domingo, 13 de diciembre de 2015

Mi regalo

I
“No sé lo que quiero”, concluyo con desesperanza. Patro, la de la papelería, me deja de lado un momento para atender a ese señor que acaba de entrar. Quedan en el mostrador las agendas de colores, “la vida es maravillosa”, para que las contemple, para ver si me termino de decidir. No me convencen. Esa alegría desbordante, Laura me ha invitado a su cumple, está empezando a convertirse en angustia. No voy a encontrar nada que le guste. Horror. Voy a quedar peor que mal con ella. Miro alrededor de las estanterias abarrotadas. Entre tantas cosas ahí expuestas tiene que haber algo, algo que me llame. Patro ha abierto la cristalera de las plumas Mont Blanc. El caballero coge una y la mira con detalle, no sea que tenga alguna tara. Tiene que estar perfecta. “…son de la nueva colección”, apostilla ella, tendiéndole un papel para que la pruebe. “Mmmm…. Pesa, tiene cuerpo, y su línea es perfecta”. Ya puede ser perfecta, ya, con lo que tiene que valer, pienso yo. Busca en el bolsillo de la chaqueta. Saca la cartera. Un billete de mil nuevo. Uauuhh, qué verde. “¿Se la envuelvo, señor Hernández?”. “No, no, me la llevo puesta”. Clinc. Clinc. Caja registradora. El cambio, unos duros. Sopeso mi cartera que no va tan llena. Tiene que ser la repera entrar en un comercio y comprar sin mirar la etiqueta del precio. Tiene que ser. Patro le sonríe de oreja a oreja. Casi una reverencia. Vuelve el silencio a la tienda. Vuelve el olor a papel nuevo. Regresa Patro al mostrador donde la espero. Llevo ahí casi una hora. Y ella, con toda su paciencia, casi me ha destripado todo su género. Me rasco la cabeza. Respiro hondo. “Mejor me lo pienso un poco y vengo mañana… aún tengo tiempo”. “Buena decisión, chico”. A mí también me dedica otra sonrisa. Cuando salgo a la calle oscura y fría pienso que repartir sonrisas sin medir el bolsillo del cliente es la clave del éxito de la Librería-Papelería Patrol.
II
Ya es “mañana”. Y yo estoy de nuevo en Patrol. “Debe haber un equilibrio entre el placer de regalar y el de recibir un regalo”, me dice Patro. Eso mismo pienso yo. Arriba, se alinean las mochilas de Micky y las de muñequitos. Con una escalera, se las hago bajar todas.  Pero, abajo, en el rincón, acabo de descubrir una enorme bola del mundo. Dónde tenía los ojos yo ayer que no la vi. Allá que voy. Allá que me pongo a mirar lo lejos que están de Mediavilla los sitios míticos que se me ocurren. Allá que me imagino que la tierra es de ese tamaño en verdad, y yo soy un gigante que la contempla, que le puede dar vueltas, marearla, hacer que los días duren segundos o parar el tiempo frenándola en seco. Vuelan los minutos entre océanos Pacífico, Índico y Atlántico. Desfilan detrás de mí los clientes de Patrol. La de los rotring. El de los DINA4. El de la goma de nata. “¿Qué, chico? ¿Te gusta?”. Uauhh. Vaya que sí. Pero esto no sería un regalo para Laura. Sería un regalazo para mí.
III
Lo peor que he podido hacer es preguntar. “¿Y vosotros qué le vais a regalar a Laura?”. Jorge porque se apunta a lo que yo compre, “y vamos a medias”. Qué morro. De eso nada. Es “mi” regalo. Boro porque quiere regalarle una gorra “simpática”. Y Pedro, qué peligro, también quiere ir a la papelería Patrol a ver qué encuentra. Y eso que vive en la otra punta de Mediavilla. He salido de casa con un objetivo. Regalo de Laura. He cogido doscientas pelas. El doble del presupuesto inicial. El doble, es decir: todo mi capital. Por ella no me importa. He pensado que, si ya he estado dos veces en la Patrol y no he encontrado nada, por qué no mirar en La Esfera. A lo mejor suena la flauta. A lo mejor allí tienen cosas mejores, diferentes. Hacia allí me he encaminado. Cruzando la vía por el paso a nivel. Según me acercaba, lo he pensado mejor. Uno tiene principios. Si confío en Patro, confío. Lo que no encuentre allí, no lo encuentro en ninguna otra parte. Cómo se me han podido cruzar así los cables. Al abrir la puerta acristalada de la papelería, hay parroquia de bote en bote. Cartulina azul en ristre, ha exclamado al verme: “Chico, qué cara más roja tienes”. Tiene rayos X esta mujer. Casi me lo nota. “Es que he venido corriendo”, le he dicho. Lo siguiente ha sido preguntar que quién es el último. Para ponerme en la cola.
IV
El expositor de libros. “La colección Meridian es fantástica”, ha asegurado Patro. Doy vueltas, y vueltas. Yo sí me llevaría alguno, sí. Pero es que no sé… Laura los debe tener. Laura tiene de todo. Giro alrededor de su eje y miro los libros expuestos. En esas entra el del otro día, el del Mont Blanc. A lo mejor viene a devolverlo. Hago como que sigo mirando los títulos, pero no pierdo ojo de la escena. Señala en la vitrina. Es que se quedó prendado del Waterman, explica. “Buen ojo tiene, señor Hernández… un Waterman es para toda la vida”. Patro abre. Se lo muestra. Lo empuña. Lo mira. Escribe. Éxtasis. “Escribe solo. Es realmente magnífico”. Desde mi escondite intervengo. No me puedo quedar callado. “¿De verdad escribe solo?”. El hombre me mira. “Los bolígrafos y las plumas esconden sus propias historias… nunca escriben lo que quiere la mano que los empuña… hay que tener la suerte de encontrar el adecuado”. Mmmm. “Pues… llévese ese Inoxcrom… me da que toda su tinta es un puro drama”. Patro me mira con cara de póker. “Je, je, qué ocurrencia tiene el niño”. Clinc. Clinc. Cinco duros y le sobran pesetas. “El Waterman, si eso, me lo llevaré la semana que viene”. La misma sonrisa de Patro, “cuando usted quiera, señor Hernández”. Creo que el expositor tiene que ser infinito. Pero no. Después de la cuarta cara, vuelve a aparecer la primera. Estoy por escoger “Un capitán de quince años”, de Julio Verne. Si hubiera sido “Un capitán de doce”, vamos, ni me lo hubiera pensado.
V
Estoy en la situación que no hubiera querido por nada del mundo. No tengo ya margen. Voy a la desesperada. En casa, bronca. “Pero… ¿cómo que aún no le has comprado nada a Laura?”. Me he encogido de hombros. Soy un mago dejándolo todo para el último momento. Patro me ve entrar con su infinita paciencia. Cerraré los ojos, daré cuatro vueltas, me pararé y señalaré un punto diciendo: “me llevo eso”. Y eso, con todo mi cariño, será mi regalo para Laura.
(...)
X
Empujo la puerta de la Papelería Patrol con el hombro. Como siempre, vengas a la hora que vengas, aquí hay gente. “¡Chico!”, se alegra de verme, “¿Le gustó tu regalo a Laura?”. Mmm. La verdad es que no le hizo ni alto ni bajo. Yo había pensado que, por fin, tenía ante mí una gran idea… Qué privilegio tuvo aquel que pudo poner nombre a las cosas al principio de todo. “A esto lo llamaremos una piedra. A  esto, cielo. Y a eso, agua”. Y así con todo. El mismo privilegio quería yo que tuviera Laura con aquel Dimo etiquetador. Esto, cama. Esto, silla. Esto, carpeta que pone “LAURA”. Mientras se probaba como loca aquella gorra “simpática”, me dijo simplemente: “gracias”. Ufff. Cuando se lo cuento a Patro, me dice tratando de animarme: “Los regalos tienen dos caminos… uno, es acabar siendo trastos… otro, convertirse en recuerdos entrañables”. Me resigno. Lo mío será un trasto. Mientras, le digo que vengo a por un inoxcrom tinta roja. Uno que guarde una historia fuerte como la sangre, pienso. Me doy cuenta de que el Globo terráqueo ya no está. “Patro… ¿y la bola del mundo? ¿la has vendido?”. Levanta el dedo índice. “¡Huy te has dado cuenta! ¡Es verdad!”. Va para dentro, para la trastienda. “¡Esa bola ya tiene dueño!”, afirma desde dentro, desde donde anda a saltos. Al salir viene cargada con una enorme caja envuelta en papel de regalo. “…y espero”, me dice mientras me la tiende y me deja más que mudo, “…espero que para él siga el segundo camino, y se convierta en… un recuerdo entrañable”.


