domingo, 29 de junio de 2014

Entre colas

 
I
Atasco habemus. Ya no sé cómo ponerme. Me aburre la música. Me aburre la radio. Se me pega el culo y la espalda al asiento. Llevamos aquí parados una pila de minutos. Por quéeeee. Serán obras. Será que ha habido algún accidente. O no será nada. Mi madre le dice a mi padre que él siempre se pone en el carril de los lentos. Cansancio, sed. No quiero pensar si me entran de repente otras cosas. Cambiemos pues de pensamiento. Pissss, pisssss, pissss.  ¡Cambiemos de pensamiento, he dicho! Mira a esa chica. La del coche azul. Caray. Qué guapa. Le hago un gesto. La saludo. ¡Hey, me lo devuelve! Le sonrío. Nuestro carril avanza ahora un poquito. Estiro el cuello. La sigo viendo. Mmmm. Ellos mueven también. Ya están a nuestra altura. ¿Y si le hago caras de payaso? Total, no la tengo que volver a ver nunca. UUUUHHHHHHH. ¿Ves? Se ríe. Se parte. Voy a seguir. Pega su nariz al cristal y… ¡me saca la lengua! Je, je. Qué bueno. Brooommm. Broooommmm. ¿Eh, pero qué pasa ahora? ¿Nos movemos ya? ¿Tan pronto? No me da tiempo, no me da ni para decirle adiós… Pataleo. Mi madre acalla mi protesta: “¡Fausto, recontra, antes te quejabas porque estábamos parados, y ahora porque nos movemos… ¡ya está bien, hombre, que no hay quien te entienda!”. Jolines… es que nos hemos movido para volver a quedarnos otra vez parados en dos kilómetros, en un punto donde a ella, que ha pasado por delante,  ya no puedo verla. Pisss, pissss, pissss.
 
II
…él me lo había advertido: “esto está a parir… ¿de verdad que te quieres poner en la cola?”. “Sí, sí, sí y sí”. Con firmeza. Con determinación. Ha resoplado, buscando la sombra de unos cañizos y, apoyándose en un poste, ha releído en voz alta un cartel que dice: “Desde aquí hasta la atracción, dos horas”. Eso es por si me arrepiento. Yo aquí estoy. Serio. Firme. Conformado. Empujando con la mente a los que van delante para que se den prisa, para que me dejen subir al Tren Fardástico. Calor. Agobio. Sudor. Humanidad. “¡Papá, agua;  papá, agua!”. Del fondo del fondo de la mochila, mi paciente padre ha sacado una botella caldosa. Mientras amorro, ahí, en esa fila, dos zig-zag más atrás, la he visto. Glup. A la del coche azul. Me atraganto. Y se me va el trago por la nariz. Mientras toso, con un gesto, le digo que avance, que venga a donde estoy yo. Y me hace caso. Sus padres detrás. La gente se rebota, “…eh… eh ¡que ésa se cuela!”. Y yo alzo la voz, “que no, que viene conmigo, que es mi amiga”. Mi padre se agacha y me pregunta furioso: “¿Tu amiga? ¿Desde cuándo?”. Yo me acerco a su oído y le contesto: “…desde antes, desde el atasco que nos ha traído”.
 
XX
Debajo del letrero “Otra fila” se arremolina y espesa ya bastante gente. Allá que voy. Con mi parsimonia. Tengo la tarjeta de embarque en el bolsillo de la camisa. Sin prioridad, sin asiento asignado. Pero qué más me da. Vamos a caber todos igual en el avión. El vuelo que hemos de coger aún tiene que aterrizar, descargar pasaje y entonces será cuando nos empiece a embarcar a nosotros. Miro el reloj. Retraso de una hora. Me duelen las piernas. Detrás, la cola que se prolonga treinta metros y más. Mira a esa chica. La que va arrastrando su maletita con ruedas. Como si lo de ponerse detrás del último no fuera con ella. Un “chisssss, chisssss, haga cola” suena por detrás. Entonces la reconozco. Glup. Es ella seguro. Lo que no sé es si se acordará de mí. Antes de que empiecen a comérsela viva, intervengo y le digo: “…menos mal que estás aquí ya: me estaba empezando a preocupar porque no venías”. La gente se apacigua. “Viene conmigo”, aclaro a toda la concurrencia. La chica me sonríe, “es por el taxi, que ha pillado a-tas-co”. Ahora la supervisora nos comprueba el equipaje de cabina. El de esta chica no cabe en la plantilla ni de coña. Uf, qué momento delicado. Ella abre la cremallera, saca un libro por encima de su ropa bien plegada. Me ofrezco a llevárselo. Me lo tiende. Cierra y prueba de nuevo sin este lastre. Ahora sí que entra. Adelante sin problemas. Entonces me saca la lengua, como cuando estábamos en el atasco. Me deja sin habla ¡Definitivamente me ha reconocido! Oye, el libro pesa lo suyo. A ver qué lee. Es  “El libro de las Ocurrencias”. Mmmm. Habrá que darle una oportunidad. Lo mismo es interesante.
 
