domingo, 21 de diciembre de 2014

Prefiero esperar a que me esperen


Yo prefiero esperar a que me esperen. Me ocurre que eso, en mi trabajo, casi siempre es al revés. Normalmente son los demás quienes me esperan a mí. Hmmmm. Esta mañana no. Hoy he venido con tiempo. He consultado mi reloj. Aún no clarea en este frío día de Diciembre. Aún iluminan las estrellas en este cielo despejado. He aparcado lejos, bien lejos. No contaba con un parking tan reventado. Ni con un ascensor tan lento que, encima, parara en todas las plantas. Y sabiendo de mi paso pesado, he temido que, oh, oh, oh, oh, Noa ya haya llegado. La cinta transportadora me ha llevado en volandas hasta la boca de la terminal. Nada más entrar, calor sofocante. Un aire denso y caliente aviva mis mejillas. Llevo demasiado chaquetón para estar por aquí dentro. Me acerco a los carteles. Mmmm. No veo ni torta. Letras borrosas. Saco mi montura dorada. La ajusto. Mmmm. Ahora sí. ¿Lo ves? ¡EN TIERRA!¡Sala 11! Ufff, si me descuido… Me azoro. Bajo por la rampa. Sala 11. Sala 11. Ufff. No está lejos. Ahí, ahí. ¡Madre mía, cuánta gente arremolinada! Calculo por encima, encima: Más de quinientos. Me froto los ojos. Me acerco. Exclamaciones. Risas. Nervios. Todos esperan. Esperan a los suyos. Esa pancarta me hace sonreír. “¡¡Bienvenido!!”. Esos globos con la frase, “de nuevo juntos”. En mí no repara nadie. Intento abrirme paso. Se me acelera el corazón. Cuanta emoción contenida. Cuanta emoción desatada.  Imposible avanzar más. Esto es una muralla humana. Apretujones en torno a la puerta de salida Uggggggg. No empujen por favor, no machaquen. No veo nada de nada. Sólo que, de tanto en tanto, la puerta automática se abre de par en par, y un grupo de voceros gritan: “¡¡¡HUUUUUYYYYY!!!”, porque quien sale todavía no es quienes ellos esperan. Me pongo de puntillas. Respiro sobacos. Cómo ha crecido la humanidad en estos tiempos. Cómo ha crecido sólo en estatura, no en otras cosas. Agudizo la vista. A ver, a ver si alcanzo a verla. Ya tiene que haber bajado del avión. Ya tiene que estar esperando la maleta. Giro noventa grados a la izquierda, buscando escorarme, tratando de ir hacia un lateral menos saturado. Al ladearme, le doy un macutazo en los morros al chavalín que tenía a mi derecha. Suelta un taco. Me disculpo. Viene el padre. A por mí. “¡Ni disculpas ni leches, abuelo! ¿Es que no ve que no se puede pasar? ¡Casi le rompe la cara al niño! ¡Ande, ande, tire para allá si no quiere que le reviente el saco…! ¡Será friki el tío!”. Agacho la cabeza. Pongo el petate delante de mí para no darle a nadie más. Hago mutis. Mientras, el goteo de pasajeros sigue sucediéndose. Qué escenas. “¡¡¡HUUUUUYYYYY, por casi!!!”, por un lado. Gritos por otro. Abrazos incontenibles. Interminables. Fusiones. Se me humedecen los ojos. Su maleta, la de ella, será de las últimas en salir. Seguro que sigue mordiéndose las uñas. Seguro que sigue poniéndose en lo peor. Seguro que ahora está pensando en que se la han perdido. Arrastro los pies. Aún así… esa mujer ha puesto su juanete debajo del taco de mi bota. Un alarido. Un empujón. Un “mecagüen la madre que te parió”. Un “lo siento mucho,  disculpe”. Un “¡el gordo éste me ha caído encima!”.  Un, “ufff, dónde me he metido”. Definitivamente, yo no sé andar entre multitudes. No es lo mío. Escucho un “¡Manué, sí que has cambiado!” y acto seguido un:  “¡…suélteme señora, que yo no soy Manué…!”. Tierra, trágame. El goteo de gente, ahora es un chorro continuo. Un aluvión de personas entumecidas arrastrando maletones voluminosos. Más y más gritos. Reencuentros. Intento no desviar la atención. Una de ésas puede ser Noa. Me muerdo los labios. Me contagio. Cachis, después de tanto tiempo, por qué tarda tanto ahora. La muralla se va disgregando. La gente, entre risas, va desapareciendo. Me puedo acercar a la barra de seguridad. Ya no estoy comprimido. Me puedo mover. Quedan los rezagados. Queda Noa. Se hace el silencio en la terminal. Resulta que había música de fondo. Villancicos. Paladar seco. Ansiedad. Pom-pom, pom-pom. Bate mi viejo corazón. Ahora sí. Ahora sí que sí. Se separan las dos puertas corredizas. Abren paso a Noa. Está guapísima. Arrastra un carro con dos pesadas maletas encima. Melena ondulada. Foulard. Pantalones vaqueros. Perfecta. Mira alrededor. No sabe si salir hacia su derecha o hacia su izquierda. Empuja. Cree que no la espera nadie. Es cuando la llamo. “¡NOA!”. Se vuelve. Extrañada. Sorprendida. Hmmmm. Ejem. No será porque no me reconoce. Me acerco a ella. “¿Sí?”. Tiemblo. Abro mi bolsa. Busco. Rebusco. Encuentro. Extraigo. Una hoja. Un paquete. Ella, con mano temblorosa, recoge el papel. Es su letra. Redonda. De caligrafía. Ahora le sonrío expectante. Lee: “…queridísimo Papá Noel, este año he sido buena y quisiera que me trajera…”. Se le escapa una lágrima. Me dice: “un poco tarde, ¿no?”. Me suben los colores a la mejilla. Oh, oh, oh. Pienso. Glup. Me encojo. Le sostengo la mirada a modo de disculpa. Sí. Definitivamente yo prefiero esperar a que me esperen. Y no es excusa, pero por mi trabajo son los demás quienes con inquebrantable ilusión siempre terminan esperándome.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario