domingo, 22 de febrero de 2015

El poderoso influjo del enchufe




I

“¡EOOOOHHH! ¿HAY ALGUIENNNN?”. Para que luego digan. Que no me pueden dejar solo. Que solo soy peligroso. Y lo primero que hacen es irse todos sin avisar. Y dejarme sin nadie. Ese ruido que he escuchado desde el corral era la puerta de la casa que se cerraba. Mi madre habrá ido a algún recado. Pues bueno. Ya volverá. A ver, a ver… yo sigo con lo mío. Hoy quería cocinar algo en el paellero. Y para cocinar, ¿qué necesito?. Fuego. Y para el fuego, un poco de leña. En ese cajón hay unos listones. Los voy colocando. En forma de cono, en perfecto equilibrio, como si fuera una tienda india. Y para encender la leña, cerillas. Dónde. Ahí. En el estante. Cachis, no llego. Me subo a la silla. Ahora sí. RASSSSS. Una llamita. Ufff, cuidado que me quemo el dedo. De abajo a arriba. Ya huelo el humo, ya. Oohhh, ohhhh, ohhhh… se apaga. Claro, la leña húmeda no prende. Pienso. Qué hago. Voy hacia dentro. Con mi visión láser, inspecciono las habitaciones. A izquierda, a derecha, busco objetos de madera seca. Que no sirvan, por supuesto. Ajajá. ¡Ahí hay algo que puede servir! El bastón de la abuela. Ella no lo usa. Cuando se lo regalamos, se cabreó y dijo que no lo quería. Madera más seca que ésa, imposible. Queda un poco largo. Y como espada no me sirve. Habrá que partirlo. Misión búsqueda finalizada. ¡Espera, no! El periódico también me viene bien. Es de hoy, pero ya lo han leído… y para lo que dice…. Rellenaré la tienda siux con bolas de papel: una, dos, las que me quepan.  ¡Adelante, ahora sí que sí!. RASSSSSS. Una llamita. Ufff qué calorcito, cómo prende… qué bueno. Lo que decía, para cocinar necesito fuego, que ya lo voy teniendo. Pero para cocinar también necesitaré comida. PIIII, PIIIII, CHUCUCHUCUCHÚ… ¡Voy para la nevera!


II

Esto tiene que tener magia. Si cojo el cable, y lo meto en el enchufe, la tele va. Si no, no. Después de quitarlo y ponerlo diez veces, lo tengo comprobado. Es así. Me he ido a por una linterna. Y he enfocado dentro de esos dos agujeritos. A ver qué hay dentro. Tiene que haber algo. Es un misterio. Por mucho que enfoco, no veo nada. Arrimo el ojo, pero no me es posible ver qué es lo que hay ahí dentro. Me cruzo de brazos. Cómo lo puedo averiguar. Cómo. Voy para allá. Mis dedos directos. De momento no me caben. Si ponen en marcha la tele, ¿me dará energía a mi también? Voy a ver cómo los pongo de otra manera. MMMM. “¡NAPOLEÓONNNNN!!!!!”.  “Qué pasa mami, estoy investigando, a qué viene ese grito, me has asustado”.


III

Quiero pasar por el pasillo. Pero no quepo. Está mi padre subido a una escalera, en medio. Va a cambiar una bombilla del plafón. Yo pienso: queda la otra, porque son dos. Y él parece que no atina. Yo quiero ayudar. “Así está muy oscuro y  no te ves, papá… por qué no le das  a la luz. No te preocupes que ya le doy yo”. CLIC


IV

Si esto que ha pasado esta mañana lo contaran en un tebeo, la gente se tiraría por el suelo y se mearía de la risa viendo los dibujos. Pero aquí no se ríe nadie. Esto no tiene nada de gracia. Y yo no lo he hecho queriendo. Intento preguntar a mi padre, cómo está, porque le han tenido toda la tarde en el hospital, y acaba de llegar. No me contesta. Respira hondo, se duele del brazo escayolado. En esa corteza tan blanca y tan dura es donde le he pedido me deje escribir mi nombre con rotulador. N-A-P-O-L-E-Ó-N. Él cuenta hasta diez. Y si su mirada tuviera los poderes láser de la mía, me habría fulminado. Ahora mismo yo sería sólo un montoncito de carbonilla.