XXX
No sé yo si lloverá. Sopla un viento desagradable que, de tanto en tanto, arrastra una arenilla que nos atiza de lleno a los que estamos guardando una fila que no se mueve a este lado del estadio. Como la pólvora corre la voz de que no habrá entradas para todos. Y eso que su venta está limitada a sólo dos por persona. Pero también puede que se trate de un bulo malintencionado para que la gente se desanime y se vaya por donde ha venido. Por eso, de aquí no se mueve nadie. Las hormigas avanzarían más deprisa que nosotros, que llevamos aquí seis horas. Tras la esquina, el raso donde no llega el vendaval, la tregua. Tras la esquina, ya falta menos, paralela a la fila, la veo. A ella otra vez. Uffff. Cuánto tiempo. Y la llamo. “¡Eh, oye!”. Los de atrás se mosquean. Me planto: “de verdad, que viene conmigo”.  Se me acerca. No se lo puede creer. Otra vez yo. “Qué pequeño es el mundo… siempre te encuentro haciendo lo mismo”, exclama. “Es que la vida es una cola”, sentencio, “siempre estamos esperando a que nos toque el turno”. Filosofía de la mía. Goterones como monedas empiezan a caer. Abro el paraguas. Nos refugiamos bajo su círculo. Nunca hemos estado tan cerca. Tanto. Rebusco en mi bolsillo. El reproductor mp3. Le ofrezco mis auriculares. Los compartimos. Uuuuuaaaaauuuuuhhhhh. Bajo la lluvia. Se sabe la letra. Y canta, canta muy bien, no como yo. Termina la cuarta canción cuando llegamos frente a la taquilla. “Tú primero”, le ofrezco. Sí. Pide. Compra dos entradas. Resulta que son las últimas. A mí, la de las taquillas me dice: “lo siento”, mientras baja la persianilla. Por detrás silba la gente. Se altera. La lía. Yo, tras una despedida, “hasta la próxima cola, por supuesto”, me doy la vuelta. Y estoy contento, tan contento por haberla visto, que parece que hubiera sido yo el que se lleva las últimas entradas.
 
XC
Conocí a tu madre, sí. En un atasco de domingo. De eso hace muuuuucho, mucho tiempo. En esta foto que sacó mi padre me verás con ella, de niños. Estamos sentaditos en el Tren Fardástico. Aunque te parezca raro, los dos coincidíamos siempre en una cola u otra. Y de eso éramos amigos. Este libro me lo dio una vez que íbamos a coger un avión, porque no le cabía la maleta en la plantilla. Quería hacerte saber que nunca me perdonaré haberle dejado comprar esas entradas que eran las últimas… Aquella avalancha tenía que haber caído sobre mí… Lo siento. Lo siento. Lo siento. Ya me voy. Gracias por haberme escuchado. Puedes quedarte con la foto y el libro. Yo… sigo haciendo colas, como siempre. Ahora me voy al ambulatorio. Y allí seguro que me paso todo el día. A veces, me giro, y te juro que creo que la voy a ver… Perdona, pero… ¿puedes por favor sacarme la lengua?

domingo, 22 de junio de 2014

Lo veo venir

 
I
¡A ciento treinta y cuatro! ¡Otrooo más! ¡Y mira: mira ése cómo viene…. A ciento cincuenta y tres! ¡Pero qué mala bestia! Es lo que yo digo: si se pusiera aquí, arriba de este puente,  la guardia civil, como me pongo yo,  con un radar… en un rato hacía la caja de un mes. No hay un solo coche que vaya a menos de cien. Ni uno. Me escuecen los ojos ahora. Llevo aquí toda la tarde. Aquí transcurren mis horas muertas. Mis jornadas vacías. Resoplo. Trago saliva. Algún día pasaré página y olvidaré que he sido piloto… que he ido muy deprisa… que he ganado carreras… y casi un campeonato. Ahora, de repente, no soy nadie. Con los ojos empañados nuevamente, recojo mis bártulos. Se está nublando y lo mismo llueve. Algún día asimilaré que me tengo que dedicar a otra cosa. Buffff. Hablaré otra vez con mi primo. Casi le insulté cuando me ofreció ser el conductor de una de sus ambulancias. “Pero tú a quién te crees que le estás hablando…”. Iré con humildad. “Si todavía está en pie tu oferta… cuándo empiezo”. He de levantar la cabeza. Caen gotas. Osti, osti, osti… ¡Ése no iba a menos de ciento setenta! ¡Qué capullo! ¡Se creerá que por ir más rápido va a llegar antes!
II
La sirena suena a toda potencia. Pido paso. Los coches atascados se abren como si fueran las aguas del mar muerto en el antiguo testamento. Vamos, vamos, vamos. Avanzo. Mis brazos templados sujetan el volante. La línea que separa la vida y la muerte es muy estrecha, tan sólo mide unos segundos. Detrás oigo los gritos de mis compañeros, que se afanan conteniendo una herida imparable en un cuerpo roto. El Hospital está ahí mismo, enfrente. Se levantan las barreras. Freno. Hemos llegado. Espero que a tiempo. Una mano amiga me toma el hombro. Es Paulino, el médico de la unidad. Estoy pálido como la pared. Me sonríe. “Saldrá adelante”, me dice, “…pero Chencho, tú nos has mareado a todos, menudas curvas, menudos acelerones… ¡recuerda que no estamos en la fórmula uno!”.
III
Por lo visto, el médico le dijo: “agradézcaselo a la ambulancia que le trajo, si no, no lo estaría contando ahora mismo”. Será por eso que un mensajero ha traído hasta la puerta de casa un jamón pata negra con un mensaje de gratitud. A mí, la verdad, el gesto me ha emocionado más que si estuviera levantando la copa de un Gran Premio. Mirándome al espejo, he alzado el jamón, siete kilos nada menos, y he sentido una ovación interna tremenda. He imaginado la bandera ondeando entre el cielo y las nubes. Con el corazón más revolucionado que el motor de mi bólido. Han sido unos segundos nada más. Chas, chas, vuelta a la realidad. He bajado de esas nubes y he bajado el jamón a nivel del suelo. Y lo he cargado en el maletero. Lonchita a lonchita, lo compartiré con mis compañeros. Con esa pinta y con el saque que tenemos todos, batiremos el récord mundial de velocidad jamonera seguro.
IV
Me dicen que nos puede caer una sanción. Por haber salido sin recibir ningún aviso. Paulino está mosqueado. Yo conduzco absorto. Tenso. No sé por qué les he dicho que teníamos que ponernos en marcha ya, ya, ya. Intuición. Sexto sentido. Pálpito. Es que lo veo venir. CRASSSSSSHHHH. A veinte metros se acaban de dar una castaña tremenda. Y nosotros estamos justo aquí, para ayudar. Oportunísimos. Clic. Sirena naranja en marcha. Alláaaaaa vamooooooooosssss.
V
Intento no quedarme con las caras de los accidentados a los que auxiliamos. Pero esta vez no he podido. Ella era tan… angelical. Su rostro aparece en mis sueños. Pensaba que ya estaba curtido. Inmunizado. Pues no. No. No. Por la mañana he cruzado los pasillos que me llevan a Cuidados Intensivos. Me he interesado. Se llama Hildegard. No se sabe. Hay que esperar. Resiste, criatura, aguanta. Tú eres fuerte. Vuelvo hacia el parque de ambulancias. Me cruzo con Paulino. Me pregunta. No le contesto. Pero como me conoce algo, ya sabe de dónde vengo.
