domingo, 28 de septiembre de 2014

Todos son iguales

I
A cuatro patas, derrapando, arañándome las rodillas y despellejándome las palmas de las manos; con el corazón a punto de salírseme y las lágrimas brotando de una forma imparable; así, así me subo a la peña de la Lanza. Con el sol de frente y la vista nublada, desde aquí aún puedo ver, llego a tiempo, puedo avistar cómo toma un par de curvas más el autobús de línea, donde va, donde se va él, Pradeep… Pradeep. Unos segundos y... ya. Desaparece en el horizonte. Ahora sí. Se ha ido. Me vengo abajo. Me derrumbo. Se me hace de noche. Retorno lentamente  hacia un Gorroperdido que se me antoja apagado. Mierda de verano que se acaba. Mierda de todo. 

II
“¡Chiquilla, déjate de tonterías y come, que te estás quedando en los huesos!”, mi abuela da tal puñetazo encima de la mesa que hace temblar toda la vajilla. Mi abuelo, que viene por detrás, me pone cariñosamente la mano en el hombro y templa su ánimo “Calma, Lali, no obligues a Sofía si no quiere más… Ella y yo ahora nos íbamos a hablar y a dar un paseo”. Refunfuña mi abuela, se levanta y se mete en la cocina. ¿Un paseo? ¿Yo? ¿Ahora? Me levanto sin ganas. Ando sin ganas. Salgo a la calle sin ganas. No quiero ver a nadie. No quiero que me digan. El abuelo va a mi derecha. En silencio. Recorremos las callecitas. Salimos montaña arriba. Dejamos a un lado las sendas que me enseñó de pequeñita. Las mismas que yo recorrí con Pradeep. Trago saliva. Atardece. El viento fresco nos da en la cara. Después de dos horas, sin abrir la boca, él, me mira a los ojos, me levanta la barbilla y me dice: “siempre se hace de día”. 

XXX
Mis padres han puesto el grito en el cielo. Me han dicho que estoy loca. Les he dejado gritar. “¿Ése? ¡Ese no se acuerda de ti!”. Estaban convencidos de que aquello se me había pasado. Pero lo que ha pasado es el tiempo. Y ha llegado mi hora, “se ha hecho de día”, como me decía el abuelo. He preparado una maleta pequeña. No creo que necesite más. Mi padre ha amenazado: “si sales ahora, aquí no vuelvas”. Al instante, creo que se ha arrepentido de lo que ha dicho. Me ha llamado: “¡Sofía!”. He cerrado la puerta con una sensación agridulce. Abajo en la calle, qué suerte, esperaba un taxi. 

XL
Si contara las peripecias que he pasado hasta llegar aquí, esto sería Marco en busca de su mamá, en versión Sofía en busca de Pradeep. Primero un avión. Luego otro más grande. Después un tren. Y ahora cuatro horas en este autobús que serpentea por montañas inmensas. No me amilano. Aprieto mis puños. Cada vez falta menos. Sonrío. Cada vez estoy más cerca. 

L
Él sabe que vengo. Pero es normal que no esté esperando en la parada. Estará ocupado trabajando. Por fin he llegado a Clonitown. Bajo mi maleta llena de rascones. Me duele todo. Estoy magullada. Vengo con hambre. Hago una composición del entorno. Todo me es familiar. Aquí es como si ya hubiera estado. Para eso me lo he estudiado cientos de veces con el ordenador desde casa. He de ir por ahí. Y a la derecha, encontraré el Hotel que he reservado. Cuento los pasos. Efectivamente, ahí está. Entro dentro. Es como si hubiera salido por fin, después de tanto tiempo, de mi pecera. 

LI
No aparece. No llama. Me angustio. Bajo al comedor. Pido una ensalada para cenar. No dejo de mirar hacia la entrada. Pradeep, ¿dónde c… estás? Cuando te vea, me vas a oír. 

LIII
Sofía, tú no eres de las que se arredran. Ni de las que se queda quieta. Salgo de buena mañana. Sólo tengo una dirección de correo electrónico. Y la he fundido. He enviado dos docenas de: “PRADEEEEEEPPPPPP! ¿DÓNDE ESTÁSSSSSS?”. Hasta el momento, sin respuesta. Pregunto al de recepción. Le explico. Busco a este chico. Le enseño una foto suya, donde está sonriente, guapísimo. Afirmativo. Lo conoce. ¿Ves, Sofi? ¡Aquí es como en Gorroperdido, se conocen todos! Coge un plano fotocopiado, con un bolígrafo traza una línea. Y al final un aspa. “Creo que vive ahí”. Salgo corriendo. No sé por qué. Cuando lo tenga delante, le diré lo que vale un peine. 

LIV
El mapa no está claro. Hay calles que no aparecen. Me hago un lío.  Resoplo. Preguntando se llega a Roma. Pues aquí también. Saco mi foto de Pradeep. A esa señora se la enseño. ¿Sabe dónde está este chico? Afirmativo también. ¡Bravo! La señora cierra los ojos y me dice: por allá, después por allí, y al final a la izquierda. Jopeta. Justo en la otra punta de donde el recepcionista del hotel me había indicado. 

LV
Aquí algo no me cuadra. O la gente no me entiende, o me toma el pelo. Cuatro personas a las que he preguntado, cuatro personas que me han dicho que sí, que conocen a Pradeep. Y cada uno me ha enviado a una punta diferente de Clonitown. ¡Me duelen los pinreles! Tiro el mapa a la papelera. No me hace falta. Entro en un bar para pedir una botella de agua. El camarero busca en la nevera. Miro hacia ninguna parte a través de la cristalera. Miro hacia… ¡ehhhhh! ¡Es él! Salgo corriendo. “¡Pradeeep!”. El tío no se gira, está completamente sordo. “¡PRAAAAADEEEEP!”. Corro. Le alcanzo. Le cojo del brazo. Le doy la vuelta. ¡Voilá! Le sonrío, soy yo, estoy aquí. Y me mira incrédulo. “¿Perdón?”, me pregunta, “¿nos conocemos?”. Me pinchan en ese momento y no me sacan sangre. “Soy yo, Sofía”. Tan cambiada no puedo estar. Sólo han pasado diez puñeteros años. Me mira como se mira a una chiflada. Cojo impulso. Le meto una leche que van sus gafas al suelo. Luego, toda digna, me vuelvo al bar. La botella (de agua) y el vaso al lado me esperan, porque la sed no se me ha pasado.
 
LVI
Aquí qué hago. Me cagüen todo. Tengo que pasar una semana entera porque hasta el Lunes que viene no hay otro autobús. Y el de Recepción me ha advertido que ni se me ocurra encargar un taxi, que esos me clavan. Sí, me cagüen todo. De mi habitación no salgo. A veces creo que él llamará a mi puerta. Que se disculpará. Pero eso no sucede. Leo. Leo todo lo que cae en mis manos. Hasta la fórmula del champú y la composición química del agua mineral, hasta eso me leo. 

LXX
¡Uf, ufff, ufffff… lo que acabo de encontrar en la biblioteca! Froto mis ojos. Me lavo la cara. Voy con el libro “Historia de Clonitown” abierto por la página exacta y le pregunto a la bibliotecaria: ¿Esto, esto es verdad?”. La señora, que no sabe si me acabo de caer del guindo, afirma rotunda: “¿…por qué se cree que este pueblo se llama Clonitown?”.

LXXI
“…porque la genética, caprichosa, ha hecho que muchos de sus habitantes sean iguales entre sí, indistinguibles”. Lo leo por enésima vez. Y ojiplática perdida, me voy fijando en que sí, que es verdad, que allá, por la otra acera va uno que es como Pradeep. Cruzo en dos zancadas. Me planto delante. Me mira como si estuviera chiflada. No es él. No. Me pellizco. ¿No se reía el muy capullo cuando entre abrazos y besos yo le decía que no había nadie pero nadie en el mundo como él?