V

Las dos de la madrugada. Dicen que no, pero yo ya lo entiendo todo. Anoche, cuando ellos creían que yo dormía, lo hablaban. Por culpa de esto, mi padre no puede terminar los encargos que tenían. Y si no hay encargos no se cobra. Y si no se cobra, no se tiene dinero para pagar lo que viene. Y lo que es peor, no se tiene ni para comer. Ella lo animaba, no te preocupes, pediremos a mis padres, o sea, a los abuelos. Y él seguía triste, muy triste, otra vez ellos no, no y no me da la gana. Cuando se han asomado a mi habitación he cerrado mucho los ojos, haciéndome el dormido. Pero estoy muy despierto. Y muy preocupado. Todo lo que pasa es por  culpa mía. Aquí toca solucionar esto. Arrimando el hombro. Como sea. No sé cómo. Pienso. Pienso. Escucho los ronquidos de la habitación de al lado. Duermen. Los dos. Es mi hora. Mi momento. Me levanto. Y salgo de puntillas.


VI

Abro la puerta que desde casa da al taller. Chirria. Utilizaré toda mi magia. Me arrimo a la pared, rodeando la furgoneta. Alguien tendrá que repartir los trabajos de mi padre. ¡Aquí está el tío! ¡Aquí está Napoleón! ¡Aquí estoy yo mismo!. Busco cojines. Los subo al asiento del piloto. Me siento encima. Jo, qué volante más largo. Llaves puestas. Esto cómo va. BROOOOM. No arranca. BROOOOOM, BROOOOOM. ¡Ahora sí que sí! Traca-traca-traca, el motor sigue al ralentí. Le pido que sea silencioso, que no haga, ruido. Y que me espere en marcha. Puf, puf, cuánto humo tira el tubo de escape. Avanzo hacia dentro. Doy al interruptor y se encienden parpadeando los tubos fluorecentes. Les digo que no hagan mucha luz, que no pueden despertar a mis padres. Ahora me fijo. Hay un par de puertas y cuatro ventanas sin terminar. Paso revista a las herramientas, que están todas colgadas en la pared, en su sitio. Al martillo le pediré que pegue como sabe. Al destornillador que atornille. Al serrucho que corte. Mañana, mi padre, cuando venga, y lo vea todo acabado, alucinará. Y yo pondré cara de no saber nada de nada. Hale hop. “Martillo, golpea”. No, no se mueve. Tendré que animarlo. Lo cojo. Busco clavos. Éstos. Empiezo. POOOOM, POOOM. Éste se me ha torcido. Éste no vale. Éste no termina de clavarse. Chissssss. “¡NAPOLEÓNNNNN!”. Ufff. Me pego en el dedo. Jopeta, cómo duele. Otra vez mi nombre a voz de grito. Nunca me llaman en tono normal. Siempre, siempre me gritan. Glup. Me han pillado con el carrito del helado. Mi padre mira alrededor. Un poco de zafarrancho sí hay. Se suponía que él no tenía que aparecer tan pronto. Aquello que mira ahora es el bote de cola, que se me ha caído antes y se ha desparramado un poco. Luego, él, ha pisado por encima. “Yo sólo quería ayudar”. Lo digo casi entre pucheros. Me quedo petrificado. Cuando pensaba que, esta vez sí, esta vez me venía encima el primer guantazo de mi vida, lo que me ha venido de él, ha sido un enorme abrazo. Espachurrante. Eso será por el influjo del electrocuto del enchufe. Me pregunto qué me habría dado si en vez de este panorama, con todo a medias, mi padre hubiera entrado, según mi plan, unas horas más tarde, y se hubiera encontrado con su trabajo bien acabado.

domingo, 15 de febrero de 2015

La letra pequeña


I
No le pongo cara yo al alemán éste. Y aquí le han puesto una plaza. Levantando la vista, leo la placa de mármol en voz alta  “Pla-za de Kurtz Kol-berg… ¿Y ése quién fue, qué pinta aquí en Gorroperdido?”. Yago, mi mejor amigo, me explica: “…pues es un alemán que se vino a vivir aquí tras la guerra… un señor con mucha, mucha pasta”. Mmmm. “¿Aquí? ¿Con el frío que hace? ¿Tan lejos del mundo?”. “Vete tú a saber si se escondía de alguien… Al palmarla, dejó escrito que toda su fortuna fuera para una Fundación…”. “Jo, tío, yo no sé cómo te enteras de todo eso”. “…pues porque me lo ha contado mi padre… y esa Fundación es la que concede una beca al año para que un estudiante nacido aquí en el pueblo pueda salir a estudiar fuera”. “Ah…”. Resuelto el misterio del señor que da nombre a una plaza. Arrecia ahora el viento frío del este. Sale humo por las chimeneas. Hora de recogerse. Seguimos andando hacia nuestras casas. Él me confiesa:  “…cuando llegue el momento, quiero, sea como sea, que a mí me den esa beca. Yo, aquí en Gorroperdido,  no me quedo”. Pues yo no veo qué tiene de malo vivir aquí. Eso es algo que admiro de Yago. Lo claro que lo tiene todo. 


