domingo, 23 de octubre de 2016

Dejadme solo

I
Resbalando, derrapando, a punto de caerme por la roca, le grito: “Eduardo… si viera mi padre por dónde nos metes, te pone una demanda… es un abogado muy importante, que lo sepas”. El profesor de Historia me replica contundente: “Menos hablar y más fijarse dónde apoyáis los pies… estáis aquí porque habéis querido venir… ahora bien, si te quieres echar atrás… vuélvete tú mismo”. Miro hacia abajo. Menudo barranco estamos remontando. Da vértigo. No, no, no: yo sigo adelante. Somos diez los escogidos. Y de los diez, el más renacuajo yo. Me querían dejar en el campamento, con la cocinera. Pero ya insistí. Yo voy, yo voy. Me agarro bien a la cuerda. Basi me tiende la mano, auuuuppppp, me da un estirón, y parece que vuelo. Ya estoy arriba. Sudo por debajo de mi gorra blanca. “¿De verdad ha pasado alguna persona por aquí antes?”. Hacemos recuento. Estamos los once. Un trago a la cantimplora de agua caldosa. “¿Falta muchoooo?”.  Eduardo mira el cielo, las nubes, los montes bajo nuestros pies. “No, ya casi estamos”.
II
Donde parece que no hay humanidad posible, se levanta una pequeña cabaña. Un huerto con tomates, pimientos y no sé cuántas cosas más. A Eduardo se le ilumina el rostro. “Sigue aquí…”. Redobla sus pasos. A nuestro encuentro sale un hombre alto, enjuto, un palmo de barba canosa y frente curtida por el sol.  Con un hábito marrón de tela de saco. Y sandalias. Sandalias gastadas para andar por aquí. Yo que me quejo de mis botas montañeras. La primera impresión es de un miedo que revuelve los intestinos. Ellos sonríen. Se abrazan. “Mario, amigo, cómo estás”.  “Lo que faltaba, para romper mi soledad, no sólo has venido tú, sino que te has traído toda tu clase…”. Vaya. Yo me pensaba que ahora era cuando Eduardo pronunciaba esas famosas palabras: “Doctor Livingstone, supongo”.
III
Por mucho que Eduardo nos haya advertido, cómo nos vamos a estar quietos y callados por aquí. Eso es pedir imposibles. Hemos sacado el agua a cubos del pozo. Y hemos acabado pozal va, pozal viene, hechos unas sopas. CHOOOOOOFFFFFFF. Ha empezado Basi, conste. Y nos hemos puesto ciegos a uva todavía verde que crece en la parra que da sombra a la cabaña. Eduardo se ha enfurecido, “¡estáis por civilizar!”,  cuando nos ha visto tirando hasta racimos enteros… Luego he recapacitado: estamos desperdiciando comida valiosa para Mario… Pero yo quiero saber. Qué hace un tipo como éste aquí en pleno siglo veinte. ¿Tiene alergia a la gente? Me pego a Eduardo. Me pego, escucho, no me pierdo detalle y a la que puedo, pregunto. Qué hace éste tío aquí, tan lejos del mundanal ruido.
IV
Cinco años lleva en este reducto. Sin tele, sin periódicos, sin nada. “…esto es una cárcel sin rejas”, le digo. “… aquí tengo todo lo que necesito”, replica. Menudo aburrimiento. “…aunque también es verdad que cada vez son más los excursionistas que consiguen llegar hasta aquí… y cada vez éste sitio es menos solitario…”. La puerta de la cabaña está entreabierta. Pegada a un saliente de la montaña, en realidad, es una cueva. Jo, yo quiero entrar ahí. Antes de que Eduardo me diga, Nacito, tú dónde vas, yo ya me he colado. Auahhhh. Y qué veo. Una cama de paja. Esto tiene que ser incómodo. Qué más. Libros apilados en una estantería. Cacharros colgados en una cuerda. Un crucifijo. De enchufes nada. Y aquí dónde… dónde eso, pipí y popó. Y con qué se limpiará cuando termine. Me apunto la pregunta para cuando salga.
V
Hora de volverse. Hemos revolucionado la paciencia del anacoreta. Eduardo saca de su mochila un fajo de sobres. “Son cartas para ti… me las dieron cuando supieron que venía a verte”. Mario las rehúsa. “Si quisiera saber algo del mundo, volvería al mundo…”. “Quédatelas por lo menos, puede haber un momento en el que te apetezca leerlas”. Nos despedimos en global. Emprendemos el regreso. Tengo un montón de dudas en la punta de la lengua. Por qué. Por qué una persona va a querer estar sola por voluntad propia. No me cuadra. ¿No tendrá tiempo después, cuando se muera, para eso? ¿Qué sentido tiene? ¿Huye de alguien? Es que no lo entiendo. Lo que me callo, porque si digo algo, Eduardo me pela, es que he cogido un cuaderno que Mario tenía encima de su mesa, y me lo he puesto, entre la camiseta y el pantalón. Eso es… ahí están escritas, supongo, las respuestas a mis preguntas.
VI
Menudo comité de bienvenida. Mi padre, mi madre, mis abuelos, mis hermanos, mis primos, mis vecinos. Falta el coro parroquial. Todos me quieren abrazar (estrujar) cuando me ven bajar del autobús. Qué alto. Qué moreno. Qué fuerte. Protesto: “Oye, que han sido diez días el campamento, no diez años”. Cuando voy a despedirme de Eduardo, mi profesor de Historia favorito, que ya no será mi tutor el curso que viene, me da un no sé qué, una emoción, y le digo: “oye, tú, que lo de la demanda de mi padre era broma”.
VII
Contengo la respiración. Voy de puntillas. El mejor sitio para estar solo, para que no moleste nadie, para poder leer el cuaderno robado de Mario sin interrupciones es… claro que sí. El wáter de mi casa. Hasta que cualquiera de los meones de mis hermanos lo aporreen tengo unos cuantos minutos de tranquilidad y soledad absoluta. Paso el cerrojo. Mmmm…. Jopeta qué letra tiene el anacoreta.
VIII
Cumplimentado el test psicológico, después de la última charla con el hermano prior, emprendo un nuevo camino. He tenido que contestar cien preguntas, firmar cien documentos. Me pregunto de nuevo… ¿es que hace falta alguna razón para querer estar solo? El camino ha sido largo. Aquí no sube cualquiera. Cuando he avistado la cabaña, el hermano que hasta ahora la ocupaba, ha hecho un ademán, y sin mediar palabra, ha emprendido el camino de regreso. Bueno, vale, soledad, voto de silencio, pero hubiera estado bien un “esto está aquí y esto lo guardo allá…”. Ahora voy a tener todo el tiempo del mundo para averiguarlo.
IX
Mario, hoy tienes la voz un poco tomada… es que la diferencia de temperatura entre la noche y el día empieza a ser tremenda… dentro de nada, apretará el frío… y no lo has tenido en cuenta… no has venido aquí sólo a una vida contemplativa… si te dedicas sólo a contemplar, dentro de unas semanas te quedarás como un carámbano… así que no tienes otra que coger una sierra e ir a cortar todas las ramas secas que se te pongan a tiro, ¿me oyes, Mario?”. “Sí, claro que te oigo. No estoy sordo”. “Pues eso:  Si te quedas tieso que no sea por el frío”.