LXXX
Treinta y nueve Pradeeps he contado. Todos son iguales. Y al último de ellos le he pedido que me deje hacer una autofoto con él. Es para renovar el álbum, que lo tengo muy manoseado de tanto mirarlo. La gente de Clonitown me conoce ya, por supuesto. Y esta tarde, el recepcionista me ha llamado a la habitación. Un par de clones me esperaban abajo, querían saludarme y tomarse conmigo una cerveza. Ninguno era el que pasó un verano en Gorroperdido, por supuesto. Me pregunto dónde estará ése. Dónde. Al recepcionista le he dado las gracias por querer ayudarme y luego le he pedido que me libre por favor de esos dos pelmas. 

XC
“…esperamos verla pronto por aquí, señora Sofía”. No se lo digo, pero ya puede esperar sentado. Arrastro hacia el autobús las ruedas desgastadas de la maleta que me traje. Cabeza al frente, espalda recta, cara circunspecta. Me ha parecido oír un grito. Como si me llamaran. Pero no. No puede ser. “¡SOFÍAAAAAAA!”. Ahora sí. Me detengo. Me giro. Alguien corre desgañitándose dos calles más abajo. Intento que la piel reaccione. Que un escalofrío me recorra. Ése sí él. Pradeep. Será que, como he visto tantos en esta semana, no me hace ni alto ni bajo. Me alcanza. Me estruja. “Eeeehhhh, quieto, qué confianzas son esas”. Habla atropellado. “Maldito ordenador. Se jodió la pantalla. No había podido ver los correos”. Yo no me detengo. Le doy la maleta al conductor. Me abro paso. Subo. Él se queda como una estatua. El motor arranca. Me vuelve a llamar. Corre detrás. Pero el cacharro éste es más rápido. Una curva, otra y desapareceré de su vista. Trago saliva. Recuerdo la frase de mi abuelo, “siempre se hace de día…”. Y desde ya, deseo que llegue ese amanecer… allá en Gorroperdido.

domingo, 21 de septiembre de 2014

La señora Letreros


I
“¡Mírala! ¡Ahí va!”. “¿Que mire a quién?”. Giro a un lado y a otro la cabeza. Yo no veo a nadie. Ella la señala. “Ésa de delante, es la señora Letreros”. “Perdona, pero no te entiendo, Davinia, hablas muy rápido para mí”. Davinia se me acerca al oído. “Es una tía muy  pero que muy rara: no habla, pero porque no le da la gana, siempre va con una pizarrita y se hace entender con lo que escribe”. “Ahhhh”. La veo de espaldas. Parece una mujer mayor. Arrastra un carro de la compra. Y de él sobresale un tablero verde. “Lo mejor, no te lo pierdas: es que vive en la plaza del ayuntamiento… y en su balcón siempre tiene una pancarta: siempre”. Me da con el codo. “¡Corre, Tracy, ven! ¡Vamos a ver cuál ha puesto hoy! Los vecinos hacen mucho caso de lo que dice…”. La sigo. Me cuesta andar por el empedrado de este pueblo. Qué mal hice no viniendo con suelas más robustas. Callecita arriba, callecita abajo, me pierdo, me mareo. Me falta el aire. Cómo corre esta chica cuando quiere. Salimos a una bocacalle de la plaza del Ayuntamiento. Enfrente, una casita blanca, preciosa, de dos alturas y tejas viejas. En el balcón de arriba, hay un cartel colgado. Leo. Cada letra, primorosamente escrita, de un color. Deletreo. “El-día-que- cai-gan-cua-tro-go-tas-nos-va-mos-a-en-te-rar… ¿qué quiere decir eso?”. “Ja, ja: la vieja está reivindicativa”, se parte Davinia, “…pues que se acerca Septiembre, vienen las lluvias y aún no han limpiado los barrancos…: ¡Inundaciones seguras!”. ¿Y eso le hace gracia? Esta niña, ya lo decía yo, es un poco tonta o se lo hace. 