II
El banco del pupitre está congelado. Pero el ambiente está muy caldeado. A mi derecha, mi padre, que vuelve a estrujar el gorro de lana con las manos, después de sacudirme un pellizco para que me calle que me ha estremecido. A mi otro lado, Yago, que tiene los ojos llorosos. Y a su izquierda, su padre, que contiene la respiración. Frente a nosotros, el maestro, el cura y el alcalde. El alcalde cierra la reunión. “Volvemos a insistir en lo duro que es para nosotros tener que tomar una decisión y tener que elegir. Tanto Yago como Arístides merecen esta beca, pero por las normas de la Fundación, sólo podemos otorgar una por año… y nos hemos tenido que decidir por uno”. El pellizco me lo he llevado cuando trataba de decir que a mí me es igual, que se la den a mi amigo, que para él es la ilusión de su vida. Eso me contó cuando hace un montón de años le pregunté que quién era ese Kolberg y así lo ha repetido durante todo este tiempo. Yago no puede reprimir ya las lágrimas. Esquiva con rabia mi intento de consuelo con mi mano en su hombro. “Bien”, tercia el maestro, “vamos pues a firmar todos los documentos del protocolo”. 


III
Mi padre no lee apenas. Firma y emborrona la tinta donde le dicen. Con miedo de meter la pata, y con voz tímida, pregunto: “¿y esto que dice aquí en la letra pequeña?”. Ajustándose las lentes, don Roque, le quita importancia: “Ah, bueno… eso no es nada… un formalismo…”. Y enuncia el motivo de mi duda:  “El agraciado con la beca, tendrá que ejercer en Gorroperdido al menos durante un año la especialidad que haya estudiado fuera… o bien, reintegrar la totalidad de la ayuda con sus intereses correspondientes”. El alcalde,  cuadrando los papeles, apostilla: “puá…esto, a la hora de la verdad nunca se ha cumplido… pero fue lo que el alemán dejó escrito y por eso se ha mantenido”. Por lo bajini escucho que se dicen entre ellos: “¡…pero qué mal le ha sentado a Yago que no se la hayamos dado a él!”. “¡…que se jodan,  ya le tenía yo ganas a su padre!”.
 
IV
Llamo a la puerta. Miro hacia su ventana. No abre. Golpeo más fuerte. Le llamo. “¡Yago, abre, por favor…!”. Sé que está ahí. El autobús no espera. Me voy en cinco minutos. Me desgarra que ya no me haya vuelto a hablar. Que me mire con ese odio. Suena la bocina. Tiempo de salir. Vuelvo aturdido. Una última mirada atrás. Sé que me estará observando. Levanto mi mano temblorosa despidiéndome. Tengo que irme, pero, vive el cielo, lo mejor de mí se queda en Gorroperdido. 


CI
Sonsoles se asoma a mi despacho. “Cariño, ha llegado una carta certificada… del juzgado”. Lo primero, sorpresa. Y casi seguido, desazón. Mis pulsaciones suben  cuando rasgo el sobre. Ella no se mueve, espera a saber qué hay dentro. Corre mi memoria a toda velocidad, tratando de recordar si tendrá algo que ver con el accidente que tuve con el C3 el verano pasado. Qué habré hecho… Aquello creo que ya quedó zanjado. “Es una citación…”, leo. Eso da pie a más preguntas. “…una demanda del Ayuntamiento de Gorroperdido, firmada por su alcalde… Yago Zapata”. “¿Gorroperdido? ¡Pero Arístides,  si hace lo menos treinta años que no pasas por tu pueblo!”. Una sombra me abate de repente. “Por eso, Sonsoles, por eso”. A veces, el tiempo enterrado retorna y te da con su puño, ¡zas!, en toda la cara. 


CII
…es el tercer abogado que consulto. Y me ha dicho lo mismo. Pagar quinientos mil  euros, menuda barbaridad, que no sé de dónde. O, tal y como decía la letra pequeña del contrato, que guardaba en una viejísima carpeta de puro milagro, volver y ejercer mi profesión allí durante un año por amor al arte. Clases de matemáticas para quien las quiera aprender. Sonsoles me persigue, qué piensas hacer, qué piensas hacer. Yo, que estoy obligado a tener respuesta para todo, le pido calma, y aunque no sé de dónde, le contesto: “…pagar ese dinero, no me queda otra”. 


CIII
…los Bancos, con lo que me apreciaban,  ahora no me conocen. “¿Cuánto dice que quiere, don Arístides?”. Ni con el piso de Mediavilla de hipoteca. Me indigno y amenazo con sacar mi cuenta de toda la vida, pero con eso me quedo. Sonsoles viene detrás, qué piensas hacer, qué piensas hacer. Yo ya no sé qué responderle. 