X
La primera en la frente. Sí. Literal. El anterior inquilino era bajito y pasaba tal cual por el marco de la puerta de la cabaña. Yo, ya sé que no. Las primeras veces el instinto hacía que me agachara. Anteayer, entré con un poco de prisa y AYYYYYYYYYY. Qué golpe, qué (perdón) ostión. Perdí el conocimiento y casi la cabeza. Menudo golpazo de bienvenida. He debido estar varios días grogui. Ahora ya no sé en qué fecha vivo. Por la luz del sol, puede que sea Octubre ya. O Noviembre incluso. El tiempo del calendario se me desdibuja. Menudo principio.
XI
Creo que si hablo conmigo mismo y  me doy conversación no estoy solo del todo. Es como si me hiciera trampa. He decidido pues callarme. Lo que me diga, en adelante, me lo diré pensando.
XII
Desde entonces, miles de pensamientos se me agolpan a la vez. Es como si mi mente se desdoblara una y otra vez. Hay pensamientos que son puro grito dentro de mi conciencia.
XIII
Cantar tampoco vale. "Un libro quedará abierto, una carta sin escribir, de un árbol caerá una hoooja y yo, me alejaré de tiiii....".   La naturaleza que me envuelve no tiene la culpa de lo mal que canto. A partir de ahora, nada de cantar tampoco. Ni un tralará.
XIV
Me dispongo a vivir mi primera primavera en mi retiro voluntario. Oigo voces. MARIOOOOOOO. Me llaman. A mí. Algo gordo ha debido pasar para que vengan a buscarme. Una guerra mundial, un terremoto. Me levanto de la mesa. Salgo a toda prisa. Uppps. Me meto un guarrazo con el marco de la puerta. Son Elías y Alicia, dos de mis nueve hermanos, los que me siguen en orden. Van con un hombre. Qué bueno. Han hecho el esfuerzo de venir hasta aquí para verme. Cómo están los demás. “Muy bien. Te mandan recuerdos”. A mi memoria vienen las calles de Mediavilla, su huerta, los coches por los adoquines de la carretera nacional. Ellos tampoco se andan mucho con rodeos. Hay que arreglar las cosas de los padres. Sacan papeles. Y me piden que firme. Qué es esto. “…nos cedes tu parte a Elías y a mí… todos están de acuerdo… si es que bajaras de nuevo, ya nosotros nos hacemos cargo y te reintegramos lo tuyo”. “No sabes el gasto que nos supone mantenerlo… es preciso poner las cosas en regla”. Les digo que para eso no hacía falta que vinieran. Se encienden. Insisten. No hace falta. No firmo nada. Ellos me dicen de todo. Como cuando éramos pequeños. Según se alejan, al otro, que dicen es un notario, le dicen, “aunque no haya firmado, da igual, usted, ha comprobado, y da fe, que éste no está en su sano juicio… a la vista está dónde ha venido para esconderse…”.
XV
No sé de dónde ha salido el animal ése. Lo que sí sé es que tiene la pata lastimada. Y que ha debido de padecer, porque si trato de acercarme, huye despavorido. “Ven, bicho, ven, que no te voy a hacer daño”. Rompo mi voto de silencio, porque no creo que entienda mis pensamientos. “VEN BICHO, VEN, QUE NO TE VOY A HACER DAÑO”. Bicho me mira con cara de lástima. Me entiende y, a la pata coja, se me acerca sumiso.
XVI
Comparto espacio y comida con Bicho. Me sigue a donde voy. Me rodea agradecido. De dónde habrá salido. Para llegar aquí ya habrá tenido que andar, ya. Corretea bien, sin cojeras aparentes. Me hace compañía. Me-hace-compañía. Me aterro al reparar en eso. No he venido aquí para estar acompañado. Aunque Bicho no sea una persona. Abro la puerta. Ahora es de noche. Estira su cuello. No entiende. Y no sé si lo va a entender. Le hago una seña. “Sal, ve a hacer tu vida”. Remolonea. Lo cojo en brazos. Uffff, cómo pesas, Bicho. Lo llevo hasta la ladera. Lo suelto. “Fussssssss, fusss”. Se queda desconcertado. Y yo respiro hondo. Qué hago ahora contigo. “Déjame solo, Bicho, he venido para eso”. Corro hacia la cabaña, cierro detrás de mí. Espero que, mañana, con la luz del alba, cuando abra de nuevo la puerta, él ya no esté ahí, esperándome.
XVII
La quietud de las ramas. El silencio de los pájaros. Mi instinto me indica que algo no va bien. Igualmente recorro el perímetro de la cabaña. Cuando voy de regreso, UUUUUPPPPP, YA TE TENGO CABRÓN, NO TE MUEVAS. Alguien me ha tirado al suelo de un empujón, me ha inmovilizado y tira de mis brazos hacia atrás. Pienso, ya tiene que tener ganas, ya, el que sea, de venir hasta aquí, quien me quiera robar, con lo poco que yo tengo. “….suéltalo, creo que nos hemos equivocado, Guillermo”. Me ayudan a levantarme. Magullado. Me sacuden el polvo. Por la pinta, me han confundido con el ladrón del Banco Mardebé. Son cinco policías de la secreta. Hombres de Dios. Si hubiera sido yo, no habría venido aquí a gastarme la pasta. “Estas cosas pasan, créame, que es usted una fotocopia del ladrón”. Comparten conmigo unas infusiones, y se despiden ruborizados, disculpándose de nuevo. De nuevo las ramas se mueven, los pájaros cantan como solían y la quietud vuelve alrededor de la pequeña cabaña.
XVIII
No sé si lo he soñado. Un ángel, era un ángel, podría ser un ángel. Bajaba. Y yo me quedaba petrificado. Sin habla. Anonadado. Depositaba una bandeja con alimentos. No quiero ser irreverente, porque cuando me he levantado a por la bandeja, ésta no estaba. No quiero ser irreverente… he venido aquí para estar solo… y no dejo de tener compañía. Podrían ser alucinaciones. Los sedientos que caminan por el desierto ven oasis con palmeras y agua abundante. Yo, que llevo varios días a base de caldo hervido con hierbas que se parecen a los cardos, he visto… a ver si… esas hierbas. La soledad sólo es estar solo, no estar loco.
XVIII
POOOOM, POOOOM, POOOOMMM. “¡Nacitooooo, ¿sales yaaaaa? Llevas mucho rato. ¡¡Necesito entrar!!”. Aguantando el asedio, con los pantalones bajados, levanto la cabeza de mi lectura y contesto: “¿¿Queréis dejarme solo??”.  
(….)
(….)
XXIX
…primer día de clase tras las vacaciones. Algarada general. “Nano, cómo te has estirado, cabrón”, oigo que me dicen al verme. Yo, voy a piñón. Ya veré luego la clase que me toca. Directo a la sala de profesores. Pregunto por Eduardo, el de Historia. Tengo que hablar con él. En mi bolsa, el cuaderno, el cuaderno de Mario. Glup. Si he tenido bemoles para cogerlo, los he de tener para devolverlo. Le diré, “yo no quería… estoy muy, muy arrepentido”. Ahí está. “Eduardo, yo… glup”. Que me expulsen el primer día de clase por ladrón, pero que me defienda un abogado distinto de mi padre… Mi padre es tan duro que seguro me pide doble pena para que escarmiente.
(….)
XL
...desde donde termina el camino rural con más pedruscos del mundo hasta la cabaña del anacoreta hay todavía unos diez kilómetros por una senda desdibujada y cuesta arriba. Sólo se puede subir remontando un barranco, y en esta época preotoñal, donde las hojas amarillean y posan sobre las rocas, discurre el agua de las primeras lluvias. El terreno está mucho más resbaladizo y peligroso.. Me repito lo que le voy a decir cuando lo tenga delante, “lo siento mucho, te devuelvo el cuaderno, yo no tenía mala intención”. Eduardo me tiende la mano. “Eeepp, arriba, arriba”. No tenemos tiempo que perder. Miramos el horizonte. Nos orientamos. Y seguimos adelante, siempre adelante. 
XLI
No hay nadie. Los hierbajos crecen en lo que fue el huerto de tomates. La puerta batea por el viento contra el marco. Sí es una puerta bajita, sí. Yo aún quepo. Un perro baja monte abajo y se planta frente a nosotros, enseñándonos los colmillos. Eduardo blande un palo. “¿BICHO? ¡BICHO, quieto”. Es, no puede ser otro, BICHO. Escucha su nombre y se calma. “Este animal no puede ser malo”. Se hace un lado. Y entramos dentro.  Mario ya no está. Los libros se alinean en el estante tal y como los vi al principio del verano. Un cuaderno nuevo encima de la mesa. Eduardo lo abre. Yo, que todo lo quiero ver, voy detrás. Aquí, sólo dos palabras escritas: “DEJADME SOLO”.

domingo, 16 de octubre de 2016

Mis dos escapadas


I
Los Sábados el colegio se transforma. Parece otro. Bulle en actividades. En el campo de futbito y en el de baloncesto suele organizarse el partido oficial. En el Salón de Actos ensayan la Obra para el día de la Fiesta. A mí me gusta ir. Aunque sea para jugar solo en el patio, tirando a la canasta sin parar. Hoy he venido también. Pero hoy no es un Sábado normal. Hoy es el Sábado. Antes de que sea demasiado tarde, vengan todos los exámenes de golpe y se acabe el curso, hoy tengo que poner en marcha mi plan. Y en mi plan no estaba previsto que estuviera nervioso. Que mirara mi reloj Thermidor cincuenta veces y que los minutos no pasaran tampoco estaba escrito. Al final, todo llega, las doce y media también. Voy como una flecha. El secreto está en hablar con seguridad. “Señorita, cambio de autobús… no vuelvo a Mediavilla porque tengo que comer en casa de mi tía Carmen que vive en Alfil… pero se me ha olvidado el justificante”. La señorita me mira. Ya sabe cómo soy. Despistado. Aquí ayuda poner un poco de cara de lástima. Me cae medio cachete. “…no te tendría que dejar… para mí es un compromiso… venga, Chaume, que sea la última vez… “. Avanzo por el pasillo. Me gustan los asientos de atrás. Me muerdo los labios. Primera prueba superada.
II
Mientras traquetea la ventanilla, con mi frente pegada al frío cristal, mirando los campos de naranjos que se suceden ininterrumpidamente…caigo en una cosa que no había pensado. Si es que me tuviera que volver esta tarde en tren, no tengo ni dos pesetas. Es igual. Ya me las apañaré. Aunque me toque ir andando.
III
Eeeeep. Ha llegado el momento. “¡Buen fin de semana, seño!”. La señorita aún me pregunta dónde vive mi tía Carmen. ¿Quién? Ostras, sí, no me acordaba de mi-tía-Carmen. “¡Por allá, está muy cerca, llego enseguida!”. Pitan por detrás cuatro coches impacientes. Bajo de un salto. Y aquí estoy. En Alfil. Es tal y como ella me lo había pintado.
IV
Por el paseo central, buscando la calle de las Jacarandas. Todo es mirar a un lado, a otro. En este pueblo se olvidaron de poner rótulo para que los que venimos de fuera supiéramos por dónde andamos.
V
Bom-bom, bom-bom. Que sí, que me pellizco. Que estoy aquí, donde acaban las fincas y empiezan los campos. Que he llegado a Jacarandas 37. Que me tiembla el pulso. Que voy a llamar al timbre. Que…
VI
Mari Eli ahoga un grito cuando entreabre la puerta y me ve. “¿Tú qué haces aquíiiii?”. Glup. Pues hago eso… estoy en lo que quedamos. Que vendría a tu casa a verte. No la veo muy feliz, pero creo que es por el efecto sorpresa. En cuanto lo asimile, no cabrá en sí de gozo. Como yo.
VII
El pasillo de su casa es oscuro. Tropiezo con un mueblecito esquinero. Casi, la catástrofe. Las figuritas de porcelana, no sé si china, se han tambaleado todas, pero no ha caído ninguna. En la cocina, el extractor a toda velocidad. “Mamá…”. La madre de Mari Eli está con un delantal. Se gira. “Y éste quién es”. “Es Chaume, un compañero de clase… ha venido a verme…”. Hija, la hora de comer, no son horas de hacer visitas a nadie. “…es que es eso, mamá, que Chaume, viene de Mediavilla, se queda a comer”. Cómo. Qué. Sonrío. Sale mi cara de ángel. La señora se compone. “¡Ahhhh…. Perfecto, perfecto…”. Noto cómo mi queridísima amiga suspira, menos mal. El plan funciona. Y yo, lo que quería: estoy con ella.
VIII
Conste, yo por Mari Eli, lo que haga falta. Como hasta pimientos si es preciso. Pero que no me pidan que me coma estos macarrones con atún. Blandos, pastosos. Se me hacen bola en la boca. Los remuevo con el tenedor. Hago un hueco en el centro del plato. Noto que todos, lo que se dice todos, me miran. Ella menos. Mari Eli, a dos carrillos, da cuenta de su ración. Y eso que era el doble de la mía. Estoy por decirle, “cuando acabes, sigue con ésta”. Si pestañeo, si toso. Si bebo y hago ruido con mi sorbo. Si mi masticar es sonoro. Todos, su padre, su madre, sus dos hermanas, me taladran. “¿No te gusta, Chaume?”. “Mmmm… es que no he venido con mucha hambre…”. Definitivamente, en esta casa soy un bicho raro. Me miran por eso.
IX
La tarde es templada. Recorremos la avenida de parte a parte. Nos sentamos en un banco. Compramos pipas Facundo en un kiosko. Ahí me desquito. Soy una máquina de tirar cáscaras al suelo. Ahora, en Enero, anochece pronto. Disfruto el momento. Hablamos. De mayores. De futuro. Del colegio. De sus amigas. De mi amigotes. En nada se encenderán las farolas. Quisiera que mi reloj parase nuestro tiempo. Pero eso no se puede. Nos levantamos. Que tenga ahora el culo helado del granito del banco es lo de menos.
X
“¿…y cómo te vuelves a casa, Chaume?”. “Evidente: voy a la estación, de ahí a Mardebé, y en Mardebé subo a otro que me lleva a Mediavilla”. Noto que se me seca la boca según digo esto a Mari Eli. “No, hombre, no… no vas a dar todas esa vuelta estando mi padre en casa… Ahora le digo que te llevamos nosotros”. Glup. Sudan mis sobaquillos. Puro nervio el que estoy pasando. “…mujer no es necesario, pero si insistes…”.
XI
El R10 es nuevo y huele a nuevo. Nosotros nos sentamos detrás. El padre de Mari Eli es de poco hablar. “Hace mucho que no voy a Mediavilla”. “No se ha movido del sitio”, le digo. Ni pestañea ni mueve su rictus. No ha debido entender mi chiste. Sólo tengo ojos para mirarla. Ahora es cuando noto que irradia felicidad. Estoy con ella. Está conmigo. Será una curva. Será un frenazo. Nuestras manos se juntan. Y hasta que llegamos a la puerta de mi casa se quedan así, entrelazadas.