II
A Davinia le dolía algo la cabeza. Y, después de comer, diciéndome un “tú haz lo que te dé la gana, Tracy”, se ha acostado. Yo he estado haciendo zapping. Algo harán en la tele que mi oído pueda entender y que me sirva para practicar español. Pero ponga el canal que ponga no me entero. Hablan como metralletas. Y no hablan: gritan. Para dos semanas que he venido de intercambio aquí a España, o aprovecho el tiempo, o me quedo sin ver nada de nada. Me he colgado la Kodak al cuello. Y he salido a la calle. Gorroperdido no es tan grande. Cuando mi anfitriona esté más despejada y me quiera buscar, me encontrará en dos minutos. Y si soy yo la que me pierdo, con mirar a la torre del campanario e ir hacia allá, ya recupero la orientación. Uffff, decir que aquí hace calor es poco. Cómo sudo. Clic. Clic. Foto. Foto. Qué rincones. Qué calles. Cuánta maravilla en este apartado mundo. Resoplo. La plaza del ayuntamiento otra vez. La casa de… esa señora… cómo se llamaba. Ah, sí: La señora Letreros. Giro el cuello hacia arriba. Mira: Ha cambiado la pancarta. Ahora dice: “Al-cal-de-cho-ri-zo”. Eso sí que me lo tiene que explicar Davinia. No lo entiendo. Lo leo otra vez. ¿Chorizo? Me he arrimado tanto que no me he dado cuenta de que la puerta se ha abierto. Madre mía, qué susto. He dado un paso para atrás. Una señora, con el pelo blanco, peinado hacia atrás, me muestra una pizarra verde. Con una sonrisa como no he visto otra, me está preguntando: “¿Te apetece una limonada?”. Con lo derretida que estoy, y la boca seca que me ha dejado el jamón serrano de la comida, no estoy en condiciones de decir que no: se lo agradezco en el alma.

III
Es increíble. Ni un aparato de aire acondicionado está a mi vista. Pero aquí dentro de esta casa se está fresquito. Una mesita redonda. Sentadas frente a frente. Una bandeja. Una jarra de cristal. Dos vasos de cristal tallado. Ay, como se me caiga ahora. Doy un sorbo pequeñito. Temo que no me guste. Uaaaaa. Está especial. ¿No me podrá decir esta mujer cómo se hace esto? Sonrío. Y me devuelve la sonrisa complacida. Y ahora qué. Me ha tendido una pizarra. Ella sostiene la suya. Qué le digo. Afino mi letra, que es de alivio. “¿Us-ted-por-qué-no-ha-bla?”. Ojos increíblemente profundos. Como un mar. “Por-que-no-me-ha-ce-fal-ta”.  A ver cómo se lo explico en una pizarra de cuarenta centímetros. Que las palabras, según se digan, tienen matices y sentimientos. Que pueden significar una cosa o su contraria. Que la velocidad de la lengua no la tiene el lápiz más rápido. Que… Estoy en ésas, cuando ella amablemente me invita, me propone… a ver si es lo que estoy entendiendo, ¿ver un film? ¿ahora? ¿aquí? Bueno, bien, si no es muy largo, por qué no. La mujer, se agacha, prepara un vídeo… la de tiempo que yo no veía armatostes de éstos, le da al botón… y la película empieza. Sin sonido, como yo suponía. 

