domingo, 31 de agosto de 2014

Vengo a arreglar esto



I

A mí que no me miren. Yo qué sabía. Cuando le he visto asomar por el departamento, con esa pinta y esa cara regordeta, yo estaba solo. Y me ha parecido que era el chófer de una agencia de transportes que venía a traernos un paquete. “Déjelo usted ahí mismo”, le he dicho. Yo, ni papa de alemán. Y él tampoco chapurreaba el inglés con el que parece que me hubiera defendido. El hombretón barrigudo, que pasa de los dos metros, me ha enseñado un reloj, un cronómetro y un papel. Sí. Vale. Son las diez. Me ha pedido que se lo firmara. Sin problemas. He hecho un garabato con mis iniciales, I.C., de Isidoro Cal. Me ha señalado el pasillo. Sí, vale. Que se quede donde quiera. Yo, a lo mío, que hoy llevaba mucho retraso acumulado. Luego, a las doce pasadas, cuando ha venido Valderrojo y se lo ha encontrado plantado en la entrada ha puesto el grito en el cielo. “¿Pero es que tú no sabes quién es?”. “¿Yo?”. Ni me acordaba ya de ese barrigón cervecero.  “¡Es el doctor Karl Korrosian!”. Casi me meo ahí mismo. Glup. Cómo lo iba a saber. Korrosian, el experto al que han llamado para arreglar el Analizador. Valderrojo se ha puesto del color de su apellido. “¿No te acuerdas que nos cobra por tiempo, a mil euros la hora?”. Mmmm. No contesto. Ese tío lleva ganados de momento dos mil euros por estar de plantón un un pasillo. Valderrojo me grita. Yo qué sabía. Qué.  Ahora me pregunta por la llave de la sala del Analizador. Voy, voy, voy. Mis manos tiemblan. Palpo en los bolsillos de mi bata blanca almidonada. La nueva. La del bordado de mi nombre, Isidoro Cal, con hilo azul. Glup. Sudo por la frente. Rotuladores, papelotes, caramelos. Pero ni rastro de la llave. Resuelvo: “…voy en un bote a casa y la traigo enseguida”. Vivo a quince kilómetros de aquí. En Mediavilla. Valderrojo se quiere abalanzar sobre mí. Se me quiere comer. Ya están aquí los otros profesores del departamento. Lo contienen. Ahora aparecen los del departamento de al lado. Gritan unos y otros. Guirigay. Korrosian, entretanto,  pone cara beatífica. Valderrojo lo coge del brazo. Lo conduce hasta la entrada de la sala. Forcejea la puerta. Cerrada. Más gritos. Vienen con una palanca. Una, dos y tres. PLOOOOM. Puerta a tomar por saco. “Vale menos una puerta que cinco minutos de este tío”. Dentro, el Analizador quieto. Parado. Muerto. Con el tute que llevaba, está así una semana sin que nadie sepa por qué. Y después de intentar rearmarlo un millón de veces, resolvieron llamar al fabricante. Con una amabilidad que se saca no sé de dónde, Valderrojo le indica a Korrosian que ahí tiene, que empiece cuanto antes la reparación. Korrosian entra con su caja de herramientas. Una caja como la de un fontanero, igual. Yo no sé dónde meterme ahora. Valderrojo me llama: ”¡Cal, ven aquí!”.  Con el dedo me advierte: “Contigo, ya aclararemos cuentas”. Jopeta. A mí que no me miren. Yo qué sabía.

II
Mi carrera aquí era prometedora. Era. No he podido dormir. Con ojeras hasta el suelo, me acerco a la sala del Analizador. Sin el cronómetro en la mano, calculo por encima encima cuánto habrá engordado la cuenta de Karl Korrosian. Con ese capital, ya podría vestir camisas menos mugrientas y de más clase, ya. Me cruzo con compañeros. E intento buscar su solidaridad y comprensión. Pero encuentro dureza. Y reproches. Mi delito es grave. El corazón me da sacudidas. Y me reboto. ¿Dónde narices estaban ellos cuando me dejaron a mí solo en la inmensidad del Departamento?

III
Me asomo. Valderrojo, Mirasierra y Guitar, los tres investigadores estrella del Departamento, respiran en el cogote de Korrosian. Tienen sus trabajos paralizados. Dependen del Analizador. El experto no se inmuta. Sólo un pequeño sudor perla su patilla. Ahora teclea algo. Cambia un módulo, otro más. Con la desazón en el cuerpo, me vuelvo hacia el pasillo. La avería era pues grave. Valderrojo se percata de mi presencia. Me ignora. Me retiro hacia el pasillo. Ahora sí que sí, lo mejor será que empiece recogiendo mis cosas de la taquilla.