CIV
…como amigo, como director del colegio, le he explicado a Marcos lo que me ocurre. Se acaricia la barbilla mientras mide su respuesta. “…me estás pidiendo pues una excedencia… y si puede ser remunerada”. “Eso mismo”, repito, “…tendré que estar fuera un año para saldar mi deuda con la Fundación Kolberg”. “…lo siento, Arístides, esto no es una ONG ni un centro de caridad… si te vas, me haces una faena porque tengo que buscar un sustituto… y si quieres volver en un año, a poco que la persona que entre sea tan o más válida que tú, no puedo prometerte que haga por readmitirte…”. Apelo a mis veinticinco años de impecable docencia. A él le da igual. Ahora me doy cuenta de que Marcos, como amigo, poco; como director del colegio privado, mucho. Salgo de su despacho tratando de indignarme, pero ya no me quedan arrestos para eso. 


CX
Sonsoles me lo ha dejado bien claro. “Arístides: Aquí están los chicos… ¿Yo qué hago allí?”.  


CXI
Ufffff, qué diferencia. Mi primer viaje desde Gorroperdido a Mardebé, cuatro trasbordos, una cafetera de autobús, y peligro de tirar la pota a cada bache. Ahora… dónde están las curvas… aire acondicionado… un pispás de trayecto. Pero el nudo en el corazón, prácticamente es el mismo. Antes porque me iba… y ahora, al cabo de muchos años… porque vuelvo. 


CXII
Lo primero, nada más bajar, una gran bocanada de aire limpio para mis gastados pulmones. Vuelve el color sonrosado a mi mejilla. Lo segundo, ese rostro, esa misma cara, surcada por arrugas, inconfundible para mí por décadas que pasen. Yago se me acerca. No me tiende la mano, pero me dice: “¿Pelillos a la mar?”. 


CXIII
Mi primera clase. Treinta desalmados que pasan de mí y me boicotean. Ufff… los tengo que aguantar nueve meses. Como saque mi vena gorroperdideña van a saber lo que vale un peine. Entro en el viejo piso alquilado. Una aspirina. Silencio. Soledad. Bueno, soledad total no. Los fantasmas de mi pasado han venido todos a verme. 


CXIV
Estamos sentados don Matías, el párroco; Yago, como alcalde, y yo mismo, como maestro. Hemos tenido una trifulca porque no nos hemos puesto de acuerdo sobre a quién otogar la beca Kolberg de este año. Las normas no dicen qué hacer en caso de desacuerdo. Y yo no me bajo del burro. Hay una alumna, Francisca se llama, que destaca y le pega cuatro vueltas a todos los demás. Voto por ella. Pero no está en las quinielas del cura. Y mucho menos en las de Yago. Qué es lo que procede en este caso. Aplazar la reunión para la semana que viene. Recapacitar. “…que nos ilumine el Espíritu Santo”, apostilla don Matías. Y que nos ponga de acuerdo… en que esta chica es quien merece llevárselo.


CXV
Llaman. Qué raro. A mí, aquí nunca viene nadie a verme. Me asomo. Es Yago. Abro. Le hago pasar. Quedamos de pie frente a frente. Nos sostenemos la mirada. Qué es lo que queda de mi otrora grandísimo amigo. Será, habrá llegado el momento de las explicaciones. “Arístides… por mí y por el Ayuntamiento de Gorroperdido, no hay letra pequeña, queda saldada tu deuda… puedes irte cuando quieras”.  Guardo unos segundos silencio. Es mi pausa valorativa. Pasa por mi cabeza Sonsoles. Pasa por mi cabeza el colegio al que le di todo y no me guardó la plaza. Pero también pasa por mi cabeza esta chica, que no tiene ni idea de la cruzada que he iniciado por ella. Y pasa por mi cabeza el respeto de mis nuevos alumnos que, orgullosos, empiezan a rendir y dar de sí todo lo que pueden. Resumo mi respuesta en un: “Yago… por mí y por Gorroperdido que, por lo menos,  voy a cumplir a rajatabla esa letra pequeña, esos nueve meses que me quedan… y luego, si puedo, pelearé por quedarme para siempre”.


CXVI
Esta tarde he querido pasar por la Plaza de Kurtz Kolberg. Aún resuena en mis oídos el grito de júbilo, incrédulo de Francisca cuando le hemos anunciado que ella sería la nueva becaria Kolberg. Con todo merecimiento. Me he detenido como antaño mirando su placa.  Ahora ya sé quién fue. Le pongo cara. Y sé también más o menos cómo vivió. Me quito el sombrero. Embargado por la emoción. Porque, por él, la población aquí no ha caído. Se mantiene, crece y disfruta del nivel de vida de mejor calidad de toda la comarca. Viene viento frío del este que me corta la cara. Antes de proseguir, me subo el cuello del abrigo y, con la voz tomada, me sale del alma un: “Gracias, señor Kolberg”.