IV
Me he quedado absorta. Boquiabierta. He visto un peliculón. En blanco y negro. Yo diría que de principios del siglo pasado. Sus diálogos, letreritos enmarcados, sus personajes, completamente gestuales, al gusto de la señora de la casa. ¡Y ella, ella era la actriz principal! Me he conmovido. Acababa de terminar cuando han aporreado la puerta y el timbre a la vez. La señora Letreros se ha levantado a abrir. Eran dos personas. Una, Davinia. Hecha un basilisco. Dónde te has metido. Me has dado un susto de muerte. Por qué te vas sin decir nada. Te podría haber pasado algo. Otra, el policía municipal de Gorroperdido: “Señora Úrsula, voy a ser bueno: ya está quitando el cartelito de su balcón, o de la denuncia que le cae, recupera usted el habla de golpe”. Con eso ya sé que no se le puede pedir chorizo al alcalde. 

X
De nuevo en Minneapolis. Estoy pegando las fotos de Gorroperdido. Qué de recuerdos. Con Davinia, la cosa acabó así-así. Ella me dijo que, habiéndose inundado su casa después de las lluvias,  no podría venir a Minnesota y yo, cruzando los dedos y ahogando un “¡bieeennnn porque no vengas, bravo!”,  no le insistí mucho. Mi madre dice enojada que he vuelto peor que me fui: que no he progresado nada y que no soy capaz de mantener mínimamente una conversación en español. Bueno, miro mi pizarrita nueva, y no estoy totalmente de acuerdo. Contínuamente converso con Úrsula, mi queridísima señora Letreros de Gorroperdido. De corazón a corazón, saltando distancias e idiomas, tiene la voz más armoniosa y dulce que jamás he escuchado. Yo estoy educando ahora la mía. Al igual que ella, sin pronunciar una sola palabra.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El irresistible


I
Detrás de mí he escuchado un “clic”, seguido de otro. Me he girado y no he visto a nadie. Qué raro. Empujo la puerta del fotógrafo FOTOPER. Álbumes. Cámaras en el expositor. Fotografías de novios eternamente felices. Accesorios. Voy a recoger el revelado de un carrete de treinta y seis. “En brillo y trece por dieciocho”, le recuerdo. El señor Pérez busca en el archivador. Mientras, la máquina escupe fotos de una en una. Qué modernez. “Sus fotos en una hora”, reza un cartel. Lo que me llama la atención, es que el rollo que está procesando ahora no es mío y en algunas imágenes he visto mi cara. “Oiga… ¿y eso? ¿qué hago yo ahí?”. El fotógrafo da al interruptor del revelador automático, lo para y las esconde. “No… je, je… eso nada”. Saca el sobre, lo coteja con mi resguardo. Las ojea. “Vaya. Sólo te han salido dieciocho. Aún así, tienes una ampliación de regalo”, me dice, “ya me dirás cuál”. Uffff, dieciocho sólo. No puedo contenerme.  Las miro. Jopeta. Encima, de las que han salido alguna está movida. Me cobra. Es caro. La rapidez tiene un precio. Me despido. Cuando voy a salir, el señor Pérez me llama. “¿Permites?”. Me arrea un flashazo en toda la cara. “Es para probar esta cámara nueva, ya te daré una copia”. Salgo molesto. Esto ya no son figuraciones mías. Ni casualidades. No sé por qué, desde hace una semana, a todo el mundo, sin excluir a nadie, le está dando por hacerme fotos. Qué mosqueo. 

II
Me miro al espejo. Me remiro. De frente.  De perfil. No veo nada raro en mí. Ni diferente. Algún granito nuevo puede que sí. Pero eso no es motivo suficiente. ¿Se lo digo o no? Venga, va. Entro. Irrumpo. “¡Mamá, mamá… no sé qué me pasa, no sé qué tengo, que la gente que me ve, me saca fotos…!”. Ella da un grito. No me esperaba. Esto no es un chiste. Me quedo parado. No sé qué hacía ella con la Werlisa en la mano. No lo sé. Para cuando me pregunta: “…qué dices, Cornelio”, ya me he dado la vuelta y le estoy diciendo: “nada, déjalo: cosas mías”. 