lunes, 23 de noviembre de 2015

El papel del padrino

I
Este año voy yo solo a ver a mi padrino. Conste que yo no quería. Para qué. Nunca me aciertan los Reyes allí. Ha sido mi padre el que ha insistido. Y encima él no me acompaña. He esperado bajo la marquesina donde paran los Autobuses Urbanos. Agudizo la vista. El primero no es. El segundo tampoco. En cuanto he distinguido que el tercero sí, que era el 81, el que hace las Grandes Vías, he levantado la mano, como un torero, y cuando ha parado frente a mí, me he subido. Con las monedas justas. Tres duros. El conductor me ha dado un ticket rosa y yo, agarrándome al pasamanos, he tirado hacia dentro. Qué sofoco. La bufanda me da cuatro vueltas al cuello. Cosas de mi madre.  La ha apretado bien, “para que no cojas frío”. Yo les había dicho que sé ir. Que me acordaba de las otras veces. Pero ahora que no tengo quien me guíe, me asomo, y las calles de Mardebé me parecen muy distintas a lo que yo recordaba. Pego la cabeza al cristal, dándome pequeños coscorrones. La Navidad se agota. Los ábetos pierden pelo a la carrera en las entradas de los Grandes Almacenes. Estoy llegando. Creo que nos estamos acercando a la parada. He estirado la mano y he apretado el botón “SOLICITAR PARADA” cuatro veces. DING-DING-DING-DING. Me entra mucho nervio al pensar que el chófer no me va a oír  y que va a pasar de largo. El bus se escora, se arrima a la acera, y entre traqueteos abre su doble puerta. De un brinco, voy fuera. Estoy a salvo. Lanzando una nube de humo negro, el 81, sigue su ruta. Miro alrededor. Da susto. No parece que viene nadie, pero es poner un pie bajo la acera, y salen cien coches zumbando. Me sitúo. Me oriento. Calle de la Lumbre. Es por allí.
II
Ya casi me iba cuando he escuchado un: “¿Quiénnn?”. Qué vocecilla me ha salido para decir al interfono: “Que soy Isma”. Voz aguda de tímido, voz de “perdonen que les moleste”. Segundo piso. Puerta seis. Me abre ella. La mujer de mi padrino, que no sé cómo se llama. Qué recibimiento. “¡ISMAAAA, qué mayor, cómo has crecido, chico!”. Dos besos en la mejilla. De los que dejan el oído pitando. A la entrada, un gran Belén con sus luces encendidas. Me quedo embelesado mirando los detalles y las figuritas. Me encanta el río con agua de verdad. Me gusta mojarme ahí los dedos. Y secarme después con la manga del abrigo. Me empuja hacia dentro, hacia el despacho. “Siéntate, Jerónimo vendrá enseguida…¡Jeroooo, mira quién está aquíiii!”. Los pies cuelgan: no me llegan al suelo. Siempre miro hacia la orla, no hacia la pared revestida de libros y enciclopedias. Universidad de Mardebé. Facultad de Economía. Arriba a la derecha, con la B de Bonet, mi padre cuando aún tenía pelo. Abajo, en la última, con la Y de Yagüe, su amigo Jerónimo. Mi padrino. “¿Quieres tomar algo?”. Esta señora no me da tregua. Aparece con una bandeja. Naranjada y empanadillas de chocolate. Están de miedo. Cojo una. “¿Cuántos años tienes ahora?”. Me atraganto. Con la boca llena me sale un: “Dozzzzeeee”. Se me va el gas por la nariz. Qué mal trago. Ahí es cuando aparece Jerónimo. Un junco. Un palo de escoba con nuez. Con su bata cruzada. Sus zapatillas de ir por casa. Parco en palabras. Se sienta. Frente a frente. De qué hablan una persona mayor y un chaval que apenas se conocen. De casi nada. “Qué tal el cole”. “Qué curso estás haciendo”. No puedo resistirme. Cae otra empanadilla. “Cómo están tus padres”. Mastico deprisa para responder. “Bazzztante bien. Te envían recuerdozzz”. Ella aparece con un regalo envuelto. Lo abro. Un libro. Un capitán de quince años. De Julio Verne. Joyas Literarias Juveniles. No digo que lo tengo. Aquí se deshace el misterio. Aún esperaba que los Reyes supieran que necesito un coche nuevo de escalextric. Doy las gracias. Me levanto y me disculpo: “…tengo que irme, aún hemos de pasarnos por casa de los abuelos”. Me acompañan a la puerta. Pongo el dedo de nuevo en el agua verdadera del río del Belén. Me repiten los cumplidos. No hago larga la despedida. Bajo de dos en dos, con el libro bajo el brazo. Cae el día. Ahora sí que atenaza el frío en la parada del 81. Menudo viento sopla congelando mi nariz. Sí. Tengo una buena bufanda. Lo que pasa es que, por vueltas que le dé, nunca me quedará tal y como me la había puesto mi madre.
III
Lo peor del día de Reyes es su noche. Mañana ya hay colegio. Me acuesto temprano. Me tapo bien con la manta. Mis hermanos aún revolotean por ahí. Con los juguetes de sus padrinos. Mola el robot, mola el billar, la verdad. Mi libro repe descansa en el escritorio. Escucho un reproche. Es mi madre que, con voz muy agria,  le echa en cara a mi padre: “¿Ves lo que pasa, Bonet? Por ti y tus cabezonerías, el pobrecillo Isma, a la hora de la verdad, no tiene padrino”.
(…….)
XXXI
De repente, Mardebé. Trescientos cincuenta kilómetros durmiendo. Ufff, mi espalda. Ufff, qué bostezos se me escapan. Le doy codazo a Lucas, “ehhhh… que ya hemos llegado”. Se revuelve hacia la ventanilla. “… déjame, yo quiero dormir más”. Busco la bolsa en el altillo. El chófer está abriendo el maletero y está empezando a repartir equipajes. Nos quedamos los últimos. Anoche estuvo muy bien. La última antes de vacaciones. Nos reímos un montón. Nos pasamos un poco con las cervezas. Y de ahí, arrastrando las maletas por la estación, al autobús que salía a las seis. Lucas entreabre los ojos y me anuncia: “¡Mira!: tus hermanos están ahí bajo,  han venido a recibirnos”. Qué raro. Ellos aquí. Se me congela la sonrisa cuando les noto el semblante demudado. Me abro paso. Algo pasa. No son capaces de articular una palabra. Se me abrazan. Me vengo abajo. Por favor, por favor, sea lo que sea,  que esto no me esté pasando.
(…..)
XLI
Cómo ha cambiado la línea 81. Ahora paso el bono de 10 y la maquinita imprime una fecha. Voy hacia delante. El autobús está a reventar. Por detrás empujan. Aún cabremos unos cuantos más. Pienso en lo que voy a decir cuando llegue a la calle de la Lumbre. Intento ordenar mi cabeza. Le hablaré claro. No pienso dejar… él no tiene por qué… Uffff casi se me olvida apretar al botón de “SOLICITAR PARADA”. Ya estamos aquí. Bajamos unos cuantos. Me lanzo al ruedo, es decir a la calle, esquivando los coches que vienen. Cuando llamo al timbre del telefonillo, es él quien pregunta: “¿Quién?”. “Soy Isma”. Menudo vozarrón de tenor que se me ha quedado. Subo de dos en dos los escalones. Treinta y ocho. Me recibe en la entrada. Jerónimo, mi padrino, sigue siendo un palo de escoba con nuez.  Qué sensación más extraña no encontrar un Belén en el recibidor ni tener agua con la que mojarme los dedos. Es que estamos en Septiembre. En el espejo veo el reflejo de mi corbata negra. Me estrecha fuertemente la mano. Me hace pasar hacia el despacho Yo clavo la mirada hacia la pared repleta de libros. Si miro hacia la otra pared, donde cuelga la orla, me entrará invitablemente un nudo en la garganta que podrá conmigo. Ahí me trabo. “No tienes por qué… tu papel de padrino no te obliga a nada”, empiezo diciéndole, “…ya he decidido dejar de estudiar… voy a buscarme algo, lo que sea… “. Suspira. “Cuántos años tienes ahora, Isma”. “Diecinueve”. Él resuelve: “…tema zanjado… mientras aproveches… estudia… y no te preocupes por otra cosa”. Por el silencio que viene a continuación parece que estoy muy entero. Pero la memoria que va por libre me trae la voz de mi madre: “por ti y tus cabezonerías, a la hora de la verdad, el pobrecillo Isma no tiene padrino”. Eso me remata. Inconsolable, acabo ahogándome en un mar de lágrimas.
(….)
LXI
Me hubiera sabido fatal. Al final ha aparecido. Con la ceremonia empezada. Se ha colocado discretamente en un banco de la penúltima fila. A mi mujer le he dicho, “ahora vengo”. Y me he ido directo a por él. El crío llora. Y su llanto resuena en el templo. Es normal. Es lo suyo. No ha querido el biberón cuando tocaba y ahora tiene hambre. Abrazo a Jerónimo. Y lo atraigo hacia delante, ”ven con nosotros”. Se resiste levemente. El sacerdote prosigue entonces la celebración del bautizo. Qué raro se me hace ver a Lucas ahí, con chaqueta. Porque me empeñé, que si no… Menudo enfrentamiento tuve con Sonia. “Lucas… no es de la familia… cualquier día desaparece… a ver si te crees que con él el peque va a tener la misma suerte que tú con tu padrino…”. Yo, a Lucas, lo tengo aleccionado: “¡Coche de escalextric!, ¿lo tienes claro, padrino roñoso?”.  Y en caso de que le caiga un libro repetido, que no padezca por eso mi hijo… que aquí está su padre por mucho, mucho tiempo para que nunca, nunca le falte de nada.

