domingo, 23 de agosto de 2015

El principio de nuestra historia


I
Un mal sueño. Movido por un resorte, me incorporo y me quedo sentado sobre la cama. Con la respiración agitada y la nariz medio obstruida recupero la calma perdida. Fuera, la madrugada. Dentro, las cuatro paredes de la habitación. De lo que fuere, estoy a salvo. Ella, ojos entrecerrados,  repara en mí. “Qué te pasa…”. Piernas recogidas, brazos envolviéndolas, la tranquilizo: “…nada”. Me inclino ahora sobre su mejilla. En la oscuridad, la beso. Le susurro: “…mañana, tenemos que ir y dar las gracias a Giacomo el de la pizzería”. Ahí se incorpora. “¿Qué dices? ¿Giacomo? ¿las gracias por qué?”. Le digo con sentimiento. "…porque gracias a él nos conocimos tú y yo”. “Anda con lo que me sales a estas horas…”. Me recuesto. “…bueno, vale, lo que quieras: mañana iremos”, concede ella, “pero ahora duérmete otra vez…”. Se me dibuja una sonrisa. Ahora sí. De nuevo me vence el sueño. Afortunado por estar a su lado, esta vez, en lo que queda de noche, ese sueño será bueno.
II
Pizzería della Pilotta. Cae la tarde sobre el toldo verde bajo el que se recogen apretadas las mesas cuadradas de madera cada una con el detalle de su pequeño florero y su margarita en el centro. Nos miramos con un:  “ya estamos aquí, ahora qué, te atreves o no”. Paso hacia dentro cuidando de no darme con la cabeza con el marco de la puerta. Grandes fotografías en blanco y negro de Roma. Su Coliseo. Su Boca della Verità. La cocina, con el horno eléctrico, está a la vista. Gorro de bucanero en ristre, el ínclito Giacomo advierte nuestra presencia. Sonrisa de oreja a oreja. “¡Cuánto bueno. Cuánto tiempo sin verte, Marco!”. Se limpia la mano enharinada con un trapo de cocina y sale a recibirnos. “…¿os apetece tomar algo? es pronto para la cena… ¿os reservo una mesita?”. Daniela y yo cruzamos una mirada cómplice. “…no lo vas a entender… pero venimos a propósito para darte las gracias… porque ella y yo… nos conocimos gracias a ti”. El italiano abre los ojos con desmesura. “¡Destapo ahora mismo un lambrusco para celebrarlo… pero, la verdad, yo no me acuerdo de haberos presentado”. Aclaro: “¿Tú te acuerdas de aquel día que vine para pedirte una cuatro quesos para llevar… y tú tenías aquí un desastre monumental porque había saltado el cuadro general, no te funcionaban los hornos y se te acabó estropeando toda la masa para las pizzas?”. Giacomo, se lleva las manos a la cabeza,”mamma mia, cómo olvidarme de eso… ¡fue una catástrofe…!”. Yo prosigo: “…pues, de aquí me fui al Restaurante Kamakura que hay en la calle de Felipe Sexto… y en la cola… ¡ahí estaba ella!”. Delante de nuestras sonrisas, esperando la suya, Giacomo asimila lo que le estoy contando. Rememora. Recuerda. Tiene que acordarse. Niega con el índice de su mano. “Celebro un montón que os conociérais entonces, pero vais a tener que subir arriba, al del segundo piso y darle las gracias a él… hubo un cortocircuito en su casa… y cuando trató de rearmar los fusibles se cargó toda la instalación y casi se prende fuego el edificio”. Abre la puertecita del restaurante. Se asoma por detrás del toldo. “…su balcón está abierto…. ahora lo mismo lo pilláis”. Daniela apunta: “a ti y a mí nos unió un cortocircuito entonces”. Interpreto: “…no sé si a este hombre le gustará recordarlo… ¿subimos entonces?”. “…ya puestos…”. “…pero antes, Giacomo, venga ese vinito”.