III
Estoy sentado en la camilla. Sobre una sábana almidonada y planchada. Entre azulejos blancos. Con un olor potente a desinfectante. El doctor ha dicho que ya me puedo poner la camisa. Mi madre se levanta,  la trae y me ayuda hasta con los botones. El médico saca del bolsillo de su bata las gafas de ver de cerca y escribe unas notas. Estoy aquí porque ella ha querido. Si no, a santo de qué. Todo un día perdido, de consulta en consulta, de prueba en prueba para que los especialistas determinen qué es lo que me pasa. No me puedo contener. No me puedo callar. “Todo esto es una incongruencia. Una falta de lógica. Resulta que yo no hago nada, todos los demás tienen la manía de fotografiarme… ¿y es a mí a quien tienen que estudiar y analizar como si el bicho raro fuera yo?”. El médico me mira con lástima. “…si todos en una autopista van en una dirección y tú llevas la contraria… ¿quién dirías que va mal?”. “Todos, por supuesto”. “…puede que sí, Cornelio: pero es más fácil que cambies tú a que cambie el resto…”. Camino por el pasillo de vuelta a casa. Mi madre va sofocada a mi lado. Dos pacientes que esperaban su turno se levantan. Clic. Clic. Me hacen sendas fotos. Sin permiso, claro. Mi madre se enfada con ellos. Yo no. Ya empiezo a estar acostumbrado. 

IV
Los expertos concluyeron que esta manía colectiva de fotografiarme se pasaría tal y como vino. Lo que no sé es cuándo, porque esto ya dura unos meses. Yo me enervo. No soy nada. No soy famoso. No he hecho nada. No tengo monos en la cara. Nadie sabe cómo me llamo. Pero con todo eso,  cada habitante de Mediavilla a estas alturas tiene, como poco, media docena de fotos mías. Y Fotoper, por mi cara bonita, se pone las botas revelándolas. 

V
Una desgracia. Súbitamente, ha llegado la era digital a las cámaras. Una desgracia, porque ahora, según pongo los pies en la puerta de la calle, me acribillan. Las repiten sin contemplaciones si juzgan que no salgo bien. Me lanzan ráfagas. Me piden hasta que sonría y todo. Esto es el acabose. El fotógrafo Pérez ha ido pegando carteles sucesivamente en la puerta de su negocio. “Por mucho que le digan, la calidad de las analógicas siempre será insuperable”. “…Usted sabe que las buenas fotos sólo se disfrutan si se tienen en un buen papel”. El último, de esta mañana, dos palabras en naranja sobre fondo negro: “SE TRASPASA”. 

VI
Alguien en el ayuntamiento de Mediavilla se ha percatado de que esto es un filón. Ha improvisado aparcamientos para autobuses al lado de la biblioteca. Ha habilitado unas vallas para que los turistas, en forma ordenada, pasen por la fachada de la finca donde vivo. Vienen en oleadas. Una guía les indica cuál es mi ventana y les pide estén muy atentos, por si se asoma “el irresistible”. Hay días que no estoy de humor. Que no levanto ni la persiana. Cuando cae la tarde, escucho cómo algunos guiris silban y vocean. Se sienten estafados y reclaman que se les devuelva el dinero. 

VII
Porque han puesto muchos ceros delante. El dinero hace falta en casa y no he sabido decir que no. Ahora estoy en el estudio de grabación. Me han encasquetado un traje en el que me sobra un palmo de manga. Aquí tengo sastres y costureras que me lo están ajustando. Focos. Fotógrafos emocionados. Desde que he llegado, no han dejado de dispararme. Ya, paso. Yo sólo tenía que sujetar una lata de refresco en la mano. “Ponte así, ponte asá. Muy bien. Quieto ahora. Quieeeeto”. Dijeron treinta minutos. Y a los treinta minutos me ha deslumbrado el último flash. Luego, escoltado por guardias de seguridad que, creo que no hacían falta, me están devolviendo a casa. De camino, veo esas vallas publicitarias. Rebajas, Rebajas, Reeebajas. En breve, mi cara, mi imagen estará en casi todas ellas. Es lo que tiene ser irresistible. 

