domingo, 31 de enero de 2016

Me va a venir bien

19 DE MARZO a las ocho.
A las ocho en punto, a Analía le ha asustado el ruido seco, desencajante de los primeros masclets y los “trons de bac”. Como si los tuviera debajo de la ventana. Los cristales vibran y, si sigue esa explosión de decibelios, lo mismo hasta revienta alguno. “…la despertá”, ha pensado. Pero ella ya hace horas que no duerme. “…podrían haber tenido un poco más de miramiento y haber empezado más abajo”, reniega. Por detrás de la persiana entrabierta asciende el humo de la pólvora. La intensidad de los petardazos se va poco a poco amortiguando y disipando. Mezclada con la traca surge con fuerza la banda de música, a ritmo de Paquito el Chocolatero. La piel de gallina. Es el día que es. Hoy, en Mardebé, lo queman todo. Y mañana vuelven a empezar, resurgen de sus cenizas. Se abre la puerta de la habitación. “¡Fiesta, fiesta!”.  Es la auxiliar de la cocina, que viene a recoger la bandeja. Está sin tocar. “…pero mujer, ¿no has querido nada? ¿así cómo te vas a poner bien? (…) Venga, bébete aunque sea el zumo… voy a recoger el resto de habitaciones y luego más tarde me paso”. Analía no contesta. Mientras, los compases de chocopaquito, pom-pom-pón, pom-pom-pón, se pierden rebotando en las fachadas colindantes.
 
19 DE MARZO a las diez.
Son las diez. La luz del sol inunda ya la habitación. En el pasillo, van y vienen voces. Se abre la puerta. “¿Se puedeeee?”. Como cada mañana, ya está ahí su hermana Geles. Pero… auauuuuhhhh, hoy no viene sola. Ahí sí que sí.  Le han dado. Es, ella, es Ariadna. Vestida con el traje de fallera. Madre mía. Hija mía. ¿No quedamos en que…? Analía se lleva las manos a la cara. La mira. La remira. Está preciosa. No parece que tenga sólo diez años. Está…. Está guapísima. Se abraza a ella. Geles le advierte: “¡…eh, eh, cuidado con los moños!”. Permanecen así unos segundos. Unos segundos que parecen una eternidad. Luego aterrizan suavemente en la realidad, repara en que la bandeja está intacta, y antes de recibir una regañina, Analía, aún con la emoción en la garganta, le pide: “acércame la mesita, por favor, que sí que quiero, que tengo que desayunar”.
* * * * *

CATORCE DÍAS ANTES
“¡Ariadna, por favor, estáte quieta, que así no puedo abrocharte!”. La niña se queja. “¡Tía Geles, que me aprieta mucho, me haces daño!”. La tía se desespera. “¡No, no y tres veces no!”. Desiste. “No te cabe”. Cómo que no. Le habían tomado medidas en octubre. Se lo habían hecho más grande. Tiene que caber. La mamá ha de verla con el traje puesto. Se muerde los labios. “…te has ensanchado”, concluye la tía Geles. “…dilo claro: quieres decir que estoy más gorda, tía”. “no, no, quiero decir que te has ensanchado”. “Prueba otra vez, tía”. “…no, no hay manera, señorita Escarlata…”. Ariadna no entiende la retranca. Le tiemblan los labios. Frente al espejo, aprieta los puños. “…en dos semanas, tía, voy a adelgazar… me va a venir bien… ya lo verás… te lo digo yo que sí”. Sin haber visto ni saber nada de la épica película, sólo le ha faltado poner a Dios por testigo. De nada le vale a la tía Geles decir que no se ponga así, que no pasa nada, que es normal que crezca, normal que se estire y normal que el traje de fallera (con el dineral que vale) se le haya quedado pequeño. Por si no hubiera quedado bastante claro, Ariadna subraya: “ME VA A VENIR BIEN”.