IV
Se encienden las farolas en la calle. Se apagan en el Departamento. Antes de irme, me asomo de nuevo. Karl Korrosian sigue ahí. Enfrascado con el equipo. No quiero interrumpirle. Tampoco me hace mucho caso. Le suelto un tímido “how is going?”. Como respuesta, se rasca la cabeza y lanza un suspiro. No le veo ahora tan seguro. Ni tan hermético. Ni tan sabio. Pienso en la obsolescencia programada. Lo noto. Ya no importan las horas. Es cuestión de amor propio. De orgullo. Está cambiando pieza a pieza la máquina. Y ésta se obstina en no funcionar. Bueno, le desearé suerte, “good luck”, y me iré ya hacia casita. Antes veo, qué es eso, una moneda de veinte céntimos en el suelo. Qué son veinte céntimos comparados con los mil euros, clinck, clinck, que van cayendo en su cuenta cada hora. Me agacho para recogerlos. Eeeep. Estiro los dedos. Vaya. Ahí, un cable suelto. No sé. Me da por conectarlo. FUI-PI-PI-PI. Korrosian da un salto hacia atrás. Yo, un grito. El equipo ha vuelto a la vida. El regordete desorbita sus ojos sin acabar de creérselo. Luego hace un gesto de asentimiento, así todo encaja, y me llama para que me acerque, como diciendo: “ven para acá: tú y yo vamos a entendernos”.

XXIV

Creo que es aquí. Llamo. Toc, toc. ¿Se pue-de pa-sar? Sólo hay un chaval con una bata blanquísima tomando unas notas. A ver cómo me hago entender. “Ejem: …me en-ví-a Karl-Ko-rro-sian”. Ni puto caso, con perdón. Me remango mientras mi camisa de franela a cuadros. Es práctica a muerte. Abriga en invierno y no es calurosa en verano. El chico me señala insistentemente la entrada. Con gestos, me indica que espere ahí. Bueno. Vale. Saco el reloj. Las diez. Le muestro el cronómetro. Y le pido que me firme el albarán. Concede. Mira: las mismas iniciales que yo tengo I.C. En su bata, hilo azul, leo Idris Countman. Salgo hacia el pasillo. Y me pongo a buscar telarañas. Me compadezco mucho del chico. Ay de él cuando llegue el Valderrojo de turno. La vida se ha puesto muy achuchada y desde que estoy en esto con Korrosian, son dos mil euros la hora.

domingo, 24 de agosto de 2014

El túnel de la alegría

 
I
Fortu se lleva la mano a la frente. “¿Te duele?”, se interesa Hermi. Con la otra, señala hacia arriba. A las antenas. “Es por eso. Está demostrado… tiene una influencia total”. Se ha puesto rojo por momentos. “Eres un tío muy sensible”, le digo. “Mejor no venimos por esta avenida más”, sentencia. “Pero si no vamos por aquí, el rodeo que damos es bestial”. “Y qué, Rai”, salta Hermi, “lo agradecerán nuestras cabezas…”. Bueno, me callo. Suenan fuerte nuestras chanclas camino de la piscina municipal. A los cien metros, Fortu sonríe. “¿Veis? Ya se me ha pasado”. No sé yo: sus mejillas siguen tan gambas como antes.  
 
II
“¿Te has fijado, enano? En todos los grupitos de amigos suele haber uno que es más listo, uno que es más lanzado y otro que dice que sí a todo”. Eso lo acaba de decir mi hermano Waldo cortándome el paso hacia la cocina. Rumio su observación. “¿En el mío también?”. “En el tuyo más”. Le empujo para poder pasar. Él qué sabrá. “Según eso… el listo entonces…”. Creo que me va a señalar a mí. “… Fortu es vuestro listo, vuestro sabio, vuestro líder: eso es evidente”. Anda ya. Envidia cochina. Se carcajea. Que le den. No quiero saber qué papel entonces me asigna a mí.
 
III
Por qué tendría mi hermano que haberme dicho eso. No hago más que darle vueltas. Y yo quién soy. Ahora, Fortu nos acaba de desafiar. “A que no os atrevéis a tiraros del trampolín de los tres metros”. Hermi y yo nos hemos levantado. Él se ha quedado mirándonos sentado en la toalla. Subo clavándome los peldaños en los pies. Hermi viene detrás respirando en mi cogote. Uffff. Qué vértigo. Qué alto se ve todo desde aquí. Qué fría tiene que estar. Qué…. uno, dos, tres: CHOOOOFFF. Ufff, qué leche me acabo de pegar.
 
IV
Cuando maquina algo, se le nota. Pero también se hace de rogar. Le tenemos que pedir un montón de veces que nos lo cuente. “Venga, Fortu… venga, por favor, suéltalo ya, dispara”. Y él, acaba disparando. Envuelto en misterio. “¿Os acordáis del otro día con las antenas?”. Mis pies no lo olvidan. Andamos un kilómetro más cada tarde desde entonces. “…pues bien: lo mismo que existen esas influencias que son claramente negativas… existen también ondas positivas”. Nos arrimamos más para escucharlo. Rotundo: “…descarado que existen”. Tuerzo mi gesto. Decepcionado. Ah. Era eso.
 
V
Insiste en su teoría. La machaca. De repente, Fortu nos reprende: “¿No me creéis? Pues que sepáis que las grandes guerras que tienen que venir no van a ser ni por el petróleo ni por esas mandangas energéticas… van a ser por el control de las zonas donde pululan las ondas positivas”. Hermi le pregunta entonces: “…pero, ¿es que tú tienes idea de dónde están?”. “Estoy en ello”, responde misteriosamente.
 
