ni agua. A las demás, les dolerá el estómago por empacho esta noche. Son
limas. Por cierto, a la película, de John Wayne, no le hacen ni caso. Pero se
lo están pasando, ahora que no me oye mi madre, de puuuuuta madre.
IX
El del Cine Mascope ha venido cara a mí, y con las
venas del cuello a punto de salírsele del sitio, me ha espetado entre
escupitajos: “si zapatero a tus zapatos, médico a tus aspirinas… me estás reventando
el negocio con las quedadas en tu casa”. No me ha dado tiempo de replicar. De
pensar algo. A lo mejor le pido una oferta para que me venda a mí la taquilla
de esa tarde… Suspiro. Cagüen. Cagüen. Llevo aquí en Gorroperdido cuatro días
como quien dice, y lo único que he hecho es “hacer amigos”.
X
Me ha
parecido una buena idea. Permiso a sus padres. Y, de buena mañana, Roser y yo,
mano a mano, o mejor pie a pie, paso a paso, hemos salido con la intención de
llegar al barranco de los Dinosaurios. Ella dice que sabe llegar con los ojos
cerrados. En la mochila he puesto de todo. El mejor embutido, queso
espectacular, una hogaza de pan crujiente recién horneado, una cantimplora de
dos litros. Y unos panquemados que son una gloria. Roser, lo único que lleva,
es un palo. Confío en que se le abrirá un hambre canina y que… je, je… hoy veré
cómo se come hasta las piedras…
XI
He
pasado del, “¡venga, flojilla, que no se diga… que te quedas atrás!” al
“ufffffff, esssssspera… que me falta el aire… que me derritoooo… que no puedo
másssssss”. La madre que la parió. La conversación es amable. Por Roser voy
conociendo a todos y cada unos de los del pueblo. Pelos y señales. Me pasma su
madurez. Mientras, me ha ido metiendo por unas sendas impracticables. Llevo las
piernas sembradas de arañazos. Coño con las aliagas. Me duele el tobillo. Yo
creo que es un esguince. Suerte que llevo un spray arreglalotodo. Me
deshidrato. Por fin, este paraje es maravilloso, incomparable… No creía que
esto estuviera tan lejos, a tomar por culo… estos dinosaurios ya podían haber
elegido otro sitio más cercano para poner sus pies y fosilizar sus huellas.
XII
“Mmmm…
Mira qué bien huele”. Le ofrezco. Roser, la tía, como si oyera llover. Le he
vuelto a tomar el pulso. La tensión. Como si se hubiera acabado de duchar. “Mmmm….
Esto está de muerte… Pruébalo”. Para tentar a alguien, yo no sirvo. Concluyo
que esta niña no es normal. Que es verdad que no come. Y que no come porque no
lo necesita. “Noa, de verdad te lo digo, no insistas: yo paso del aire”. Estoy
impactada. Pero por encima de mi impacto, la verdad es que yo sí estoy que
desfallezco. Me escuece todo. Me he quemado la mejilla por el sol. Y aquí no
hay ni medio matorral a cuya sombra arrimarse. “¿Te importa bonita, si me lo
como yo…?“. Ñam, ñam. Es que supera mi fuerza de voluntad. Me pongo ciega. Si
la ida ya ha sido dura, la vuelta entre retortijones, calambres en los gemelos
y la cadera magullada, me ha hecho entender por qué se murieron allá todos los
dinosaurios.
XIII
Yo me
iba directa al barreño. Y luego a la cama. Un gentío, entre voces, corría hacia
la loma. “Ha sido ahora… es Damián…”. Por un segundo he dudado. He mirado a
Roser, “vete a casa, gracias por esta excursión”. Las fuerzas no sé de dónde me han venido. A
los cinco minutos estaba en el lugar del accidente. Debajo de una rueda de tractor,
Damián, aprisionado de cintura para abajo. Me ha impresionado verlo así. Estaba
lívido. Consciente. Cuando me ha visto, le he entendido perfectamente cómo
murmuraba: “…para que venga una médicucha a ayudarme, más me valdría haberme
muerto”. En estos trances, una no tiene que oír las sandeces que se dicen. Una
está aquí para ayudar a los que pueda, aunque lo de ser capullo sea incurable.
XIV
Por qué
será que, desde aquella tarde, desde que Damián vive para contarlo, tengo la clínica
de bote en bote. Los otros dos médicos de la comarca se han quejado a la
Diputación de que “la nueva lo acapara
todo”. Me cruzo con Roser en la calle. La saludo, me saluda con una sonrisa de
oreja a oreja. “yo, contigo, voy a donde quieras menos al barranco ése, que aún
me duele la cadera”. Me quedaría a hablar con ella, pero aún tengo a más de
treinta pacientes. Doy los buenos días a todos al entrar. Aquí huele a
humanidad de la buena. Me voy poniendo la bata, con el bordado de mi madre, Dra
López. Enciendo las luces. Entreabro la puerta y, como quiera que nadie se mueve,
pido muy en mi línea: “¡que pase el número uno ya, joder, que es para hoy!”.
XV
“…querido
profesor Jové… disculpe haya tardado tanto en escribirle para contarle esta mi
primera experiencia en la medicina rural… (…) quería hablarle del caso, único
en mi opinión, de una niña que… (…)”. He escrito dos folios a mi viejo
profesor. Miro a través de la ventana. Trago saliva. Medito. Es bueno o no lo
que voy a hacer. Enviar a Roser a un hospital de Mardebé, para que la
acribillen a analíticas, a exámenes, a pruebas… y todo eso para qué. Ella es la
primera persona que no necesita comer para vivir. Dónde está el secreto de su
balance energético. Dónde. Cómo será su ADN… Qué duda más… angustiante. A la
mierda. Que no me toquen a Roser. Que nadie la toque. Rompo, zas, zas, los dos
folios. Ya le pediré perdón al profesor cuando le vea por no haberle escrito…
seguro que no echa de menos a la malhablada de Noa…
(…)
(…)
CCCV
Me
niego a ponerme las gafas. A la mínima se cubren de polvo en este ambiente tan
árido. Luego ocurre que no reconozco a nadie que esté a más de dos metros de
mí. Eso sí. El oído lo tengo muy fino. Y acabo de quedarme petrificada en este
hospital de campaña al escuchar esa voz… familiar. Ahí sí que sí, he mirado a
través de las lentes, he levantado la cabeza, y he gritado un “¿ROSER?”. La
voluntaria del brazalete se ha girado de golpe. “¿NOA?”. Dios, qué abrazo. Se
me agolpan los recuerdos de mi primer destino cuando terminé la carrera. Décadas
sin verla, treinta años hará, sin saber de ella. La misma cara, en una mujer
hecha y derecha. “¿Qué coño haces tú aquí?… Este mundo es un pañuelo lleno de
mocos verdes…”. “Hago lo mismo que tú, imagino”. Por un segundo pienso en
ofrecerle un poco de café. Luego rectifico. “…sigues igual… ¿no?”. Ella sonríe
y me confirma: “…en eso sí, yo sigo
igual… PASANDO DEL AIRE”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario