domingo, 9 de octubre de 2016

Pasando del aire


I
Tres curvas más y de verdad que tiro hasta mi primera papilla, ay qué mareo llevo… ¿esto es Gorroperdido? ¿dónde te has metido, Noa?  El chófer se seca el sudor con un pañuelo. Luego me lo ofrece a mí, todo pringoso. Puaggg, quite, quite.. Los que vamos bajando del autobús parecemos borrachos. Abre el portón del maletero y arrastra mi maleta. “Uuupps, que me hernio…  ¿qué llevas aquí, muchacha?¿un muerto?”.  “No señor: llevo libros”. “Pues parece plomo”. Algún día, espero que no tarde mucho, a alguien se le ocurrirá que las maletas van mejor con ruedas. Cegada por un sol de media tarde, el autobús arranca de nuevo, me trago el humo del gasoil. Por detrás pasa un rebaño de cabras, entre campanillas cruzan la carretera y van dejando un rastro de bolitas negras a su paso. Con angustia me repito, ¿dónde coño te has metido, Noa?
II
Me dijeron que viniera a la Fonda del Cementerio. “Ya podían cambiarle el nombre”, he dicho según entraba. El dueño, seco y maleducado, ha replicado, “si estuviera en el camino del Paraíso no se llamaría Fonda del Cementerio…firme aquí, señora de López”.  Le corrijo. “Señora de López NO, Señora López SÍ”. “Mmmmm… mmmm… mmm… no me diga, no me diga…”. Luego entre dientes, mientras se da la vuelta, masculla, “lo que faltaba, una médica”. A mí, que también sé mascullar, me sale un ”lo que faltaba, un capullo”.  
III
A mí me habían dicho que Gorroperdido clamaba por un médico desde que hace seis meses se muriera el anterior titular, don Andrés. A mí me habían dicho que tuviera paciencia, porque tendría la consulta abarrotada, de bote en bote, todos los días. Levanto las persianas. Joderrrrrrrr, la de polvo que hay aquí. Me asomo a la puerta, a ver si viene alguien. Será temprano, pero luego cuando casque el sol no creo que nadie ande por la calle. Será que este pueblo es muy sano. Me siento. Abro cajones. Curioseo. Revistas. Propagandas. En la vitrina, todas las medicinas que hay están caducadas del siglo pasado. Vaya tela. Abro un libro. Pero así no le entran a una ganas de leer. Acabo haciendo papiroflexia. Me quedan mejor, mucho mejor los aviones que los barcos de papel. Si no hubiera estudiado medicina, me habría gustado ser ingeniera aeronáutica. Fiuuuuuuuuu… ¿ves cómo vuela? Mejor me habría ido diseñando aviones…
IV
…Damián golpea la puerta. Me despierta. Qué pasa. “Que es una conferencia, de Mardebé, para usted”. Me enfundo una camisa, no se me escandalice la parroquia. Bajo de dos en dos, aterrizo en el piso de abajo. Me señala con la cabeza una cabina. Cierro la puerta. Está insonorizada. Oigo mi respiración. “¿QUIÉN?”.  “Noaaaaaaaaa, hija… ¿cómo estás?”. El primer pronto es querer llorar como una magdalena, y suplicar, “mamá, mamá: sácame de aquí". Pero si ella me nota el menor atisbo de infelicidad, es capaz de cogerse un taxi y plantarse en Gorroperdido en cuatro horas. Carraspeo y enuncio alto y claro: “ESTOY DE PUTA MADRE, MAMÁ, DE PUTA MADRE”. Cruje la línea, los cables deben de estar muy perjudicados, ella me replica: “…parece mentira, hija, con el dinero que nos hemos gastado con tu educación y tu carrera, y hablas como un carretero”.  
V
¡Llaman! Me pongo en pie de un salto. No sé si decirle al cura Don Enrique que toque a rebato en el campanario, porque parece que entran a la consulta. Mi primer paciente. O mi primera paciente, aún no lo sé. Una niña, con los ojos más azules que he visto nunca. Su padre, su madre. No saben si entrar o quedarse fuera. No saben si salir corriendo. A lo mejor aparecen en las noticias de las nueve. “Pasen, pasen, no se queden ahí, siéntense por favor”. Se miran entre ellos. A ver quién empieza. Quién habla. Se decide ella. “Mire… la chiquilla no come”.
VI
Les he hecho salir. Nos hemos quedado solas. La niña, que debe tener unos once años. Y yo. Así, si tiene vergüenza de contarme algo, que ellos no la inhiban. No sé por dónde empezar. Si por enseñarle un espejo, “tú no estás gorda para nada”, o  preguntarle directamente por qué no come. Yo la veo bien. Le tomo el pulso. La tensión. No está extremadamente delgada. “Cómo te llamas”. “Roser”. Huy, qué vocecilla. “Y desde cuándo no comes”. “Desde siempre, pero ellos no se habían dado cuenta hasta ahora”. “Me cagüen todo, Roser…”. Se espanta de oírme hablar así de claro. Pero es que, esto de la anorexia es una cosa muy seria, carajo.
VII
Que lo de la Fonda del Cementerio era cosa de días estaba cantado. A la que yo encontrara un piso, aunque fuera una cuadra, allá que me iba. Y a la mierda Damián el troglodita. Lo que pasa es que para hablar por teléfono voy a tener que seguir yendo allá. La casa es pequeña. Un poco oscura. Con un patio interior. Ahí pondré cuatro plantas a la que pueda. El cuarto de baño es del siglo diecinueve. Tendré que cambiar la cocina. Y comprar una nevera. Eso sí, el casero que me la ha alquilado, me ha dicho. “Tiene tele; si orienta bien la antena al repetidor del Cuc, se ve la primera y el UHF”. Joder, casi me rompo la crisma andando entre teja y teja. Pero ahí la tengo. Yo, que nunca le he hecho ni puñetero caso, estoy conectada a través de esta pantalla, al mundo exterior.
VIII
Ahí fue cuando le dije, “Roser, si quieres, ven el Sábado a mi casa a ver la película de la tarde. Yo tengo tele”. Las únicas televisiones que se ven por aquí están en los bares y en la Fonda del Cementerio, que la tiene en color. “Uaaaahhhh. ¿De verdad? ¿Y pueden venir mis amigas?”.  “Pues claro. Ya me encargo yo de comprar tortas en el horno y preparar la merienda”. Ahí están, seis niñas, pisando fuerte, dando zapatazos, “vais a hundir el suelo, que las vigas son de madera”. Ahí están, seis niñas chillando como si no hubiera mañana. Me he quedado corta con mis provisiones de cola y naranjada. Beben como esponjas. Están poniéndose moradas. Me fijo, claro, en Roser. El bizcocho ni lo huele. Ni un trago de nada. Ni agua. A las demás, les dolerá el estómago por empacho esta noche. Son limas. Por cierto, a la película, de John Wayne, no le hacen ni caso. Pero se lo están pasando, ahora que no me oye mi madre, de puuuuuta madre.
IX
El del Cine Mascope ha venido cara a mí, y con las venas del cuello a punto de salírsele del sitio, me ha espetado entre escupitajos: “si zapatero a tus zapatos, médico a tus aspirinas… me estás reventando el negocio con las quedadas en tu casa”. No me ha dado tiempo de replicar. De pensar algo. A lo mejor le pido una oferta para que me venda a mí la taquilla de esa tarde… Suspiro. Cagüen. Cagüen. Llevo aquí en Gorroperdido cuatro días como quien dice, y lo único que he hecho es “hacer amigos”.
X
Me ha parecido una buena idea. Permiso a sus padres. Y, de buena mañana, Roser y yo, mano a mano, o mejor pie a pie, paso a paso, hemos salido con la intención de llegar al barranco de los Dinosaurios. Ella dice que sabe llegar con los ojos cerrados. En la mochila he puesto de todo. El mejor embutido, queso espectacular, una hogaza de pan crujiente recién horneado, una cantimplora de dos litros. Y unos panquemados que son una gloria. Roser, lo único que lleva, es un palo. Confío en que se le abrirá un hambre canina y que… je, je… hoy veré cómo se come hasta las piedras…
XI
He pasado del, “¡venga, flojilla, que no se diga… que te quedas atrás!” al “ufffffff, esssssspera… que me falta el aire… que me derritoooo… que no puedo másssssss”. La madre que la parió. La conversación es amable. Por Roser voy conociendo a todos y cada unos de los del pueblo. Pelos y señales. Me pasma su madurez. Mientras, me ha ido metiendo por unas sendas impracticables. Llevo las piernas sembradas de arañazos. Coño con las aliagas. Me duele el tobillo. Yo creo que es un esguince. Suerte que llevo un spray arreglalotodo. Me deshidrato. Por fin, este paraje es maravilloso, incomparable… No creía que esto estuviera tan lejos, a tomar por culo… estos dinosaurios ya podían haber elegido otro sitio más cercano para poner sus pies y fosilizar sus huellas.