VI
“Oye, Fortu… ¿Y tú cómo sabes de todo esto?”. Se ofende. “Qué pasa, Rai… ¿no me crees?”. Reculo. Me retracto. “No, no es eso”. “Leo. Leo mucho… Y esto me lo cuenta gente muy experta en la materia”. Me callo. Hermi me taladra indignado. Por dudar. Vale, vale. Me disculpo. Yo no conozco a gente que sepa tanto ni de eso ni de nada. El único es mi hermano Waldo y lo que hace es meterme cizaña a la primera que puede. Jopeta. Tengo ganas de pillar yo un túnel de estos de ondas positivas para ponerme a tono.
 
VII
Ya lo decía yo. Que en el momento desplegáramos ese mapa, que es como una sábana, no iba a haber manera de volverlo a doblar igual. Qué pedazo de mundo. Con un rotulador azul están señalados los túneles positivos conocidos hasta la fecha. Uaauuu. Un “ooohhh” grande y admirativo. “Cada uno, es positivo en una cosa”, aclara Fortu, “hay túneles que despejan la memoria, los hay que dan fuerza, los hay que dan sabiduría…”. De repente, levanta el dedo. Y advierte: “Ojo: Esto es TOP SECRET. De aquí, de entre nosotros, no puede salir”. No, no, claro que no va a salir. Sellados quedan mis labios aunque me muera de ganas por contarlo.
 
VIII
También es mala pata. No tener un túnel positivo al lado de casa. El que más cerca nos pilla está a trescientos kilómetros. En Gorroperdido. Hace falta tomar un tren a Mardebé. Y luego subirse un autobús que sale a las nueve de la estación. Ya lo he mirado. “Oye, ¿Y ese túnel de Gorroperdido qué positividad hace?”.  “Nos hace más alegres”. Mola. “Pasaré, pasaré por lo menos dos mil veces”. “No seas bruto”, me aplaca Fortu, “…si acabas sonriendo las veinticuatro horas del día van a creer que estás fumao”.
 
IX
Vale una pasta. Ponemos un fondo común. Pero nos falta todavía un montón. Calculamos que necesitamos un día para llegar. Otro para encontrar el túnel de la alegría. Y pasar unas cuantas veces. Y otro para volver. Todo eso sin decir nada en casa. Por qué. Porque barruntamos que si lo explicamos no nos van a creer y no nos dejarán ir. Somos muy pequeños. De momento, el problema gordo es financiero. No tenemos ni para un billete.
 
X
Mi tía Tana no se explica mi reciente voracidad. “No abuses, te van a sentar mal, Rai… y luego los vas a odiar”. Me ha preparado otra docena de muffins de chocolate y zanahoria. Yo, los escondo de las garras de mi hermano Waldo y hago como que me los como. Mmmm… ¡Deliciosos, tía Tana! Pero en realidad me pongo con una bandeja en la puerta de clase a la hora del recreo y quien quiera un muffin espectacular, que pase por caja. Un euro. Me los quitan de las manos. Lo mismo es que los pongo baratos. Ya le he dicho a mi tía que quiero dos docenas más. Que son mi dieta. Que están de muerte. 
 
XI
Fortu, Hermi y yo hacemos recuento. Quien más ha recaudado con diferencia es el menda lerenda. Hay quien me ha pagado en céntimos, pero la calderilla también es dinero contante y sonante. Ya casi llegamos. Fortu ahora no está muy convencido del día X. “…se preveen tormentas”. Y qué. ¿Acaso se paran las ondas alegres cuando llueve?
 
XII
Chissss. Las cinco. Sigiloso como nadie, me levanto. Sin hacer ruido. Tengo la ropa preparada. Chissss he dicho. Ni desayuno siquiera. Cuando voy por el pasillo, ¡¡¡¡AAAAAHHHHHHH!!!!, un grito rompe la madrugada. Es Waldo. “Pero… ¿Dónde vas a estas horas, enano?”. “Donde no te importa”. Le sorprende mi respuesta. Le amenazo con la mano. “…y si dices algo, te caneo”. Lo dejo cortado. Ya me verá a la vuelta. Más contento. Más feliz. Más alegre. Jo, con él al lado, qué difícil es eso.
 
XIII
Las seis y aquí no aparece nadie. Me ajusto la mochila. Como no vengan ya, no llegamos al tren. Miro hacia la ventana de Fortu. Las pulsaciones me van a mil. Qué hago. Me encaramo al canalón. Escalo. Con cuidado. Si se me va el pie, no lo cuento. Si me ve alguien, tampoco. Me aúpo. Arggggg. Doy dos golpes secos con los nudillos al doble acristalamiento. POOOOM, POOOOM. Espero. Se abre la ventana. Es Fortu. Con el pelo alborotado y los ojos hinchados. “Chissssss… ¿tú estás loco o qué?”. “¡Tío, espabila, vamos a perder el tren!”.  Fortu grita en voz baja, lo cual es una contradicción en sí misma. “Oye, Rai… No va a haber tren… no va a haber Gorroperdido… no hay ningún túnel de alegría… ME LO INVENTÉ TODO y llegamos demasiado lejos”. Al pronto me entra flojera, pero reacciono rápido, porque estoy agarrado a la repisa del entresuelo y si no me agarro bien, me voy hacia abajo. “¿Y Hermi?”. “Ya le llamé para que no viniera… También te llamé a ti pero no me cogiste el móvil…”. Le miro con desprecio. Bajo por donde he subido. Pero la fuerza de la gravedad me acelera. Un rascón en la mano. Otro en la espinilla. No es nada. Me sacudo. A lo lejos  oigo el silbido del tren. Me pongo a correr. Ahora sí. Ahora queda claro que en este grupito de amigos, el listo no era tan listo. El que dice que sí a todo era Hermi, que no ha venido. Y por eliminación, es un alivio, ya se sabe quién era el lanzado. Sólo por eso, jopeta… ¡qué contento pienso estar a la vuelta!

domingo, 17 de agosto de 2014

Sobre el agua

 
I
Otra vez nos tiene aquí el doctor. Le importa poco que la consulta, detrás de nosotros, esté llena. Don Demetrio nos atiende como si fuéramos los únicos que venimos a verle. Víctor Manuel se explica, sentadito en el centro. Nosotros le escoltamos. Y el pediatra dialoga con él con una química que ya quisiera para mí. Lo trata como si fuera un mayor. Nos vamos a levantar ya. Eeep, se me olvidaba, hay una cosa más: “…cada vez que lo llevamos a clases de natación, es un drama… ¿no sería mejor dejarlo y esperar un tiempo para que él no se traumatice…?”. El médico no vacila. “….las estadísticas son espeluznantes: Más vale que llore él ahora, que que lloréis vosotros después”. El niño lo oye. Y no le gusta esa respuesta. “¡A la piscina yo no quiero, a la piscina no!”. Hace pucheros. Ya da igual lo que nos diga. Tiramos de su manita mientras nos abren la puerta. Por mucho que vocifere mientras atravesamos la sala de espera, ya no vacilaremos: ese tema está zanjado.
II
Nunca pensé que fuera tan duro. “¡Hale, alegría, que hoy es el último día!”, le digo a Víctor Manuel en el vestuario. Ni último día ni nada. Me monta el mismo cuadro de cada semana. Peleo para embutirle el bañador. Tiro de él hasta el borde del agua. Se agarra a todo lo que encuentra a su paso, señora de la limpieza con el cubo y la fregona incluidos. Qué sofoco. Como si le estuvieran arrancando el alma. Veo sus sonrosadas amígdalas a través de su boca abierta. Paran la música en la megafonía para ver qué está sucediendo. “Ah, bueno, falsa alarma: es Víctor Manuel….”. Me enciendo. Me enfado. Me pongo al límite. El monitor ya pasa un poco de estas escenas. Conoce la canción. No le hace nada de caso a este enanito gritón con bañador, gorro y gafas a juego de color naranja. Cuando, al finalizar la clase, me devuelve al renacuajo encogido y tiritando, me dice: “esté usted tranquilo, que éste no se hunde ni aunque fuera en el Titanic”. Yo sigo muy enojado. Y él, como si nada. Hecho unas pascuas. Riendo. Y recordándome que cuándo nos vamos a por ese juguete que le prometí. Menudos huevos.
III
Asumo que mi niño es de secano. Que no le gusta el agua. Cuando queremos amenazarle con algo, nada de “como no te portes bien, vendrá el hombre del saco”, no, porque él sigue a lo suyo. Basta con un “como no te portes bien, te apunto a la piscina”. Ahí sí: Víctor Manuel se queda quieto como una estatua. Funciona.
IVa
Ya sabía que a Víctor Manuel no le gusta mojarse. Que tampoco le nace construir castillos en la orilla. Y que no le va eso de rebozarse en la arena. Pero había pensado que el mar le impresionaría. “Total: agua”, ha exclamado despectivamente, apartándose de las olas. Entonces, ¿para qué leches me he venido aquí con él a la playa?
IVb
Una vez aquí, embadurnados con protector del 50, hemos empezado a jugar a la pelota. Tomaaaaa. No, él no tiene garbo. Pero la para. Y la devuelve. Vuelve a tomaaaaaar. Huy, ésa se me ha ido. Desviada. Directa al agua. Se me queda mirando. El balón flota. Entre las olas flojas. Me hace un gesto. Pongo los brazos en jarras. “Anda, Víctor Manuel, ve tú a por ella”. Lo provoco. Pienso que me va a decir que no, que vaya mi tía. Quiero comprobar si ha perdido ese miedo visceral de su primera niñez. Contrariado, va a por ella. Me quedo en estado de shock. Ha andado sobre el agua, como si fuera suelo firme. Se ha agachado y ha recogido la pelota. Literalmente. Me froto los ojos. Visiones. Anda igual que nuestro Señor. Vuelvo la cabeza para todos los sitios, por si alguien más lo ha visto. Quietud en la playa, bajo las sombrillas. Nadie ha reparado en él. Impresionado, le recojo la pelota. “Nos vamos a casa ya”. “Bueno”, me contesta contento. “…nos vamos cagando leches”, le añado. Si no lo veo no lo creo. Este niño, cualquier día, a mí me mata de un disgusto y acaba conmigo.
V
Igual es la tortilla de patata, que tiene una digestión pesada. Igual es la patata que tiene algún ingrediente alucinógeno. Igual es el aceite de oliva con el que se frió la patata, que no es virgen ni extra. Quién me manda a mí ponerme a correr bajo el sol después de arrearme un bocadillo XXL. Le doy vueltas. “Mi hijo anda, mi hijo anda…”. No me lo quito de la cabeza. Entro en su habitación. Sin llamar. Lo pillo leyendo. Me mira como miran los que nunca han roto un plato. “Oye, ¿tú eres de ducha o de bañera?”. “Papá… de ducha… siempre dices que tenemos que ahorrar agua”. “Pues hoy vas a ser de bañera. Ya estás marchando”. Abro el grifo a tope. Choooooooffffffff. La lleno hasta el borde. Brazos en jarras. Me echo hacia detrás para dejarlo pasar. Veo mi rostro en el espejo del lavabo. Entra. En pelotillas. Sube. Se queda como subido a un escalón. Con cara de guasa. Queda a la altura de mi frente. Está, efectivamente, encima del agua. Trago saliva. “¡Nativeeeel, ven a ver esto!!!”. Mi hijo flota. Mi hijo es un bicho raro.
VI
