domingo, 31 de mayo de 2015

Crecer deprisa


I
Así lo digo. Me he cagado en la madre que lo parió. Quién le manda abrirme la libreta y ponerse a fisgar. “¡Manu, devuélveme eso!”. “Toma, toma… pero, oye… ¿y quién es la otra “G”?”. Me lo pregunta con guasa.  Así que sí. Que ha visto que tengo los márgenes plagados de “G y G”. El boli ya los escribe solos. En minúsculas gyg.  En mayúsculas GYG. En letra gótica. En letra de caligrafía. Dentro de corazones camuflados y cubiertos por garabatos. De la rabia que me ha entrado, le he metido un empujón que ha ido al suelo de morros. Sus gafas por un sitio y él por otro. “…pero… ¿qué te pasa, Gael? ¿yo a ti qué te he hecho?”, me ha preguntado lloriqueando. Ya iba yo a sacudirle por cotilla, por fisgón, por… “¡¡¡¡GAEL!!!”. La voz de la señorita Gabriela me ha paralizado. “¿QUÉ IBAS A HACER?”. Manu gimotea señalándome: “¡…me ha dado un empujón, señorita, me ha tirado al suelo!”. Agacho la cabeza. Me muerdo los labios. Ella se encara conmigo. Ojos con ojos. No puedo  sostenerle esa mirada. “Vete fuera al pasillo, luego tú y yo hablaremos”. Este castigo me escuece más que tirar alcohol sobre una herida. Qué frío hace en el pasillo en horas de clase. Abro mi libreta. Una lágrima, un poco de moco. Nada que no pueda quitar la manga de mi jersey. GyG. Qué desesperanza. Si lo mío con “G”, la que me quita el corazón, era imposible del todo… ahora, lo es más todavía.
II
No raspo aún. Mecagüen. No hago más que mirarme al espejo lupa que tiene mi madre en el baño. Me acerco. Me miro. Me remiro. Quiero que esa pelusilla que me estoy afeitando y reafeitando con la cuchilla de mi padre se convierta en barba barbuda ya. YA.  El planteamiento es fácil. “G” tiene que mirarme de otra manera. No soy el crío que ese espejo refleja. Para nada. Tengo que crecer. Crecer deprisa. A ver si se entera de eso mi puñetera y perezosa barba.
IV
Sábado. Hora de salir. Sigilosamente. Sin hacer ruido. De puntillas. Sin molestar la siesta de los muy mayores. “Gaeeeel, ¿dónde vas?”. Vaya. Es mi madre que, como siempre, tiene la antena puesta. “A dar una vuelta”. “Vale, pero cámbiate ahora mismo esos pantalones largos… vas a coger el sarampión”. Ahí, agggggg, como siempre también, me ha matado.
V
Le he dicho que trataré los discos con sumo cuidado. Como si fuera él. Que no los rascaré con la aguja. Pero que me deje oírlos. Mi padre se lo ha pensado. Mmmm. Luego he buscado entre los tropecientos que tiene el de Dvorak, la Sinfonía del Nuevo Mundo. “G” lo pronuncia así: Borsac. Por eso me ha costado más encontrarlo. Dijo que tenía entradas para el Principal de Mardebé. Él se asoma varias veces al salón. Me encuentra concentrado. Tratando de retener la melodía. “¡Jo… papá, pasa si quieres y siéntate a mi lado, pero deja ya de hacer ruiditos con la puerta!”. 
