domingo, 29 de marzo de 2015

El delegado


I
De repente, el silencio. Ha habido eco, eco, eco cuando por segunda vez el Mauri ha preguntado: “¿Algún voluntario para ser el delegado de la clase?”. Yo, ni he respirado. Por aguantar, he aguantado hasta la tos. Y me he quedado mirando fijamente a las cuatro anillas de mi carpeta. “Vaya… pues tendré que elegirlo yo”. Es su costumbre. Se pasea desde delante hacia detrás, dándose golpecitos con la varita en la palma de la mano. Expectación. Es que ni trago saliva. “¡Magín! Te-ha-tocado”. Me suben los colores. ¿Yoooo? ¿Por qué yo? Como a San Pedro, al delegado le toca hacerse cargo de la llave del aula. El Mauri me la deja encima de la mesa. No quiero cogerla, no. Un minuto para los resoplidos, para el murmullo, antes de meternos en la harina de la Física. De fondo, y con acompañamiento de risitas, escucho: “¡Eh, tú, delegao, pringao que eres un pringao”. Yo me cago en la madre que los ha parido a todos. A todos.

II
Es lo que tiene. El delegado es el último en salir. “¡Venga, que es para hoy!”. “Espera, Magín, espera un momento, que se me ha olvidado el bocata”. Y el delegado es el primero en entrar. Justo cuando suena la sirena, aquí estoy, rodando la llave para que todos vayan regresando perezosamente después de la media hora del patio. Es lo que tiene. Que soy un sereno. Que me buscan cuando mejor me lo estoy pasando. “¡MAGÍIIIINN! ¿Me puedes abrir la clase para coger el jersey… es que tengo frío”. Y Magín, el portero-sereno de Primero A, allá que va, arrastrándose a abrir primero y cerrar después. Hay que cumplir la norma “anti-sustracciones”. Aula cerrada a cal y canto si no hay clase. Estoy hasta el gorro.

III
Toc, toc. Es el director quien asoma. Interrumpe la clase. El Mauri le mira. “…que salga el delegado, vamos a reunirnos para hablar del nuevo salón de actos”. A estas horas, después de comer, yo estoy en la luna. En la mona de pascua. “¡El delegado!”, repite el Mauri. Eh, eh. Recibo un codazo de Lalo. “¡Magín, que eres tú!”. Me levanto atolondradamente. Tropiezo con la mochila. Risas. Sí, sí, risas, pero yo salgo. Escucho un: “...¿se va a pelar la clase? ¡Qué morrooo!”. Bueno,  ahí se quedan todos. Yo, el delegado, me voy de reuniones. Sigo al Ruano, reprimiendo un bostezo. Si llega a tardar un minuto más en venir a rescatarme, es que me pilla dormido del todo.

IV
Lo he puesto bien claro, aunque mi letra con tiza da para lo que da. “EN EL RECREO DE LAS DIEZ Y MEDIA, EXPLICACIÓN DE LA MARCHA DEL NUEVO SALÓN DE ACTOS”. Tengo taquicardia. Tengo afonía. Tengo sudores fríos. Tengo todos los males del que tiene que hablar sin haberlo hecho nunca antes. HUIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII. La sirena. Es mi momento. Qué veo. Salen todos en estampida. Como si tuvieran un cohete donde la espalda pierde su nombre. Como si fuera tonto el último. “¡Oid, que tengo que contaros lo del nuevo salón de actos!”.  Ni caso. Pasan. La clase vacía. Sólo se queda mi amigo Lalo mirándome con cara de pena. Es que a él ya se lo he contado treinta veces. Y una más no sé si va a poder soportarlo.

V
Toc, toc. El Ruano ha debido pensar, “ya está este pesado otra vez aquí”. Que lo piense. “…como delegado de primero A que soy… “. Hoy me he peleado para que arreglen el agua caliente de los vestuarios. Lleva así dos meses. Vale que estamos en Mardebé. Vale que tenemos un clima privilegiado. Pero aquí parece que del grifo sale agua del polo, y si no arreglan esto, el día que alguien coja una pulmonía severa… 