VI
Las mejores historias no se escriben. Se viven. Hildegard mejora muy poco a poco. Con fuerza de voluntad. Sacrificio. Quién dijo que fuera fácil. Conduzco su silla por el parque del viejo cauce. Vigilando los socavones. Los baches. Con  primor. Esto tampoco es un bólido. Vuelve el color a su cara. Y su sonrisa. Para ella soy lo que soy. No lo que fui. Ni lo que tengo. Ni lo que no hago.
VII
“Chavales: ¡en marcha!”. Se levantan, pero no con el ímpetu de las primeras veces. Lo noto en sus gestos. “Hey, qué os pasa”. Casi silencio como respuesta. He encarado mi vehículo por un camino forestal. De tierra. Paulino se asoma: “¿Por aquí? ¡Si por aquí no pasa nadie…!”. Ya. Pero no sé. Algo me dice. Lo veo venir. “Bueno. Esperamos un poco y si no…”.  Si bajamos la ventanilla, respiramos el aroma de los pinos y escuchamos el trino de los pajaritos. De repente, PLOOOOMMM. Un ultraligero se acaba de estampar contra el suelo en nuestras mismas narices. Voilá. Los compañeros, mientras salen en estampida a recoger lo que queda del herido caído del cielo no pueden evitar su mosqueo. Yo pongo cara de circunstancias. Me miran raro. La verdad, no entiendo por qué.
VIII
Está muy seria. Venga, Hildegard, dime qué te pasa esta tarde. Al final, dispara: “¿…tú no te das cuenta de que todo el mundo dice de ti que eres Chencho el Gafe, que por donde pasas, promueves y provocas los accidentes?”. Me pongo como una moto. Carámbanos. Mundo al revés ¡Pero si es justo lo contrario! ¡Si es un  no sé qué, una intuición especial la que me dice que algo va a pasar! ¡Pero si, ya que no se pueden prevenir los desastres, lo menos malo es que nosotros estemos ahí, al quite, como las ambulancias que montan guardia en una plaza de toros un día de corrida! Uf, uf, uf. Hoy nuestro paseo es más corto que nunca. No hay sonrisas cuando la devuelvo en la puerta de su casa. Sólo hay una leve despedida. Lo peor, lo que me remueve por dentro, es que ella pueda pensar que yo, no soy quien la condujo hacia el hospital cuando volvió a nacer, sino que por el contrario, soy una parte muy implicada en su terrible accidente. 
IX
A noventa y ocho. Mmmm. A noventa y cuatro. Desde que he vuelto aquí arriba, a mi puente sobre la autovía, es que no ha pasado ni uno a más de cien. Rumio hablar con mi primo de nuevo. Darle las gracias por la oportunidad recibida. Y decirle que lo siento, pero que yo me voy a buscar la vida por otro sitio. Ya veré en qué y por dónde. ¡A sesenta y seis!¡Eso no era un coche, era una tortuga con ruedas! Al principio se me ha pasado por la cabeza que, a fuerza de ser crujidos a multas, los conductores se han moderado. Pero quiá, va a ser que este radar portátil mío, se ha descalibrado por el tiempo que hacía que no lo usaba. Seguro que es eso. Sí. Hablaré con mi primo. A la primera que pueda.
X
Ayudada por unas muletas, Hildegard da sus primeros pasos. Buscamos la sombra. Buscamos un banco donde sentarnos. Llevo toda la tarde con un run-rún que me es conocido. Un run-rún creciente que apuntaba hacia el puerto. Pero me he contenido. He intentado borrarlo de mi cabeza. Efectivamente, al cabo de un rato, mientras seguíamos sentados en ese banco, he escuchado el sonido familiar de unas sirenas en aquella dirección. Hacia allá irán mis antiguos y esforzados  compañeros. Hildegard me da la mano. Y yo aprieto la suya contra la mía. Desde que ya no conduzco me va mejor, mucho mejor, pero interiormente aún mantengo un gran debate. Y es que no sé si estaré haciendo lo correcto ahora que, cada vez que lo veo venir, lo dejo pasar.