TRECE DÍAS ANTES
El tete se lo había dicho. Que debajo de la cama estaba la báscula para cuando ella quisiera. Entra sin llamar en la habitación. Se agacha. Estira el brazo. Comprueba. El punto de partida. Al tete se le escapa una media sonrisa. “No es como se empieza”, le ha dicho ella tapándole la boca, “es como se acaba”.
 
DOCE DÍAS ANTES
Para qué  habrás hecho la tarta, tía Geles. Para qué. De chocolate con nata. A la hora de repartir los trozos, se le queda mirando. Ariadna hace como que tiene una cremallera en la boca. Dice no. “Venga va, un poquito solo”, insiste. Esto no es negociable. Además, la pinta es más que espectacular. El plato delante. Ariadna cede. Ariadna al ataque. Primero vienen dos segundos, un pispás, de deleite. Después, dos horas de arrepentimiento.

ONCE DÍAS ANTES  
Enri el patitas. Es un gamo. El que más corre de toda la clase, con diferencia. Están en el patio en la clase de Educación Física. Él le explica. Lo importante es coger ritmo, respirar. Ordenar a las piernas que te sigan. Ahí están en chándal. Le han pedido permiso al profesor para que, en vez de jugar al basquet como los demás, ellos puedan correr y dar vueltas al campo. Ella se mentaliza. Es fácil. “Imagina que te sujetas a una cuerda y que yo tiro de ti… tú sólo cógete bien y sígueme”. Ahí empiezan. Al trote. Pronto a ella le falla el resuello. Le suben los coloretes. El patitas la anima. No, no puede. “¡…cógete de la cuerda, Ariadna!”.  Ella, sin resuello, aprieta los nudillos, “ya me cojo, ya, pero es que se estira y se estira y se acaba rompiendo!”.

DIEZ DÍAS ANTES 
 “Tete… ¿tú estás seguro de que esta báscula va bien?”.  

NUEVE DÍAS ANTES 
Ariadna tiene llave, pero desde hace poco. Va directa. Al ascensor. Una vez dentro, apunta con el botón. A apretar el cuarto. Bueno, no. Se frena. Dilema. Viene casi muerta. Qué hace. Sale y sube, escalón a escalón. O hace la vista gorda por una vez. Se mira el cinturón. Le duele todo. Cierra los ojos y aprieta el botón. Ro-ro-ro-ro, el motor gira y asciende planta por planta. Remordimientos. Le asaltan. Cuando llega al rellano. Se detiene. Ahora que ya está arriba, no va a bajar otra vez, no. En vez de eso, enfila hacia la terraza. Hacia la sala de máquinas. Está cerrado. Huele a humedad, a grasa. Enciende una luz. Mira interruptores. Mira cables. No se lo piensa. Se juega un cortocircuito. Arranca uno. PLOOOOOFFFFF. Se apaga todo. Ahora está roto. Roto para mucho tiempo. No tendrá de momento el dilema de si sube con el ascensor o por las escaleras. Y sale de allí silbando antes de que nadie sospeche que ha sido ella.

OCHO DÍAS ANTES  
Cuando la tía Geles le ha dicho, “ven para acá, que quiero hablar contigo”, Ariadna ha barruntado tormenta. Uffff. Eso era poco. Le ha caído la del pulpo. Ya está bien de tonterías. Ya está bien de no comer. De hacer como que sí, pero ser que no. Punto. “Y que no me entere yo, porque entonces, señorita, entonces la vamos a liar”. A Ariadna le brillan los ojos. Al borde de la lágrima. Esto, esto, piensa, con la mamá no habría pasado.

SIETE DÍAS ANTES 
La tía Geles ha llegado muy cansada, y ha dicho que lo siente, que no se preocupe, que tal y como le prometió, se probará el traje, pero otro día. Ariadna se pone de morros por eso. Al darse las buenas noches, la tía Geles le reclama un beso y una sonrisa. Ariadna concede. Lo que la tía está peleando por ellos se merece el cielo, por lo menos, y ella sólo está pidiendo a cambio un beso y una sonrisa.

