domingo, 26 de octubre de 2014

El ladrón de minutos

I
En el buzón de la puerta siete, siempre lo mismo. Facturas. Mecánicamente, lo he abierto, he recogido las cartas, y he subido a casa por las escaleras. El correo nuevo va directo al montón, encima de la mesita del recibidor. Llevaré más de un año sin abrir uno solo. Hoy la montaña de sobres apilados era ya tan alta, que se ha desparramado y se ha venido abajo. Ése es el momento marcado. Me he agachado. Los he recogido. Los he cuadrado. Me he sentado. Y he empezado a rasgar los sobres. De uno en uno. De atrás hacia delante. La primera en la frente. El teléfono.  Enero y Febrero de este año. Diez mil pelas. Casi me caigo de culo. ¿Ehhhh? Me da algo. Me levanto de golpe. Me froto los ojos. Vuelvo a mirar, por si he visto mal. Esto no puede ser. Sí, diez mil. Mañana me presento en las oficinas de Teleforesis. Me van a oír. Noto que el corazón se me acelera. Iba a ir a la nevera, a cenar algo, pero me retengo. Cualquier cosa que intentara comer ahora se me atragantaría seguro. 

II
Colas. Colas. Colas en el sótano de la sede central de Teleforesis, donde tienen su “Atención al cliente”. Carteles. Carteles a diestro y siniestro de gente guapa y sonriente con un auricular en la oreja: “…hablando con TELEFORESIS se entiende la gente”. Tururú. Para cuando me toca a mí el turno, tengo la factura arrugada de tanto mirarla. Se les habrá colado algún cero. Algo. Me atiende una “amable” señorita. Le muestro el papel. Mira asépticamente. “Sí. Es mucho dinero. ¿Y?”. “Pues que no puede ser, y además es imposible”. Teclea el ordenador. Benedicto Díez Campanas. Tarda la información en salir. Letras verdes sobre fondo negro. Menudo pantallón. “Esa cantidad es correcta, se corresponde con los pasos acumulados, señor”. Me noto la tensión por las nubes. “…no le puedo pasar el desglose, porque la centralita de la que depende su número aún no es automática”. Se me hunde el mundo. Es increíble: en estos tiempos, en pleno siglo veinte, no queda ningún registro de los números que han sido marcados desde mi teléfono. Si pago eso ahora, me quedo sin fondos. “¿Y puede ser posible que alguien se haya enganchado a mi línea?”. “Es posible”, concede. “Llame al cero cero siete, que es el número de las investigaciones y plantee allí su caso”. Zanja mi cuestión. No me dice más. Detrás hay una fila de impacientes empujando. Estoy aturdido. Paralizado. Ella se desentiende de mí y estira el cuello. “Pase el siguiente, por favor”. 

III
Ser el único con teléfono en una finca de veintidós viviendas es de nota. Miro el cable. El que entra por la fachada. Lo sigo hasta donde la vista me alcanza. No parece que nadie haya hecho algún empalme. Pero de mis ojos no me fío. Llamo al vecino del tercero, a Anselmo, que es electricista. Trae su furgona, la arrima a la acera, despliega su escalera telescópica y sube. Sin vértigo, comprueba palmo a palmo. Baja después con cuidado. Se sacude las manos. “La línea está perfecta”. Bueno: por lo menos me consta que, de puertas afuera, nadie me roba la coxexión.  Son quinientas. Saco la cartera y le pago. Eso, siendo precio de amigo y de vecino. No le pongo “peros”. Es su trabajo y así se gana (bien) la vida. 

IV
No puedo dormir. Oigo ruidos. Son las cañerías. Pero parecen voces. Risas. Como si hablaran por teléfono. Se me encienden las alarmas. El único teléfono que hay aquí es el mío. Me levanto. Enciendo todas las luces de la casa. Mi teléfono rojo está ahí, quieto. Resoplo. Cuando me vine a este piso, ya estaba la instalación hecha… ¿Y si el empalme pirata estuviera dentro de la casa? Decidido. Mañana llamo para que lo pongan todo nuevo. Cable por fuera, por el pasillo, a la vista. Eso sí. No llamo a Anselmo, que ése me cruje. 

V
Me cruzo con Petra, la de la planta baja. No le digo nada. Se enteraría toda la manzana en media hora si abro la boca. La saludo. Cuando voy a cruzar por el semáforo me giro súbitamente. Ajajá. Me sigue mirando. Por qué. Hmmm. Es sospechosamente sospechosa. Caigo en que fue precisamente ella quien me enseñó el piso cuando vine a verlo antes de decidirme a comprarlo. Petra tenía la llave del dueño. ¿Y si…? 