VI
Manu me ve a lo lejos. “¡¡¡Gaeeeel!!!! ¿Te vienes a dar una vuelta con la bici?”. Sigfrido lo oye y me pregunta: “¿Qué te dice ese enano?”. Yo, como si no lo oyera, le replico: “Buah, paso de lo que ése me diga”. Me ajusto a su paso y le sigo. Éstos tienen cuatro años más. Lo que pasa es que, con mi plan de crecer deprisa, yo a su lado, parezco como ellos.
VII
Mi padre va subiendo el tono de voz. Se le hinchan las venas del cuello. Yo intento, pero no me sale, reprimir una sonrisa. “Gael… ¿ME PUEDES DECIR QUÉ ES ESTO?”. Su voz me retumba en la cabeza. Como si él, que me lo pregunta, no lo supiera. Es una botella de su vino favorito. Vacía. De la vinoteca a la fuente del jardín. Flotaba. Je, je. Conste, que aún quedaba un poco. Yo no sabía que era la última de esa cosecha. Hubiera cogido otra. Intento contestar. No me sale. Tengo la boca ahora demasiado espesa.
VIII
A Sigfrido le confesé que yo quiero ser mayor. No le dije el porqué. Él lo tuvo claro. “Hay una maga”, me recomendó, “que, por quinientas pelas, te transforma”. Yo me quedé ojiplático. ¿De verdad? Me imaginaba entrando por la puerta con mi uno sesenta y pico, y saliendo agachado, para no darme en el cogote con el marco, con más de uno noventa que tengo que llegar a medir. ¿De verdad? Se reía. Se partía de risa, afirmando: “Yo no gasto bromas”. Me ha costado mucho juntar el dinero. Pero lo tengo. En el bolsillo. Estoy llamando ahora a un timbre. Es la dirección. Me abre una señora. Es, tiene que ser, la Maga. Me pregunta que qué quiero. Voy directo al objetivo: “Quiero crecer deprisa”. Le enseño el dinero. Billetes de cien, de Manuel de Falla, algo arrugados. Niega rotunda. Y me cierra en las narices. “¿Por qué?”, pregunto. Desde dentro, le oigo contestar: “…porque tengo un código ético”. Vuelvo cabizbajo hacia mi casa. Desde luego, no entiendo nada.
CDIX
La he reconocido al instante. Sigue igual, igual. “Es G”, he pensado. Yo hubiera querido pasar de largo, que no se diera cuenta. “¡¡GAEL!!”. Imposible con ella. Cuánto tiempo. Cómo tú por aquí. Luego mira al nano, que se estará preguntando quién es esta señora. G se agacha, le da dos besos, y le dice: “…tu abuelo era muy estudioso en el cole y sacaba muy buenas notas”. Me azoro. Bueno. Me alegro de haberte visto. G sigue su camino. Y yo la sigo con la mirada. El nano me tira entonces de la mano. “…qué señora tan rara, papá… se ha confundido:  ha dicho que eras mi abuelo…”. Encojo mis hombros encorvados. Me entra un nudo en la garganta. No voy a entrar en detalles. No voy a contarle que yo una vez quise crecer tan deprisa que, cuando me vine a dar cuenta, me pasé de frenada.