martes, 10 de noviembre de 2015

Recuerdo del líder


I
No sé si este cole nuevo me va a gustar. Para empezar es enorme. Tenía que haber venido el Sábado pasado para ver dónde están las clases. Pero mis padres no podían. Aún hay globos en la entrada de la fiesta de bienvenida. Cuarto B. Busco Cuarto B. Me han dicho arriba, al fondo, a la izquierda. Será por aquí. Entre empujones subo, peldaño a peldaño. Cuánta gente. Cuánto grito. La sirena ha sonado hace un buen rato. No conozco a nadie. Ellos sí se conocen del curso pasado. Hablan todos con un acento muy raro. No hay quien les entienda a la primera. Me entra sentimiento. Yo quiero volverme a Gorroperdido. Cartel en la puerta. Cuarto B. Puerta cerrada. Abro. Asomo la cabeza. Pregunto: “¿Cu, cu, cu cuarto B?”. Descojone general. De mi cara. De mi voz. Mal principio. Sí, sí, sí: Yo quiero volverme a Gorroperdido.
II
Hoy había partido en el patio. Contra Cuarto A. He preguntado si podía jugar. Uno grande y gordo que se llama Héctor me ha ordenado: “Tú, Cucú, ponte de portero”. Me pusieron “Cucú” por lo de “cu, cu, cuarto”, en mi entrada triunfal el primer día de clase. He parado un penalty. Más bien me han fusilado. No me he movido y el balón casi me revienta los pulmones. Me he quedado grogui. Un poco más abajo y digo yo que me deshueva. O un poco más arriba y digo yo que el Ratoncito Pérez tiene faena extra esta noche. Al final hemos perdido de dos. Conste que ninguno de los goles que me han colado ha sido culpa mía. Hemos vendido cara la derrota. Resudados y de vuelta a clase, Héctor ha refunfuñado: “Esto con Barea no hubiera pasado”. “¿Barea? ¿Quién es Barea?”.  “Un tío grande de veras”, ha dicho esto y ha buscado la confirmación de los otros. Todos, a coro, han asentido: “Un fenómeno, Barea”.
III
Barea por aquí, Barea por allá. En clase hablan de él a todas horas. “Tú, Cucú, como eres nuevo…”. Ya está. Como soy nuevo me lo he perdido y no le he conocido. Hablan tan bien, pero tan bien, que me extraña no tenga un monumento en la entrada del colegio, o que ésta no sea la Avenida Barea en lugar de la Avenida del Este. Hoy, por ejemplo, el Balaguer, el de Lengua, ha preguntado el pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo “saber”, y todo bicho viviente ha agachado la cabeza a la vez que ha escondido la mano. Entonces el Bala ha soltado su ocurrencia: “Barea lo hu-bie-ra sa-bi-do”. Cuando, con efecto retardado, la gente ha caído en la cuenta, “ahhh…..”, la carcajada ha sido general. Barea lo tenía todo. Por lo que interpreto, también debía de ser el empollón.
IV
“Y Barea era muuuuy guapo”. Me lo dice Geli con tanta rotundidad que me doy por aludido. Que yo soy el contrapunto. Que  yo soy feo un rato. “Ese sitio, contigo ha perdido mucho”. Me rasco la cabeza. Yo me senté aquí porque vi el pupitre vacío. No porque supiera que el año pasado él se sentaba en él. Resoplo. Tanto que, el rotulador Carioca rula y cae al suelo. Me agacho. Y al levantarme, en el dorso de la mesa qué veo. Un corazón en el contrachapado. Y dentro, dos nombres. Barea y Geli. Una evidencia. Una prueba de que este tío existió y dejó huella. “¡Geli, agacha, mira!”. La llamo. Se asoma. Ensombrece entonces su rostro. Traga saliva con dificultad. Tiemblan sus labios. Y enrojecen sus ojos. Vaya. “Qué te pasa Geli, por qué te pones así”. Se encoge de hombros. “…porque lo nuestro ya no será… porque lo echo mucho de menos”. Me incorporo. Con envidia, pienso… Qué tío más grande debía de ser este Barea. 
V
Revuelo en el aula. Es que hay carta de Barea. Por lo bajini. Ha escrito a Héctor. “Nos da recuerdos para todos…”. Por debajo de las mesas, entre las piernas va pasando un folio. La letra es de aquellas que se adivinan más que se leen. Cuando llega mi turno para leerla, me miran y me saltan. Me siento excluido. El gigantón prosigue: “…dice que vayamos a visitarle a Delcid”. Chissss, chissss, que viene el Bala. Antes de que el profesor entre en la clase, Héctor ha dado la consigna: “Reunión en el patio: Vamos a verle”.
VI
“Tú no”, me paran con la palma de la mano. Eso me sienta como una patada en los mismísimos. “Por qué yo no”, protesto. Insisto. Soy de Cuarto B. Quiero ir. “...porque tú no le conoces”. El Chufi, el Paella, Geli, esperan a que me retire para empezar a desarrollar el plan. Van listos. Me quedo quieto. Héctor me reta con la mirada. La mantengo. Al final, ve que los minutos pasan, y cede anunciando: “…el día D será el Sábado 7 de Noviembre”.
VII
Al cerrar la puerta y dejar a todos durmiendo en casa, qué cielo tan raso. Tan plagado de estrellas. Tan frío. Brrrr. Qué relente. Cargo con la mochila en el hombro. Pesa. Dentro, llevo lo que me tocaba a mí. Diez sandwichs de york. Cuatro latas de berberechos. Cuatro bolsas de ganchitos al queso. Ocho latas de naranjada. Un tubo de leche condensada. Y tabletas de chocolate crujiente.  En la cartera, mis ahorros, por si acaso. Bate mi corazón con nervio. Cuando llego, apenas nadie en la Estación. Qué luz tan apagada la de estas farolas. Un tipo durmiendo en un banco. Habíamos quedado a las seis y media junto a la taquilla de Trenes con Salida Inmediata. Por ahí van llegando. Ahí veo al Paella. “Ehhhh….”. Por allá se acerca el Chufi. Así se hace. Con puntualidad mardebiana. Todos con cara de susto. A ver qué pasa cuando nuestros padres lean la nota que hemos dejado diciendo que volvemos mañana. Geli ya se borró y dijo que no podía venir. Pero… “¿Y Héctor…? Es el principal”. Miramos el reloj. Faltan diez minutos para que salga el tren. “¡Ahí viene!, ¡Bien! ¡ya estamos todos!”. Palabras las justas. Un poco de miedo en el cuerpo sí que entra, sí. Vamos al andén, vía cuatro. Por encima de la megafonía, suena una llamada: “¡Héctoooorrrrrrrr!, ¡Ven aquí inmediatamente!”. Ese grito paraliza al grandullón, y por efecto dominó también a nosotros. “¡Arrea!¡Es su madre!”, exclama el Chufi. La señora, en dos zancadas se planta ante nosotros. A Héctor le sale una vocecilla deconocida, suplicante: “…mamá… yo te explico… yo te cuento…”. Ufff, cómo le coge la oreja. “…. Ay, ay, suéltame mamá, por favor, ay…”. Me duele hasta a mí. “¡A mí no me cuentes nada… a tu padre sí, cuando lleguemos a casa, vamos…! ¡Nos vas a matar a disgustos!”. Cómo le estira. Se va. Se va. Sin decirnos nada. Nos quedamos quietos. Ha sido un visto y no visto. Acaba de caernos un mito. Héctor. Ahora qué. Retrocede Paella. “¿…se aborta la misión, Cucú?”. “Después de todo… tan poco pasa nada si no vamos a verle”, inquiere Chufi. Me muerdo los labios.  “Tren con destino Delcid se encuentra situado en Vía 4. Efectuará su salida en breves momentos”. Pienso en una fracción de segundo y resuelvo: “…primero, no se os ocurra llamarme más Cucú… segundo: ¡…nosotros no nos rajamos! ¡vamos arriba, venga…!”. Me secundan. Ya estamos arriba en la plataforma. Suena el último silbido del tren a Delcid. Ahí me pongo trascendente: “…y tercero: aunque ya pocos te recuerden, ¡va por ti, Barea!”. Ellos me miran raro. Debe ser porque lo he dicho yo,  que soy el único que no lo conoce.