SEIS DÍAS ANTES
El portazo que Ariadna ha dado en la habitación de su hermano se habrá escuchado en toda la finca, y probablemente en la calle entera. No era posible, no era posible. La báscula siempre señalaba dolorosamente lo mismo. Aquellas risitas, ji-ji-ji, le dieron la pista. Hoy Ariadna ha descubierto que la báscula estaba trucada. Primero ha hecho como si nada, luego, zasssss, le ha propinado una patada en los mismísimos. Si quisiera, el tete, podría cenar hoy tortilla, hecha con los huevos de sus propios cataplines.
 
CINCO DÍAS ANTES  
“Un poquito solo”. La tarta de hoy es de queso. Ariadna ha dicho sí. Un segundo de deleite. Y ni medio de arrepentimiento. Con todo lo que lleva trabajado, si esa pequeña ración supone que el traje, que por cierto, aún se tiene que probar, no le va a caber; es que todo el esfuerzo que ha ido haciendo no ha servía desde el principio absolutamente para nada.
 
CUATRO DÍAS ANTES  
Último día de cole. Hoy, cole sin clase. A partir de hoy, vacaciones  falleras. El profe de Educación Física se preocupa de confiscar los petardos que los niños llevan escondidos en sus mochilas. “¡Pequeños incendiarios!”, les llama. Ahora reparten chocolate y buñuelos. Algunas camisetas nunca volverán a ser lo que fueron. Ajenos al bullicio y a la traca, Enri el patitas y ella, siguen dando vueltas al campo de basquet. Ahora sí que sí. La cuerda invisible que los une se tensa pero no se rompe. Y a veces, es Ariadna quien tira de ella, y es Enri, quien a duras penas va detrás siguiéndola, con la lengua fuera.

TRES DÍAS ANTES  
Al entrar en el rellano, Ariadna advierte que hay una nota en el tablón de la escalera. La lee en voz alta. “El ascensor ha sufrido un sabotaje. La reparación asciende a trescientas mil pesetas, ya que se requiere cambio completo del motor. Se procede a recaudar una derrama a partes iguales entre los vecinos. Firmado el Administrador”.  Le recorre un escalofrío. Lo quería escacharrar, sí, pero no tanto. Antes de empezar por el primer escalón, mira hacia la puerta metálica. El letrero “NO FUNCIONA” sigue ahí pegado con cinta.

DOS DÍAS ANTES  
La tía Geles está llegando a casa todavía más tarde. La culpa, dice, es de las calles que casi todas están cortadas, con una Falla en medio, o con una carpa de Casal. Tía y sobrina se miran. Mientras se deja caer derrumbada en el sofá, le asegura: “…de mañana no pasa”. Ariadna asiente. De mañana, desde luego, no puede pasar.

UN DÍA ANTES
Ariadna y su tía se encierran en el dormitorio principal. Se escuchan algunos gritos. Algunas voces. El tete trata de saber qué es lo que pasa ahí dentro. ¿Estarán matando a alguien? Entreabre la puerta, se asoma, y al segundo, lo echan con cajas destempladas: “¡Largoooo de aquíiiii!”.

19 DE MARZO, a las seis de la mañana.
Qué frío y qué relente en la madrugada. Y qué descanso para los oídos no escuchar el eco de la explosión de algún masclet. Bajo las luces de las farolas amarillas, tía y sobrina caminan por la acera haciendo sonar los tacones de sus zapatos. Algún charco queda del chaparrón que descargó anoche. Casi siempre llueve en Fallas. Llevan la bufanda bien apretada a la nariz. Parece que el Invierno, aunque le toque, no quiere irse. Llegan al punto. Peluquería Greñas. Llaman al timbre. Tirita la tía Geles. Mientras esperan, Ariadna, con los ojos llenos de chispas, le pregunta: “Tía… ¿la mamá se curará?”. Cuando la peluquera, aún con legañas en los ojos,  abre la puerta y va a decirles: “qué puntuales, buenos días”,  las encuentra fuertemente abrazadas.