domingo, 24 de mayo de 2015

Por una trastada

I
Bueno, bueno, no era para tanto. No es la primera vez que os hago una trastada, y hay que ver cómo os habéis puesto esta vez. Qué voces. Qué gritos, sobre todo los de Sofía. Me ha parecido excesivo. Os he pedido disculpas. Jon. No volverá a suceder. De verdad. Lo siento. Yo te he hecho una carantoña. Y tú me la has devuelto, sí. Pero te lo noto. El sofoco, el cabreo, no se te ha pasado.
II
En el 124 naranja a mí me gusta ir en el asiento de detrás, al medio. Entre Sofía y tú. A veces me apoyo en ti, a veces en ella. Lo equilibro para que no riñáis. Me gusta viajar. Me gusta el aire que entra por la ventanilla. Y me gusta también, en el cassete, los “Rivers de Babilonia”, y lo bien que la berreas, Jon. Te veo hasta la campanilla. El traqueteo, curva va, curva viene, es mano de santo. Me adormezco. Cuando lleguemos, avisadme.
III
No sé por qué hemos venido hasta aquí. Calles estrechas. Casas viejas. Naves vacías. Yo, como siempre, me he adelantado y he ido de avanzadilla para inspeccionar un poco el terreno que piso, para que nadie me lo cuente. 
 IV
Iba pensando en que no me gusta este lugar. Y te lo iba a decir. Ha sido cuando me he dado la vuelta y ya no os he visto. El corazón me ha dado un vuelco. He ido a toda mecha a donde habíamos aparcado. Pero nuestro 124 naranja ya no estaba. He salido corriendo, detrás hasta la esquina. ¡Ufffff, cuidado con ése, casi me atropella! Aquel coche que se alejaba por la carretera parecía el nuestro. ¡¡ EEEEEHHHH, EHHHHHH!! Pierdo el resuello. Me paro agotado. Tiene que haber pasado algo para que os hayáis tenido que ir tan de repente. Esto no puede ser. Esto no me puede estar ocurriendo a mí.
V
Lo mejor es que me quede aquí. Quieto. Subido a la acera. No sea que, si me muevo, vosotros vengáis. No tardaréis en volver a por mí.
VI
Pasa gente. Me miran. Se preguntan, qué hace éste aquí. ¿Yo? Espero. Espero. Espero.
VIII
Ya he aprendido la lección. De verdad. Ya estoy escarmentado. Os lo prometo. No lo vuelvo a hacer. Sí, os lo prometo. Pero por favor, por favor, venid ya a por mí. Parece que oscurece, ufff, se encienden las farolas. Por favor, Jon, tú puedes: venid a por mí. 
IX
Me han enseñado a no fiarme de desconocidos. Algunos se han acercado. Menuda pinta traían. Me han preguntado que qué me pasa, si estoy bien. He dicho que a ellos qué les importa. Me pongo en guardia. Empiezo a tener hambre. Empiezo. Lo más bonito que han dicho esos de mí es: qué señorito, qué tipo tan, tan raro.
XX
A lo mejor queréis, pero no sabéis encontrar el camino para llegar hasta aquí. Eso tiene que ser.  Vistas así las cosas, no tengo alternativa. Tengo que situarme, orientarme y ponerme en camino.  Cueste lo que me cueste. Me cuelo en un portal, el del edificio más alto. Subo por las escaleras, procurando no me vean. Hasta que se acaban. Luego me lo pienso. No hay terraza. Hay tejado. Respiro hondo. Me atrevo o no. Sí. Trepo. Cuando llego arriba del todo, me acojono. Ante mí, un trozo de cielo salpicado de nubes, y hasta donde me llega la vista en cualquier dirección, un mar de fachadas con ventanas, balcones, antenas. De aquí… ¿por dónde se sale?
XXX
El instinto debe ser eso que sabes sin que nadie te lo haya enseñado antes. Aplico pues el instinto. No me resigno, pero me adapto. Sobrevivo. Me escondo de quienes sé que me quieren hacer daño. Me relaciono lo justo. Vivo sin meterme con nadie. Cuando atardece, me alimento de mis buenos recuerdos. Mi memoria selectiva los agiganta. Jon, Jon, Jon.
LX
Lo sabía. Tenía el presentimiento de que hoy ibas a aparecer. Madre mía. El corazón me ha dado un vuelco cuando te he visto. Madre mía, Jon, cómo has crecido. Has llegado hasta el rincón de la callecita donde nos vimos la última vez. Ibas despistado, buscando hacia todas partes. Me ha dado un poco de vergüenza que me vieras así, con esta pinta tan horrible. JOOOOONNNNNNN. Chispas en nuestros ojos. Sentimientos a flor de piel. Qué reencuentro más emotivo. Así, quietos. Con tantas cosas que contar. Qué tal está Sofía, tan bicho como siempre, ¿no? Punto final a mis días entre los callejones. Nos volvemos a casa. A casa, Jon. Noto que ahora das un trago de angustia. Y al notarlo, a mí se me hace de noche. Jon… ¿no nos vamos a casa?
L
Algunos de los de aquí, que ya me llaman el raro, se preguntan que qué me ha pasado, que a qué se debe este bajón que me ha dado. Para qué he de andar con explicaciones. No venías a por mí, Jon. Venías sólo a saber de mí. Y entre una cosa y otra, hay mucha, mucha diferencia.
CCI
Bostezo. Parpadeo. Acabo de verte de nuevo, de reconocerte, después de tanto tiempo. Es la tercera vez que pasas por ahí debajo, Jon. Gritas mi nombre. MICHI. Me llamas. MICHIIII. No muevo ni un músculo. Cuanto tiempo sin que nadie me llamara así. Aquí todos me conocen por “RA-RO, RA-RO”. Dicen que me lo he ganado a pulso. Desde esta azotea, desde esta perspectiva, se me eriza la piel al verte. MICHIIIII. Esta vez no saldré a tu encuentro ya vengas a por mí o ya vengas a saber de mí. ¿Sabes, Jon? Mis recuerdos con vosotros son entrañables… será por eso que he olvidado en qué consistían mis trastadas… MICHIIIIII. Me desperezo. El sol agiganta entonces mi sombra sobre la fachada de enfrente.