domingo, 1 de noviembre de 2015

Tarjeta blanca



I
Yo no vuelvo a casa. Ni de coña. Ahí se ha quedado el plato frío, encima de la mesa. A ellos no les entra que no me entre. Lentejas, buag. Cuando lleguen ya verán que me he ido. Que me busquen si quieren. Me he puesto la sudadera. He cogido la bolsa de deporte, he metido un poco de ropa, y mientras despejo mi sofoco con el aire frío de la calle, he ido pensando… dónde voy yo ahora. Lo más fácil, lo mejor:  A la estación.  A comprar un billete cualquiera de lo primero que salga. Lo que faltaba. Que empiece a chispear. Qué fastidio. Me muerdo los labios, agacho la cabeza. Me puede la rabia. Me ciega la injusticia. Me… HIIIII…. HIIIII….. PLOOOMMMMMMMMMMM
II
“De verdad, no se preocupe señor, que no me he hecho nada”. Uffff, qué golpe. “…la culpa ha sido mía, por no mirar y por cruzar donde no debía”. Me sacudo las mangas y los codos. La bolsa de deporte se ha ido a tomar por saco. Hay una señora que me la trae. “Toma chico… para haberte matado”. El vaquero sí, el vaquero tiene un siete a la altura de la pantorrilla. Me recompongo. El hombre, lívido, apenas articula palabras sin tartamudear. “…por lo menos vamos a un centro médico, que te miren para más tranquilidad”. Siempre he sido tozudo. “No, no, no”. Se ha formado atasco. Un impaciente machaca su claxon unos metros más hacia abajo. Desde la acera, un peatón le increpa, “¡pítale a la oreja de tu madre…!“, e interviene: “yo lo he visto todo y usted iba un poquito fuerte”. Zanjo el tema. “Váyase tranquilo: estoy bien”.  El señor saca de su cartera una tarjeta y me la tiende: “para lo que necesites”, me dice. La guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Luego, sube a su coche, un Tiburón. Arranca. Me aparto. Se descongestiona el tráfico. A los tres minutos, aquí no ha pasado nada. Vehículos y peatones vuelven a ir cada uno a la suya. Me apoyo en una farola. Me siento un poco desorientado. Calle del Limbo, parece que pone. No sabía que existiera esa calle en Mardebé. Respiro fatigado. Renqueante, apoyando poco la pierna, regreso hacia casa. Ésta será sin duda una de las fugas más breves que en la historia se han dado.
III
Aquí estoy. Sentado frente a un libro que no miro. Menuda ayuda la tarjeta que me ha dado el tío ése. Está en blanco. Por delante y por detrás. Me dan ganas de partirla a trocitos. Me contengo. La guardo. De recuerdo. Para recuerdo, el de mi pantorrilla que arde y se enciende por momentos. Oigo la llave de casa. Qué raro a estas horas. Pasos en el pasillo. La puerta se abre bruscamente. Aparece mi padre. De las lentejas no habla. “Levántate, Enzo, te esperan en la Clínica Riviera. Vas a que te miren. YA”. ¿Qué? ¿Cómo se ha enterado? Arrastro la silla. Obedezco con una mueca de escozor. Le sigo. No me hace preguntas. A lo que interpreto, el que me ha atropellado esta mañana con el Tiburón no se ha quedado convencido, ha dado instrucciones en ese hospital privado, allí, indagando, han dado con mi padre, y ahora vamos a lo que vamos. 
LXV
Tenía la esperanza de que la rebajaran. Pero quiá. Rebajas de Enero, y ahí la tienes, Raqueta Jack Kramer, mil quinientas pelas. Como tienen la venta asegurada, amarran el beneficio y no bajan ni un duro. Qué aprovechones. Pero yo la quiero. La he cogido, la he empuñado. Qué ligereza. Qué cordaje. Qué color amarillo más potente. La he llevado a la caja, con la funda blanca a juego. La cajera me ha mirado como se mira a un sospechoso. Sí. Qué pasa. Yo la puedo comprar y la compro. “Mil quinientas setenta y cinco”, ha pedido. He abierto la cartera. He empezado a rascar. Yo juraría que tenía. De la hucha, pasaban de mil cuatrocientas. Casi todo por las estrenas de Navidad. Yo tenía. He empezado a sumar. He empezado a acelerarme al constatar que me quedo corto. Detrás, una cola que empuja y apremia. Glup. He mirado con cara de lástima. ¿Les vale con las mil cuatrocientas sesenta y seis? He rebuscado en mi cartera vacía y repelada. Nada. Qué chasco, qué sensación más desagradable, pensar que uno llevaba contante y sonante suficiente y comprobar luego que se queda corto. Qué vergüenza. La señora cajera ha señalado: “puedes pagar con la tarjeta blanca si quieres”. ¿Quéeee? Se refiere a aquella tarjeta blanca que me dio hace dos años el del Tiburón. ¡Pero si es un papel sin nombre, sin letra, sin nada! Se la he mostrado “¿con esto se paga?”. “Pues claro”. Glup. He tenido una duda existencial. Lo hago o no lo hago. Sí o no. De indecisos está el mundo lleno. Sea. Adelante. He salido de los grandes almacenes con una flamante raqueta Jack Kramer. Con las mil cuatrocientas sesenta y seis en la cartera. Y con la sensación de que me estaba llevando algo que no es mío.
LXVI
Menudo chollo. Yo primero voy al de la taquilla del cine con las cien pesetas que vale la entrada. Pero al mismo tiempo, le pregunto: ¿Esta tarjeta vale?. Ni pestañean. Me dan el ticket. Y con media reverencia me invitan a pasar a la sala. Me estoy poniendo morado a ver todas las películas de estreno de Mardebé por el morro. Excalibur la he visto dos veces. Por encontrar una pena, la pena es no haberme dado cuenta antes de lo que se puede hacer con la tarjeta blanca.
LXVII
Él entra en mi habitación. En el frío que le acompaña de fuera noto lo recalentada que está. “Estoy estudiando. Mañana tengo examen de Física”. Se me queda mirando. Dejo el boli encima de la mesa. “¿Pasa algo?”.  “Estoy extrañado, Enzo… siempre me persigues para que te adelante la paga… y hace como cosa de dos semanas que no nos pides un céntimo… Bien por ti, hijo… bien porque empiezas a valorar lo que nos cuesta de ganar”. De la cartera, saca uno de quinientos, y lo deja encima de la mesa. Gluppp. Pienso en rechazarlo, pero se va a notar un montón. Así que me sale una sonrisa de iluminado, agradezco la gratificación, y pongo el dinero en la hucha. Estoy rumiando que me he cansado de la Jack Kramer y ya le he puesto el ojo a una Donnay que es la pera limonera.
LXVII
La duda total: ¿Tiene límite en el tiempo y en la cantidad esta tarjeta blanca? ¿La aceptan en todos los sitios? ¿En todas las monedas? ¿Puedo entrar en un concesionario y comprarme un bólido? ¿Puedo ir al piso piloto de una constructora y dar la entrada para dejar de vivir en esta casa llena de goteras y grietas? Y sobre todo: Si el dinero no se crea, aunque sí se destruye… ¿de dónde sale todo esto…? Se me hace un nudo en el estómago. Me da por pensar que, si hago ostentación, la gente allegada me hará preguntas y yo no sabré dar respuestas... En mis pesadillas, sueño que me roban la tarjeta. Mi tar-jetaaaaa. Bueno, últimamente no tengo demasiadas pesadillas, porque también últimamente, tengo la cabeza tan acelerada que por mucho que quiera y me canse, apenas duermo.
CCVIII
Al salir de clase, Avril se me ha acercado. La noto extraña. En un aparte, a la primera que ha podido, me lo ha soltado: “Enzo: tú robas”. Qué sacudida escuchar eso. Al instante me he rebotado, “¿Yo? Qué va, qué va… pero bueno, por qué dices eso”. Me acusa ella, que es quien más me importa en este mundo. “…no sé cómo lo haces… con el sueldo que tienen tus padres… no me cuadra que hoy hayas estrenado otros vaqueros con etiqueta roja… y no puedo aceptar que me regales este reloj precioso… a no ser que me digas que es una imitación”.  No se lo puedo decir  porque es auténtico. “Más vale que no sigamos con lo nuestro… no quiero tener que ver cómo cualquier día viene la policía y se te lleva”. Se ha levantado de la cafetería y se ha despedido. Me he quedado quieto, solo, helado, con la certeza de que tiene razón. No sé a quién, pero yo robo.
CCIX
Avril significa tanto que se lo he querido contar con pelos y señales. Que me quería escapar de casa por un plato de lentejas. Que crucé sin mirar. Y que un Tiburón dio al traste con mi fuga. Le muestro la tarjeta blanca. Sin trampa ni cartón. Aquel tipo me dijo: “para lo que necesites”. Le he contado que tardé dos años en darme cuenta de para qué servía. “Y, créeme, engancha”. Ella puede creer que efectivamente engancha. Lo que le cuesta creer más es el episodio en sí. Pregunta, a pregunta, me hace empezar de nuevo por el principio. Y revivo la historia, segundo a segundo, desde la calle del Limbo.
CCXX
Ya no me quedan uñas. Ni lágrimas en los ojos. Me derrumbo en la sala de espera. Alrededor están sus padres, sus hermanos. Avisan a los familiares de los ingresados en cuidados intensivos. Me dan con el codo, “pasa tú, Enzo, a ver si la animas”. Tiemblan mis piernas. “Qué has hecho, Avril, qué has hecho”. Entorna los ojos hinchados. Me ve. Y solloza. Después de mucho buscar, topó con la calle del Limbo. La buscaba cada día, desde que le conté la historia de mi tarjeta blanca. Y justo en la bocacalle, vio acercarse un Tiburón con sus luces amarillas. Qué casualidad, con lo raros que son ahora.  Avril me dijo que lo vio tan, tan claro, que con toda la fe del mundo se tiró a su paso. El coche entonces le pasó por encima. “…el joputa se dio a la fuga… querido Enzo: a ti te atropelló un ángel… y a mí un demonio”.
CCXXI
Cae intensa la lluvia colmatando los imbornables. Subo el cuello de mi cazadora con caballito de polo en la entrada del hospital, después de discutir agriamente con la dirección. Los muy estúpidos no quieren admitir mi tarjeta blanca para acelerar el tratamiento de Avril. “lo sentimos… esa tarjeta es intransferible… para esta paciente no sirve”, se limitan a decir. Hago una bola con ella. A la papelera. A la mierda. No quiero nada para mí que no me haya merecido por mí mismo. Nada. Como si me hubiera liberado de un peso, mi tar-jetaaaa, mi tesorooo, me sacudo las manos y vuelvo hacia dentro. Sí. Seguro que, ahora cuando se lo cuente,  Avril estará muy orgullosa de mi gesto.
CCXXII
Pues no. Todo lo contrario. Avril me llamó “idiota con todas sus letras”. Y me empujó, “búscala otra vez…esa tarjeta blanca es tuya, es la que te ha regalado a ti esta vida… aprovecha la oportunidad… sin complejos… exprímela… haz el bien con ella…”.  Ufff. Avril me ha puesto los pelos de punta. Así que aquí estoy otra vez, mojándome la cara porque llueve de lado. Llevo media hora revolviendo la papelera y no la encuentro, BUFFF… yo la había tirado aquí… pero si no aparece, no pasa nada, porque pienso en un plan B… Salir corriendo hacia la estación del tren, con la idea de coger un tren cualquiera… Y, de camino, cruzar a todo meter y sin mirar la calle del Limbo.