Ahora duerme. Su madre y yo tenemos los ojos como platos soperos. Son las cuatro de la mañana. Hemos deshojado todas las posibilidades. Estamos de acuerdo. No lo llevaremos a don Demetrio. No consentiremos que hagan de él una cobaya. No empezarán a hacerle pruebas y más pruebas médicas una detrás de otra para determinar de dónde le viene su flotabilidad. No. No. No. Ante todo ES UN NIÑO. No permitiremos que lo acosen. Ni que salga en los medios de comunicación. Ni que lo exhiban como una atracción de feria. No, no,  y mil veces no. Tiene que crecer. ES UN NIÑO. Tengo un sueño agitado. Todavía le echo la culpa a la tortilla de patatas. Me despertaré y todo habrá sido una pesadilla. De repente, me zarandean el brazo. Me dan un susto de muerte. GRITO. Me engancho de la lámpara del salto. Abajo está él, el pequeño Víctor Manuel. Y con cara de apuro, me urge: “Papá, tengo pipi”.
VII
Una vez hechos a la idea, el nene flota, todo vuelve a su cauce. A su vida normal. “Jopeta, ¿no has terminado aún los deberes?”. “No… pero ¿puedo irme ya a jugarrrrr? ¿Puedo?”. No habiendo ríos, no habiendo lagos, no habiendo mares, él es un chico como cualquier otro. No hay que dejar que se meta en charcos. Agudizo el oído en casa de mis suegros. En casa de mis padres.  Creo en la genética, más que en la casualidad. Dónde están los antecedentes. Dónde. Capto al vuelo. Mi madre dice que el tío Fausto parecía que tenía la cabeza de corcho. Me lanzo a buscar fotos del tío con esa cabeza. No las encuentro. Luego, aclaro con ella que lo decía porque “tenía la cabeza hueca”. Mmmm. Lo hueco también flota. Mi madre sospecha algo: “…antes nunca te interesaba nuestra familia, Víctor, no entiendo esa obsesión tuya por preguntar tanto por nuestros antepasados…”.
VIII
He visto que ha copiado cien veces en su cuaderno: “Las personas nadan en el agua, no andan”. Es un castigo de la profesora. Me agito. Valoro ir a hablar con ella. Víctor Manuel me pilla viendo su libreta. Me pregunta: “…entonces, papá… ¿yo no soy persona?”.
CIX
Bostezo. Las tres. Y éste sin venir. Si a las tres y media no aparece, le llamo. Y le canto las cuarenta. Acumulo malhumor. Mientras viva en esta casa, tiene que atenerse a nuestras reglas. Luego que haga lo que quiera. Eeeepppp. Oigo la llave en la cerradura. Ya está aquí. Se cierra la puerta. Menos mal. “Hola… ¿todavía estás levantado?”. Callo. Me trago lo del malhumor. Miro la cara que trae. Está muy serio. Lo conozco. Algo le pasa. Sí, lo conozco. No le puedo preguntar. Me lo dirá sólo si quiere. “Buenas noches, Víctor Manuel”. Voy hacia la habitación. Ya es hora de acostarse, ya. “Papá”, me llama. Me quedo quieto. Me vuelvo hacia él. Espero. “Qué”. “Esta noche he dado una vuelta con Aroa”. “¿Y…?”. “…que me he puesto a andar sobre el estanque de los patos”. “¿…que has hecho qué?”. “…quería impresionarla, papá”. Miro al chaval. “¿…y qué ha dicho ella cuando te ha visto?”. “Creo que la he cagado, papá… porque se ha marchado corriendo”. No sirvo yo para dar ánimos ni consejos. Le pongo la mano en el hombro. Y sentencio: “…si le gustas, no te preocupes: ella volverá”. No sé si es lo que a él le gustaría escuchar. Se queda murmurando: “…la he cagado, mecagüen,  la he cagado”.
CX
En los días que corren, si se trata de impresionar-impresionar, no basta con andar sobre el agua del estanque de los patos, no. Además de andar ahí, hay que bailar claqué. Y que suene, chof, chof. Eso sí que impresionaría algo más. (…) No sé cómo explicarle que la impresión tal como llega, se desvanece. Que el deslumbramiento se apaga. Eso le toca descubrirlo a él. Me acerco a su habitación. Toc, toc. Llamo. “¿Víctor Manuel?”. Toc, toc. Llamo más. “¿Víctor Manuel, puedo pasar…?”. Me decido. Abro. Lo que temía. No está. Encuentro la cama deshecha. Se ha ido. Cagüen. Mira que se lo he dicho cien veces. Mil. Que no se fuera. Pero quiá. En estos momentos sé que él estará, con toda seguridad, con la mochila al hombro, andando ya sobre olas acolchadas, camino de la Pitusa. Irá a buscarla. Cualquier barco que lo aviste flipará en colorines. Y hará la vista gorda para no dar explicaciones. Y a cada paso que dé sobre el agua, bajo la luz de la luna gigante, estará más seguro de que no existen mares tan anchos como  para poder impedirle llegar a donde él quiere ir.
CDXI
De tanto en tanto, nos llegan aquí, a la Comisaría del Marítimo, avisos como el de este señor. Me dice que ha visto un tío “corriendo” por el agua del Puerto. Desorbita los ojos. Se atropella al contarlo. Y me enseña una foto borrosa sacada con el móvil. Con el bocadillo de tortilla de patata a medio terminar en un lado, copio con la Olivetti la declaración al pie de la letra. Arranco la hoja. Leo el texto en voz alta. “¿Está de acuerdo?”. El hombre, aún con el impacto metido en el cuerpo, afirma que sí y la firma con pulso tembloroso. “Ahora enseguida enviamos una patrulla”. Mientras el denunciante sale a tomar aire fresco, yo pido permiso al compañero de turno para acercarme hasta allí. Más que nada por si coincido. Hace tiempo que no sé de él y necesito darle un abrazo.