XII
“Mmmm… Mira qué bien huele”. Le ofrezco. Roser, la tía, como si oyera llover. Le he vuelto a tomar el pulso. La tensión. Como si se hubiera acabado de duchar. “Mmmm…. Esto está de muerte… Pruébalo”. Para tentar a alguien, yo no sirvo. Concluyo que esta niña no es normal. Que es verdad que no come. Y que no come porque no lo necesita. “Noa, de verdad te lo digo, no insistas: yo paso del aire”. Estoy impactada. Pero por encima de mi impacto, la verdad es que yo sí estoy que desfallezco. Me escuece todo. Me he quemado la mejilla por el sol. Y aquí no hay ni medio matorral a cuya sombra arrimarse. “¿Te importa bonita, si me lo como yo…?“. Ñam, ñam. Es que supera mi fuerza de voluntad. Me pongo ciega. Si la ida ya ha sido dura, la vuelta entre retortijones, calambres en los gemelos y la cadera magullada, me ha hecho entender por qué se murieron allá todos los dinosaurios.
XIII
Yo me iba directa al barreño. Y luego a la cama. Un gentío, entre voces, corría hacia la loma. “Ha sido ahora… es Damián…”. Por un segundo he dudado. He mirado a Roser, “vete a casa, gracias por esta excursión”.  Las fuerzas no sé de dónde me han venido. A los cinco minutos estaba en el lugar del accidente. Debajo de una rueda de tractor, Damián, aprisionado de cintura para abajo. Me ha impresionado verlo así. Estaba lívido. Consciente. Cuando me ha visto, le he entendido perfectamente cómo murmuraba: “…para que venga una médicucha a ayudarme, más me valdría haberme muerto”. En estos trances, una no tiene que oír las sandeces que se dicen. Una está aquí para ayudar a los que pueda, aunque lo de ser capullo sea incurable.  
XIV
Por qué será que, desde aquella tarde, desde que Damián vive para contarlo, tengo la clínica de bote en bote. Los otros dos médicos de la comarca se han quejado a la Diputación  de que “la nueva lo acapara todo”. Me cruzo con Roser en la calle. La saludo, me saluda con una sonrisa de oreja a oreja. “yo, contigo, voy a donde quieras menos al barranco ése, que aún me duele la cadera”. Me quedaría a hablar con ella, pero aún tengo a más de treinta pacientes. Doy los buenos días a todos al entrar. Aquí huele a humanidad de la buena. Me voy poniendo la bata, con el bordado de mi madre, Dra López. Enciendo las luces. Entreabro la puerta y, como quiera que nadie se mueve, pido muy en mi línea: “¡que pase el número uno ya, joder, que es para hoy!”.
XV
“…querido profesor Jové… disculpe haya tardado tanto en escribirle para contarle esta mi primera experiencia en la medicina rural… (…) quería hablarle del caso, único en mi opinión, de una niña que… (…)”. He escrito dos folios a mi viejo profesor. Miro a través de la ventana. Trago saliva. Medito. Es bueno o no lo que voy a hacer. Enviar a Roser a un hospital de Mardebé, para que la acribillen a analíticas, a exámenes, a pruebas… y todo eso para qué. Ella es la primera persona que no necesita comer para vivir. Dónde está el secreto de su balance energético. Dónde. Cómo será su ADN… Qué duda más… angustiante. A la mierda. Que no me toquen a Roser. Que nadie la toque. Rompo, zas, zas, los dos folios. Ya le pediré perdón al profesor cuando le vea por no haberle escrito… seguro que no echa de menos a la malhablada de Noa…
(…)
(…)
CCCV
Me niego a ponerme las gafas. A la mínima se cubren de polvo en este ambiente tan árido. Luego ocurre que no reconozco a nadie que esté a más de dos metros de mí. Eso sí. El oído lo tengo muy fino. Y acabo de quedarme petrificada en este hospital de campaña al escuchar esa voz… familiar. Ahí sí que sí, he mirado a través de las lentes, he levantado la cabeza, y he gritado un “¿ROSER?”. La voluntaria del brazalete se ha girado de golpe. “¿NOA?”. Dios, qué abrazo. Se me agolpan los recuerdos de mi primer destino cuando terminé la carrera. Décadas sin verla, treinta años hará, sin saber de ella. La misma cara, en una mujer hecha y derecha. “¿Qué coño haces tú aquí?… Este mundo es un pañuelo lleno de mocos verdes…”. “Hago lo mismo que tú, imagino”. Por un segundo pienso en ofrecerle un poco de café. Luego rectifico. “…sigues igual… ¿no?”. Ella sonríe y me confirma: “…en eso sí,  yo sigo igual… PASANDO DEL AIRE”.

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