sábado, 17 de octubre de 2015

Testigo de todo, protagonista de nada

I
He salido tranquilo, con mucho tiempo de sobra. Pero cuando los minutos han empezado a volar en el reloj del salpicadero, los semáforos a enrojecer uno por uno a mi paso, y el tráfico a colapsarse, me han venido todos los males de golpe. Temblores en pies y manos. No llego. No llego. Volantazos. Sudores en el cuello. Y luego, a la altura de la Torre Cristalline,  estaba escrito que no habría sitio para aparcar. Mierda. Parking completo. Esto no estaba previsto. Esto no. Mientras pienso, actúo. Media vuelta con derrapaje y pisada de raya continua. Por la derecha, un pitido agudo al canto. “¡Pita, pita, pero este hueco lo he pillado yo!”. A ése se le ha quedado pegada la mano al claxon. Que le den, yo he llegado antes. Ahí me quedo, medio arriba, medio abajo de la acera. Con lo que aprietan estos zapatos, salgo a la carrera. Cinco minutos tarde. Cinco. Pis, pis, la vegija me consume. Según he arribado a la puerta giratoria, he visto mi reflejo en los cristales. Mi traje nuevo. Mi corbata de seda fucsia. Hay que causar buena impresión, la mejor, en esta oposición. Bien peinado. Estoy que me salgo. Sí. Que me salgo porque yo creía que seríamos cuatro gatos y aquí en el Cristalline Hall hay ya ciento y la madre. Respiro muy hondo. Por lo menos estoy aquí. Aprieto los puños. Ahora empiezo el segundo round de este combate.
XIII
Éste era el último escalón. Haber pasado el corte, llegar a la entrevista personal. Creo que he contestado al tribunal lo que ellos querían oír. Hubiera hablado en cantonés si se hubiera terciado. Pero bueno, tampoco podía parecer demasiado inteligente, no fuera que se espantaran y me descartaran por sabidillo. He buscado un equilibrio. “Espere fuera, por favor”. Ahora estoy en los minutos eternos. Me miro en los cristales tintados de las ventanas. Me fijo en las bolsas de mis ojos. No me quedan uñas. Parecían afables, pero los cabrones no daban puntada sin hilo. El corazón me va a mil por hora. Cuando me llamen, será para decirme si sí o si no. Será para… Se abre la puerta. El presidente de la Corporación Cristalline me llama: “Señor Arnedo, pase de nuevo a la sala”.
XIV
Me han oído llegar. Según giro la llave de casa, aguardan todos en el recibidor. Es cuando estallo en júbilo. Brazos en alto. Como si hubiera marcado el gol de la final del Mundial. ¡EL TRABAJO ES MÍO, MÍO, MÍO! Gritos de júbilo. UAAAAAHHH. Se me abalanzan. Abrazos desde todos los ángulos. Mis tres hermanos. Mi madre me come a besos sonoros. Y Lupa, que no entiende a qué viene tanta fiesta, brinca y ladra. Yo sigo repitiendo: ¡ME LO HAN DADO! ¡ME HAN DADO EL TRABAJO! Atrás quedan los sinsabores. Las horas y horas enclaustrado, sin salir, diciendo a los amigos que hoy tampoco. Horas de sueño. Cafés a granel. Atrás los dolores de espalda. Somos una piña, OÉ, OÉ, OÉ. Desde detrás aparece mi padre con una botella de cava. PLOOOMM, PSSSSSS…. lo abre y se derrama en el parquet sin que mi madre le riña. El tapón pega en la talla, rebota en la lámpara y me da de lleno en el ojo. UFFFFF. Cómo me  llora. Qué amargo me quedo. “¡Se necesita ser bruto y patosillo para hacer eso!”, le suelta mi madre, dándole un manotazo en el hombro. No pasa nada, no pasa nada. Esta tarde firmé el contrato de confidencialidad con la Corporación Cristalline y el trabajo es mío, mío, mío. 
XV
Economía, Matemáticas Avanzadas, Química Cuántica, Astronomía, Meteorología, Inglés, Francés, Alemán…. Toqué muchos temas para llegar aquí arriba, a lo cima… pero ni a mí ni a los otros aspirantes nos pusieron nunca en la mano una gamuza. Ni un cubo. Y tampoco un pulverizador. Siento un poco de vértigo desde esta cesta. Pero, en fin, todo es ponerse y no mirar mucho abajo. Auppp. Me subo. Presa de la emoción. Mmmm… jopeta cuánto hará que no han limpiado estos cristales. Con buen ánimo. Con mi mejor disposición empiezo por el principio, por el piso veinticuatro de esta Torre Cristalline, emblema de la arquitectura contemporánea. Planning, hoja de ruta: Una planta por día, con todo su perímetro, sus cuatro puntos cardinales. Seis a la semana. Veinticuatro al mes. Y vuelta a empezar. Frush, frush… Cómo se cogerá un paño. Me veo en mi reflejo. Con mi uniforme nuevo. Me deslomo. Abajo, a ras del suelo, ajena a mí, se mueve la gente desordenadamente como hormiguitas. Desde aquí arriba las contemplo. Aún con el ojo morado por el taponazo  de corcho, le veo: ése que se sienta en el banco de la plaza es mi padre. Va con Lupa, que corretea distraídamente a su alrededor. Entrecierra los ojos, con la palma de la mano en la frente para divisarme. EOOOO. Noto cómo la amargura recorre su silueta encorvada. Noto en él una especie de: “…hijo: tanto esfuerzo y sacrificio para esto”. No sé cómo entrarle. Ya entenderá que estoy mejor que quiero, que he llegado a lo más alto, que… Escurro el paño hasta la última gota. Cuando vuelvo a mirar hacia allí, ya no veo a nadie. Mi padre y Lupa se han ido.
XXXVI
Desde aquí, desde esta canasta que pende de dos hilos,  se ve el mundo. Soy su testigo. Observador de todo. Protagonista de nada, puesto que en nada puedo participar ni meter baza. Limpio piso a piso, habitación a habitación. Palmo a palmo. Ahí está la chica del diecisiete, la que no levanta la cabeza de su doble pantalla. El mes que viene la volveré a ver y estará igual, con la vista clavada en el ordenador. Yo doy con los nudillos en el vidrio, pero es tan grueso, que no transmite el toctoc al otro lado. Pego mi nariz, la achato. Espero. Lanzo pensamientos cósmicos. No le llegan: por lo visto rebotan. Algún día pasarán, ella me mirará y tengo que estar preparado para, sin que se me asuste, enviarle en ese momento una sonrisa muy linda.