martes, 12 de agosto de 2014

El perdedor

 
I
Reconozco un poco que sí, que si no fuera por el tazón de chocolate no iría tan a menudo a ver a la abuela Juliana. No he probado otro igual en mi vida. Mientras yo paso los canales con el mando de la tele, ella aparece en la salita con una bandeja. Hmm… ya huele por toda la casa. Menudo pulso. Menudo equilibrio. La taza hasta el borde y no se le sale ni una espesa gota. Yo, aunque sé que me voy a quemar el gaznate, no puedo esperar, tengo que dar ya el primer sorbo. ¡Arrrggg, lo sabía: que me quemo…!  “Qué marca es, abuela, qué le pones…”. “No es ninguna marca, Eleazar… lo preparo siguiendo una receta que me enseñó mi madre cuando yo era pequeña…´”. Ya luzco un hermoso bigote marrón por encima del labio. “…pues me la tendrás que pasar a mí, porque yo, esto, quiero aprender a hacerlo…”. Ella se sienta frente a mí.  “¿Y tú no lo tomas conmigo? ¿No lo pruebas? ”. Se mira el estómago. “A mí no me hace mucha falta”. No es para tanto, es una exagerada. Me observa y me repasa de arriba a abajo. “¿Y tu reloj?”. Vaya. Se ha dado cuenta. En la muñeca queda la marca blanca del sol. “…mmm… no sé dónde está… me parece que lo he perdido”. Gesto de resignación. Era un regalo suyo. Me lamento: “Uffff, yo estoy ya harto, harto, harto. ¿Por qué pierdo tantas cosas, abuela?”. Creo que me va a decir que porque no me fijo, porque soy un despiste, porque siempre voy pensando en la luna. En vez de eso, me responde: “…porque es tu sino, hijo, por eso”. Qué. Cómo. Qué dice. “¿Cuántos años tienes. Eleazar?”. Vaya pregunta. Lo sabe. “El mes que viene, quince”. Pone sus manos regordetas encima de la mesa redonda. “…acábate el chocolate, chico… creo que te lo tengo que contar…”.
II
Ésta es mi casa.  Aún huele a nueva. Hay alboroto. Luces encendidas a estas horas de la madrugada. Trajín en la escalera. Las vecinas dicen que Juli “ya, ya”. Juli es mi madre. Bueno, está a punto de tenerme. Mi padre ha bajado las escaleras de dos en dos, en busca de la comadrona. Mi abuela ha cerrado la puerta a las curiosas que querían colarse. Ya les dirá la buena noticia cuando toque. ¡Serán cotillaaaaas! Se asoma al balcón una y mil veces. Con angustia. Este hombre no viene, no viene, dónde se habrá metido. A mi madre la calma, todo va bien, mi niña, todo está en orden. Ahí lo ve llegar. Ya era hora. La bronca que se va a llevar es de monumento histórico. Abuela Juliana, por qué me cuentas todo esto. Lo cuentas muy bien. Parece que estoy viendo, ahí con todo lujo de detalles, en primera fila, cómo vine al mundo. “Chisssss”, me dice ella, “tú escucha y calla”.
III
Manos al cielo. Pero… ¿y Transi la comadrona, se puede saber dónde está? Mi padre, sin fuelle, dice: “…que ha dicho que siendo Juli primeriza, tengamos calma y paciencia, que viene enseguida”. Doble ración de reprimenda. Por la derecha, mi abuela. Por la izquierda, mi madre. Mi padre se defiende. “¡Pero me he encontrado con alguien mejor!”. Le quitan la palabra. “No necesitamos a nadie mejor: ¡necesitamos a la co-ma-droooooo-na!”. Luego le inquieren. ¿Alguien mejor? Él, bajito, y rogando silencio con el dedo lo cuenta: “Un hada. Un hada que me dijo que se pasaría por aquí”. ¿Cómo dices que dijo, abuela? ¿UN HADA? Ella asiente. “Has oído bien, Eleazar, un hada”.
IV
Jo, qué pulmones tiene el chiquitín. Cómo brama. Eso es que tiene hambre. Huuuyyy, qué ricura. Qué guapetón. Toda la cara de su madre. Y cómo pesa. Ahora ya, si quiere, la comadrona que no venga. Para qué. No hace falta. Gu, gu, gú, gú. Mi padre se ha tenido que sentar. Le ha dado  algo, un vahído. No puede ver sangre. Mi abuela controla la situación. Arremangada. Palangana va, palangana viene. Mi madre descansa. Llaman a la puerta. Mi abuela, omnipresente, va a abrir. “…será la comadrona”. Pero no. Detrás aparece una mujer blanquísima. De arriba abajo. Se cuela. “Sapiña, te dije que vendría…”. Llama a mi padre por el apellido. Él la señala, “es ella, es ella”. Mi abuela, con todo su genio, queda paralizada. Se cuela más. ¡Abuela! ¿Se acerca a mí? ¿Quién era? ¿Quién? “El hada, Eleazar, el hada”.