XII
Señor, señor, qué recibimiento. Da igual quién esté delante. Mi madre no ahoga sus gritos. DÓNDE TE HABÍAS METIDO. NOS VAS A MATAR DE UN  DISGUSTO. TE HEMOS BUSCADO DE CASA EN CASA DE TUS AMIGOS Y NADIE SABÍA NADA DE TI. ÍBAMOS YA A DENUNCIARLO A LA GUARDIA CIVIL. ANDA, ANDA, TIRA PARA CASA QUE, DE LA QUE TE ESPERA, NO TE LIBRAS. La despedida no es nada honrosa y decorosa para mí. Mi madre me engancha de la oreja izquierda y me levanta dos palmos. El plan, mi plan, era como el plan de quien proyecta ir a la luna. A la luna con Mari Eli con todo detalle. De cómo volverse después, ni media palabra.
XIII
Creo que, desde entonces, luce en mis laterales una oreja más grande que la otra. La izquierda, claro.
(...)
(…)
(…)
MI
Los Sábados la casa se transforma. Parece otra. Ventanas de par en par para que las habitaciones se oxigenen. El robot aspirador me persigue por donde voy. Los nietos juegan enfrascados en la videoconsola. Me gusta que vengan. Pero hoy no es un Sábado normal. Hoy es el Sábado. Antes de que sea demasiado tarde, y no me pueda valer, hoy tengo decidido poner en marcha mi plan. Y en mi plan no estaba previsto que estuviera nervioso. Que mirara mi reloj inteligente de pantalla tactil cincuenta veces y que viera mi tensión y pulsaciones disparadas tampoco estaba escrito. Al final, todo llega, las doce y media también. Voy como una flecha. El bastón. La gorra. El móvil y la pulsera de seguridad, quedan sobre el aparador. Qué extraña me resulta la calle, después de tanto tiempo. El secreto está en hablar con seguridad. “Señorita, ¿puede usted indicarme cuándo tengo que hacer el trasbordo para ir a Alfil?”. La señorita me mira. Aquí ayuda poner un poco de cara de lástima. “No se preocupe, ya le aviso”. Se levanta y me cede su asiento. “…no era necesario, pero si insiste…”. Eeeeep. Me dejo caer. Ding dong ding, “próxima parada, Alborada”. Inquiero, “¿ésta?”. No todavía no. Me muerdo los labios. Primera prueba superada.
MII
Mientras traquetea la ventanilla, con mi frente pegada, viendo mis ojeras en el reflejo  del cristal de enfrente…en una cosa no he pensado. Si me tengo que volver esta tarde otra vez en tren, no tengo ni cincuenta céntimos. Tenía sólo para un billete sencillo. Es igual. Ya me las apañaré. Aunque tenga que ir… ¡ostras!… andando no. Ejem: Ya me las apañaré.
MIII
Eeeeep. “No funciona el ascensor. Tócate las narices”. Necesitaba salir a la superficie, respirar aire fresco. No he nacido yo para vivir allá abajo como los topos. Estos semáforos están mal paridos. Tardan una eternidad en ponerse verde para los peatones, y cuando aún voy por la mitad ya se acaban y se ponen rojos otra vez. “…pitad, pitad, que yo tengo que llegar al otro lado ¡que os den!”. Ufff, porque me lo han jurado, pero si esto es Alfil, cómo ha cambiado, a este pueblo no lo conoce ni la madre que la parió.
MIV
Bom-bom, bom-bom. Que sí, que me pellizco. Que estoy aquí. Aquí se acababa el pueblo antes… y mira si sigue la calle… ¡Estoy en pleno centro histórico! Que sí, que esto es Jacarandas 37. Que por qué me tiemblan las piernas… por los escalones de antes.  Puñeteras rodillas. Que no me veo. Que no leo estas letras tan pequeñas. Que voy a llamar al timbre. Que…
MV
…Mari Eli, te reconocería en cualquier parte, en cualquier momento… bastaría con mirarte… bastaría con ver el rictus de tus labios… Hay algo en ti de mí y algo en mí de ti, eso… eso es inconfundible, eso… eso no lo borra el tiempo. 
MVI
Me quito la gorra. Se me escapan dos carraspeos. Mari Eli ahoga un grito cuando entreabre la puerta y me ve. “¿Tú qué haces aquíiiii?”. Glup. ¿Tantos años sin vernos y eso es lo que se le ocurre decirme? Pues hago eso… estoy en lo que quedamos. En que volveríamos a vernos.
MVII
No me acordaba del pasillo de su casa. Oscuro, oscuro. Por eso he tropezado otra vez con el mueblecito esquinero que ya no tenía el mismo número de figuritas que antaño, conste. En la cocina, el extractor. Una de dos. Estoy más sordo. O bien es mucho más silencioso. “Nena…”. Es una de las hijas de Mari Eli. Con un delantal. Se gira. “Y quién es”. “Es Chaume, un viejo compañero… ha venido a verme…”. Y tan viejo. Mamá, la hora de comer, no son horas de hacer visitas a nadie. “…es que es eso: que se me había olvidado decirte, que Chaume, que viene de Mediavilla, venía hoy a comer”. Cómo. Qué. Sonrío. Sale mi cara de ángel. La hija se compone. “¡Ahhhh…. Perfecto, perfecto…”. Noto cómo ella suspira, menos mal. El plan funciona. Y yo, lo que quería, estoy con ella.
MVIII
Mientras Mari Eli se troncha, una pregunta me sale del alma. “Es que en esta casa sólo coméis macarrones con atúnnnn?”.
MIX
La tarde es templada. Pero mi bufanda y su foulard están bien enrolladitos por si acaso. La Avenida es eterna, así que nos dejamos caer en el primer banco. Pasa la gente, sin mirar a ninguna parte. Niños corriendo. Bicicletas a destajo. Perros buscando troncos de árbol para hacer pis. Ahora, en Enero, sigue anocheciendo pronto. Disfruto el momento. Hablamos. De nuestros hijos. Del pasado. Del colegio. Qué fue de éste. Qué fue de aquél. En nada se encenderán las farolas. Quisiera que mi reloj nuevo parase nuestro tiempo. Pero eso no se puede. Nos levantamos. Uf, mi lumbago. Que tenga ahora el culo helado del granito del banco es lo de menos.
MX
“¿…y cómo te vuelves a casa, Chaume?”. “Evidente: por donde he venido, voy a la boca del metro, de ahí a Mardebé, y en Mardebé trasbordo a Mediavilla”. Mientras hurgo en mis vacíos bolsillos, noto que se me seca la boca según digo esto a Mari Eli. “No, hombre, no… no vas a dar todas esa vuelta estando mi yerno en casa… Ahora mismo le digo que te llevamos nosotros”. Glup. Sudan mis sobacos peludos. Puro nervio el que estoy pasando. “…mujer no es necesario, pero si insistes…”.
MXI
No sé qué coche es éste, pero es nuevo,  huele a nuevo. Habla, tiene un mapa. Y conductor automático. Nosotros nos sentamos detrás. El yerno de Mari Eli es de poco hablar. “Hace mucho que no voy a Mediavilla”. “No se ha movido del sitio”, le digo. Ja, ja. Ni pestañea ni mueve su rictus. No ha debido entender mi chiste. Sólo tengo ojos para mirarla. Ahora es cuando noto que irradia felicidad. Estoy con ella. Está conmigo. Será una curva. Será un frenazo. Nuestras manos se juntan. Cálidas. Y hasta que llegamos a la puerta de mi casa se quedan así: nuestras manos están  entrelazadas.