VI
Toc, toc. “Magín, ahora no te puedo atender, ¿puedes venir un poco más tarde?”. Ja, ja. Más tarde tampoco podrá. Me he quedado de plantón, como un poste, en la puerta. Me han visto todos los profesores que pasaban a su sala a tomar café. Me han visto los compañeros. ¿Aún ahí? Sí, y estaré lo que haga falta. Bueno, cuando falten dos minutos para la hora, me tendré que ir corriendo a abrir la clase. Pero quedan catorce minutos en mi reloj digital Casio. Hoy me peleo por Busta y Cantos, los dos compañeros que salen en la obra de teatro de fin de curso. Para que les dejen salir media hora antes de clase para poder llegar a los ensayos. Ellos lo pidieron al Mauri y él les dijo que tururú. Ahora, a mí, me van a escuchar. Voy directo a la Dirección. Toc, toc de nuevo. “¡Pero, Magín, coño…! ¿No te he dicho que vengas más tarde?”.

VII
“La comida es una mierda”. Así de claro. Qué he dicho. Qué vocabulario es ése. Todas las cabezas del claustro se han girado hacia mí bruscamente. En su momento, me traje la werlisa de casa, con los dos bombillas de flashes, y cogí las evidencias. He aprovechado mi frase contundente para dejar caer encima de la mesa de dirección, dos fotos ampliadas, en 13x18, de cómo está la bandeja de la fruta,  y de cómo está el pan de la merienda. Si se quiere ver, se adivina fruta perjudicada, y pan duro. El Ruano mira las fotos. Luego me mira a mí. El Mauri resopla. No sabe dónde meterse. Los otros delegados, por lo bajini, bajini del todo, me apoyan: “Magín tiene razón: la comida es una mierda”.


VIII
Estoy de pie. Frente al Ruano. Al lado del Mauri. Guardo silencio. Respiro fuerte. “…soy un delegado, no un chivato”. Pasan dos, tres minutos. El Ruano sin levantar la cabeza de su bloc de notas, me da permiso: “Puedes irte. Ya hablaremos de esto”. Hago mutis. Qué vacíos están los pasillos cuando están todos en clase. Toc, toc. Llamo a la puerta de Primero A. Interrumpo. Busco mi sitio. No miro a nada. No miro a nadie. Pero noto que sobre mí, se han clavado las miradas asustadas de Garci y Aparicio. Aparicio y Garci, precisamente.

IX
Carraspea el Mauri. Se azota con la varilla la palma de la mano derecha. Siempre lo hace cuando quiere comentar algo. “…en su momento, pedí voluntarios para delegado o delegada de Primero A, y en su momento no se ofreció nadie… Entonces, tuve que elegir al azar, a Magín…”. Siento sobre mí la intensidad de cincuenta ojos observándome.  Él prosigue: “… ocurre que Primero A es el único grupo en todo el colegio, de todo,  donde el delegado no ha sido elegido democráticamente…”. Hace una pausa. “…es por eso que, hoy, tres meses más tarde, con el curso en marcha, y sabiendo todos vosotros cuáles son las responsabilidades de ser delegado, os pregunto de nuevo: ¿voluntarios para delegado de Primero A?”. Murmullos. Busta, primero. Aparicio, después. Ambos levantan la mano. Yo también. Más alta y más tiesa no puedo. El Mauri reparte papelitos para que cada uno vaya escribiendo el nombre de su candidato. Con lo que llevo dedicándome, en cuerpo y alma, con lo que llevo demostrado… voy a barrer. De calle. Y esta vez no estaré ahí porque en su día me señaló un dedo.

X
Lalo me espera en el pasillo. Me he prometido morderme la lengua y no decir nada. Es mejor estar callado para no soltar sapos y culebras de los que después me pueda arrepentir. Pero no puedo reprimirme: “Lalo… ¿tú tampoco, hijo mío?”. Pone cara de circunstancias. No puedo digerir esto. No puedo. Magín, cero votos. Cero. Noto que me falta ánimo. Noto que no voy cara al aire. Noto que me falta algo. Debe de ser la llave de clase. Me había acostumbrado a tenerla, y desde hace unos minutos noto su vacío en mi bolsillo.