domingo, 15 de junio de 2014

Nostalgia de ti

 
I
Luego dicen que tengo malas pulgas. Pero es que lo poco gusta y lo mucho cansa. “…eh, tío Aquiles, ¿cómo tienes el talón?”. Y si encima, viene acompañadito de una palmadita en la susodicha parte, ya me revienta. Me reboto. Me encaro con el gracioso de turno: “¿Por qué no te tocas donde yo te diga?”. “Bueno, chico, bueno, perdona… no es para que te pongas así…”. Ni perdona ni nada. Me pongo como me da la gana. Ya está bien. Esto, o se corta de raíz, o se me va de las manos. Joder, todos los días lo mismo. Hasta aquí. Voy encendido. Acaba de sonar la sirena en la fábrica. Dejamos las herramientas y salimos en silencio hacia el Bar. Media hora justa para el almuerzo. Busco la mesa de siempre. Con la ensaladita. El vino. La gaseosa. Cuando me abro paso con el bocadillo envuelto en papel de plata bajo el brazo para llegar a mi sitio, noto que me tocan por detrás: “¡…Aquilesssss! ¿Y tu talónnnnn?”. Me doy la vuelta. Me cago en todo. Me ciego. Cuento tres. Una, dos y… En ésas veo que es Irene. Glup. A Irene no. Buffff. Por una décima de segundo. Por un pelo. Freno en seco. Fuerzo una sonrisa. “Je, je. Ahí estamos, con el talón como un roble”. Irene. Qué poquito me ha faltado. Irene puede decirme lo que quiera. Irene puede.
II
Alguien se lo dijo. Y entonces ella me buscó. Y por eso la conocí. “¿Aquiles? ¿Tú eres de Gorroperdido??”. La miré. No me esperaba esa pregunta. “Bueno, sí”. “¡Yo también!”. Ahí es cuando vino eso de qué pequeño es el mundo y qué grande Gorroperdido, el pueblo que nos trajo a la vida. Chispitas en los ojillos. Le pregunté: “¿Y tú eres…?”. Ella me aclaró: “…yo vivía en la calle del Flit… y mis padres trabajaban en los Ultramarinos de la Torre”. Me llevé la mano a la barbilla. “Qué mal me sabe. No consigo recordar… es que yo soy despistadísimo para eso de las caras y los nombres…”. Pero daba lo mismo…  Qué gozo, qué grande, tener a alguien tan próximo estando tan lejos de casa. La distancia une. Sin duda. A lo mejor, si ambos siguiéramos en el pueblo, no nos haríamos ni caso, no nos miraríamos ni a la cara y pasaríamos de largo. Pero, aquí, tan lejos de casa… qué perspectiva tan diferente. Le dije: “Oye, lo que necesites, ya sabes: aquí estamos”. Aquí estoy. Desde entonces. Y no imagino la vida sin Irene conmigo.
III
Solemos quedar en el Liberto. Las cervezas no se nos suben a la cabeza. Gorroperdido un poco sí. Nuestras conversaciones son monográficas. Ser de Gorroperdido se nota, se lleva, se siente. Todo es Gorroperdido. Le llevé unas fotos que conservaba de allí. Le entusiasmaron. “¡Uauuuuhhh! Qué cambiado está todo desde que no voy…”. “Sí: mira… al hacer el alcantarillado de la calle Mayor, aprovecharon para adoquinarla devolviéndole el aspecto que tuvo en el siglo diecinueve…”. Me las pidió para mirarlas con más detalle. Yo se las dejé. Sin ningún problema. Aún no me las ha devuelto. Y no me atrevo a pedírselas. No pasa nada. Están, desde luego, en buenas manos.
IV
Estampas de Gorroperdido. Cuando hablamos, Irene y yo coincidimos en los escenarios. La Iglesia. La ermita. El Lavadero. La Escuela. El viejo cine. La discoteca. Pero disentimos en los personajes. Quitando del cura, don Pepe, y del alcalde, Gregorio, un cacique rodeado de estómagos agradecidos… no tenemos conocidos comunes. Eso es normal: don Pepe y Gregorio han estado siempre, mientras que los demás hemos ido yendo y viniendo.
V
Fuera de las cristaleras del Liberto diluvia. Hemos cambiado las cervezas por algo calentito. Irene está tristona. “…en días como éste… echo de menos no estar allí… ¿tú no?”. Cierro los ojos. Qué le digo. Que no tenía de qué subsistir. Que las piedras no se comen. Que los de mi quinta nos hemos ido todos fuera a buscarnos la vida. Que, aquí, al menos… No, eso no. Me lo callo. Ella espera mi respuesta. Le acabo diciendo: “…lo que yo tendría en Gorroperdido, sería nostalgia de ti”.
VI
Llego un pelín tarde a puerta del Liberto, lo sé. Ella me mira con advertencia incluida. Pero el motivo de mi retraso vale la pena. Sin preámbulos, dejo los billetes encima de la mesa. No digo lo que me han costado ni cómo los he conseguido. “¿Qué es esto, Aquiles?”. Lo pregunta, pero lo sabe. Esto es una escapada a casa. A Gorroperdido. Noto cómo la piel de sus brazos se pone de gallina. Me lo contagia. Me da un beso. Mentiría, y mucho, si dijera que eso no me lo esperaba.
VII
Las manos en los bolsillos. El cuello subido de la chaqueta. La cabeza agachada. Recorro las callecitas de Gorroperdido. Aquí, allá, me reconocen “¡Eh, Aquiles, qué alegría de verte! ¿Qué has venido, a pasar unos días?”. Sí, unos días. Luego, típico local, la patadita en los cataplines: “¿Y qué, cómo sigue tu talón?”. A veces me callo, a veces disparo animaladas, sapos y culebras por la boca. “…mi talón, como tu culo”. Hago fotografías en cada rincón. Tengo la sensación de que todo es nuevo, todo desconocido. Y ya no pregunto a nadie por la calle del Flit. Ya no pregunto a nadie por los Ultramarinos de la Torre. Y menos, pregunto a nadie por aquella muchachita que vivía en una calle que no está y se llamaba Irene. A la tercera vez que lo he intentado y me han puesto cara de “quién dices qué”, he desistido. No quiero que piensen que me la he inventado. Trago saliva. Murmuro: “Nostalgia de ti”. Sigo andando. No me pregunto tampoco por qué ella, a última hora, no se vino conmigo. Lo que tengo claro es que, cuando la encuentre de nuevo en el Liberto, cuando la vea, sí le daré recuerdos del pueblo entero, que la echa de menos.