domingo, 8 de febrero de 2015

La tentación en una cajita



I
Bulle Gorroperdido en fiestas. No cabe un alfiler en la plaza porticada, pero a mí me parece que estamos solos Mavi y yo. Nos zumban los oídos con tanto decibelio. Izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás: ¡Un-dos-tres! La yenka, sí. No puede haber un baile más tonto. Pero ahí están: todos dando saltitos. Ella me coge del brazo y tira de mí haciéndome un gesto. Salimos del epicentro. Tampoco vamos muy lejos. No nos damos cuenta, pero decenas de ojos nos miran seguro. Ufff. Qué acaloramiento.  También será del vino. La bota estaba llena, ahora casi no queda y de aquí sólo he bebido yo. Todo a gallete. “¿Has hecho las paces con Uri?”, me pregunta. “¿Con ése? Con ése ya no tengo nada de qué hablar”. Me faltan pruebas, pero estoy seguro de que fue él quien se agenció mi reloj nuevo. Él y su particular sentido de la propiedad. No sería la primera vez que ve algo,  le gusta y se lo queda por la vía de guardárselo en el bolsillo. “Es tu amigo de toda la vida… sería una lástima que por esto…”.  Quiero cambiar de tema. No le encuentro mucho sentido ahora hablar de Uri. Sé que no es eso lo que quiere decirme. Y mi corazón bombea a toda máquina. “Estanislao…”. Su voz suena dulce, suave. “¿Sí?”. Siento que estamos en ese punto en el que vamos a descubrir nuestros sentimientos sin medias tintas. “Nos vamos de Gorroperdido… la semana que viene… Aquí no tenemos porvenir, no tenemos nada que hacer”. ¿Queeeé? ¡Mazazo! ¿Cómo puede ser eso? ¡Que se vayan sus padres a la Cochinchina si quieren, pero que ella se quede! Me rebelo. Mavi empieza a sollozar en silencio. “…donde va la cuerda, va el cubo, dice mi padre”. Me acabo de quedar helado. Me derrumbo. Qué va a ser de mí sin ella. Esto no tiene lógica. No cuadra. Me da unos golpecitos en el codo. Me anima. “Nos escribiremos… nos veremos en verano… nos...”. Eso no ayuda. Eso no. Mavi saca de su bolso una cajita cerrada. “Guárdamela. Pero no la abras. Ya me la devolverás cuando podamos estar juntos”. Afirmo con la cabeza. Entiendo las instrucciones. No abrirla. Es como si ahí dentro me dejara parte de su corazón para que yo lo cuide. Lo siguiente es un beso. El primero. Un beso que quiere detener el tiempo. Y lo que va a continuación es un grito, del capullo de Uri, no podía ser otro, exclamando desde la esquina del estanco: “¡Hale, hale, los dos tortolitos, dándose el lote!”. 

XI
En la pared de mi habitación, un mapa. Dos chinchetas. Una clavada en Gorroperdido. La otra, en Tondon, donde vive Mavi. ¡Están poco lejos una de otra! Las uní con hilo de pescar, que era lo que más tenía a mano. Cuando me invade la nostalgia, que es casi siempre, abro el cajón de la cómoda, el de abajo, y busco la cajita que ella me dio y me quedo absorto. Me pregunto qué habrá dentro. Un mechón de su cabello ondulado, quizá. Pero no. Pesa algo más. Lo agito. No suena nada. Eso no es una pista. Al cabo de un buen rato, cuando los ánimos han vuelto, la vuelvo a guardar. No cuento los días, los meses que ya han pasado. Cuento que, para que ella vuelva, cada vez falta menos. 

XXI
Al final, me he quedado haciendo lo que sé hacer: amasar la harina en nuestra panadería. Mi sueño de ir a estudiar a Mardebé se ha esfumado. Y no lo he sentido. Aquí tenemos trabajo dos días a la semana: Sábado y Domingo, que es cuando vienen los turistas. El resto, con muy poco, todo está más que hecho. Hay incluso otro horno en Gorroperdido. Que quién lo lleva. Quién va a ser. Uri. No sé cómo la gente se deja engatusar por ese pan prefabricado que él cuece… para mí que le pone yeso, porque al día siguiente, está hecho una piedra y no hay quien le hinque el diente. Sigo sin noticias de Mavi. No, no quiero que su recuerdo se aleje tanto como la distancia a la que ahora se encuentra.