III
Estamos entre los escalones del primer y segundo piso. Daniela piensa que, por hoy ya vale, por hoy ya hemos buceado bastante en las casualidades que vinieron a unir nuestros caminos. “…está claro que, sin ese chispazo, tú hubieras tenido tu pizza cuatro quesos, y no nos habríamos cruzado nunca jamás en el japo… pero igual es un poco excesivo llamar a este señor a su puerta y decir… mire, gracias por cortocircuitarse y por casi quemar su casa…”. Me hago cargo. Alguien baja. Aparece. Es él. Le saludamos. Nos hacemos a un lado. Qué corte. Ejem. Que sí. Que me arranco: “¡Oiga… sepa que le estamos muy agradecidos!”. Tanto sopetón en mi frase le descoloca. “…usted pensará… qué dicen estos dos… de qué van… pero yo se lo aclaro enseguida, seguro que usted se acuerda de aquella vez, el año pasado, en que, bueno… sería por una sobrecarga o por lo que fuera, el caso es que al saltar el automático de su casa, y el de la finca entera, la pizzería de abajo se quedó sin poder hornear, yo me quedé sin pizza y  me tuve que ir a un restaurante japonés, que no se si conoce, está a diez minutos de aquí, y entonces, caprichos del azar, ahí fue donde felizmente me encontré con ella…”. Pausa valorativa. Nos mira raro. Concluyo: “No, no estamos locos, veníamos simplemente a darle las gracias”. Qué segundos más tensos. Dudo de si me ha entendido. Resopla cual caballo relinchador que recupera su memoria. “…Mmmm… si queréis dar las gracias al verdadero responsable de vuestro encuentro, me parece que tendríais que hablar con el del tercero… lo que pasa es que no está… yo también lo estoy buscando para decirle cuatro cositas… por lo visto, o le reventó una tubería o se dejó un grifo abierto o las dos cosas… el caso es que se le inundó el piso… resbaló el agua por la pared de mi casa… empapó la instalación… y pasó lo que pasó…”. Concluye:  “Me alegro de que os conociérais y espero os vaya de lo más bien. Pero a mí no tenéis nada que agradecerme. A mí no”. Abriéndose paso, prosigue su camino, escalera abajo. En dos palabras, nos ha dejado mudos estupefactos.
IV
Ella me pregunta que por qué me he quedado tan callado. Frente con frente, cerca los labios, sentados en el japonés, delante de un buen plato de shushi. Con unos palillos entre los dedos que no sabré manejar por más que me esfuerce. Le sonrío. Se lo diré algún día. Cachis. Que pensaba que yo había dejado bien apretado aquel latiguillo tras instalar aquel calentador de agua. Que llevaba su buen teflón en toda la rosca. Y que, aunque aquel tipo tan raro me había asegurado que ya se pasaría por el taller a pagarme, nunca después había venido. Bendito señor que confió en mí para que hiciera esa instalación. Y bendito corazón mío, la que lió para que yo acabara conociendo a mi queridísima Daniela.


miércoles, 12 de agosto de 2015

Mejor andar



I
“¿Falta muchooooo?”. No puedo más. Me duelen los pies. Esta cuesta no se acaba nunca. Mis piernas están cosidas a arañazos por  los pinchos. Los bichos me persiguen y me hinchan a picotazos. El sol quema mi pescuezo. Mi reino por una sombra. La camiseta, empapada de sudor. En la cantimplora no queda ni una gota. Me muero de sed. Mi otro reino por un trago de agua. Me han sacado un buen trecho de ventaja. Ya podrán. Soy el más pequeño en esta Acampada. ¿Y ha de ser así todos los días? Yo aquí no vengo más. Yo mañana no salgo. No sé qué me dicen. Me paro para escucharles. Cri-cri-cri. Que se callen las chicharras. Es que ni un pelo de aire sopla. Agudizo el oído. Ahora sí. Claramente, me gritan: “¡…Gordi, que te pesa el culoooo!”.