XXXVII
Ahora no porque no puedo. Porque firmé la confidencialidad con la Corporación Cristalline, si no… buffff… ¡la de chascarrillos y primicias que podría contar! La reunión del consejo lleva en marcha muchos minutos. Ahí entra el rezagado pidiendo disculpas. Con la corbata mal anudada y la camisa por fuera. Se sienta en el hueco que le han dejado. Se disimulan mal, muy mal,  las caras de desagrado en el resto de los presentes. Entra el sol oblicuo en la sala y alguien se levanta para darle al botón de la cortina. RRRRRR. Fin del observador. Cachis. Justo cuando salía la gráfica de que las ventas han caído un veintitrés por cien en el segundo semestre. 
XLVIII
Desde aquí lo he visto todo perfectamente. Me he dado cuenta de sus intenciones, pero no he tenido tiempo de prevenir a esa señora. Ese cabrón se le ha acercado por detrás y se ha cerciorado primero de que no había nadie a su derecha ni a su izquierda.  Luego ha pegado un estirón seco. La pobre mujer ha ido al suelo. Pedazo de mala bestia. He gritado desde mi azotea haciendo tambalear mi canastilla. Y mi voz ha rebotado en las fachadas de los rascacielos vecinos. Se ha metido por debajo de la arboleda del parque con el bolso de la mujer bien sujeto. Subo a toda prisa. Dispuesto a denunciar. Según voy ascendiendo del diecisiete al veinticinco, centro mi visión. Trato de enfocar. De ponerle cara a ese capullo desaprensivo. Imposible para mi vista de lince. No sé cómo es. Ni rubio,  ni moreno, ni calvo. Aprieto el stop. La polea se detiene. Qué sensación de impotencia. Abajo, una multitud ya se ha arremolinado en torno a la señora y le ayudan a levantarse. Hasta mis oídos llega nítidamente un lejano: “¡…hijo putaaaaaaaa…!”.
LXIX
Dentro de la Torre Cristalline, cada día una historia en cada ventana. Hoy, en el octavo piso, lección de anatomía. Nada nuevo bajo un sol cuyos rayos uv se filtran al atravesar estos cristales ultrarresistentes. Desde hace tiempo estoy curado de espanto. Yo sigo a lo mío, mojando en espuma las esponjas y limpiando a lo Karate Kid, “poner espuma, quitar espuma”. Por ser un poco más descriptivo, si no fuera porque se mueve y respira, yo diría que eso es una estatua de Botero.
LXXX
Lo volvió a hacer. Llegar tarde. Esta vez, el que presidía la mesa se levantó haciendo aspavientos y no le dejó entrar. El rezagado se trabó. Señaló hacia la puerta justificándose. Se explicó moviendo las manos. Los presentes miraron hacia otra parte. Me miraron a mí, al cotilla de los cristales. A mí, que estoy fuera, con mi barquita a merced del viento. Se mascaba la tensión. Después de súplicas inútiles, el que siempre llegaba tarde salió cabizbajo dejando la puerta abierta. Luego, clic, alguien apretó el botón de la cortina, aunque hoy no haga ni pizca de sol, y fin de la escena. Aún impactado por lo tremendo de esta situación, y habiendo avanzado sólo un par de metros en mí perímetro, he sentido un bulto cayendo como un obús a veinte centímetros de mi cabeza. Una sacudida. Un vértigo. Un mareo. Luego abajo, abajo, del todo un golpe seco. Me he descompuesto. Gritos de histeria salen del patio. Y como una marioneta con los hilos cortados, inmóvil, la silueta del hombre que llegaba siempre tarde.
LXI
Es inconsciente. Tengo ganas de llegar al diecisiete. Esa mañana toca y me brinca el corazón. Ése lo limpio con más ganas. Miro mi reloj. Me sitúo. Me asomo hacia su mesa. Vaya chasco. Nunca falta y hoy precisamente ella no está. Mi gozo en un pozo. Me agacho para pena de mis lumbares. Y al incorporarme me doy cuenta. Hay un folio pegado con celo. Hacia mí. Es una cara redonda. Con una sonrisa dentro. Al fondo vuelve a estar ella sentada y hace como que no, pero es que sí. Le han llegado intactos mis pensamientos cósmicos. Le devuelvo esa sonrisa que traía preparada durante tanto tiempo. Seguramente no quiere decir nada. Pero para mí, después de tantos años, quiere decir todo.
CCLXXII
La dichosa maquinita esa se pega como una lapa y deja reluciente el cristal por donde pasa. El triple de rápido en la mitad de tiempo. Hoy me han anunciado que, después de treinta años pendiendo de dos cables, termino este mes mis servicios en Torre Cristalline. “Pero… ¿sabe algo de orbitales moleculares ese cachivache?”. Mi pregunta tiene la respuesta de los grillos: Cri-cri-cri. Bueno… a estas alturas, en el piso veinticuatro, no me amargo ya por eso. Me siento con las piernas cruzadas en mi bote salvavidas. Junto mis manos agrietadas. La de veces que he escuchado: “…Arnedo, Arnedo ¿cuándo vas a ponerte guantes?”. Ahora me sonrío con mi respuesta: “…cuando me jubilen”. En mis últimos días laborables, extrañamente, en vez de mirar las bolsas de mis ojos en el reflejo de los cristales,  en vez de mirar a los habitantes del edificio o mirar a los peatones en la calle, he levantado la vista hacia arriba, al cielo. Limpio. Cristalino. Azul, azul. Transparente. Pero qué pedazo de cúpula. Cuánto cristal para limpiar, cuánta gamuza, cuánta esponja y cuánta espuma. Me vienen unas lagrimitas a los ojos. Es que ahí adivino ahora la sonrisa de mi padre. Y las patitas de Lupa. Estará ahí,  limpiando el cielo, dejándolo inmaculado… un poco como yo, testigo de todo, protagonista de nada. Cuando suba para allá, a no mucho tardar, me remangaré y, gamuza en ristre,  le diré: “¿Ves, papá? Por lo menos, yo subo entrenado…”.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Cuando ya no lo esperas