MXII
Señor, señor, qué recibimiento. Mi hija Carmele no ahoga sus gritos, esté quien esté delante. PERO PAPÁ, CÓMO SE TE OCURRE. DÓNDE TE HABÍAS METIDO. POR QUÉ TE VAS SIN MÓVIL, SIN LA TELEPULSERA, SIN LAS PASTILLAS. NOS VAS A MATAR DE UN  DISGUSTO. TE HEMOS BUSCADO POR TODAS PARTES… LO HEMOS DENUNCIADO YA A LA POLICÍA… Impertérrito, dejo caer el chorreo. Como antaño, mi plan estaba incompleto. Cubría cómo ir a la luna. A la luna con Mari Eli. Pero dejaba en blanco el regreso a la dura Tierra después.
MXIII
“PERO ¿QUÉ HACES, PAPÁ….?” “¿Yoooo? Nada, nada…”. Después de la tremenda bronca que me ha dado le estoy ofreciendo mi perfil derecho. A lo mejor, como está tan cabreada, éste es el momento, si tenía pensado tirarme bien de las orejas , que estire ésta, a ver si así, nunca es tarde,  me quedan ambas igualadas otra vez…


domingo, 9 de octubre de 2016

Pasando del aire


I
Tres curvas más y de verdad que tiro hasta mi primera papilla, ay qué mareo llevo… ¿esto es Gorroperdido? ¿dónde te has metido, Noa?  El chófer se seca el sudor con un pañuelo. Luego me lo ofrece a mí, todo pringoso. Puaggg, quite, quite.. Los que vamos bajando del autobús parecemos borrachos. Abre el portón del maletero y arrastra mi maleta. “Uuupps, que me hernio…  ¿qué llevas aquí, muchacha?¿un muerto?”.  “No señor: llevo libros”. “Pues parece plomo”. Algún día, espero que no tarde mucho, a alguien se le ocurrirá que las maletas van mejor con ruedas. Cegada por un sol de media tarde, el autobús arranca de nuevo, me trago el humo del gasoil. Por detrás pasa un rebaño de cabras, entre campanillas cruzan la carretera y van dejando un rastro de bolitas negras a su paso. Con angustia me repito, ¿dónde coño te has metido, Noa?
II
Me dijeron que viniera a la Fonda del Cementerio. “Ya podían cambiarle el nombre”, he dicho según entraba. El dueño, seco y maleducado, ha replicado, “si estuviera en el camino del Paraíso no se llamaría Fonda del Cementerio…firme aquí, señora de López”.  Le corrijo. “Señora de López NO, Señora López SÍ”. “Mmmmm… mmmm… mmm… no me diga, no me diga…”. Luego entre dientes, mientras se da la vuelta, masculla, “lo que faltaba, una médica”. A mí, que también sé mascullar, me sale un ”lo que faltaba, un capullo”.  
III
A mí me habían dicho que Gorroperdido clamaba por un médico desde que hace seis meses se muriera el anterior titular, don Andrés. A mí me habían dicho que tuviera paciencia, porque tendría la consulta abarrotada, de bote en bote, todos los días. Levanto las persianas. Joderrrrrrrr, la de polvo que hay aquí. Me asomo a la puerta, a ver si viene alguien. Será temprano, pero luego cuando casque el sol no creo que nadie ande por la calle. Será que este pueblo es muy sano. Me siento. Abro cajones. Curioseo. Revistas. Propagandas. En la vitrina, todas las medicinas que hay están caducadas del siglo pasado. Vaya tela. Abro un libro. Pero así no le entran a una ganas de leer. Acabo haciendo papiroflexia. Me quedan mejor, mucho mejor los aviones que los barcos de papel. Si no hubiera estudiado medicina, me habría gustado ser ingeniera aeronáutica. Fiuuuuuuuuu… ¿ves cómo vuela? Mejor me habría ido diseñando aviones…
IV
…Damián golpea la puerta. Me despierta. Qué pasa. “Que es una conferencia, de Mardebé, para usted”. Me enfundo una camisa, no se me escandalice la parroquia. Bajo de dos en dos, aterrizo en el piso de abajo. Me señala con la cabeza una cabina. Cierro la puerta. Está insonorizada. Oigo mi respiración. “¿QUIÉN?”.  “Noaaaaaaaaa, hija… ¿cómo estás?”. El primer pronto es querer llorar como una magdalena, y suplicar, “mamá, mamá: sácame de aquí". Pero si ella me nota el menor atisbo de infelicidad, es capaz de cogerse un taxi y plantarse en Gorroperdido en cuatro horas. Carraspeo y enuncio alto y claro: “ESTOY DE PUTA MADRE, MAMÁ, DE PUTA MADRE”. Cruje la línea, los cables deben de estar muy perjudicados, ella me replica: “…parece mentira, hija, con el dinero que nos hemos gastado con tu educación y tu carrera, y hablas como un carretero”.  
V
¡Llaman! Me pongo en pie de un salto. No sé si decirle al cura Don Enrique que toque a rebato en el campanario, porque parece que entran a la consulta. Mi primer paciente. O mi primera paciente, aún no lo sé. Una niña, con los ojos más azules que he visto nunca. Su padre, su madre. No saben si entrar o quedarse fuera. No saben si salir corriendo. A lo mejor aparecen en las noticias de las nueve. “Pasen, pasen, no se queden ahí, siéntense por favor”. Se miran entre ellos. A ver quién empieza. Quién habla. Se decide ella. “Mire… la chiquilla no come”.
VI
Les he hecho salir. Nos hemos quedado solas. La niña, que debe tener unos once años. Y yo. Así, si tiene vergüenza de contarme algo, que ellos no la inhiban. No sé por dónde empezar. Si por enseñarle un espejo, “tú no estás gorda para nada”, o  preguntarle directamente por qué no come. Yo la veo bien. Le tomo el pulso. La tensión. No está extremadamente delgada. “Cómo te llamas”. “Roser”. Huy, qué vocecilla. “Y desde cuándo no comes”. “Desde siempre, pero ellos no se habían dado cuenta hasta ahora”. “Me cagüen todo, Roser…”. Se espanta de oírme hablar así de claro. Pero es que, esto de la anorexia es una cosa muy seria, carajo.
VII
Que lo de la Fonda del Cementerio era cosa de días estaba cantado. A la que yo encontrara un piso, aunque fuera una cuadra, allá que me iba. Y a la mierda Damián el troglodita. Lo que pasa es que para hablar por teléfono voy a tener que seguir yendo allá. La casa es pequeña. Un poco oscura. Con un patio interior. Ahí pondré cuatro plantas a la que pueda. El cuarto de baño es del siglo diecinueve. Tendré que cambiar la cocina. Y comprar una nevera. Eso sí, el casero que me la ha alquilado, me ha dicho. “Tiene tele; si orienta bien la antena al repetidor del Cuc, se ve la primera y el UHF”. Joder, casi me rompo la crisma andando entre teja y teja. Pero ahí la tengo. Yo, que nunca le he hecho ni puñetero caso, estoy conectada a través de esta pantalla, al mundo exterior.