II
El médico de Gorroperdido aprieta mi tobillo. “¿Duele ahí?”. Yo hago un poco de teatro. AAAAAHHHHH. Luego lo gira. AAHHHH, AHHHH. Ahí hasta consigo que me salten una lágrima. Me aplica spray milagroso. Luego busca una media elástica. Enfunda mi pie. Silvia, la monitora que me ha traído, lo escucha claramente. “No te veo nada… pero por si acaso, mejor no salgas a la marcha de mañana”. Me levanto. Salgo de la clínica un poco cojitranco. Pero después casi la cago. De la alegría que me ha dado el saber que mañana me quedo en el campamento haciendo reposo he dado unos saltos que ni Grom, el amigo entusiasmado de Vickie el Vikingo.
III
A Walter, el cocinero del campamento, se lo digo claro: “prefiero mil veces pelar mil patatas que andar mil metros”. Ahí estoy yo, sentado en una banqueta, con mi nuevo cometido, mientras todos los demás se agrupan en torno a los monitores para salir. Griterío. Hoy recorrerán las vías abandonadas que llegaban a Ojos Lejanos. “¿No vienes, Megagordi? ¡Qué cuento tienes!”. Nadie quiere ser el último. Que recorran, que recorran. Qué paz y silencio dejan según se van alejando. Este cuchillo corta el aire. Walter, que monda cuatro mientras yo mondo una, mira lo asimétrico de mi poda patatera y me envía un gesto. Qué quiere decir. No lo entiendo. Es cuando me pregunta: “¿No te gusta ir de marcha para no andar o para no oír cómo se meten contigo?”. Yo, que estoy peleando contra una gran patata, medito y resuelvo: “…no me gusta ir de marcha para no andar y para no oír cómo se meten conmigo”. Por las dos cosas.
IV
Es que esto es un rollo. Me lamento:  “¿Y por qué todos, todos los días tenemos que salir de caminata?”. Walter, que puede mirarme y seguir pelando, todo a la vez, se ríe: “…para eso se organizan estas Acampadas, chico”. Increíble. A mí me dijeron que vendría a jugar y, quitando hoy, no he parado de andar desde que llegué hace cuatro días. La eternidad era esto. “¿Y no podríamos hacer otra cosa…?”. Walter lanza y encesta una patata de tres. “…bueno, si lloviera no habría marcha… por una cuestión de seguridad…”. Abro la boca. Busco nubes. Encuentro pocas. Él sigue aclarando: “…en el barracón tenemos un proyector por si acaso… arrancaríamos el grupo electrógeno y haríamos sesión continua de cine si lloviese...”. ¡Cineeee! Se me escapa un deseo: “Pues que caigan chuzos de punta entonces”. Ahí  es cuando tiro la patata pelada por el aire. La mía, es mi puntería, rueda por tierra fuera del canasto.
V
Las primeras eran más fáciles…por qué me ha dado por contarlas. Treinta, treinta y una. Llevo una hora y no siento los dedos. Tengo agujetas en mis hombros. Soy un peligro con un cuchillo en la mano. Y me duele la espalda de estar encorvado frente al barreño. Y Walter ya no da conversación. Mil, mil era un decir. Pido clemencia: “Walter, me retracto un poco de lo que he dicho antes… puede que andar mil metros sea algo mejor que pelar mil patatas”.