domingo, 17 de enero de 2016

O él o yo

I
El hijo de la Salvaora cada dos por tres está cambiando de coche. Ahora va con un Simca 1200 gris con el techo tapizado. Y viene más a ver a su madre. Todos los Domingos por la tarde. Desde que ella se quedó sola. Si no hay sitio en esta calle, la calle Rupí, aparca en el vado del Chato. Pone un letrero “Estoy en la puerta 9”. Como si los vecinos no lo conociéramos. A mí me saluda. Aunque dudo que sepa cómo me llamo. Ya he terminado los deberes. Y he merendado. Hasta que se haga la hora de cenar, voy a la placeta a jugar. El portalón de la planta baja se abre. Aparece él. Está sofocado: “Madre, no lo puedo decir más claro: si la próxima vez ese perrito sigue aquí, yo no vengo más”. Salvaora, arrastrando los pies, le sigue. Ahora me fijo: Tiene un cachorrito en brazos. Naranja. Como una bolita. “Pero, Pepito, es muy pequeñín… “. “¿Pequeñín? Ese bicho de aquí a nada pesa más de treinta kilos.. y para eso estamos, para que le dé un empujón sin querer y la tire a usted al suelo, y veremos entonces quién la recoge y qué  hacemos”. Él está nervioso. Se sacude la manga de la chaqueta. Ella muy seria. “Te ha ensuciado sin querer. No seas así”. “Soy como usted me ha parido”. Desde la acera. Yo lo escucho todo. Abre el coche. Se mete. Baja la ventanilla con la manivela. Croc, croc. Y amenaza: “O él o yo”. El coche es nuevo, pero no arranca a la primera. A la quinta o a la sexta sí. Broooom. Menudo humo tira el tubo de escape. Se encienden las luces. Volantazo va, volantazo viene, el Simca sale. Yo, entonces, bajo de la acera. Iba a la placeta. Aún escucho como la Salvaora le dice al animalito: “…no pongas esos ojos tan tristes, tú, tú, no tienes culpa de nada”.
II
Cómo pesa la mochila. Por fin camino de casa. La merienda espera. “Pssss, psssss”. Alguien llama. No será a mí. No sé si girarme. “Psss, pssssss”. No hay duda. Me llaman. Me doy la vuelta. Al pronto, no veo a nadie. Después sí. Es desde la casa de Salvaora. “¿Es a mí?”. La mujer, muy misteriosa,  dice bajito “sí, a ti… ¿puedes venir un momento?”. Dudo. “¿Pasa algo?”. Oigo un miniladrido detrás de ella, y entonces sí. La curiosidad me puede. Me acerco. Me invita a pasar. Y tras de mí, plooom, cierra la puerta.
III
Ese Simca puede correr mucho:  a ciento sesenta. Pues mi corazón va ahora todavía más deprisa: a doscientos por hora lo menos. Me ido hasta el campo de fútbol de Mediavilla. He pasado por detrás de la vía del tren. He mirado el reloj veinte veces. Las órdenes eran: “…hasta las ocho pasadas, no vuelvas”. Ya son. Por si sí por si no, me he asomado sigilosamente desde la esquina. He contenido el aliento. Huyyyy. Ahí sigue el coche del hijo de la Salvaora. Rápidamente, he salido a la carrera. De nuevo el campo de fútbol. Otra vez la vía. Ha pasado el tren. Hoy sí que tarda en irse, sí. A la que he vuelto, ya las ocho y media, el Simca no estaba. “Hale, pequeñín, vamos, que no hay peligro”, he dicho. El bicho movía el rabito, contento. De puntillas, he llamado al timbre. Salvaora esperaba detrás de la cristalera. Con una sonrisa. Qué ladridos ha soltado el bandido. “Ven aquí, Fortuna, ven”. Fortuna, lengua de a metro, ha salido dando brincos, casa adentro. No le he contado a la mujer las caquitas que he recogido. Está agradecida. Con su paso lento se acerca al aparador, destapa un bote de café, saca de ahí un billete. ¡Veinte duros! Y me lo tiende: “Esto para ti, para que te lo gastes en lo que quieras”. Uauuuh. “No hacía falta, no…”. Me lo pone en el bolsillo. “Quico….”