martes, 19 de mayo de 2015

El peludo


I
Nadie juega a fútbol como Villán.  Todos lo quieren en su equipo porque marca goles y marca la diferencia. Nadie dibuja y pinta como Goyito. Todos le dejan un folio encima del pupitre para que les garabatee algo y les ponga firma. Tenemos asumido que el día de mañana será un cotizado pintor. Nadie escribe poemas como Machadín. De normal, habla (y muy bien) en verso, no en prosa. Adonde mire, nuestra clase está llena de genios irrepetibles, únicos en lo suyo. Ahí está Olivia, que flota en el aire cuando danza destilando sentimientos. Tampoco nadie baila como ella. Me muerdo los labios. Cagüen. Me corroe la envidia. No porque yo no sea bueno en algo, que lo soy. Sí, lo soy. Tengo una memoria prodigiosa. De momento, me acuerdo y me acuerdo bien de todo lo que me pasa. Fotográficamente. Debería estar brincando, porque a Villán se le olvidan casi todos sus goles diez minutos después de acabar el partido;  Goyito cree que está innovando en su último retrato y ya ha hecho por lo menos tres más como éste; y Machadín, o escribe inmediatamente lo que se le dicta su inspiración, o sus versos se pierden y volatilizan como el humo. Uffff. Como mucho, como mucho, habrá dos personas en este vasto mundo con un memorión como el mío. Uno, desde luego,  soy yo. Y ahí es donde mi vanagloria se vuelve amarga. Porque, ya es mala suerte que el otro venga a mi clase y se siente a mi lado. Es el “Osito”. “Osito”, por lo pequeñín y por lo peludo que es. Teniéndolo tan cerca, todas mis proezas memorísticas se quedan en un: “Buahh, eso también lo hace el Osito”.

II
Ahí estamos. Ante la atenta mirada de Olivia. Nos hemos retado en el patio. Y ella como testigo. Y yo quiero quedar bien. Empieza él. Primero, a morro, un sorbo de agua de la botella de plástico, luego de carrerilla, las  diez primeras páginas de don Quijote, la versión que nos han hecho leer en el cole. Observo al Peludo. Le hago muecas. Siempre le busco algún pinganillo oculto en el oído. Nunca se lo encuentro. Trato de que se ponga nervioso, de que trabuque alguna palabra para pararlo y gritarle: “¡Ahhhh!¡Te has coladooooo!”. Pero no cae esa breva. “…has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre de los caballeros andantes….”. Olivia le persigue con el libro abierto. Sin voz repite cada frase. “¡Qué fenómeno!”, exclama admirada. Bueno, bueno. Falto yo. Me ofrece agua. Con su saliva no, nunca. Toso, me preparo. Una, dos y tres. Entorno los ojos. Como si estuviera viendo el texto. La veo, la admiro. Pasan los minutos. Persigue mis palabras con el libro abierto. “…fue costumbre de los caballeros andantes hacer a sus escuderos gobernadores de las ínsulas o reinos que iban ganando…”. El Peludo pasa, no trata de distraerme. Pim, pam, pum. Punto final. “¡Bravo, bravo!”, aplaude maravillada. Yo hincho mis pulmones, satisfecho. Un beso para los dos. Cachis. Cagüen. Yo hubiera querido un beso, pero para mí solo.

III
Cuando Olivia nos ve salir al patio con una guía de teléfonos, nos pide excusas y sale huyendo. “Espera, espera… ¡saca una letra!”, le pido. Ella concede y pone la mano en la bolsita. Sale la “H”. Ésta es de las cortas. Un repaso. Y a enumerar, uno por uno, los nombres… y sus números. A ver quién falla primero, el Osito o yo. Mientras deletreo: “Haad Amat J. A…”, escucho cómo ella nos reprende: “…podríais utilizar vuestro talento en algo más provechoso”.   

IV
Desde la grada sólo la miro a ella. Es el centro de mi atención. Otras siete chicas ejecutan a su alrededor los ejercicios de Gimnasia Artística. Escucho pasos detrás de mí. Un respirar fuerte. Apenas me giro. Lo reconozco. Es el Osito. Se sienta. Pero mira que es peludo este tío. Si con diez años ya se afeita, qué será cuando tenga quince. Pelo en el pecho. Puede peinar hasta los pelillos de sus brazos si quiere. Pero no me quiero distraer. Grabo, memorizo los movimientos de Olivia, en armonía total con la megafonía del pabellón. Un poco molesto con que el Peludo se convierta en mi sombra, le pregunto que en quién se fija. Me contesta lo que yo ya me temía: “…en Olivia, por supuesto”.