XXXI
Cómo me cuesta. Qué tentación. Parece la manzana que Eva le tendió a Adán en el paraíso. Eso sí, en forma de cajita. ¿Por qué tendrían que prohibirles a ellos comer esa manzana? ¿Y por qué tendría que pedirme a mí que no abriera esta dichosa cajita? Ha pasado mucho, mucho tiempo. Lucha mi conciencia. No debo abrirla. Tengo que hacerme la cuenta. Como si no la tuviera. Como si no existiera. Un día de éstos, ella vendrá. Y yo se la daré. Y habrá magia. Seguro. Me muerdo los labios y contengo a duras penas mi curiosidad. Ufff, cómo  me cuesta.

XLI
Radio Macuto ha entrado por el mostrador del horno agitando la cortina de canutillo y ha anunciado que los Romero han vuelto al pueblo. Al instante, la piel, mi piel, de gallina. Están muy viejuchos. La hija no está. No ha venido con ellos. Dicen que tiene un puesto muy importante en una multinacional de Tondon. A Radio Macuto le pondría yo un bollo en la boca cuando recuerda: “Estanislao, tú y ella érais muy amiguitos, ¿no?”. Pero me contengo. Acaba la noticia con: “Han venido a vender la casa… si llegan a tardar un año más, en vez de vender una casa, con el tejado a punto de hundirse, lo que tienen que vender es un solar”. 

XLII
Sí. Qué pasa. Yo he comprado la casa de los Romero. No hay nada que envejezca más rápido que una casa vacía. Y a ésta le falta un buen repaso. Grietas. Vigas hundidas. Humedad. Hablo con Modesto el albañil. “Todo tiene que quedar como estaba”, digo en voz alta. “Como cuando ella vivía aquí”, pienso para mis adentros. Refunfuña: “…menos te costaría tirarla abajo y hacer una nueva”. Lo zanjo con un: “haz lo que te digo: quien paga, manda”. 

LI
Estaba preparándome para ir a la panadería. Ha sido todo muy rápido. Olía el aire a quemado. Leña de olivo. Gritos. Y fuego. Cuando me he venido a dar cuenta, me he sobresaltado, “ost… ¡si es el horno!”.  El camión de bomberos. Su sirena. La calle de la Pez es tan estrecha que por ahí no cabe. Vecinos curiosos se agolpaban. “¡Dejadme pasar”. “¡No seas loco, Estanislao, hay mucho humo!”. “¡Que me dejéis, leche!”. Me he zafado a empujones. Madre mía… el infierno debe ser esto. Ojos irritados. Tragando carbonilla a través del pañuelo humedecido. Andando a gachas, he accedido a lo que fue mi habitación, donde el mapa y las dos chinchetas. He arrancado el último cajón de un estirón. He cogido la cajita. La cajita, lo único que ahora me importa. Crepita el fuego. Explota una bombona que tengo en el almacén. Revientan cristales. Sudor a chorros. Salgo con la poca fuerza que me queda. Me falta el aire. Me quemo vivo. Me abraso. Vienen a por mí los bomberos. “¿Está loco o qué? ¡Insensato!”. Se me llevan entre dos, porque ya no me tengo. Toso. Toso mucho. Se quema. Se quema mi modo de vida. Pero por lo menos, la cajita de Mavi, está aquí conmigo sana y salva. 

LXXI
“Pan artesano”, reza el cartel en la nueva puerta. Aquí vengo a pasar el rato, a distraerme, a ver cómo trabajan los jóvenes. Yo ya penqué lo mío. Hoy recibí una carta. Lo sabe Radio Macuto. Me ha preguntado que de quién es, con ese matasellos. De momento, se va a quedar con las ganas de saberlo. Yo sí he reconocido la letra de Mavi. Al leerla me ha dado un no sé qué. Porque viene. Vuelve a Gorroperdido. Viene prejubilada. Y viene para quedarse. Qué sensación. Qué hago yo ahora. Qué. Le diré que aquí estoy, que aquí sigo, que aquí la espero. Y le diré también que lo sentí mucho, que no le podré devolver su cajita porque que se me quemó con el incendio. Pero que, como pidió, nunca la abrí y nunca llegué a ver el reloj, mi reloj, el que ella había puesto dentro.