. Ya me iba para casa, que hoy me matan por llegar tarde. “Qué”. “Hasta el Domingo que viene”.
IV
Qué tiempos aquellos en los que a Fortuna podía llevarla en brazos. Ahora parece una vaca. Qué tirones pega. Me descoyunta el brazo. Y cómo corre cuando voy a recogerla. Madreeeee mía. Ehhhhhhh. ¡Esperaaaaaaaaa!.  Me asomo con la misma delicadeza de cada Domingo por la tarde. Con todo su conocimiento, Fortuna, desde su altura también se asoma. ¡Tendrá morro! ¡Campo despejado: ya no está el coche!. Llamo al timbre. Salvaora abre la puerta. Sin mediar las palabras, yo sigo insistiendo en que “no hacía falta”, ella me pone el billete en el bolsillo. Y con una sonrisa me despide: “hasta el Domingo que viene, bonico”.
V
Oh, oh. Vámonos por aquel lado, Fortuna. Tiro de la correa. He visto al Kinki, del colegio. Ese es un capullo. Integral. Me busca. Glup. Me había visto. Demasiado tarde. Agacho la cabeza. “¿Dónde vas, Quico borrico?”. “Déjame en paz”. “Aquí no estamos en el  colegio, aquí no puedes chivarte al profe”. Me cierra el paso. Es un armario de dos puertas. Me da un empujón. No le da tiempo a más. Fortuna le enseña los dientes. Jooooo, qué dentadura. Impone. Vaya que si impone. “Ya arreglaremos las cuentas”, masculla el Kinki retrocediendo. Debo de estar blanco como la cal de esa pared. Lo menos. Pero acaricio la testuz de mi buena Fortuna. Acabo de descubrir la mala leche que tiene.
VI
Les dije a mis padres que el Domingo por la tarde conmigo no contaran. Que se podrían hacer visitas a otras horas otros días. No lo encajaron muy bien. “Bien, de acuerdo, señorito, tú no vas de visita un domingo por la tarde, pero tampoco sales de casa”. Me quitan el chocolate de la merienda y no me escuece tanto el castigo. No lo he hecho nunca. El salir por la terraza. El saltar por la tapia a riesgo de romperme la crisma. Fortuna no entiende nada. Después de dos años, hoy nos escondemos de todos. De Pepito por un lado, de mis padres, que me creen encerrado estudiando, por otro. Y ay de nosotros como nos pillen.
VII
¿Otra vez el Kinki? ¿Es que nunca me va a dejar en paz? Fortuna le gruñe. “Quieeeeta, amiga, quieta”. Sonríe torcido. De forma muy ladina. “Ya sé el tinglado. Os pensáis que la gente es tonta y no se da cuenta: Tú escondes a la perra para que el hijo de la Salvaora no la vea. Lo tienes claro, Quico. Por mil duros que me des, lo tienes claro. Aquí  se te ha acabado el chollo. Hoy es el día que el asunto se destapa: Jódete”. Intento pararlo. Imposible. “Serás cabrón…”. Lo veo decidido. Cara a Pepito, justo cuando éste se despide de su madre. Cierro los ojos. Me muerdo los labios. Lo veo señalar hacia aquí. Hasta escucho un “están ahí, esperando a que usted se vaya para volver”. Pepito mira. Si ve, hace como que no ve. Se sube al coche. Baja la ventanilla. Se despide de su madre. Y arranca. Ese tubo de escape cada vez está más quemado. Kinki se queda con dos palmos y medio de narices. Es lo que pasa, que cuando un mentiroso dice una verdad, todos los demás se creen que sigue diciendo una mentira. 