VIII
Ahí fue cuando le dije, “Roser, si quieres, ven el Sábado a mi casa a ver la película de la tarde. Yo tengo tele”. Las únicas televisiones que se ven por aquí están en los bares y en la Fonda del Cementerio, que la tiene en color. “Uaaaahhhh. ¿De verdad? ¿Y pueden venir mis amigas?”.  “Pues claro. Ya me encargo yo de comprar tortas en el horno y preparar la merienda”. Ahí están, seis niñas, pisando fuerte, dando zapatazos, “vais a hundir el suelo, que las vigas son de madera”. Ahí están, seis niñas chillando como si no hubiera mañana. Me he quedado corta con mis provisiones de cola y naranjada. Beben como esponjas. Están poniéndose moradas. Me fijo, claro, en Roser. El bizcocho ni lo huele. Ni un trago de nada. Ni agua. A las demás, les dolerá el estómago por empacho esta noche. Son limas. Por cierto, a la película, de John Wayne, no le hacen ni caso. Pero se lo están pasando, ahora que no me oye mi madre, de puuuuuta madre.
IX
El del Cine Mascope ha venido cara a mí, y con las venas del cuello a punto de salírsele del sitio, me ha espetado entre escupitajos: “si zapatero a tus zapatos, médico a tus aspirinas… me estás reventando el negocio con las quedadas en tu casa”. No me ha dado tiempo de replicar. De pensar algo. A lo mejor le pido una oferta para que me venda a mí la taquilla de esa tarde… Suspiro. Cagüen. Cagüen. Llevo aquí en Gorroperdido cuatro días como quien dice, y lo único que he hecho es “hacer amigos”.
X
Me ha parecido una buena idea. Permiso a sus padres. Y, de buena mañana, Roser y yo, mano a mano, o mejor pie a pie, paso a paso, hemos salido con la intención de llegar al barranco de los Dinosaurios. Ella dice que sabe llegar con los ojos cerrados. En la mochila he puesto de todo. El mejor embutido, queso espectacular, una hogaza de pan crujiente recién horneado, una cantimplora de dos litros. Y unos panquemados que son una gloria. Roser, lo único que lleva, es un palo. Confío en que se le abrirá un hambre canina y que… je, je… hoy veré cómo se come hasta las piedras…
XI
He pasado del, “¡venga, flojilla, que no se diga… que te quedas atrás!” al “ufffffff, esssssspera… que me falta el aire… que me derritoooo… que no puedo másssssss”. La madre que la parió. La conversación es amable. Por Roser voy conociendo a todos y cada unos de los del pueblo. Pelos y señales. Me pasma su madurez. Mientras, me ha ido metiendo por unas sendas impracticables. Llevo las piernas sembradas de arañazos. Coño con las aliagas. Me duele el tobillo. Yo creo que es un esguince. Suerte que llevo un spray arreglalotodo. Me deshidrato. Por fin, este paraje es maravilloso, incomparable… No creía que esto estuviera tan lejos, a tomar por culo… estos dinosaurios ya podían haber elegido otro sitio más cercano para poner sus pies y fosilizar sus huellas.
XII
“Mmmm… Mira qué bien huele”. Le ofrezco. Roser, la tía, como si oyera llover. Le he vuelto a tomar el pulso. La tensión. Como si se hubiera acabado de duchar. “Mmmm…. Esto está de muerte… Pruébalo”. Para tentar a alguien, yo no sirvo. Concluyo que esta niña no es normal. Que es verdad que no come. Y que no come porque no lo necesita. “Noa, de verdad te lo digo, no insistas: yo paso del aire”. Estoy impactada. Pero por encima de mi impacto, la verdad es que yo sí estoy que desfallezco. Me escuece todo. Me he quemado la mejilla por el sol. Y aquí no hay ni medio matorral a cuya sombra arrimarse. “¿Te importa bonita, si me lo como yo…?“. Ñam, ñam. Es que supera mi fuerza de voluntad. Me pongo ciega. Si la ida ya ha sido dura, la vuelta entre retortijones, calambres en los gemelos y la cadera magullada, me ha hecho entender por qué se murieron allá todos los dinosaurios.
XIII
Yo me iba directa al barreño. Y luego a la cama. Un gentío, entre voces, corría hacia la loma. “Ha sido ahora… es Damián…”. Por un segundo he dudado. He mirado a Roser, “vete a casa, gracias por esta excursión”.  Las fuerzas no sé de dónde me han venido. A los cinco minutos estaba en el lugar del accidente. Debajo de una rueda de tractor, Damián, aprisionado de cintura para abajo. Me ha impresionado verlo así. Estaba lívido. Consciente. Cuando me ha visto, le he entendido perfectamente cómo murmuraba: “…para que venga una médicucha a ayudarme, más me valdría haberme muerto”. En estos trances, una no tiene que oír las sandeces que se dicen. Una está aquí para ayudar a los que pueda, aunque lo de ser capullo sea incurable.  
XIV
Por qué será que, desde aquella tarde, desde que Damián vive para contarlo, tengo la clínica de bote en bote. Los otros dos médicos de la comarca se han quejado a la Diputación  de que “la nueva lo acapara todo”. Me cruzo con Roser en la calle. La saludo, me saluda con una sonrisa de oreja a oreja. “yo, contigo, voy a donde quieras menos al barranco ése, que aún me duele la cadera”. Me quedaría a hablar con ella, pero aún tengo a más de treinta pacientes. Doy los buenos días a todos al entrar. Aquí huele a humanidad de la buena. Me voy poniendo la bata, con el bordado de mi madre, Dra López. Enciendo las luces. Entreabro la puerta y, como quiera que nadie se mueve, pido muy en mi línea: “¡que pase el número uno ya, joder, que es para hoy!”.
XV
“…querido profesor Jové… disculpe haya tardado tanto en escribirle para contarle esta mi primera experiencia en la medicina rural… (…) quería hablarle del caso, único en mi opinión, de una niña que… (…)”. He escrito dos folios a mi viejo profesor. Miro a través de la ventana. Trago saliva. Medito. Es bueno o no lo que voy a hacer. Enviar a Roser a un hospital de Mardebé, para que la acribillen a analíticas, a exámenes, a pruebas… y todo eso para qué. Ella es la primera persona que no necesita comer para vivir. Dónde está el secreto de su balance energético. Dónde. Cómo será su ADN… Qué duda más… angustiante. A la mierda. Que no me toquen a Roser. Que nadie la toque. Rompo, zas, zas, los dos folios. Ya le pediré perdón al profesor cuando le vea por no haberle escrito… seguro que no echa de menos a la malhablada de Noa…
(…)
(…)
CCCV
Me niego a ponerme las gafas. A la mínima se cubren de polvo en este ambiente tan árido. Luego ocurre que no reconozco a nadie que esté a más de dos metros de mí. Eso sí. El oído lo tengo muy fino. Y acabo de quedarme petrificada en este hospital de campaña al escuchar esa voz… familiar. Ahí sí que sí, he mirado a través de las lentes, he levantado la cabeza, y he gritado un “¿ROSER?”. La voluntaria del brazalete se ha girado de golpe. “¿NOA?”. Dios, qué abrazo. Se me agolpan los recuerdos de mi primer destino cuando terminé la carrera. Décadas sin verla, treinta años hará, sin saber de ella. La misma cara, en una mujer hecha y derecha. “¿Qué coño haces tú aquí?… Este mundo es un pañuelo lleno de mocos verdes…”. “Hago lo mismo que tú, imagino”. Por un segundo pienso en ofrecerle un poco de café. Luego rectifico. “…sigues igual… ¿no?”. Ella sonríe y me confirma: “…en eso sí,  yo sigo igual… PASANDO DEL AIRE”.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Seré quien tú quieras


I
Tarde de verano. Tarde de siesta. Qué calma más chicha. Qué sopor en Gorroperdido. Qué hago ahora. Qué libro cojo para leer. Dónde salgo a estas horas. Qué amigo estará despierto para ir a dar una vuelta. Silencio en la casa. ROOOM ROOOOM, POT, POT, POT. POF. Ehhhhhh. Ese ruido, esa moto… ¡es la Sanglas de mi tío Ginés! Abro la ventana, subo la persiana verde de cuerda, grito: “¡Tíoooooo!”. Él está quitándose el casco, bajando la cremallera de su gruesa cazadora…. Uffff, cuidado, que como te caiga encima, te aplasta la pierna. Ya bajo, ya bajo. Despierto a los adormilados de la casa. Por si no hubieran oído el estruendo de la moto, les anuncio: “¡El tío, el tío Ginés está aquí!”.  Se ha acabado el aburrimiento. Seguro que, cuando mi padre no nos vea, me sube y damos una vuelta. Uauuuhhhh. Esta vez sí que se ha pasado: desde Navidad, por lo menos, no venía a vernos.