domingo, 8 de junio de 2014

Valgo por lo que callo





I
“¿Te acuerdas de mí?”, me pregunta Cynthia. Ufff. La duda me ofende. La he reconocido al instante, nada más verla, cuando ha aparecido entre el claroscuro de la penumbra. Imposible olvidarla. La alegría me ha estremecido. Qué quiere que le diga. Los años han pasado para todos. Estaremos un poquito más oxidados, sí. Como si supiera que la he estado esperando, lo más importante ahora, es que, ella, después de tanto tiempo ha vuelto y está aquí conmigo.
II
Hemos salido a pasear por donde solíamos. Con otro paso, eso sí. No estoy yo para aquellos trotes. Aire fresco y tal vez demasiado frío. El viento alborota su cuidado pelo. Unas gruesas gafas cubren sus ojeras. Su pulso se mantiene fuerte. Puede que no sea tan firme. Pero eso tiene que ser fruto de la fuerte emoción que siente. Hemos llegado justo a tiempo para el atardecer. Junto al mar. Frente a nosotros, el sol se esconde. Uauuuuhhhh. Sabía, sabía que ella querría venir aquí. No, no me ha contado nada. Y sí, sí que la he notado preocupada. Para quitar tensión al momento, guardo en mi memoria, el Rama Lama. “¡Rama Lama!”. Ella ha puesto gesto de sorpresa. “¡Rama Lama!”, he repetido. Ahora sí, con una sonrisa, se ha dejado llevar y ha contestado el “Ding Ding Dong” que tocaba. Y a grito pelado, conste que no distorsiono, he continuado con el uuuuuhhhhh, uuuuuuuhhh correspondiente, en falsete. Los que nos hayan oído pensarán que estos carcamales están locos. Pero que arreen. Más son ellos.
III
A mí no me molesta que Cynthia se haya dormido bajo la luz de las estrellas. Vigilo su pulso dulce vencido por el cansancio. Lo que me preocupa es que pueda coger frío con el relente. He tosido un poco. Psé, psé. Disimulando. Entonces ha despertado sobresaltada. “Huy, qué tonta”. Se ha recompuesto. Y poco a poco, entre farolas medio apagadas por la crisis, hemos reemprendido el camino de vuelta. Cuando me ha dejado, he entendido que Cynthia ha reaparecido después de tanto tiempo para despedirse.
IV
Si se creen que, a estas alturas, voy a asustarme, van listos. Qué manera de irrumpir con tanto estrépito. De rodearme. De no saber qué hacer conmigo, hasta que uno de ellos, que parecía más jefe, les ha ordenado: “Cogedlo”. Porque eran ocho a la vez. Así ya podrán. Si no, ya digo yo que estos energúmenos no me mueven a mí ni un milímetro.
V
Lo voy entendiendo. No estábamos tan solos en nuestro último atardecer. Nos siguieron. Ellos piensan que Cynthia me dejó algún secreto inconfesable. No la conocen. Verla de nuevo para mí fue todo. Pero decirme, no me dijo nada. Y si así fuera… conmigo estaría a buen recaudo. Lo que entre nosotros ha pasado, entre nosotros ha quedado.
VI
Me han dejado desplumado. Casi sin aire. Por si así muestro síntomas de flaqueza. Me han registrado hasta lo que no tiene nombre. No han encontrado nada de lo que buscaban, por supuesto.
VII
Ahora me acaban de conectar a una máquina que debe de ser “de la verdad”. Electrodos con ventosas pegaditos en todas partes. Cosquillitas al principio. Luego pica. Y después acaba quemando. Mientras ahogo un grito, ellos están atentos a lo que les marca un monitor. Van listos. Maquinitas a mí.
VIII
Oscuridad absoluta. Silencio. Olvido. Seguro que todo esto es para que me ablande. Valgo por lo que callo, me repito, no por lo que digo.
IX
Reconozco que esto mío ha sido un acto de chulería. Después del tiempo que llevo encerrado, sorprenderles con el canto del RAMA LAMA DING DONG a todo meter, era algo que a estas alturas no esperaban. Uno de ellos, vándalo donde los haya, me ha acallado del todo dándome con una barra en todo el morro. Pedazo de bestia.
X
Sí. Valgo por lo que callo. Pero ojalá supiera lo que ellos creen que sé, para que así mi sacrificio fuera totalmente auténtico.
XI
Se ha hecho de nuevo la luz. Lo que queda de mí debe de ser una piltrafa. Fin de la fiesta. Se acabó lo que se daba. Entran tres energúmenos. Me llevan a rastras. Fuera es de día. Me cargan. Cobardes. Ya podrían.  Empiezo a entender. Que ya no les sirvo hable o no. Que éste es mi último viaje. Que no habrá más puestas de sol. Me digo ahora lo que escuché en mis mejores tiempos con Cynthia… “más vale una derrota con honra que cien victorias sin honor”.  Frenan en seco. Dan voces. Ufff. Me dejan caer a plomo. Crujo. Muerdo el polvo. “Ahí os dejamos esta chatarra”, gritan sacudiéndose las manos. “Ahora la recogemos…”, responden desde dentro. Ni pestañeo. En unos segundos seguramente perderé la noción de ser quien soy. Antes, aún me da tiempo de leer el letrero que se levanta junto al poste. Y ya les vale. Ya podrían haberme traído a otro sitio. Se habrán quedado descansados dejándome en “Desguaces el Cascao”.