lunes, 23 de marzo de 2015

Todo hecho


I
A Nahín no le hace falta el despertador. Sube su madre el estor de la ventana, vuelve el flexo hacia la pared antes de encenderlo, para que no le impacte la luz en la cara, y con voz suave, le despierta, “arriba, campeón, que son las seis y media”. Él se despereza cuan largo es, “¿yaaaa?”. Y ella, como si tuviera la culpa, se excusa: “yo que supiera hacer andar las agujas del reloj al revés, para que tú pudieras dormir un poco más”. A Nahín no le hace falta prepararse el desayuno. Cuando sale del cuarto de baño con los ojos todavía legañosos, encuentra el tazón de leche con chocolate humeante y media docena de bizcochos alrededor, custodiándolo. Uaaaahhh, qué hambre. A dos carrillos. “…cuidado, hijo, no comas tan rápido, cualquier día te me atragantas y tenemos un susto”. A Nahín no le hace falta ni elegir la ropa ni prepararla. La encuentra limpia, planchada y doblada encima de la mesita. La del día anterior, la que dejó tirada, misteriosamente, ya ha desaparecido. Sorbe un moco. Se viste despacio. Mientras, la cartera ha salido casi sola al recibidor, con el bocadillo del almuerzo envuelto en papel de plata dentro. Su padre le espera abajo, con el coche con los intermitentes parpadeando y en doble fila. A Nahín no le extraña que esto pase así cada mañana. Esto es lo normal. No tiene ninguna conciencia de encontrárselo todo hecho.

II
Nahín no sabe lo que es mirar un mapa. Nunca ha tenido dudas. “Ve por ahí, Nahín”, le han señalado. Y él, sin pestañear, ha seguido ese camino. Ahora, está sentado en ese aula gigante, entre más de cincuenta alumnos. “Estudia lo que el papá”, le dijeron. “¿Y música no?”. “Ahora no; no tendrás tiempo para las dos cosas”. El piano guarda silencio desde entonces en el comedor cerrado de la casa. Y Nahín no lo echa de menos.
 
III
“Nahín, mejor si acabas de ver esa película mañana, ya es muy tarde”. Nahín se ha levantado y ha dado las buenas noches. A los diez minutos duerme. Profundamente. Pero a los veinte, hoy, extrañamente se ha despertado. Escucha sus voces. Hablan. Bueno, más que hablar, parece que discuten. Él dice: “A Nahín no le hace ninguna falta…”. Ella zanja: “Lo necesita…antes de que se cruce con una cualquiera y lo estropee…”. Nahín no entiende de qué va el asunto. ”Cuántas veces, cuántas, habrías querido tú que se te apareciera un ángel y te dijera bien clarito lo que debías hacer para que no metieras la pata…”.  A veces esto pasa. “Tú, Maruja, no eres un ángel”. Qué has dicho. Los gritos entonces hacen retumbar las paredes. Piensa Nahín que ahora es mejor cerrar los ojos, volver a dormirse, y esperar a que se haga de día.

IV
“Ya verás, Nahín. Esta chica es un cielo. Muy estudiosa. Muy responsable. Muy parecida a ti. Y muy guapa. Y de muy, muy buena familia”. Él asiente. “Espera, desastre, que te arregle el cuello de la chaqueta”. Cuando sale al rellano. “Ah, hijo… tampoco vuelvas muy tarde, que mañana aún es Viernes”.

V
Magda mira al cielo. Y ve un trozo de luna asomándose entre las nubes que lo cubren casi todo. Luego vuelve la vista hacia Nahín y le sonríe.  Confiesa: “Cuando me hablaron tan bien de ti, pensé que exageraban. Cómo va a haber un tío así. Será un tío ñoño. Un mimado. Un consentido. Me dije que esto ya es lo que me faltaba. Como en el siglo diecinueve. Están apañándome una pareja, me guste o no. No, no y no. Por aquí no paso. A mis amigos los elijo yo. Y luego resulta que me pica la curiosidad, que vengo para burlarme un poco de ti, para decirte después que te pires, que ahí te quedas, y… no me explico lo que me ha pasado… pero es que me caes bien… tan bien… ¡me pareces tan buena gente…!”. A Nahín le brillan los ojos. No sabe lo que le pasa. Un runrún en el estómago. Un aturullarse. Un que se pare el mundo. Quedaron para media hora y ya llevan cuatro. Se levantan. Tienen los huesos entumecidos de estar tanto tiempo sentados. La mano de él se va hacia la de ella, pero se contiene. Es demasiado pronto. El impulso. Tiempo de despedirse, de no me importa, de verdad, estoy deseando que llegue de nuevo el momento de volver a verte. Una sonrisa floja. Una voz temblorosa. Ella le pregunta: “¿Tú te das cuenta de lo que me has contado? ¿Te das cuenta de que te dejas conducir, dices a todo que sí… no tomas tus propias decisiones… te lo dan todo hecho?”.  Él queda cabizbajo. “La verdad… no había pensado nunca en eso”.