domingo, 1 de febrero de 2015

El lado bueno de las personas


I
Ella me abre. “Yaya.. ¿qué hace el yayo?”. Ésta es una de esas tardes aburridas en las que me he dicho, sí, por qué no, voy a casa de mis abuelos, meriendo y paso el rato. Con el dedo índice me indica que baje el tono de voz, “…chissss… está encerrado en el despacho… nunca se las ha visto tan gordas”. “¿Síiii y por qué?”. Al fondo de la casa escucho su voz engolada. Ella me cuenta: “…le han encargado que este año sea el mantenedor en la exaltación de la Reina de las Fiestas”. Mmmm…. Qué interesante. “…y como no sabe decir que no… ahora que lo tiene encima… está que no duerme de los nervios y brama porque dice que no está inspirado”. Pego el oído a la puerta. No abro para no interrumpir. Voz en modo discurso. Enardecida. Me cautivan sus palabras. Ahora está recitando una poesía a la Reina. Resulta que es Camila. Yo la conozco. Vive en mi calle.  De repente, poooom, golpe encima de la mesa, “¡NO, NO, NO, ASÍ NO!”, folios rasgados, raassss, rassss. Él abre, yo me voy para dentro de morros, porque me estaba apoyando con todo mi peso. Él se sobresalta. “¡Renato!”. Le envío mi sonrisa desarmadora. Él resopla, aplacado. A mí me ha impresionado su “orationem interrumpunt”. Mucho. “Hablas muy bien, yayo”. Un gruñido como respuesta. No le sale como pretende. “…yo te puedo ayudar”. Contiene la carcajada. Me reafirmo: “…yo podría escribirte unas líneas”. Mano en la barbilla. Bien: Eso es que está sopesando mi propuesta. Mirada al techo. Al reloj de la pared. “…es este Sábado: quedan tres días”.  “..me sobran dos”, digo con autosuficiencia. “…de perdidos, al río”, concede. Me levanto de un salto. Escapo a todo correr. “¡Ehh…! ¿Y la merienda?”. “¡Ahora no tengo tiempo, yaya!”. Corro de vuelta hacia mi casa, a empezar a escribir algo para el discurso antes de que se me escapen un par de ideas que ya me rondan en la cabeza.

II
Observo a Camila. Sabe que la miro. No tengo más que fijarme en su lado bueno. Para realzarlo. Para destacarlo. Me cruzo con ella. La saludo, yo que hasta ahora no le había dicho nunca ni un hola, y sigo mi camino. Estos son mis mimbres:  Amor a la tierra que nos vio nacer. Belleza. Flores:  todas las de un tratado de botánica. El olor a azahar hay que mentarlo. Sueños. He repetido la asociación “sueños y deseos cumplidos” varias veces. Esfuerzo. Constancia. Pedazo de panegírico que me está saliendo. Repaso lo escrito. Diez folios. Lo recito frente al espejo. Me parezco al yayo. A mucha honra. Miro el reloj. Justo de tiempo. Cuadro las hojas. Corro, vuelo y fundo su timbre. “Pero oye,  ¿tú te has creído que estamos detrás de la puerta?”, me reprende ella. Me cuelo. Entro sin llamar. Le tiendo las hojas. Satisfecho. Con mi misión cumplida. Se pone sus gafas de ver de cerca. Espero su reacción. Lee en silencio. Espero más. Al final, me mira y exclama: “¡Jo, Renato, qué letra más mala tienes!”. 

III
Es el día. Es su momento. He mirado al cielo para pedir a las nubes una tregua, porque por la tarde ha caído la mundial. Las sillas de plástico alineadas en la plaza aún están mojadas. Estoy como una sardina, arrimado a la pared. No cabe más gente. Qué percha tiene el yayo con ese traje nuevo. Los focos se centran en él. Parece que nos va a nombrar uno por uno a todos los presentes. Desde el excelentísimo señor alcalde hasta la señora que se apoya en la farola de la esquina. Un hilillo de sudor corre por su mejilla. Uffff. “¡Silencio, coño!”, grito. Es que me da rabia que la gente parlotee, jijijí, jajajá,  sin prestar atención a lo que él dice. Ahora, ahora habla del orgullo de ser de Mediavilla. Arranca tímidos aplausos. Bien yayo, bien. Me va el corazón a mil. Como si fuera yo el que estuviera ahí, en el estrado. Ahora, ahora habla de lo mucho que nos une; y que es lo que nos distingue y nos diferencia del resto. Dicción. Sentido. Oratoria in crescendo. Suena una ovación amplificada por las paredes de la casas. Lo borda. Camila, sentada en un trono, empieza a escuchar las loas de mi yayo, con los ojos muy brillantes. Sí: Él alcanza y toca su fibra. Se transfigura. Remata y concluye. La gente se rompe las manos aclamando al mantenedor. “Éste, éste es mi yayo”, digo a mis amigotes,  reventado de orgullo. Él no ha pronunciado ni una sola palabra, ni media,  de lo que yo le preparé, pero yo, con la emoción a flor de piel, sigo repitiendo diez, cien veces, como si ellos no lo supieran ya: “éste es mi yayo”. 

XIV
…hay episodios en la vida de uno que marcan para siempre. En aquel lejano Acto de Exaltación de la Reina de Mediavilla, yo supe que me quería dedicar a esto. Así que, cuando esta tarde mi padre me ha preguntado, “hijo… ¿y tú ya sabes lo que vas a estudiar?”, yo le he contestado que sí, que quiero ver y poner de relieve el lado bueno de las personas. Que todas lo tienen. Es normal la cara que ha puesto. Se preocupa por mí. Creo que no me ha entendido aún muy bien, porque lo primero que ha preguntado es: “¿y de eso se come?”. 