II
El tío Ginés igual está molesto conmigo. Es que ya se va, y apenas le he hecho caso. Como él dice: las cosas hay que cogerlas según vienen. Y en eso estoy. Me están pasando cosas buenas. Y no estoy para desaprovecharlas. Bajo para despedirme. Mi madre le espeta: “a ver si no tardas tanto en venir la próxima vez, que se nos va a olvidar cómo es tu cara”. Enjuto. Pelo largo, rizado. Perilla. Parece un caballero medieval. Le falta la lanza. Quiero ser como él. De momento, apunto pocas maneras. Mi pelo es tieso y liso. Y me sobran algunas lorzas. Pero bueno, ya lo arreglaré a base de menos helados y más flexiones. Cierra las maletas laterales de la motocicleta. “…esta vez nos hemos visto poco, Igor”. Pongo cara de “sí, es que…”. Es que tenía algo más importante que hacer, pero no se lo digo. “Bueno, la próxima vez será…”. Hace un gesto de “ah, se me olvidaba”. Reabre una maleta, lo tiene todo hecho un revoltijo, rebusca, y encuentra un libro manoseado. “Para ti”. Me quedo ojiplático. Qué es. “El libro de las Ocurrencias”, leo. “Ya me dirás”, dice. Bueno. “Gracias”. Patada al pedal. Nada. Nueva patada. Tampoco nada. Todos expectantes. A la tercera sí. ROOOOMMMM No hablemos ahora ROOOOOOM porque será inútil. ROOOOM No nos oiremos. Mano levantada. Adiós. Comité de despedida. Se aleja el caballero andante de la familia. Vuelve el silencio imperante a Gorroperdido. Queda de momento su vacío. Suspira mi madre por su hermano. Suspiro yo, pero bueno, no es por mi tío. He tenido que elegir entre pasar más rato con él o quedar con Rebeca y… por supuesto, la decisión la he tenido muy clara.
III
Este es un libro raro, raro. Muy raro.
IV
…en concreto, esta historia me desasosiega. Me desazona. Me encoge el corazón.
V
…puedo ser la persona con la que tú quisieras estar y hablar en este momento. Puedo.
VI
…aayyy, si fuera verdad. Qué peligro. Qué peligro, me refiero en manos de mentes desaprensivas y retorcidas.
VII
…me tienta. Me tienta probarlo. Total no pierdo nada. Nadie se da cuenta. No hago el ridículo, porque de mí esto no sale. Luego me reiré de mí mismo. Qué pardillo soy, cómo me puedo tragar estas cosas que se explican en libros que me regala mi tío.
VIII
…antes he de buscar alguien propicio. Alguien que esté esperando. Aprovecho la hora de la siesta. Aprovecho las calles vacías de Gorroperdido. Deambulo como si no viviera aquí, como si cada casa, cada esquina fueran nuevas para mí. Suenan los tres cuartos del campanario. De cara, la señora Gisela. Saluda: “Igooooooooooooor”. Es lo que tiene mi nombre, que es tan corto, que si no se alaaaaaaarga, a mí se me nombra enseguida. “…buenas tardes, señora Gisela”. De momento no funciona. No va el encantamiento. Es que para que vaya, para que funcione, tengo que concentrarme bien. Si no, nada de nada. Aprieto los dientes, cierro los puños. Vuelvo sobre mí. Corro a su encuentro. Trago saliva. Se gira. Ahora, en vez de un Igooooooor sostenido, la señora Gisela abre la boca, cielos, díme que no eres tú, se queda petrificada, yo también, esperando saber en quién me he convertido, y cagándome encima de miedo, porque he sabido encantarme, pero no tengo ni puñetera idea de cómo, cuándo y dónde me desencantaré para ser de nuevo quien yo soy de veras: Igooooooooooooor.
IX
“…me ha hecho mucho bien volver a verte”, me dice la señora Gisela. “…me has quitado cuarenta años de encima”. “… me he preguntado mil veces todo este tiempo, qué habría sido de ti…”. Trago saliva. “¿No te puedes quedar un poco más? Haré la cena”. Rehúso con educación. Ha sido una tarde entrañable. Se me han saltado las lágrimas varias veces. Por qué la vida a veces tiene estos bandazos tan crueles. Y eso que no me considero sensiblero para nada. Hago la despedida abrupta, antes de que me atrape con sus palabras y me ablande. Acelero el paso por la calle del Peso. Por lo menos, la señora Gisela ha tenido la visita de su primer amor. Cuando doblo la esquina, a la luz de las farolas encendidas, me miro las mangas y vuelvo a ser yo mismo, me giro, y diviso a la señora Gisela que, viéndome, traga su pena y me saluda como suele: “…hola, Igoooooooooooor”.
X
En casa me preguntan que qué me pasa, que por qué no salgo. Replico que me dejen, que estoy bien. Que salgo si quiero y me quedo encerrado si quiero también. Pero, uffffff. La verdad, es que soy un peligro.
XI
Cómo podría aprovechar este encantamiento. Cómo. Muy sencillo. Acercándome a Rebeca. Pero la pregunta grande es: ¿estoy preparado? ¿lo voy a hacer bien? En mi calentamiento de cabeza, pienso que no tengo práctica suficiente en ser quien tú quieras que sea. Necesito un poco más de rodaje.
XII
Se nota que el fin del Verano se acerca. Se nota en las sombras de las casas sobre las aceras. Se nota en la tormenta que ha descargado este mediodía en tromba y que ha puesto las calles perdidas y dejado los techos de los coches abollados por el granizo. Y se nota en que en el Bar del Pueblo ya van poniendo de vez en cuando: “El final del Veranoooo”, del Dúo Dinámico.