V
Con su dedo, con su varita, ante todos los ojos atónitos, hace que yo deje de llorar. Ése es el primer milagro. Imprescindible para que los presentes pudieran escuchar lo que va a decir a continuación. “Oooohhhhh, pero qué niño tan guapo”, se encanta el hada. Llaman a la puerta insistentemente. POOOM, POOOM. “La comadronaaa”, dice Transi para que le abran. Las vecinas ya se encargan, ya, de anunciarle que han escuchado potentes lloros. Aglomeración en la escalera. Dentro, un silencio tenso. Mi madre. Mi padre mareado. Mi abuela. El hada. Y yo. Ya estamos todos. “….te dije que le enviaría un encantamiento al bebé y lo voy a hacer muy gustosamente…”. Pánico en la sala. “No temáis. No es nada malo”. Pánico, pánico es poco. “….ELEAZAR, ELEAZAR VAS A SER GUAPO”. Sonrisas. Bien. “…ELEAZAR, ELEAZAR, VAS A SER MUUUUY INTELIGENTE”. Bravo. Como si les hubiera tocado la lotería. “…. ELEAZAR, ELEAZAR, VAS A SER MUUUUY BUENO”. Bingo. Qué padres no desean ese trío de virtudes para sus hijos. Pedazo de hada, mi hada. “…pero…”. ¿Ha dicho “pero”? “…pero… ELEAZAR, ELEAZAR… VAS A SER UN PERDEDOR…”. Palidecen. ¿Han oído bien? Pero, ¿esto qué es, un hada o una bruja? Cagüen. Mi padre se pone en pie. Mi abuela se le quiere tirar encima. El hada o lo que sea, entonces, matiza: “…UN PERDEDOR DURANTE LA PRIMERA MITAD DE TU VIDA, YA QUE DURANTE LA SEGUNDA PARTE, ENCONTRARÁS TODO AQUELLO QUE HAYAS PERDIDO ANTES... ¡QUE ASÍ SEA!”.  Plaaam. Varillazo que te crió en todo mi frontis. La abuela Juliana traga saliva y se queda en silencio. Se está quedando conmigo mi abuela.
VI
Vuelvo a casa con el estómago pesado. Me ha sentado un poco mal el chocolate. Tres tazas son muchas tazas. La próxima, sólo dos, por favor. Menuda es mi abuela Juliana. Siempre le ha gustado mucho contar cuentos. Fabular. Tiene la casa llena de libros. A mí nunca me ha querido dejar uno. Dice que se los pierdo.
VII
Je, no me puedo quitar de la cabeza la historia que me ha contado mi abuela esta tarde. Cada vez ella está peor. Según salía por el pasillo, le he preguntado: “¿Y por qué mi padre se fue de casa?”. ¿Su respuesta? Nada menos que: “No, Eleazar, él no se fue… Lo puso tu madre de patitas en la calle el día que tú, a tus tres añitos, perdiste el peluche del pájaro loco”. 
VIII
¿Dónde narices he puesto la receta del chocolate que me ha dado hoy mi abuela?
CCIX
Ya está todo dicho. No me ha importado ponerme de rodillas, decirle a Gala que se quede. Ella ha vuelto a repetir un “tiene que ser así, Eleazar”. No puedo creerlo. Me quiere. La quiero. ¡Y se va! La pierdo, sí la pierdo. No puedo creerlo.
CCCX
Recojo el sobre. Me levanto. Cuando ya estoy fuera, el de personal, me llama. Yo me asomo de nuevo. “Eleazar… no entiendo tu reacción… estás perdiendo tu empleo… y parece que a ti te da igual…”. Una vez me contaron que un hada me dio tres dones: belleza, inteligencia, bondad… y que al tiempo, sería un perdedor. No sé por qué recuerdo ahora esos cuentos de mi abuela Juliana. Eran sólo cuentos. Al de personal ni le contesto. Salgo con mi finiquito en el bolsillo de la chaqueta. He perdido mi trabajo, como otros cinco millones de personas más en este país.
CDXI
En picado y caída libre. Así voy. Hoy me embargan. En esta espiral trágica, hoy pierdo la casa donde nací y crecí. Donde he vivido estos cuarenta y dos años que me contemplan. Uffffff. Antes de que vengan y me tiren, ya me voy yo. Los vecinos se asoman y miran como si no se asomasen ni mirasen. A modo de despedida, recorro cada una de las habitaciones. El pasillo. La cómoda del recibidor. Esa cómoda… la muevo. Detrás, polvo y ácaros con solera. Detrás, papeles.. eh… ese papel… ¡SI ES LA RECETA DEL CHOCOLATE DE MI ABUELA! No puedo creerlo. Sí, sí, sí. Me froto los ojos. Lanzo un grito. Otro. Los de los otros portales piensan que me he trastornado del todo. Es que ahora canto a todo pulmón, “¡HADA CABRONA, OÉ, OÉ, OÉEEE!”.