domingo, 1 de junio de 2014

He sido yo

 
I
No me hace caso. Ni se da cuenta ninguna de las mil doscientas veces que cruzo por delante de ella. Es que ni sabrá que existo cuando intento sentarme cerca. Tendría que pasar algo importante para que Daniela se fijara en mí. Tal vez si mis hormonas del crecimiento hicieran horas extra y, de la noche a la mañana,  yo apareciera un día en clase agachándome por la puerta para no darme con la cabeza, en lugar de aparecer como ahora de puntillas y oliendo los sobacos de los demás. Entonces sí… Daniela me miraría, se admiraría: “qué chico más alto y guapo”, y se me acercaría. O tal vez si mis cuerdas vocales se templaran, y mi voz se viera acompañada del don de la palabra, en lugar de quedarse atarantada y llena de monosílabos. Entonces también… Daniela me escucharía porque yo le diría cosas con sentido. O lo mejor, la traca, tal vez, si tuviera una oportunidad para demostrarle lo que soy ahora mismo capaz de hacer por ella… si pudiera salvarla en un lance peligroso... entonces, no importarían ni mi altura, ni mi locuacidad… a ella le importaría solamente yo y yo tal como soy. Íñigo, un héroe modesto. Uffff. Abro mi carpeta. Guardo mi tebeo del Guerrero, puesto del revés para que no me lo vean y me levanto para salir. Paso otra vez por delante de ella, cabeza alta, pecho erguido,  y… lo que ya sé: que no me hace ni caso.
II
Estoy harto de biblioteca. Es la hora. Ahora, al examen de Física. Cuando llego a la altura del Hall, escucho jaleo. Qué pasa. Ostras… si son los de mi clase. Se arremolinan en torno al despacho del director. Pitos. Voces. Tenedores y cucharas batiendo en platos de aluminio. CLINC. CLINC. CLINC. Qué es esto. Escandalera. Una protesta en toda regla. Y yo sin enterarme. “No queremos división. NO-QUE-RE-MOS-DI-VI-SIÓN. NO QUEREMOS DIVISIÓN”. Esto qué es. Me arrimo. Es que dijeron el otro día que para el curso que viene nos van a disgregar en tres grupos. Pero… ¿y tanto jaleo por eso? Los de los otros cursos pasan, nos miran, un poco alucinados, un poco divertidos. Daniela está en primera fila. Qué atrevida. Me abro hueco, a su lado. Esto se calienta por momentos. Ahora vendrá el director, que ya lo habrán llamado, y con un par de gritos, nos pondrá firmes, a ver quién se hace el valiente entonces, todo el mundo callado y a clase. NO QUEREMOS DIVISIÓN. NO QUEREMOS DIVISIÓN. Efectivamente, por detrás aparece. El Montero. Y no trae buenas pulgas. Sus palmadas al aire, su llamada al orden,  en principio no amilanan a nadie. Ahí es cuando se alza su mano. La de Daniela. Cuando lanza una piedra hacia la cristalera naranja. CRASSSSSSSSH. Se hace el silencio repentino y absoluto. Parece que no es nada. Que el cristal es irrompible. Y veo mi reflejo junto al de Daniela. Pero esa visión dura un segundo. Aparece una grieta. Y luego otra. Y luego toda una superficie se divide en dos mil pedacitos. Glup. Tenemos al Montero delante. Le va a estallar la garganta. “¡VÁNDALOS, SALVAJES! ¿ASÍ ES COMO QUERÉIS ARREGLAR LAS COSAS?”. Ahora no se oye un alma. Nos escruta a todos. A los veintipico que allí estamos. “¿QUIÉN HA SIDO?”. Mira a Daniela. No, a ella que no le toque un pelo. A ella no. “HE SIDO YO”, digo dando un paso adelante. Estupor. Murmullos. Ahora, ahora es cuando espero a Fuenteovejuna. Espero que todos den un paso adelante. Que todos digan al unísono: “He sido yo”. Venga, ciudadanos de Fuenteovejuna, por favor, no se me retrasen. Pero no. Nadie dice nada. Todo el mundo quieto. Todo el mundo estatua. Glup. El Montero me coge del brazo con fuerza. Tira de mí. Me hace daño. Me arrastra hacia dirección. Durante un segundo, mi mirada y la de Daniela se cruzan. Esas miradas nuestras valen un mundo.