XIII
Sí. Podría ser. Por qué no. No es tan mayor como la señora Gisela, con lo cual no corro el peligro de convertirme en un viejo-viejo amor. Ahí está, la señorita Pilar… Cómo olvidar sus clases de lengua, sus comentarios de texto. Y el cinco pelado con el que me despachó. Se sienta en el banquito de piedra del parque. Y ahí pasa las horas, leyendo, devorando libros que caben dentro de su bolso infinito. Hoy no sé qué hará. El banco aún estará mojado. No es muy simpática. Me cruzo con ella. No me saluda. Evidentemente no estoy en el ranking de sus mejores alumnos. Pero me ha visto de sobra. Carraspeo. Me concentro. Uno, dos, tres. Me encanto, es decir, me hago el encantamiento. Vuelvo a la carga, a por la señorita Pilar. Esta vez, esta vez… escucho un AAAAAHHHHHHHH!!!!! que me hace salir corriendo, pitando, en dirección contraria.
XIV
Es que soy Duncan. El Bichón Maltés de la señorita Pilar, el perrito  que apareciera fotografiado en los troncos de los árboles y en las farolas con un “se gratificará”, el animalito del que un día nunca más se supo. Da un grito. Me coge al vuelo, me estruja, dónde te habías metido, me habías matado del disgusto, nunca más vuelvas a hacerme esto, ¿me oyes?. Me mira,  me examina. Y yo qué hago. Le lamo la mejilla en correspondencia. Ahora no me suelta, aprieta mis huesecillos, y acelerando el paso, me lleva a casa, “ya llamo después al veterinario para que te mire…”. Intento darle conversación, pero me salen ladriditos afónicos, acordes a mi tamaño. Poco a poco entro en pánico. Sobre todo cuando ella ha cerrado la puerta, me he visto, con lo que mi largo flequillo no me tapa, la cerradura allá en el cielo de los humanos, y me he dado cuenta que estoy encerrado entre sus cuatro paredes.
XV
Lo siento. No me volveré a hacer pis en la cortina. Pero es que han pasado unas cuantas horas desde que estoy aquí metido, y la señorita Pilar no me saca a la calle, por mucho que le señale, por mucho que le menee el rabito, por mucho que le implore con mis gimoteos. Eso sí, me ha puesto un plato de compuesto, que no se lo salta un torero. Nada de marca blanca. De lujo, especial Bichones. Me sabía bueno. Tenía hambre y me he puesto ciego. Mientras me entretenía mordisqueando una zapatilla solitaria que he sacado de debajo del sofá, allá viene la mujer con una fregona, “no pasa nada, Duncan, pero te recuerdo tienes en la cocina para hacer pipí y popó. Ven y te lo enseño”. Yo la sigo, brincando, a su alrededor. Mi blanco y liso pelo sedoso se ha crispado de repente cuando, amenazándome con el dedo, me ha advertido: “si te escapas otra vez, te capo”. No lo he podido evitar. Ahí sí que, literalmente, me he cagado encima.
XVI
La duda que tengo es cómo me puedo tirar por la ventana rompiéndome el menor número de huesos posible. Otra duda es cómo reapareceré en mi carne sonrosadita mortal; si con ropa, o en bolas, tal y como le pasaba a Peter Ustinov. Ha caído rendida la señorita Pilar. Muchas emociones para esta tarde de Agosto. Me asomo. Será una planta baja, pero da un vértigo que asusta. Cierro los ojos. Salto.
XVIII
AY, OOOY, UUUUUYYYYYY:  qué ostión. A casa he llegado con la pata coja y he dicho que me he caído en la cuesta del Pilón. Con este esguince he acrecentado mi leyenda de gran patosillo. Hay una parte buena en eso: No me cruzaré de momento con la Señorita Pilar. En mis pesadillas la veo, chas-chás, blandiendo hacia mí unas tijeras de podar cataplines. La parte mala es que tendré que esperar unos días, con el pie en alto, antes de poder abordar mi verdadero objetivo: ser quien Rebeca quiera que sea.
XIX
Septiembre es lo que tiene, que viene en cuanto Agosto se acaba. En Gorroperdido, ya han terminado las fiestas. El aire se torna más fresco. Y las calles parecen más anchas, con mucho sitio para aparcar, porque los veraneantes se han ido yendo y quedamos los mismos, los de siempre, los de aquí. Cojo la muleta, “Igorrrrrr, no te vayas muy lejos, que así no te curarás nunca”. Es el día. Los encantamientos no entienden de cojeras. Joder, cómo duele el empedrado rústico. He tenido horas y horas para pensar. Ésta es la prueba. Si Rebeca me quiere, como estoy seguro que sí, como yo escuché que me dijo, me convertiré en mí mismo. Ella querrá que yo sea yo. Y ahí me derretiré del todo. No puede ser de otra manera. Rebeca, Rebeca. Cuánto te extraño.
XX
Tendría que saber interpretar todo lo que mi forma de mirar quiere decirle. Un te-quiero con todo lo que eso lleva dentro. Me ve de esta guisa. Se me acerca. “¿Cómo llevas lo de tu mala pata, Igor?”. Trago saliva. Me azoro. Ahora no sé por qué camino tirar. Uno sube hacia arriba, esto duele a morir, estoy muy malo, pinta mal, la lesión es grave-grave. El otro baja hacia abajo; estoy fenomenal, mañana mismo me pongo a jugar a fútbol, no me ha dolido nada de nada de nada. Es lo que me pasa, que para mí, no existe un camino en el medio.
XXI
Luego se despide sin más, “que te mejores, chavalín”. ¿Ya? ¿Nada más? ¿No hay otros temas? Se me despide con una sonrisa. Quiero llamarla, quiero preguntarle, pero entiendo que es el momento. He de actuar. Me encanto. Me tengo que encantar ya. Me toca ser ahora quien ella quiere que sea.
XXII
“…después me planchas estas blusas, Isa. No me las había puesto desde que te marchaste, porque a mí no me quedan como a ti”. Acabo de recogerle la ropa. Me pellizco. Soy Isa. Trabajo de empleada del servicio en casa de Rebeca. Esto no me puede estar pasando a mí. Antes de desaparecer del todo, Rebeca, se gira: “me alegro un montón de que hayas vuelto de nuevo. Estoy muy arrepentida de todo lo que te dije… Isa, bienvenida de nuevo: ésta es tu casa”.  Luego descuelga su cazadora. “Señorita Rebeca, perdone… ¿va a salir con... Igor?”. Rebeca, amortiguando la risa,  niega la mayor.  “Con ése no. No sé si llego a cenar, pero si no vengo, lo que tengas preparado, lo dejamos para comer mañana”. Con la casa sin Rebeca me viene bajón. Estoy por venirme abajo, por deshacer el encantamiento. Luego encojo, los hombros. Una vez puestos, lo mismo me da ahora, que dentro de un rato. Primero plancharé las blusas y luego ya veré si eso.
LIII
Querido tío Ginés:
Este Lunes volvemos ya al cole. No tengo ninguna gana, sobre todo por cruzarme con una profesora que ya te contaré. Por cierto, “El libro de las Ocurrencias” es una pasada. Voto a bríos que hay historias increíbles. Gracias por regalármelo. Me lo he leído en tres sentadas. Engancha. Ahora entiendo el poco tiempo que coincidimos en tu última visita. Ahora me cuadra. La próxima vez que vengas, por favor, no te pongas a ser quien yo quiero que seas…  Espero que sea pronto. Cuando mi padre no nos vea, mejor me dejas tu casco, me subes a la Sanglas y nos vamos a dar una vuelta por donde el camino de los riscos, que este año lo han asfaltado. La próxima vez que vengas querré que seas tú.  No dejes de contarme por favor los líos en los que te metes.  Ya sabes que yo no me chivo a mi madre. Un abrazo, tío Ginés. 
IGOR