VI
Ufff, cómo le gusta esta chica. Su madre tenía razón. Su madre tenía… Su madre. Qué bien lo conoce. Llueve. Hasta la lluvia esperó para que ellos se vieran. Al principio se arrima a la pared al abrigo de los balcones. Salta y esquiva los charcos, donde las gotas caen mansamente expandiendo sus ondas. Nahín se ve en su reflejo. “…te lo dan todo hecho… no tomas tus propias decisiones”. Ahora el agua le cala. “…te lo dan todo hecho”. Su pensamiento hace crisis. Es como si despertara ahora. Sí. Tiene que tomar una decisión. La primera. Una decisión que sea suya, suya. ¿Qué pasaría si…? No termina el pensamiento. Porque le duele. Sí. Sube las escaleras despacio. Chof, chof, va dejando la huella de los zapatos. Abre. Su madre acude a su encuentro. “¿Qué, Nahín? ¿Cómo ha ido?”. El respira hondo y suelta: “No voy a volver a verla”. Lo ha dicho claro y seco. Rotundo. Cómo duele. Su primera decisión. Va directo a su habitación. Antes de tumbarse, baja el estor. Su madre entrará mañana y lo subirá sin hacer ruido, mientras le dice lo de “arriba, campeón”. Aún será Viernes. Qué agotador. Habrá tomado dos decisiones en pocas horas. La segunda es que se lo sigan dando todo hecho.

domingo, 15 de marzo de 2015

Manual de Instrucciones




I
“¿Molesto?”. Antes de que el abuelo Gregorio me pueda decir que sí, que no o ninguna de las dos cosas, yo ya me he colado dentro de su despacho. Él ya ha tenido que dejar el libro que estaba leyendo. Y antes de que pase un minuto más ya me está advirtiendo: “Sindo, los cajones de las personas mayores no se registran”.

II
“¿Y esto para qué lo quiero?”. Me esperaba otra cosa. Me había anunciado tantas veces el abuelo que me iba a regalar algo muy especial, que ahora que ha llegado no puedo disimular mi decepción.  Bajando la voz, me explica: “chisss… es un talismán”. No sé: A mí me parece un botón. Con una “G” de Gregorio, pero un simple botón al fin y al cabo. “Ahora te parece una birria, pero ya te darás cuenta de las cosas que puedes lograr gracias a esto… conforme te vayas haciendo más y más poderoso”. “Gracias, abuelo”, le digo educadamente guardándolo en el bolsillo. Tal y como soy yo, que lo pierdo casi todo, veremos lo que me dura. 

III
Son las jornadas deportivas del cole. Hay siete corredores preparados en la línea de salida. Les ha fallado el octavo finalista. Don Luis busca entre los alumnos que hacen de público a alguien que cubra el hueco. Todos van con su uniforme. Menos yo, que he venido con el chándal. De un grito, ordena: “¡Sindo! ¡A correr!”. ¿Quién yo? La gente se ríe. ¡Te-ha-to-ca-do! Bueno. Me acerco. Voy en la calle ocho, para rellenar. Preparados. Listos. ¡YAAAAAA! Jopeta. Éstos corren que se las pelan. Un, dos, un, dos. Pero yo no me achanto. Uf, uf. Acelero un poco. Un poco más. Voy a tope. A lo que dan mis piernas. Me coloco delante. No miro hacia atrás. Un ciclón, eso es lo que soy. Hale hop. Ahí está la meta. Entro el primero. Los que me siguen van tirando el higadillo. La gente no da crédito. “¡Ha ganado la tortuga!” . Mientras recupero el resuello, me llevo las manos al bolsillo, toco y… glup: el talismán. La sonrisa se me borra. Me da que mi victoria no está limpia del todo. No sé. Me entran dudas. Mientras recibo palmadas admirativas, y me preparo para subir al podio, me aturdo… no sé. No sé si esto ha estado bien. Me parece que tendré que confesarme. 