VI
El cielo se encapotó durante la noche. Arriba, llevo la sudadera, y la cazadora. Pero abajo no tengo nada más que mis bermudas de montaña. El relente se me cuela de rodilla para abajo. Esto es… brrrr… frío. Las nubes han bajado y se mueven entre nosotros. No se ve más allá de la primera fila de pinos. Tirito. Pero es que tiritan todos. Se escuchan toses y voces roncas. Vamos hacia el desayuno haciendo las maracas con los vasos y platos de aluminio. Caen los primeros goterones mojando el suelo. Corre la voz y corren en desbandada a refugiarse bajo el tejado del barracón. ¡Llueve! En dos minutos el suelo se llena de charcos y el agua baja buscando la ladera. Aparece Walter con su camiseta de basket. Insensible al frío. El agua parece que le resbala sin mojar su calva despejada. Todo son preguntas a los monitores, y ahora qué, y ahora qué, y ahora qué, qué, qué. Caen chuzos de punta. Lo que yo quería. Lo que yo ya sé. Walter anuncia: “Ahora, cine”.
VII
Una lona cogida con pinzas a las vigas de madera hace de pantalla. Humanidad en el barracón. Sentados en la dura piedra. “Tarzán de los monos”. Arqueología de principios de siglo. Rrrr….Rrrrrr…. El rollo avanza haciendo zigzag por el proyector. De pie, Walter, controla que no se salga de su recorrido. “¡Ancagua, Chita!”. Fuera, se multiplican los truenos. Crujen, rompen los oídos. Nos apretujamos unos contra otros. No puede  caer más agua. De repente, toc, toc, toc. Gritos: “¡¡Una gotera!!”. Se abre un hueco. Avanza Walter con el barreño en el que recogíamos ayer las patatas y su sombra gigante se proyecta en la pantalla. Cuic, cuic, cuic. Walter, disimuladamente se asoma fuera para ver el efecto del diluvio. A estas alturas, todo debe ser un inmenso lago. OOOOHHH, OOOOHHHH OOOIOOÓ. En la Sala Barracón salen por doquier muchos imitadores al grito de Tarzán. Pero como el mío, ninguno.
VIII
Ya no sé cómo ponerme. Van por el quinto rollo. Estoy de elefantes, de cocodrilos y de lianas hasta el pirri. Walter ha repartido bocatas de fiambre entre la tropa. El mío, de salami. Le pregunto si ha parado la lluvia. “Quiá, ahora llueve más”. Respiro hondo. ¿Y si se sale el agua del barranco, rebasa el puente y se lo lleva por delante? Nos quedamos incomunicados. ¿Y si se inunda el campamento? Busco cómo podemos subirnos al tejado. ¿Y si, con todos arriba se hunde el tejado? Me invade la angustia, lo reconozco. Me agobio. Ya no grito como Tarzán ni a petición popular. Si tuviera que gritar, gritaría: “¡Odio la lluvia, que pare ya!”. Me froto mis piernas congeladas para entrar en calor. Cierro los ojos. Pienso, pienso, pienso mucho. Que escampen las nubes, por favor. Mejor pelar patatas que este cine. Y mejor andar que pelar patatas. Definitivamente, mejor andar.
IX
“¿Falta muchooooo?”. No puedo más. Me duelen los pies. Esta cuesta no se acaba nunca. Mis piernas están cosidas a arañazos por  los pinchos. Los bichos ya no encuentran un claro en mi piel donde picarme. El sol quema mi pescuezo. Mi reino por una sombra. La camiseta, empapada de sudor. En la cantimplora no queda ni una gota. Me muero de sed. Mi otro reino por un trago de agua. Me han sacado un buen trecho de ventaja. Recupero el resuello. Ya veo. Ya entiendo. Desde que volviera a salir el sol, el que tenga mi mejor disposición para andar no significa que hoy vaya a ir el primero, delante del todo. No todo es actitud. A lo lejos escucho otro: “Gordiii… ¡que te pesa el culooooo!”. Ahí me sale del alma: “¡Cuando te pille, VOY A TAPAR TU BOCA-BUZÓN DE UN PATATAZO!”. Cri-cri-cri. Silencio en la distancia. “¡Ánimo que falta muy poco!”, oigo esta vez. Redoblo el paso. No todo es actitud, pero, releche, OOOOHHH, OOOOHHHH OOOIOOÓ, el grito de Tarzán cómo ayuda.