I
Efrén abre la puerta atrancada de la ferretería. Está de bote a bote. Pide la vez. “Aquí se coge numerito”, le espetan. Tira del boleto. 308. Van por el 289. Bufffff. Mira alrededor. Cacerolas esmaltadas de mil tamaños cuelgan del techo. Se agacha para no darse en la coronilla. Parrillas para barbacoas. Muestrarios de cortinas de tiras y de canutillos de plástico y de madera. Y ese olor a herramienta nueva, a cuerda de esparto. Hules lisos o estampados vendidos al corte. Cajas metálicas rosadas, azules, cromadas. Candados. Cadenas. Destornilladores alineados. Martillos y paletas de albañil con sus mangos barnizados. Sierras. Mucho material concentrado en muy poco espacio. Barullo. Resoplidos. Detrás del mostrados atienden dos personas. Y no dan abasto. Él, con las progresivas,  cuenta tuercas, que se venden sueltas. Ella, subida a un taburete, guarda un grifo en su envoltorio. Efrén aprieta la manivela rota que lleva en una bolsita de plástico. Abría la vieja puerta de su cocina. Sonríe. Ha llegado al sitio adecuado. Aquí, con esta solera, tienen una manivela como ésta seguro. “¡Doscientos noventa!”. Bueno, poco a poco, ya le falta uno menos.
II
“¿Qué buscas Casandra?”, le pregunta su padre. “…el chico, que quiere una manivela Retriever… yo juraría que estaban aquí”.  Haciendo equilibrismos en lo alto de la atestada estantería, encajando unos bultos encima de otros. Corriéndole el sudor por la mejilla. Se da por vencida. “lo siento… pensaba que me quedaban y no… lo que puedo hacer es pedirla…”. Efrén asiente: “sí, por favor”. Ella toma nota en la libreta con un boli bic. Ma-ni-ve-la re-trie-ver. “Apuntado queda, vente en unos dos días, que ya la tienes aquí”. Él da las gracias y se da la vuelta. No lo había notado, pero la ferretería sigue igual de reventada que cuando él, hace casi una hora, ha entrado. “¡Trescientos nueve, por favor!!”.
III
Ah, también tienen botijos, se apercibe Efrén. Coge número. Ciento noventa. Total, es para recoger la manivela que encargó. Espera. Menos que la vez anterior, pero también un buen rato. Cuando le llega el turno, él pide “la manivela” y ella, “¿manivela? ¿qué manivela?”, no se acuerda de nada. Al final, “Ahhhhhh, síiiiiiiii, la retriever”, abre los brazos, “lo siento: no nos la han traído”. ¿No? ¿Y ahora qué? “Pásate por favor el Lunes...”. Mientras él se da la vuelta con gesto derrotado, ella apunta en la libreta: “ESTA VEZ SÍ: PEDIR la dichosa MANIVELA”.
IV
Y bombonas azules de Camping gas, de eso también hay.  Según franquea la puerta, Casandra, detiene la máquina copiadora de llaves y no le deja coger número. “Aún no lo han traído… pásate el Viernes”. Efrén resopla. Repite: “…el Viernes”. Bueno, por lo menos, esta vez no ha tenido que esperar a que despacharan a toda esa tropa para escuchar eso.
V
Los azadones sin mango, de acero templado, también cuelgan de un soporte en una pared lateral. Cubiertos de polvo, dan testimonio de que Mediavilla se quedó hace mucho sin huerta. La frase se repite, más o menos en los mismos términos: …”oye, lo reclamaré de nuevo… No sé por qué no la  han traído aún… esta casa es seria… pásate la semana que viene”. Efrén hace una mueca, no quiere decirle, “creo que ya no te creo”, y en su lugar se despide sin palabras, sólo con un gesto con la mano. A Casandra, eso le ha dolido. Hoy había poca parroquia en la ferretería. Será que es invierno y que con el frío que hace, por la calle no pasa un alma.
VI
Las colas, todas las que quieras. En diferentes tamaños de bote, forman una pequeña muralla. Alguno debe estar abierto, porque huele a disolvente que coloca. Por fin. Por fin. Por fin. Efrén sonríe. Nunca es tarde si la dicha es buena. Casandra le explica. La casa fabricante cerró. Ella fue al almacén y buscó, una por una todas las referencias. Encontró… ¡UNA! Una manivela retriever. “Era cuestión de orgullo”, recalca. Ahora está buscando. En los cajones de detrás del mostrador. En los estantes de debajo. Remira de nuevo. Se asoma a la trastienda: “Papá, ¿una cajita verde no la habrás visto?”. El padre se asoma. “¿Una retriever?”.  “Sí”.  “La he vendido esta mañana”. El mundo se para. Los ojos se desorbitan. El rostro de Efrén se ensombrece. Mientras se despide, murmura: “No pasa nada, no pasa nada”. Casandra no habla. Sólo quiere comerse a su padre.
VII
Qué casualidad. Estar en la misma boda. Efrén por parte del novio. Casandra por parte de la novia. Qué coincidencia. Sentarse en la misma mesa. Qué encantadores. Ella, con su vestido verde. Él, con su traje negro. Sin saber qué empezar a decirse. Y luego, al segundo Viña Pomal, sin parar de decirse. Un millón de palabras. Entre ellas, y aunque no han dejado de pensarla, no ha salido ni una sola vez la palabra “manivela”.
VIII
Aunque no le viene de paso, él toma la calle paralela y cruza. Mira a través de la cristalera. Mochilas de sulfatar. Ella hace como que no, pero también lo ve. Él piensa, qué tiempos cuando no se podía casi entrar en la ferretería, qué daño han hecho los mega brico centros. Luego vuelve a cruzar y sigue su camino a casa. 
IX
En la entrada, un “SE ALQUILA”. Bajo, escrito con rotulador, “O SE TRASPASA”. Ahora, sin tanto género amontonado, se advierte que las baldosas eran negras, con ribeteados verdosos. De la fábrica de azulejos Carmín. Casandra, subida a una escalera, vacía las estanterías. Toca cierre. Toca retirada. Ahí, en el fondo, una cajita perdida. Estira la mano. La alcanza. Le pican los ojos del polvo. Le bate el corazón. “Manivela Retriever”. Casi se cae del susto. “¡Ahora vengo, papá!”. Clinc, clinc. Sale de la tienda. A todo meter, con la caja verde de cartón viejo entre sus manos, sale de la tienda. 
X
Efrén abre a Casandra. A pie de calle. Qué sorpresa. “Qué haces tú aquí”. “Mira”. Ella se lo cede como quien cede una joya de Tiffanys. Uauuuhhh. Él ha abierto la caja. Dentro, una magnífica manivela retriever. Brillan sus ojillos. Cuánto tiempo buscándola… “Diez años por lo menos”. “…siempre estuvo allí”. Luego empiezan un tira y afloja. “Qué te debo”. “Por lo que has esperado, nada”. Suspira. “¿Y si..?”. No termina la frase con un: “… volviéramos a vernos?”.  Pero sí, estaría muy bien. Volver a quedar. Volver a verse. Ahora ella tiene que volver a la ferretería. Ya sin prisa, ya sin un peso, en una incipiente noche sin luna, ella camina casi levitando. Abriendo plano, en la otra esquina, donde los contenedores de basura, aún está tumbada la vieja puerta de la cocina que Efrén desmontó ayer.