IV
¡Estoy en-tu-sias-ma-do!. Examen de mates. No he estudiado. Pero ahí viene conmigo. El talismán. Leo las preguntas. Ni pajolera. Pero ahí está conmigo. El talismán. Leo otra vez. Sigo sin pajolera. Aprieto el talismán con el puño cerrado. Me entra un sudor frío. Sí, sí. Ni pajolera. Vaya una porrrrrquería de talismán. Me levanto. Le digo a Don Luis que me duele mucho la cabeza. Le entrego el examen en blanco. Se preocupa por mi palidez. Me acompaña a la enfermería. Y me acaba diciendo: “No te preocupes, cuando se te pase, yo te repito el examen”.

V
“Toma, abuelo, te lo devuelvo”. El abuelo Gregorio se sorprende. “¿Por qué?”. “Porque esto no es un talismán. Es un botón. Es un blufff”. El abuelo parece que se hace cargo. Toma aire. “A ver cómo te lo explico”. Espero su razonamiento, pero ya me puede contar para hacerme cambiar de opinión, ya. “¿A ti te gusta mi coche nuevo?”. Anda por dónde me sale. Pues claro. Menudo SuperMirafiori se ha comprado. Más cómodo y más rápido no se puede. “Éste es el que yo quiero cuando sea mayor”, le digo. “Pues imagínate ahora que este coche van y se lo dan al Cid Campeador en plena Edad Media”. Me pongo en situación. Vislumbro a Rodrigo Díaz de Vivar descabalgando de su Babieca y acercándose al coche. “¿Qué crees que hubiera pensado al verlo? Que este coche, puesto ahí, sin un Manual a lo Poema del Mío Cid, no le servía de nada porque no sabría ni  arrancarlo ni ponerlo en marcha”. Barrunto lo que trata de explicarme. “…al talismán le pasa igual… nos parece que no sirve porque no sabemos cómo funciona… nos falta el Libro de Instrucciones… ¿entiendes lo que quiero decir, Sindo?”. Asiento no muy convencido. Mi abuelo me devuelve el botón, perdón el talismán. Lo pone en mi mano. Mientras, me transporto a las puertas de Mardebé, que está a punto de ser reconquistada por el de Vivar e imagino a mi abuela con el plumero kraft en la mano gritándole: “¡eh, tú, barbudo, ni se te ocurra acercarte a la chapa con esa armadura oxidada, que me rayas la pintura metalizada! ¡y mucho menos subirte que, con la mugre que habrás pisado, me vas a dejar la tapicería perdida!”. 

VI
Tengo una cosa, un artilugio que no sé cómo va. Me afano en averiguarlo. En la papeleria compro una libreta tamaño cuartilla, hoja de una raya. Lo titulo con rotulador negro Carioca. “Manual de Instrucciones”. Hace correr. Pero de mates, ni pajolera. Éstos son mis primeros apuntes. 

VII
El de la joyería pone una cara rara cuando me ve entrar. Como si yo fuera a robarle algo. Se pone serio, serio. “Qué quieres, chaval”. Mmm. No sé cómo explicarme. Pero sí. Quiero algo para hacer como una medalla, con una cadena, y colgarme del cuello mi querido talismán. El hombre se pone las gafas de ver de cerca. Abre un cajón estrecho. Y saca unas cadenas. Finas, finas, que casi ni se ven. “Oro veinticuatro quilates”, me aclara. “¿Cuánto vale?”. Tal y como lo dice ya sé que no me va a rebajar ni una peseta. No hago ni el gesto de sacar la hucha que llevo en el bolsillo del chaquetón para exprimirla. No me llega ni aunque le hubiera quitado un cero a la derecha. Con un orgulloso: “ya me lo pensaré si eso”, me doy la vuelta y salgo por donde he entrado. Era una buena idea lo de colgármelo del cuello. Me hubiera venido bien a mí, que lo pierdo casi todo. 

VIII
¿Y si…? Antes de que mi pensamiento termine de formular la pregunta, dicho y hecho. Con el vaso de chocolate con leche del desayuno. Glu, glu. Y para dentro. Me lo trago como si fuera una pastilla de antibiótico. Luego a esperar los efectos. Que todo mi ser absorba todo su potencial benéfico. A esperar ser más sabio, a tener mucha buena suerte. A esperar mi metamorfosis. 