VIII
Hale, Fortuna, vamos para casa, antes de que se haga más de noche. Por rutina, me asomo. No hay Simca 1200 a la vista. ¡La calle Rupí es mía! Llamo al timbre. Dos veces. Salvaora tarda un poco. Se abre el portalón. Glup. GLUP. No es ella. Es Pepito quien me abre. Qué hace ahí. Qué hago. “Perdónnn”, digo intentando poner cara de santo, aunque se me debe haber puesto cara de boniato, “me he equivocado de timbre… en qué estaría yo pensando, je, je…”. En mi corta vida me las he visto más gordas. Según tiro para mi casa, donde Fortuna tampoco puede entrar, por supuesto, veo aparcado un flamante R12 verde oscuro. De los de los cuatro faros. Immmpresionante. Adiós pues al Simca 1200. Lo que yo decía, que éste, cada dos por tres, está cambiando de coche.
IX
Es la cuarta vez que llamo. Esto no es normal. Me responde desde el otro lado Fortuna y sus ladridos. Pero ella no me puede abrir. Me pongo nervioso. De un momento a otro aparecerá Pepito y nosotros ya deberíamos estar en el campo de fútbol por lo menos. Efectivamente. Ahí enfila la calle el R12. Aparca en el vado del Chato. Baja Pepito. No me escondo. Voy hacia él. Por favor, por favor, abra deprisa, que he llamado y Salvaora no ha salido. Da igual todo. Da igual que Fortuna, desde dentro, ladre y avise que aquí pasa algo. Puerta abajo. “¡Madre, madre!”. Yo me cuelo. Pero Pepito desde dentro me pide: “¡Chico, avisa en el Ayuntamiento a los municipales, avisa que venga una ambulancia!”. Corro con toda mi alma. Me entra flato, pero no me paro. Cuando ya llego, ya, jadeante, por favor, vayan a la calle Rupí, noto que viene conmigo, con su trote sobrado, la fiel Fortuna. Sí,  la lengua de a metro, viene a mi lado. 
X
En algún momento, con esas nubes,  empezará a llover, digo yo. El portalón se cierra. La planta baja ahora quedará vacía. Desde mi casa, calle abajo, corro hacia el hijo de la Salvaora. Trago saliva. Lo tengo hablado. Con mis padres. Lo tengo negociado. Fortuna se queda. Se queda conmigo. La lleva sujeta de una cadena.  Me acerco. La acaricio. “Es muy buena”, digo abrazándome a su cuello. Pepito asiente. Abre la puerta de atrás del R12. La perra se percata. Dócilmente, y para mi sorpresa, se sube. Pepito saca del bolsillo varios billetes de cien, “los que ella tenía preparados para ti. Con mi agradecimiento”. Me da un escalofrío. Mientras el R12 arranca, con Fortuna asomando la cabeza por la ventanilla y mirándome, se me nubla a mí la vista. Antes de que me dé por llorar, me doy la vuelta y me voy corriendo a jugar, o a lo que sea,  en la placeta.
XX
No sé qué coche tendrá ahora el hijo de la Salvaora. Cada dos por tres lo cambia.