XXXVI
Me han admitido en la High Adulation School. ¡¡¡¡EUREKAAAAAA!!!!!

XLVII
Ahora reconoce mi padre que no le hacía mucha gracia que me dedicara a esto. Que no lo veía. Pero que está orgullosísimo de mí. Que cuenta de mis andanzas por medio mundo. Que se me rifan. Que tengo listas de espera. Que un montón de gente quiere y necesita  que les destaque su lado bueno. Hoy, que he vuelto a casa para hacer un alto en el camino y tomar aliento por un par de días, me he emocionado con el recibimiento. ¡Me están cebando! ¡La de siglos que hace que no comía así! Después del café nos hemos sentado frente a la tele, él y yo. La siesta me llamaba a gritos. Cuando el sopor me invadía, mi padre, entonces, me ha tocado el brazo y me ha dicho: “Oye, Renato… de nosotros, de tu madre y de mí, nunca dices nada… ¿es que no nos ves ningún lado bueno?”. 

LVIII
Nunca me había pasado en toda mi trayectoria profesional. Hasta hoy. Lo he estudiado a conciencia. A fondo. Es verdad que Gary Chichone me paga muy bien por el informe. Pero ni en su pasado. Ni en su presente. Ni en su entorno cercano. Ni siquiera en el lejano. No he encontrado nada. No hay vestigios. Me ha citado hoy para que le dé las conclusiones. Ahora cuando entre le diré que le devolveré lo  que me adelantó, porque, en él, no he advertido nada que valga la pena. 

LIX
En lugar de montar en cólera porque no he sido capaz de destacar en él un atisbo positivo, Chichone ha sonreído cínicamente. Encima eso, se jacta de ser un capullo integral. “…oye, Renato… ¿y no has pensado en dar un giro a tu profesión y dedicarte a encontrar y destacar el lado malo de la gente?”. La propuesta me ha pillado a contrapié. “…yo te pagaría mucho más de lo que puedes estar ganando por un peloteo de los que ahora haces si lo cambiaras por una crítica borde, a mala leche, hacia quien yo te dijera…”. Trago saliva. Lo doy por no oído. Como soy educado, me despido de Gary Chichone, y salgo a toda prisa por donde he venido. 

LXX
Athina me ha escuchado. He empezado con parabienes porque es como es. Me he enorgullecido de, en estos años, conocerla bien. Cuánta bondad. Cuánta generosidad. Cuánta belleza. Me he ido acelerando. Porque estamos los dos solos, si no, lo gritaría a los cuatro vientos. Se ruboriza. “…mejor déjalo en un susurro”. Sólo verdades salen de mi boca. Ella contiene ahora la respiración. Acabo de pedirle que salga conmigo. Me puede la emoción. Espero su respuesta. Sé que sí… que siente… Me mira. “…Renato… con la experiencia que tú tienes, echando flores a todo el mundo a todas horas, lo que me acabas de decir, eso, eso… se lo dices a todos”. Jarro de agua fría. Athina se levanta. Se va. Me deja. Nos quedamos ambos, lo sé, inundados por una infinita pena. 

LXXXI
Ploooom. Abro la puerta de un empujón. Entro sin llamar. Chichone se sorprende al verme. Lo disimula, pero lo disimula mal. “¿Cuándo empiezo?”, le pregunto. A bocajarro. Tiene la sonrisa torcida. “Cuando quieras”. “Ya entonces”. Salgo de ahí como una exhalación. Sí. Me he pasado al lado oscuro. Y a la “fuerza”, que le den. 

XCII
Las críticas que más escuecen, lo sé, son las que provienen de alguien que te importa o te ha importado. Llevan veneno. Me muestro implacable. Ya domino los adjetivos despectivos como nadie. Soy un generador de odios y resentimiento. Y qué. Me da igual. Sólo digo verdades. Y las pregono. El mismo Chichone fue blanco de mis dardos. Lo puse a caldo, lo envié a pastar y lo hundí en su miseria. Luego me fui con otro que me paga aún más. Cruzo la calle para no toparme con ella de cara. Athina hace lo mismo. Tengo, tendré que parar. Saludar. No hay sonrisa. “Renato… ¿qué ha sido de tu lado bueno?”. Bajo la cabeza. No respondo al reproche. Antes de seguir su camino y yo el mío, añade: “¡…estás amargado!”. La sigo con la mirada cargada de nostalgia. Ustedes, lectores de mi relato, cuiden mucho sus comentarios hacia mí. Se arriesgan a que yo les tome la matrícula y les haga blanco de mis próximas críticas de mierda.