domingo, 3 de agosto de 2014

Veremos en qué pensamos



Acalorado. Así llega Sacha. Con la palma de la mano, se enjuga el sudor de la frente. Mira. Fija la vista. Advierte que Edurne ya está allí, sentada en el banco de la avenida, con cara de aburrida. Se lanza a la carrera. Ufffff. Frena en seco. Casi derrapando. “¡Ya me iba!”, le reprende ella enseñándole la hora en el reloj. “Disculpa”, se justifica él resoplando, “tu hijo mayor tiene la culpa… le quedaban por hacer unos problemas de Física Cuántica y se los tenía que revisar ahora, precisamente ahora”.  Se sienta a su lado. “En eso se te parece, Sacha”. “¿En que es muy bueno en Física Cuántica?”. “No, no: en que lo deja también todo para el último minuto”. “Bueno… yo todo, todo no lo dejo… al final siempre llego a tiempo”. Silencio. Mirada con mirada. Gana ella. Él baja la cabeza. Reconoce: “…bueno, vale: llego a tiempo CASI siempre”. “Además, tú tampoco eres tan bueno en Física Cuántica”. “Edurneee, por favor,  no me saques ahora que yo me copiaba de ti en los exámenes”. Sonríen. Pausa. Él retoma el tema: “…tienes que estar preparada, porque éste, cualquier día se nos va de casa”. “…oye, a lo mejor, el que no está preparado para eso eres tú”.  Él se rehace del toque en la línea de flotación: “Bueno: al ritmo que lleva la chiquilla trayendo libros a casa, al final los que nos vamos a tener que ir somos todos porque no quedará pronto ni un centímetro cuadrado libre”. “Eh, eh, que tú siempre has dicho que los libros no te dan pena, no te quejes”. “Ya… pero es que están hasta debajo de la cama, en el pasillo, amontonados al tuntún… pero es que aún no ha terminado de leer uno y ya ha traído tres…”. “…pues, chico,  tendremos que vivir en una casa más grande…”. “¿He oído bien? ¡Si no la tenemos ya es porque tú no quieres!”. Mirada con mirada. Gana ella de nuevo: él parpadea primero. “¿Necesitas una casa más grande, Sacha? ¿Quieres un coche nuevo? ¿No quedamos en que era esto lo que buscábamos?”. “Hm, hm: esto era lo que queríamos”, acepta él. Ella lanza un suspiro. “Bueno… Se hace la hora de volver al trabajo”. “Bufff, mi hora también”. “Qué asco. Cualquier día mando a todos los de la oficina a freír espárragos”. “El día menos pensado yo hago lo mismo”. “Veremos qué hacemos entonces”. “Sí: Veremos en qué pensamos”. Un gesto, apretando los labios, a modo de despedida. “Nos vemos luego… en casa”. Otro con la mano, ligeramente levantada. Un silencio comprometido. “¿Sacha? Me ha gustado mucho la rosa que me has dejado esta mañana”. La saca de la bolsa. Muestra la flor. “Amarilla, como a ti te gustan”, apunta él, azorado, como si no la viera. “Gracias...”, le dice ella en un susurro. Dan uno, dos, tres pasos en direcciones opuestas. Ahí se giran a la vez. Faltaba aún una pregunta. “Mmmm… Edurne… ¿a ti también te han dado una carta de la dirección?”. Afirmativo. Ella encoge los hombros, con un expresivo: “Veremos qué hacemos”. Él lo suscribe convencido: “Sí: Veremos en qué pensamos”.
* * * * *
Asunto: Peligros de una imaginación exacerbada.
Queridos padres de Edurne...
* * * * *
Asunto: Peligros de una imaginación exacerbada.
Queridos padres de Sacha…