V
…ya llevaría unas cuatro cabezadas con esa película, ya me habrían dicho otras tantas, “Venancio, vete a dormir, que es muy tarde y mañana te tienes que levantar temprano”, cuando me ha venido un flash, y me he despertado de golpe. Sin pestañear. Con la boca abierta. Ahí me he espabilado. Ahí está la clave. En Sansón y sus pelos. En el Peludo y los suyos.

VI
…Si Sansón guardaba su fuerza en su cuero cabelludo, ¿por qué no Osito podría guardar unos cuantos gigas en cada uno de sus pelos? Teniendo tantos y por todas partes, es más que muy creíble esta suposición…

VII
Dicen que en el amor y en la guerra todo vale.  A la salida del colegio he ido a buscar al Pirata López. Está en octavo. Es muy macarrilla. Le va mucho la gresca. Debo ser de los pocos. Conmigo nunca se ha metido. Mis padres y los suyos se conocen de hace tiempo y se ve que me respeta por eso. Se sorprende de que le busque. “¿Quién te ha molestado, Cerebrín? Dímelo, porque a ése le damos una tocata que se le van a quitar las ganas de decirte nada más en lo que le quede de vida…”. Es así de contundente. El Pirata ha escuchado sin mover un músculo lo que le estaba proponiendo. Asiente. “Dalo por hecho”. Cuando me dice esto, me entra un escalofrío. “… sólo raparlo, pero no le toquéis un pelo”. Suelta una risa. Yo lo digo en serio. “…no le hagáis daño”. Me quedo plantado mientras el Pirata se aleja. Pensaba que me sentiría liberado con esto, pero no. Siento ahora que soy un bicho malo, que soy muy mala persona.

VIII
Todo es mirar afuera. El Osito no ha venido a clase. Preguntas al aire. Qué le pasará. Mi mano tiembla. A lo lejos veo al Pirata. Noto que me guiña un ojo. No me acerco a él por no levantar sospechas. Pero le cogería de la solapa de su cazadora, le zarandearía y  le gritaría, “¿Qué le has hecho a mi amigo? ¿qué?”.

IX
Ayer no. Hoy sí. Ha despertado sonrisas en cuanto lo han visto entrar. Lleva un gorrito de explorador. Debajo, nada. Está pelado, pelado, pelado. Contiene la mandíbula. Le brillan los ojos. Le falta poco para llorar. Es aún más poquita cosa. Más crío. Más bichón maltés, menos osito. No contesta cuando lo acribillan a “¿qué te ha pasado? ¿qué te has hecho, Osito?”. Yo agacho la cabeza, escondiéndome. Hora de patio. Minutos tensos. Ofrezco aplazar el reto. “De eso nada”, replica él, “empiezo yo si quieres”. Olivia de juez. Tenemos más testigos alrededor. Voz trémula que va ganando confianza. Palabra a palabra, frase a frase. Cómo se me ocurriría pensar que cada uno de sus pelos podría ser un lápiz de memoria. Cómo.. Hasta la página cincuenta, que era lo pactado. Lo borda. Qué fenómeno. “¡MUY BIENNNN, OSITO!”. Olivia lo abraza, lo estruja. Ese gesto me descompone.A mí ahora no me sale la voz. Sólo me sale un: “has ganado, yo no estoy preparado”. Acabo de tirar la toalla. Ahí prorrumpen los aplausos hacia el Osito Peludo Repelado. Le hacen la ola, oee, oeee, oeee. Me alejo con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Es una suerte, me repito, ir a una clase de genios irrepetibles. Murmurando, murmurando, también me digo que si la envidia fuera marrón, yo sería una cagarrita pinchada en un palo.