domingo, 6 de septiembre de 2015

Brackets


I
Aún faltan dos kilómetros para llegar a la estación Central de Mardebé y cuatro impacientes ya se han levantado situándose en torno a la puerta del descansillo. Pues yo también. No sea cosa que el tren mueva de nuevo y a mí no me haya dado tiempo a bajar. Chirria. Frena en seco. Glup. Parecía que por un momento iba a tragarse los hierros de seguridad que hay donde terminan las vías. Pero no. El maquinista lo debe tener medido. Se ha quedado a cinco centímetros. Me empujan por detrás. Vamos bajando. Pongo pie a tierra. ¡Fiuuuu, Fiuuuu! Qué estampida. Me adelantan por un lado, por otro. Si no estoy listo, esa señora me arrea un bolsazo. Estaba a la altura de mi cabeza. Me siento un poco raro. Me miran. Se preguntarán dónde va este niño. Al dentista. Y para ir al dentista no hace falta que mi madre venga conmigo. Sé el camino y ya puedo ir yo solo. Avanzo hacia la salida. Por donde esperan los taxis. Me siento un poco raro. La ciudad se abre ante mí. El tráfico a acelerones y bocinazos. Los peatones cruzando a la de una, dos y tres. Observo con curiosidad que esto es lo que hacen los mayores cuando los demás estamos en el colegio.
II
Como voy a mi aire, sin mi madre detrás diciéndome, “¡Venga, Boro, no te encantes!”, antes de entrar en el portal donde un señor con uniforme me preguntará que a dónde voy, me quedo mirando el escaparate de la tienda de coches deportivos. Qué pasada. Cómo me gustaría… Cuánta pasta tienen que valer. Me empapo. Me leo las características en los rótulos. CC, AA, EE… para decir cierre centralizado, aire acondicionada, elevalunas eléctrico… Me parece que pediré por ahora uno en versión MG, es decir MIS GANAS…
III
Según me ve entrar por la puerta Asun, la de recepción,  me saluda:  “Buenos días, Boro… pasa un momento y siéntate, enseguida te llamamos”. Hay lámparas por todos los sitios, pero hacen todas muy poquita luz. Mis ojos tienen que acostumbrarse a la penumbra de esta clínica. Me va la respiración a mil. Y no es por haber subido por las escaleras. Estoy nervioso. Me sabe mal pisar esta moqueta tan limpia y tan nueva con mis zapatillas. Aquí todo el mundo habla bajito, bajito, como si temiesen molestar al vecino de abajo. Y eso que suena una música de fondo. Ray Coniff.  Aún no he descubierto dónde están los altavoces. Canciones sin propaganda, sin principio ni fin. Cuadros en las paredes con marcos de museo. Paisajes con caminos en los que me gustaría meterme. Los títulos y diplomas enmarcados del doctor Agut. Y un sofá con tela parecida a la de mi casaca fallera. Me hundo en los mullidos almohadones. Cuando me llamen, tendrán que venir con una grúa para rescatarme. Con todo, y con disimulo, llevo mi mano derecha a la nariz para respirar. Se creerán que es la esencia de lo mejor, pero aquí tienen un ambientador que parece la colonia de una abuela petorra. Las primeras veces, aún me acercaba a mirar alguna revista. Pero puag, “Mueble con estilo”, “Casas de ensueño”… y todas un poco pasadas. Así que me entretengo circulando por las líneas del papel pintado. Subiendo, bajando. Cesca, la enfermera, me sacude el hombro: “¡Boro…! ¿te habías dormido?”. ¡Normal! Con esta luz amortiguada y esta musiquita, como para no pegar un siestecita. 
IV
Ahora sí que sí. La hora de la verdad. Estoy aquí porque mi madre se empeñó. Yo no quería. Además, me dijeron que esto sería un “quita y pon”. Y de eso nada. Son unos hierros que ni la rejas de la cárcel modelo Cuando me miré en el espejo, me dio un bajón que aún me dura. Encima, esto tiene que ser así durante… ¡TRES AÑOS! ¡Tres años, los que tendrían que ser los mejores de mi vida! Esto no lo perdono. Me siento en la silla. Cesca se acerca a mí, bata blanca y guantes en ristre. “Antes que nada…”, le informo cuando voy a abrir de par en par mi boca, “se me ha despegado un bracket”. Luego le aseguro que yo no he hecho nada malo para que eso me pase. Eso por supuesto.  
V
Cesca y Fabiola hablan y hablan. Se creen que porque yo esté ahí, con la boca  como el león de la Metro, ni escucho ni siento. Pero jopé. Me empapo de todo. Mis ojos ven las cejas depiladas de Cesca. Y célula a célula, su piel maquillada, perfecta. En contraste, cuando es Fabiola la que se me acerca… vaya manos de camionero las que le adornan… y eso que le asoma por encima del labio se parece mucho a un bigote. Mi olfato percibe el último café que tomó Cesca. Y el tabaco negro que se fumó Fabiola cuando ha ido al baño. Y mis oídos… mis oídos se empapan con sus historias. Hoy es cuando Cesca le ha explicado a Fabiola que sí, que por fin, Boni se le declaró… “¡Es más bonicoooooo! ¿Quieres que te enseñe la foto que me dio?”. Le brillan los ojitos. Se creen que ni escucho ni siento, pero, caramba, me han pillado con el carrito del helado cuando he estirado el cuello, porque, claro, yo también quería ver la foto del bonico de Boni.
VI
Hecho el trabajo de campo es el momento. Mi boca sigue abierta como el túnel del tren de la bruja. Las enfermeras Cesca y Fabiola hacen mutis, se retiran a un segundo plano y aparece, como los maestros, como los toreros, el gran doctor. El doctor Agut. Perfecta sonrisa. Pienso que no se la habrá podido poner a sí mismo. Eso tiene que ser difícil. Familiar, amable, cercano, me saluda: “¿Qué tal, Boro?”. Imposible contestar que bien. Imposible darle conversación. Sólo emito unas vocales: “IEEEEN”. Desde detrás le emiten información. “…se le ha soltado un bracket”. Hace una mueca. Se asoma. Delibera. Herramienta en mano, cric, cric, cric, da un apretón. Uffffff. Eso es lo que duele, mecagüen. Como quien ha dejado al toro descabellado, se lava las manos, se despide y sale. Las enfermeras se encargan del resto. “Hale, Boro, que ya estás listo”.
VII
El bocata de jamón si es con pan de leche no sabe lo mismo.
VIII
No he perdido el partido de tenis cuando el cabrón de César me ha espetado: “devuélveme ese revés, risitas de plata”. Hubiera perdido de todas formas. Pero sí que ha sido en ese momento cuando me han entrado unas ganas tremendas de enviarle la raqueta a los morros para después contestarle: “¡ahí va eso risita recién partida!”.
XIX
Año segundo. Han puesto un descapotable nuevo en la tienda de los deportivos. Hoy llego tarde a la cita del dentista, sí, pero ver bien este modelo era más importante…
XX
“…antes que nada, Cesca… se me ha vuelto a romper otro bracket”. Cesca frunce el ceño. Respira hondo. Añado: “Y no es porque yo haya hecho nada malo”.
XXX
Voy por la calle don Juan de Mediavilla. De compras con mi madre. De repente… qué veo. Sin duda. Es él. Como si lo conociera de toda la vida. Es Boni. ¡Sí, Boni, el bonico! Ahí está en carne mortal. Me sé sus aventuras. Me sé dónde trabaja. Me sé que le gusta la cerveza con limón. Estoy por saludarle y todo. Pero me freno. En seco. Me quedo cortado. Cortado es poco. Va de la mano con una chica. Uffff, qué golpe. Mundo a mis pies. Esto es el mundo real. Glup. Me sacan sangre y no me pinchan. Al revés, quiero decir. La semana que viene tengo que ir al dentista, la veré y… Qué palo, vaya palo. La pareja se me acerca. Más. Mi madre me llama. Los tengo ahí, a cincuenta centímetros. Ella, me lanza una sonrisa y me dice: “¡Hey, Boro, no saludes!”. Dos conclusiones. Lo mucho que cambia una bata a las personas. O lo urgente que tengo que ir al oculista. O ambas.
XXXI
No puedo tener peor pinta. Para empezar, los puñeteros brackets. Las pocas veces que me entra risa, me pongo la mano en la boca. Para seguir, mis gafas nuevas. A qué negarlo. Me hacían falta. Y para acabar, mi cara, que cada vez más se parece a una paella. Así…  ¿cómo le podré decir a Majo que me gusta?
XXXII
¡Me ha dicho que yo a ella también! ¡Me ha dicho que yo a ella también! UAAAUHHHH. Nos hemos hecho una foto en un fotomatón. Me ha pedido que sonría. Cómo no. De oreja a oreja. Los brackets han deslumbrado el flash. No paro de mirar nuestra primera foto. ¡Estamos per-fec-tos!
XL
Año tercero. “Doctor… se le han soltado dos brackets más, uno a cada lado…”. El doctor Agut, que acaba de hacer su aparición estelar,  da una palmada encima de la mesa. “¡Así no se puede, así no!”, dice gritando fuera de sí. Enrojece su rostro. Suelta dos tacos. “ Si no pones de tu parte, se acaba el tratamiento y en paz”. Nunca lo había visto así, con su vertiente de Mr Hyde. Con la boca abierta trato de defenderme, “oo, ooo”, que quiere decir “yo no”, “yo no he hecho nada para que se despeguen…”. Que inventen los pegamentos a prueba de bocatas. Que los inventen ya. Me quita el absorbedor o como se llame. Me quita el pañuelito que cubre mi camisa. “Vete, vete a tu casa y por aquí no vuelvas”. Se lava las manos y desaparece hecho una furia dando portazo. Cesca tiembla. Fabiola tiembla. Yo estoy cagado. Qué hago. Me acaba de tirar. Qué hago. Voy a levantarme. Voy a irme. Voy a llorar. Cesca me retiene: “chisss, quieto ahí…”.  ¿Quieto? ¿No has oído?  ¡Me ha dicho que me vaya!. Me reclina de nuevo con suavidad. “Los genios también se enfadan…”. No puedo corroborar eso, porque para mí los genios son ellas, Cesca y Fabiola, no él, y ellas conmigo nunca han estado enfadadas.
L
Cuarto año. Tendría que estar más contento. Hoy van todos los hierros fuera. Se acaba el mito de que conmigo saltan las alarmas. Mi madre, finalmente tenía razón. Tendré una sonrisa cautivadora. Y ayer, el capullín de César me pidió la dirección del doctor Agut… ¡Ahora, ahora  empieza él a enderezar los dientes de su boquita de piñón! Llego tarde. Cesca me tirará de las orejas. Pero es que el escaparate de los deportivos está vacío. No ponen siquiera si se han trasladado ni dónde. Cristales sucios. Teléfonos y cables por el suelo. Sólo los pósters de unos coches que ya no están. Jopeta. Antes de contestarle al pesado del portero que voy al primer piso, al odontólogo, me pregunto ¿y dónde narices me compraré yo ahora el descapotable?