III
Lo que más me duele es el abatimiento de mi padre. Hundido en la silla, me pregunta: “¿y eso por qué, Íñigo?, ¿Dónde has visto tú que en esta casa haya el más leve gesto violento?”. Mis ojos vidriosos aguantan las lágrimas. Mi boca sigue cerrada. Mi padre traga saliva y carga con mi colección de tebeos del Guerrero, que irán directamente al contenedor de la basura. “…me has decepcionado”, dice saliendo de mi habitación. Aquí hay un enorme vacío. Cuando ya no me oye, murmuro: “…papá… seguro que tú hubieras hecho lo mismo”. No, aún no me arrepiento de haber dicho que fui yo. Pero, uffff… cómo me escuece.
IV
Por la factura que han pagado mis padres, el cristal debía ser de Bohemia. Y grabado con incrustaciones de oro, debía tener el Quijote escrito dentro.
V
El colegio, cuando todo el mundo está en clase, tiene otra perspectiva. Entro en el hall. Lo primero que hago es mirar hacia la cristalera. Ya han puesto una nueva. Naranja también. Como si nada hubiera pasado. Algún profesor advierte mi presencia, pero como si no me vieran. Ya noto que soy persona non grata. Que soy peligroso. De la mano de mi padre iré a Secretaría. A recoger unos papeles. Los necesito para matricularme en el instituto. Aquí no me dejan seguir. “¡Iñigo!”. Contengo la respiración. Me llaman. Sí,  es Daniela. El corazón se me acelera. Frente a frente. Espero un gesto. Un gracias. Obtengo una nueva mirada. Con tensión. Mi padre me reclama, tira de mí, “venga, cuanto antes acabemos esto mejor”.  Girando la cabeza hacia ella, voy dentro de Secretaría. Cuando salgo con un sobre en la mano el pasillo está vacío.
XXX
Tengo el cuarenta y cinco. Aún van por el treinta. Me siento en la sala de espera. En el cuadro pegado en la pared, una enfermera con cofia reclama silencio. Miro el reloj. Me entretengo con el móvil. Levanto la vista. Me da un no sé qué. Es que, enfundada con una bata blanca, hablando con una compañera, le he reconocido. Me incorporo, salgo a su paso: “¿Daniela?”. Se detiene. Me señala con el dedo. Me reconoce: “¿Iñigo?”. Me da dos besos. Sí: Ufffff. Cuánto tiempo. “¡Cuánto me alegro de verte!”, me dice. Ella sonríe y me cuenta: “¿Sabes? Al final, nos dividieron y nos disgregaron como y cuando les dio la gana”. Bueno. Era de esperar. Pies en el suelo. Contemplo a Daniela desde arriba. Es que mis hormonas de crecimiento, aunque tarde,  se espabilaron y mido ahora dos cero tres. Y además, no me corto: me siento capaz de explicarle sin tartamudear qué ha sido de mi vida desde que no nos veíamos. Dos comodines para que ahora me haga caso. Me propone: “…podríamos quedar para recordar los viejos tiempos”. Sí, sí: ¡ella me hace caso! Me da una tarjetita con su número. De nuevo, dos besos. Mientras recupero mi asiento, escucho, nítidamente, cómo Daniela bisbea a la otra chica: “¿…tú sabes quién era éste? Sí, sí… es aquél que te conté que expulsaron de mi colegio porque lanzó una pedrada a una cristalera…”. Cuando, desde megafonía me llaman: “cuarenta y cinco, pase a consulta dos”, y yo me incorporo, la enfermera me dice: “oiga,  que se le ha caído una tarjeta”, pero yo, de verdad, creo y le contesto: “no, a mí no: será de otro”.