domingo, 10 de enero de 2016

La fábrica de mi pelusilla

I
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. Lo descubrí yo.  Por casualidad.  En la vieja Alquería de la Cueva Azul, que está abandonada desde hace años. Yo siempre había querido saber lo que hay detrás de la otra pared, en el cercado. Y me dio por subirme. “A que no hay”, me provocaron. “¿No hay qué?”, les repliqué señalándome salvasean las partes. Me agarré a dos salientes. Me izé a pulso y en menos de veinte segundos estaba yendo y viniendo, burlando al vértigo, viniendo y yendo por el borde del muro. “¡Eoooo, eoooo!”. Hasta que levantando la mano hacia los demás, no miré dónde ponía el pie, me desequilibré y, ¡¡AAAAAYYY!, me vine abajo, hacia el otro lado. Luego, el silencio. “¡Pote! ¡Pote!”, escuché que me llamaba Richard con angustia, “¡Pote, contesta! ¿Estás bien?”. “¡Síiiiiii!”. Nunca había estado mejor. Bajo un desnivel de cinco metros, hundido en una montaña de lana de oveja. Escupiendo pelusilla. Oliendo a borrego. Pero qué runrún para mi estómago. “¡Serás cabrón! ¡Qué susto nos has dado!”. Vuelto el color a nuestros rostros, subimos la pared cien, mil veces. Nos tiramos de todas las maneras. De cara. De culo. Sentados. Haciendo el pino. Con voltereta. Con el grito de Tarzán. Con el de Chita. De uno en uno. De tres en tres. Sé lo que es volar, flotar en el aire. Pensar que puedo remontarme hacia el cielo y las nubes. Sé lo que es caer en un mar de algodoncillo, hundirme y volver a flotar. Reírnos en la cara unos de otros. Eso, desde que empezó Agosto. Las campanas de la Iglesia de Gorroperdido resuenan a lo lejos, dando las nueve. El sol se esconde detrás de las montañas. Es hora de irse. Mañana, por supuesto más y mejor. Nuestras madres, que hablan entre ellas, se preguntan que dónde nos revolcamos,  que traemos fibras hasta en los calzoncillos. Nosotros, por supuesto, nos callamos. Es que si a alguien se le escapara decir de dónde venimos, se nos acaba la fiesta.
II
Oh, ombligo mío: eres la fábrica de mi pelusilla.
III
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. “Alláaaaa vooooy”. Plooof sobre la mullida lana. Hoy aún no me habría lanzado ni dos veces al vacío, cuando una voz autoritaria nos ha paralizado: “¡Largo de aquí: este territorio es nuestro!”. Nos hemos callado de golpe. Aquí qué pasa. Hemos levantado la cabeza. En el borde del muro, brazos en jarras, cuatro tíos. Glup. Son del pueblo. Nos hemos cruzado alguna vez. Nosotros somos cuatro también. Nos tiran. Mejor batirnos en retirada. Salimos de la montonera. Nos sacudimos la lana pegada a la camiseta. Toni, Jose Luis y yo. No veo a Richard, y eso que no es pequeño. Empiezo a buscarlo cuando escucho por detrás un grito de guerra: “¡ME CAGÜEN TOO LO QUE SE MENEAAAAAAAA!”.  No sé qué ven los cuatro del pueblo al girarse. No lo sé. Pero el más lento salta el muro, y sale a todo meter. Y los más rápidos ya van cien metros por delante. Corren hacia Gorroperdido. Todo ha pasado muy rápido. Me asomo por encima de la pared. Richard aún blande una estaca de dos metros con las dos manos marcando las venas del cuello y enseñando los dientes. Le tiembla el pulso. Le suda la frente. “Se han ido”, susurra. Le digo con admiración: “Sí… los has acojonado… esos no vuelven”. Traga saliva. Conozco a Richard. Es incapaz de molestar a una mosca. Pesa cien kilos y mide uno noventa, pero es sólo fachada. Si alguno de esos se le hubiera ocurrido plantar cara, habría reculado al instante. “Esta tranca es un arma disuasoria”, le explico, “no tienes intención de utilizarla… pero eso el enemigo no lo sabe y hace que se retire y se lo piense dos veces”.  Luego aún nos hemos seguido tirando arriba, abajo. Eso sí: con menos entusiasmo y empuje. Con un ojo puesto en la montaña lanera y el otro en el camino de la Alquería, no fuera que aquellos aparecieran con refuerzos y ganas de gresca.