domingo, 10 de mayo de 2015

La penúltima estación


I
AUPPPP. No puedo con mi maleta. Por detrás, de un empellón, Ignacio me ayuda a encajarla en el estante de los equipajes. “Gracias… Se nota que llevo libros dentro”, así le justifico por qué yo no tenía fuerza. Apenas me contesta con una mueca. Lo noto tocado, casi hundido. Pasamos hacia el vagón. A nuestros asientos. 5 B. 5 A. El aire no se nota apenas. Aquí dentro huele tanto a humanidad que tira hacia atrás. “¿Prefieres ventana?”, le pregunto. Se encoge de hombros. Como parece que le da igual, ya paso yo al fondo. Y me acomodo. Miro el reloj. Las cuatro. El tren saldrá con retraso seguro. Escarbo en la mochila. “¿Agua?”. Rehusa. Yo sí pego trago. Sigo removiendo. Comics de Spiderman. “¿Te apetece leer uno?”. Con el brazo me dice que no. Resoplo. Vale que le han caído cuatro y esperaba sólo una. Vale. Pero por eso no se acaba el mundo. Mirémoslo por el lado bueno. El curso ha terminado. Tenemos unas semanas para relajarnos y pasarlo en grande. Ya tendremos tiempo de pensar en lo que luego se nos vendrá encima. “¿Te cuento un chiste?”. Ahí me ha taladrado con la mirada. “Bueno, bueno… yo sólo trataba de animarte”. Caramba. Me parece que este viaje de vuelta a Mardebé se me va a hacer un poco pesado.

II
Qué sueño más tonto. No sé cuánto tiempo he dormido. Las cinco aún. Pues no es mucho rato. Miro a Ignacio. Ni pestañea. Eso sí, traga saliva de vez en cuando. Tras la ventanilla, los postes de la luz se van sucediendo monótonamente. Y por detrás, los almendros alineados, sobre una tierra seca. “…¿sabes? Siempre que subo en un tren, me acuerdo de mi tío abuelo…”. Hago una pausa. Le observo para saber si quiere que siga hablando o no. Sí, sí que quiere. Me mira. Le sigo contando entonces. “…él estaba a punto de casarse… pero entonces empezó la guerra… y al poco, lo detuvieron… y lo metieron en la cárcel… “. A mi tío  le pongo cara. Cara de familia. Una cara como la mía. Mi abuela guardaba una foto suya. “…encerrado se tiró dos años… y hasta que no acabó la contienda no lo soltaron…”. Me retrotraigo. Me lo imagino. Consumiéndose día a día, hora a hora. Pensando que cada mañana podía ser la última. Soñando en lo que pudo haber sido. Padeciendo por quienes no veía ni tampoco sabían de él. Me lo imagino. Malcomiendo. Pasando frío. Pasando calamidades. Cuando supo que volvía a casa, escribió una carta muy sencilla, muy formal, con sus faltas de ortografía, “querida ermana, vuelvo a Mardebé en el tren del Viernes”. Ahora que le cuento esto, noto brillo en los ojos de Ignacio. Prosigo. “…subió en ese tren… pero se sentía ya, tan tocado, tan enfermo… a saber qué cosas se le pasarían por la cabeza… que decidió bajarse en la penúltima estación porque sabía que su novia también le estaría esperando en la terminal… y él quería evitar encontrarse con ella… no quería que lo viera en ese estado tan lamentable, ni que tuviera que cargar con lo que quedaba de él en su poco futuro…”. Suspiro. El tren aminora su marcha hasta que se detiene. Me asomo. No sé dónde hemos llegado. Es un apeadero en medio de la nada.

III
Las seis. Y el sol castiga con fuerza los ventanales de los vagones. “Sergio”, me llama Ignacio. Dejo el tebeo. Le atiendo. Me dice: “Yo, hoy, también me voy a bajar en la penúltima estación”. Reacciono. Qué dice. “Que me bajaré en la penúltima”. Me rasco la cabeza. No puede ser. “…tú conoces a Pitita, cuando la veas, explícale que yo no me he atrevido a verla cara a cara… no quiero que ella cargue conmigo ”. Titubeo. “Tú… tú… tú no estás pensando lo que estás diciendo, Ignacio”. Me ha pillado desprevenido. Cargo mis baterías. Me dispongo a argumentar. A lo que sea para disuadirle. Imposible. Está abatido. Ya no me escucha.