VIII
Han dejado caer por delante que el contrato lo cumplirían hasta el último céntimo. No lo dudaba. A continuación es cuando han largado que se suspendía la campaña publicitaria. ¿Y eso por qué? El gerente de la agencia se ha trabado un poco. “esto, ejem… un fallo nuestro… tendríamos que haber previsto que esto es un caso claro en el que todo el mundo se fijaría en el anunciante y nadie absolutamente nadie en el producto anunciado”.

IX
Lo nuestro va en serio. Me lo dice el corazón. Correos y correos. Chats y chats. Llamadas y llamadas. Mil veces me ha preguntado, “Cornelio, ¿por qué no me envías una foto tuya?”. Mil veces he ahogado un suspiro y me he salido por la tangente: “…ejem, atención, Leire,  a la superluna que saldrá esta noche”. Yo se lo diría. Que soy fotosensible. Pero me espero. Para que me entienda, una imagen mía vale más que mil palabras. 

X
Buen aterrizaje. Ahora, a recoger la maleta en la cinta transportadora. Ella estará fuera esperándome. Será la primera vez que nos veamos. En vivo. En directo. Entonces, aprovecharé, y le contaré: “mira, me pasa esto”. Mientras, pasajeros que venían en mi vuelo, con más o menos disimulo, ya me han hecho unas cuantas fotos. Qué se le va a hacer. No lo pueden evitar. Hacia la puerta de salida, confluyo con el equipo del Tondon. Ganaron la Supercopa ayer. Son unos héroes. Vienen eufóricos. Una masa enfervorizada les espera vitoreándolos. Les miro, “hale, hale, que os hagan unas cuantas fotos a vosotros, que tampoco pasa nada porque os apunten con el objetivo”. Oh, oh.  Pero esa mirada se vuelve hacia donde yo camino. Los mismos jugadores, sacan sus móviles y me sacan instantáneas. A mí. Los hinchas de fuera desvían sus objetivos. Hacia mí. “¡Leire, Leire!”, la llamo para que acuda a mi rescate. Ella, zarandeada por la masa, no entiende nada de nada. Yo, tampoco. 

XI
Sería bonito pasear juntos por la playa, si me dejaran un poco en paz. A Leire le hace gracia. Bromea conmigo, pregunta si no será mi desodorante el que me hace tan irresistible. “…si yo lo supiera…”. Ahora estamos recogidos en su casa. Me ha asegurado que ella no ha notado nada. Que no siente deseos de fotografiarme, que eso será porque tiene al original. Biennn. Respiro aliviado. En la soledad del baño, por fin algo que me sale bien. En la soledad del baño, PLAAAMMM, ella con la cámara, flash, “¡lo siento, Cornelio…!”, y yo con cara de susto, “mujer, podrías haber esperado a que me subiera los pantalones…”. 

XII
“¿El papi por qué no sale de casa?”. Ariel hace la pregunta al aire. Con tres añitos, pero tan espabilada, es normal que se dé cuenta. Que yo, del jardín no paso. Fue lo convenido. Las cámaras están prohibidas en esta casa. Leire le contesta: “ejem… atención, Ariel a la superluna que saldrá esta noche”. Hoy la niña no insiste. Pero mañana volverá a la carga. Y cuando sea un poco más mayor, no tendré otra que decírselo. “Toma, el papel que me has pedido, cariño”. Ella lo coge. Imagino que se pondrá a escribir. Sus primeras letras. Sus primeras palabras. Saca un poco la lengua. Me mira. Sonríe. Comprueba. Da la vuelta al papel. Sonrisa picarona. Uffff. Qué veo. Soy yo. Mi cabeza. Mi nariz. Mis cejas. Mis ojos. Mis orejotas. Mientras murmuro: “¿Tú también, Ariel, hija mía”, ella exclama jubilosa: “Mira, papá: éste eres tú: I-RRE-SIS-TI-BLEEEEE”.