IV
Aquí es donde pasamos nuestras noches. Hasta que cierran el Bar a las doce. De cara a la maquinita de marcianitos, que alineados bajan, pom-pom-pom, inalterables al rayo láser que los parte y los fríe. No se me da muy bien a mí este juego. Me cunden poco los cinco duros de mi presupuesto. En tres minutos esas naves con patas han bajado toda la pantalla y arggggg, han acabado conmigo. De la rabia, golpeo la máquina con la base del puño, tanto que el camarero me dice que si me vuelve a ver hacer eso, no me deja entrar más en la vida. Richard, en cambio, tiene un pulso mágico. Aprieta el botón rojo y se carga todo lo que tiene delante. Si se pone a jugar él, ya nos podemos ir a dormir, porque nadie más tiene opción de ir detrás suyo. A no ser que… aparezca Sofie. Entonces sí, sus manos sudan, y sus ojos no están en la pantalla. El gigantón se levanta de la banqueta, se aflauta su voz y sale a su encuentro. A mí se me llevan los demonios. Con lo inteligente que es ella, qué le habrá visto. Yo le grito telepáticamente: “Sofie, que ése es sólo fachada. Que le pinchas con una aguja y pfffffff…. se deshincha como un globo”. Y ella le descubre: “Pequeñín… tienes pelusilla en el pelo… ¿dónde te has arrimado?”. Con delicadeza, se la quita. Él sonríe: “ya te lo diré”. Yo contengo la respiración. Y lo fulmino. Que no se le ocurra. Que el sitio de la Alquería lo descubrí yo y es propiedad mía.
V
Esta tarde está nubladillo. He salido de casa mientras hacían otro capítulo del Coche Fardástico en la tele. He ido a buscar a Richard,  pero su madre me ha dicho que ya había salido. Mmmmm. A estas horas. Sin decírmelo. Me lo he olido. A paso ligero, he llegado hasta la Alquería de la Cueva Azul. Ni un alma alrededor. Nadie. Aquí no parece que estén. Chicharras cantan anunciando la lluvia. Las hojas se mueven en los chopos del camino. Cuando ya me volvía, he escuchado sus voces. Detrás de la pared, donde la lana. Voces mimosas. “Tonto…”, le dice Sofie. Me acerco con sigilo. Con tiento. “…guapa”, le contesta él con voz de atortolado. Me puede la ira. No porque estén diciéndose dulzuras, que también. Es porque él le ha revelado nuestro lugar secreto. Se me enciende la sangre. Él medirá casi dos metros y pesará cien kilos. Pero no es nadie. Es fachada. Yo, pequeñajo con nervio, le puedo meter perfectamente una buena tunda. Y más si no se la espera. Se la merece. Me agarro a los dos salientes. Subo. Como un gato. Sin hacer ruido. Cierro los ojos. A la una, les voy a dar el susto de su vida, a las dos, se van a enterar, a las tres…. Grito a todo pulmón: “¡¡ME CAGÜEN TOO LO QUE SE MENEA!!!!!”.
VI
Sí les di el susto de su vida, sí. Y morrocotudo. Joder, quién iba a adivinar que por la mañana habían vaciado la montaña de lana y había quedado el suelo barrido. Joder. Quién. Han venido a verme al hospital. Richard y Sofie. Disimulan. Pero lo veo en sus caras. Cierro fuertemente los ojos para mitigar el dolor de mis piernas rotas. Los vuelvo a abrir. Se cogen de la mano. Agradezco mucho su visita. Cuando muere la tarde, ya de Septiembre, y se van a ir, los llamo. “Sofie, Richard…”. “¿Sí?”. Me desabrocho el botón del pijama. Pensarán que estoy loco. A lo mejor un poco sí. Les señalo el ombligo. Y les digo: “Mirad: la fábrica de mi pelusilla”.