IV
Mi cabeza va a mil por hora. Piensa, piensa, piensa rápido, Sergio. Mientras,  el tren avanza como el tiempo, inexorable. Pido paso a Ignacio para salir. “Voy al servicio”, le digo. Avanzo de lado a lado, entre filas de asientos, hacia la plataforma. Atravieso un vagón, otro. El convoy va lleno. Miro caras. Dormidas. Concentradas. Aburridas. Tranquilas. Ansiosas. Llego a la puerta del WC. Pero qué. Eso era una excusa. No estoy yo para oler orines si puedo evitarlo. Saco mi móvil del bolsillo. Escribo un mensaje, un sms, para Pitita. “Acude a la penúltima estación, la de Vara de Villa”. Antes me he asegurado de que es ésa. No sea cosa que, como no me las termino de aprender, la envíe a otra diferente y entonces sí que sí, la líe buena. Aprieto al “enviar”. Espero. Espero. Espero. Mecagüen… no hay cobertura. Levanto la mano hacia el techo, a ver si por cuestión de altura, coge una rayita, y por ahí se escapa el mensaje. “Sal, sal, ¡sal, coño, sal!”. Al final… uffff, por los pelos y por el aire, el mensaje sale en busca de su destinataria. Y yo vuelvo a mi sitio. Ignacio se levanta para dejarme pasar. “Sí que has tardado”. “…es que había uno dentro, que no veas el perfume que ha dejado”.  Eso es lo más convincente que se me ha ocurrido.

V
Las siete. “El caso es que…”. “El caso es que qué”, le apremio. “No, nada”. Por un momento me ha parecido que se lo repensaba, se arrepentía y se decidía a ir hasta la Terminal. Por un momento se me disparaban las alarmas y ya me veía fingiendo que me entraba una nueva crisis urinaria para enviar un nuevo sms, “¡Pitita, que no vayas a la penúltima, que acudas a la Terminal!”. Le miro fijamente. “Qué”. Espero unos segundos. “No, nada”. Comprobado. Ignacio sigue en sus trece. Es un hombre de cabezonadas fijas.

VI
Las siete y media ya. El tren se aproxima a Vara de Villa. Ignacio se pone en pie. “Bueno”, me dice tendiéndome la mano. Le acompaño un tramo. Silba la locomotora mientras para. Aquí no baja nadie. Sólo él que,  tirando del asa de su maleta de fuelle, mira desorientado a un lado y a otro. Observo la escena. Se me aceleran las pulsaciones. Porque tras la casita del jefe de la estación, bajo el reloj parado, he reconocido a Pitita. ¡Bien, mi mensaje ha llegado! Me suben los colores en la mejilla. Aprieto la frente contra el cristal de la ventanilla. Silba el tren. Quiero ver qué pasa. Quiero adivinar qué se dicen. Ignacio mira de reojo a donde supone estoy yo. Venga, vamos, venga. Están frente a frente. Están en un no saber qué hacer. Me alejo, el tren se va… mecagüen, que no lo veo. CLOOOOOCCCC. Me he puesto la nariz como un pimiento morrongo, casi reviento la ventanilla de socorro, pero, ha valido la pena, por lo menos no me he perdido el abrazo en el reencuentro de mis amigos Pitita e Ignacio.

lunes, 4 de mayo de 2015

Vamos a tener un mañana



I
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian durante el día. El trocotroc de los neumáticos al rodar por el asfalto agrietado de la calle. El clac-clac apresurado de los zuecos de las enfermeras sobre el suelo abrillantado de este hospital. El piiiiiiiiiiiii de los timbres de los avisos. Las voces en el pasillo. Y mi respiración agitada que cuenta las horas en este compás de espera. Mira que pongo después atención para distinguir neumáticos, zuecos, timbres y voces… pero estos decibelios deben de tener algo de vampíricos, porque se diluyen y desaparecen con la claridad del alba. Sólo los escucho, por supuesto para no dejarme dormir, cuando regresan las sombras.

II
Presentarse así no era la mejor manera. Yo hubiera elegido algo más “casual”. Si me apuras, hasta me hubiera puesto la chaqueta gris marengo que guardo en mi fondo de armario, la que primero me ponía en las bodas, y después en las comuniones. Ahora intento aparentar la mejor apostura. Miro hacia un lado del corredor, hacia el otro. Se me antoja que voy a cruzar una autopista con muchos carriles y no un simple pasillo y que me van a atropellar antes de alcanzar la otra orilla. Cuando supe que seríamos dos los que íbamos a pasar por el taller, me entró una curiosidad tremenda. Tomo aire desinfectado. Me miro de nuevo en el espejo, a ver qué pinta tengo. Bueno… he tenido tiempos mejores. TOC, TOC. Antes de abrir la puerta y preguntar si se puede, reviso los botones para que no estén descuadrados, como casi siempre. Los de mi uniforme, los de mi pijama azul claro deshilachado. Alguien, dentro de la habitación, estira el cuello para verme. Ejem. Tartamudeo cuando me presento y me encuentro con esa chica tan guapa. Me parece increíble que le esté pasando lo que a mí. Además, quedo fatal… lo único que se me ocurre decirle es: “Hola, yo soy el otro conejillo de indias”.