VI
Vuelvo a casa a mediodía. Hora intempestiva donde las haya. A mi encuentro, Petra. Otra vez. “¿Le pasa algo Benedicto que vuelve a casa a estas horas?”. “No, no…”. Subo de tres en tres. Entro como una fiera en el comedor. Husmeo. Por si queda rastro de algún olor a perfume… No, no huelo nada. Qué poco olfato el mío, rediez. Pero el auricular yo diría que está aún caliente. Me subo por las paredes. Seguramente he estado muy cerca, muy cerquita de pillar al hablador furtivo con las manos en la masa. 

VII
Por la tarde, me acerco a la Ferretería “El Tornillo de Oro”. Está en esta misma manzana. “Señor Benedicto… ¿le corre mucha prisa?”. “Sí, toda la del mundo”. “…entonces enviaré a mi padre, y dentro de un par de horas tiene usted la cerradura cambiada”. Suspiro. “Gracias, Arturo… Dile que yo le espero, que no tarde, que venga a la que pueda”. 

VIII
Me tiembla el pulso. En el buzón, cojo el sobre de Teleforesis. No me espero. Según subo los escalones, lo rasgo. Soy incapaz de abrir un sobre sin romper en cien trocitos la solapa. Despliego y… suelto todos los tacos que me sé uno detrás de otro. Marzo y abril, doce mil. Doce mil castañas. Me da algo. Me tengo que sentar. Es la quinta. Otra factura así es mi ruina. Así no puedo seguir. Me doy de baja. Me tiro por el balcón. Que le den por saco a todos los que hablando se entienden.

IX
Suena el timbre del rellano. Si fuera el ring ring del teléfono, me levantaría a reacción. Así no. Voy con parsimonia. Me asomo a la mirilla. Es Cándido, mi vecino. Mmm… Podría ser él. Por qué no. Le abro con media sonrisa. Saluda. Titubea. Tímidamente me pide: “¿Me dejarás por favor llamar un momentito a mi hija para pedirle que se pase por la farmacia antes de venir a verme?”. Debe de haber cambiado el color de mi cara. Y debe de habérmelo notado. Resuelvo: “…abajo, tienes una cabina”, le digo. Replica: “…con lo que llueve”. No hay más diálogo. Soy el malo de esta película. Cierro despacio. Aún así le doy casi con la puerta en las narices. Dentro, escucho voces. Ya están ahí otra vez. Presto atención. Vaya: son las cañerías que cantan, mientras bajan  a borbotones el agua del diluvio que nos está cayendo ahí fuera. 

X
Lo desenchufo del aplique. Enrollo el cable cada vez de una manera. Siempre me queda hecho un siete. Hago un hueco en mi maletín. Y me lo llevo conmigo. Tengo que ponerle como sea las cosas difíciles a mi fantasma parlanchín. A ver cómo se las apaña ahora el listo sin el teléfono rojo. Que hable con un tam tam, que es infinitanemente más barato. 

XI
Entro en la Ferretería “El Tornillo de Oro”. Detrás del mostrador, entre herramientas Bellota, Arturo. Me saluda. Le digo: “…yo sólo entraba para decir que sentí mucho lo de tu padre”. Sale. Nos estrechamos la mano. “Muchas gracias, Benedicto… lo echaremos mucho de menos”.  Cuando salgo, me subo el cuello de la cazadora para protegerme del viento racheado. Según ando, ato cabos… quién podría tener llave para entrar y salir a placer… quién había cambiado mi cerradura nueva. ¡Eureka! Si mi teoría cuadra, la próxima factura de Teleforesis vendrá por fin muy muy desinflada. 

XII
Me derrumbo en el escalón. Mayo y Junio, trece mil de pecunio. Me llevo las manos a la cabeza, porque realmente no sé por dónde tirar… Mecagüen: Yo creía que ya no, pero el ladrón de mis minutos telefónicos sigue suelto. 

XIII
“¿Ese ruido que has oído? Las cañerías cuando alguien estira de la cadena… No, aún no sé quién es el cabrón que funde mi teléfono… ay si lo pillara, Nerea, me verías en la televisión al día siguiente… porque me lo comía vivo… Hay gente parásita que vive así: robando un tiempo que no es suyo con toda impunidad… Pero tranquila, hay más días que longanizas y ya lo pillaré, ya… y te lo contaré.  ¿Qué hora tienes ahí? ¿Las once? Aquí son casi las seis. Bueno…  cuelga tú, que yo no… mejor tú… sí… ya hablamos pronto… que prefiero que cuelgues tú… yo no… je, je… amanecerá pronto… jopeta… ya casi tengo que irme a trabajar…”.

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