IX
Lo que ha venido después ha sido un… retortijón indescriptible. Cagüen. Cagüen. Qué dolor, qué desasosiego. Rápidamente, escribo en el manual, que “no surte efecto por vía oral”. Rebusco en el trastero un viejo orinal de plástico verde, y espero a que el talismán termine el largo y tortuoso camino por mis oscuras tuberías. Perdón por lo escatológico del tema. Cruzo los dedos y pido que por favor no se me camufle mucho, que no se me demore, y que salga lo más limpio dentro de lo imposible con las primeras monas del alba.
(………………..)
LX
Con el talismán en el bolsillo, Marga me quiere. Sin él, no tanto. Escribo en el Manual. UAAHHHUUU. 

LXI
Con el talismán en el bolsillo, Olivia me quiere. Sin él, no he probado. Glup. 

LXII
Yo quería dejarme el talismán en casa. Pero se me olvidó. Clara dice ahora que también me quiere. Marga, Olivia, Clara. ¡Uffffff….  Todas a la vez!
(……………………..)

CCI
Seis libretas de una raya llevo escritas ya en mi Manual de Instrucciones. Va mejor en Verano que en Invierno. De día que de noche. No funciona muy bien con los juegos de azar. Un poco menos mal con la lotería que con la quiniela. Previene pero no cura. Sin centrifugado y programa corto mejor que con prelavado. … Es… mecagüen, dónde lo habré dejado… Es… aquí tampoco está… Es… ostras tú, cincuenta años conmigo, y ahora a estas alturas lo voy a perder… ¿Habrase visto?
(…………………)
MCMLXXIV
“ ¿Molestooooo? ¡Buelo Sindo, buelo Sindo!”. Mi nieto me grita. Se cree que no le oigo, y me zarandea el hombro, pero sí. Yo me entero de todo. Qué quiere. Qué. “¡Mira lo que tengo, mira! He encontrado este Manual de Instrucciones, completo… me lo he leído todo… es…es… ¡Guau!”. Me exhibe las seis libretas, me arranca una sonrisa. “…pero, ¿dónde está el talismán, abuelo Sindo?”. Encojo mis pobres y encorvados hombros. Me imagino que habrá vuelto décadas atrás, de nuevo a manos de mi abuelo Gregorio, que estará a punto de regalármelo otra vez, para que esta vez sí, siguiendo el Manual de Instrucciones, yo sepa emplearlo bien. Me imagino al Cid flipando con el Supermirafiori, con las instrucciones escritas en latín encima del salpicadero. Me imagino… “¡…buelo, que te digo que ya tengo las Instrucciones!, dime ahora por favor… ¿dónde guardas ese talismán mágico?”.

domingo, 8 de marzo de 2015

Igual que en el hijo pródigo


I

Me enfado cuando las cosas no salen como yo quiero. Y lo disimulo mal. Se me nota a la legua. Enmudezco. Como sin apetito. Y la comida en el plato crece, en lugar de menguar. Padre lo nota. Me pregunta: “…qué te pasa, Jimena”. “Nada”, es mi respuesta. No insiste, y yo no le voy a contar que me atasqué con el último cuento, que terminaré por romperlo, por empezarlo de nuevo desde la primera letra, y que la culpa de todo está en que necesito absorber aires nuevos, aires que me inspiren, aires que ya no encuentro aquí en Gorroperdido. Necesito salir de estas cuatro paredes. Ése es el resumen de lo que me pasa. En casa cenamos con la tele apagada, porque así, dice él, podemos hablar. Lo que termina ocurriendo, es que engullimos a toda velocidad, abrasándonos la tráquea, sin mediar casi palabra, para deprisa, deprisa, tumbarnos en el sofá y tratar de hacernos dueñas del mando a distancia. Casi siempre gana Herminia, que con dos cucharaditas dice que tiene bastante. Pero hoy, mírala, ahí la tienes. Respirando hondo. Como si tuviera que anunciar algo. “Qué te pasa Herminia”, le pregunta finalmente a ella también. Ella se limpia los labios con la servilleta. “Me voy”. Un terremoto de grado siete no hubiera tenido tanto impacto en el comedor de la casa. Menuda bomba. Padre salta: “¿Qué? Tú no te vas a ninguna parte”. Cree que con esa sentencia ha zanjado el tema, pero no es así. Como rúbrica, suelta un puñetazo seco sobre la mesa. Cruje la cristalería. Se pone de pie, arrastrando la silla. Y le lanza una mirada desafiante. “…qué te has creído…”. Si esta escena llega a durar unos segundos más, aquí pasa algo. Herminia se levanta y se va a la habitación. Yo pienso, “mierda, yo quería decir eso, y ella va y se me adelanta…”. Mi padre, con las mejillas al rojo vivo, sale también. Antes, me ordena: “recoge tú, Jimena”. ¿Ves? Ya está adjudicado quién recoge. La de siempre. Hoy que el mando está libre, no lo quiero. No me gusta ver la tele cuando estoy enfadada. 


II

Padre ha removido todos los cajones. No quiere ni rastro de nada que recuerde a Herminia. Yo sí he guardado y puesto a salvo entre las páginas de mis libros una foto suya. Todo lo que él ha pillado de ella, ha ido de tiro al desván. Cualquier día se le cruzan los cables y le prende fuego. Sacudiéndose las manos después de cada criba, ha dejado claro que esto es un punto y final: “…como si no hubiera existido jamás esa desagradecida”. No intento contemporizar, porque si no, él aún descargará su ira sobre mí. De hecho ya lo hace. Si antes controlaba mis horarios, ahora mucho más. Es tarde, Jimena. Dónde has estado. Pues dónde va a a ser. En Gorroperdido no hay muchos sitios para estar. Era tanto y tan denso el silencio en nuestas cenas, que finalmente, padre ha cogido el mando y ha apretado el botón. En casa, desde hace poco, cenamos con la tele encendida. El no tener nada que decirnos así duele menos. 


III

Hoy lo he pillado con las gafas de ver de cerca leyendo la Biblia. A él,  que no es nada de creer.  Por el rabillo del ojo me he interesado. No terminaba de ver bien esas letras tan pequeñas. En eso, que se ha dado cuenta y me lo ha refregado. “¿Quieres saber qué miraba? La parábola del hijo pródigo”. Bueno, bueno. “¡Lo lleva claro! ¡Ahora, ahora mismo compro yo un ternero cebado si a ésa se le ocurre volver con la cabeza agachada!”. Sombra en mis ojeras. Algunas canas salpicadas en mi pelo. Y mucha tristeza y mucha resignación a partes iguales en los últimos cuentos que he terminado.  


IV

Esta mañana nos han parado en la panadería. “…hemos visto a Herminia…¡caray, la tienda que ha montado por todo lo alto! Estaréis orgullosos de ella”. Lo dicen a mala uva, porque saben que padre va a saltar por algún lado. “No conocemos a ninguna Herminia”, dice en seco. Se hace un silencio que corta. Yo pido las tres hogazas de siempre, muy cocidas a poder ser. Mientras las pongo en la bolsa de pan, mi corazón da un vuelco. No son noticias muy frescas, pero para mí son nuevas y buenas. A Herminia, por lo menos, le va bien.


V

Cuando he visto a padre tan mal, no me lo he pensado dos veces. Tengo que hacerme con ella. Tengo que avisarla. Iré al bar, cogeré la guía. Sé cómo se llama su megatienda. La llamaré. Me pongo el abrigo. Aún no he girado el pomo de la puerta, cuando desde su habitación escucho un firme: “¡Ni se te ocurra!”. Es lo que tiene que, de tantos años juntos, nos tenemos muy calados. 


VI

No hago más que mirar por la ventana. El viento levanta los rastrojos, doblega la copa de los árboles y hace tambalear las farolas. Por fin, un coche ha aparcado en la puerta. Por fin, alguien ha bajado. He corrido hacia la entrada, pero a mitad camino, he frenado en seco y he vuelto al comedor. El mando de la tele a mi bolsillo, por si las moscas. Luego sí, he abierto la puerta. Sin abrazos de película, sólo un: “…ya no habla, ya no entiende…”. Hemos ido las dos hacia su habitación. En silencio, hacia su cama. Padre, entonces, ha abierto los ojos y ha soltado un atronador: “¡JIMENA. COÑO! ¿…por qué no has traído el ternero cebado de la carnicería?”.