III
Ahora comparto música, lectura y conversación con Eulalia. De todo, me quedo con lo último. Y eso que somos de pocas palabras, de muchos “hm, hm”, de algunos “noes”. Se nos escapan de tanto en tanto unas sonrisas que, en mi caso, yo creía perdidas y olvidadas. Padecer lo mismo nos hace más iguales, entendernos mejor. “¿A qué crees que esperan?  ¿Por qué nos tendrán tanto tiempo con pruebas y más pruebas?”. Yo tengo una teoría. La doctora que nos ha de intervenir está aguardando su mejor momento. Su mejor pulso. Y éste tiene que llegar con la próxima luna llena. “…eres un poco lunático tú”. Sí. Un poco. Luego ella se ensombrece. Y su tristeza me rompe el alma. Mi voz entonces sale en un susurro: “…no tengas miedo… Estamos en las mejores manos, en el mejor sitio… Y vamos a tener un mañana”. Luego me giro, agacho la cabeza y me retiro para que mis palabras de ánimo no se derrumben con la cara de acojonado que se me ha puesto.

IV
Me cuesta un esfuerzo terrible. Pero abro los ojos. Oigo voces. Veo sombras. Siento frío. Dónde estoy. ¿Y Eulalia? “Todo bien”, escucho. Me dejo llevar. Empiezo a entender. Ya estamos pues en nuestro mañana.

XXX
Ahora vivimos bajo el mismo techo. El mismo techo, la misma cama y el mismo botiquín. Prometimos cuidarnos. Nos miramos con buenos ojos. Nos regañamos si intentamos saltarnos alguna pauta en la rehabilitación. Y nos animamos si nos sentimos decaídos. Ahora por ejemplo. Acabo de llamar a su puerta, toc-toc, “¿se puede?”. Y Eulalia, al verme, se ha tronchado. Qué pasa. “Quítate eso… pareces una morcilla”. Me desconcierta su risa. No me imaginaba yo así este momento tan buscado y esperado. Bueno, vale, me apretará un poco, estaré un poco más relleno, pero no me sienta tan mal mi chaqueta gris marengo.

XL
La doctora Milagros nos mira complacida mientras imprime el informe con nuestra alta médica. “He hecho un buen trabajo con vosotros”. Eulalia y yo torcemos un poco el gesto. A mí no me acaba de convencer. Le pregunto de nuevo. Y su respuesta invariable es: “La batería que lleváis es la misma”. Lo repite y lo asegura, toda convencida. Pero lo cierto es que nuestros ritmos son completamente distintos. Yo necesito disipar energía desde que me levanto. Tengo que pedalear, correr, levantar pesas para encontrarme bien. Después me quedo fundido a eso de las seis. Agotado. Ella, que va a su velocidad,  nunca muestra cansancio. Por qué mi corazón arde rápido como la pólvora y el suyo lento como la cera de una vela. La especialista me escucha sin pestañear. Luego se quita sus gafas y nos pregunta: “¿vosotros qué vidas llevabáis antes de todo esto?”. Mmmm. Caemos en que eran así, como lo empiezan a ser ahora. Completamente distintas. También nos percatamos del pequeño temblor en la mano con que nos tiende los sobres con los respectivos papeles. Eulalia me apunta entonces: “…es que hoy había luna nueva”.

L
Comprobado. Los ruidos de la noche se silencian durante el día. El canto de la lechuza. La trova insistente del grillo. El ulular del viento. Las risas de mis compañeros en torno al fuego de campamento. Mi respiración agitada dentro de esta tienda de campaña mientras pienso en ella. Todos estos decibelios se ponen ahora de acuerdo para no dejarme dormir, por supuesto. Y, cuando despunte el alba e iniciemos la escalada, se disiparán. Pero sea de día o sea de noche, seguiré pensando en ella, seguiré pensando en que estamos teniendo un mañana, pero cada uno el suyo.