domingo, 25 de mayo de 2014

No me comparéis

 
SEPTIEMBRE
Oh, oh. La sirena para entrar en clase hace cinco minutos que ha sonado. Todo el mundo ha salido pitando. Y yo, todavía ando perdido por los pasillos. Es que creía que la distribución de las clases seguiría un orden lógico. Quiá. Primero A. Primero B. Segundo A. Segundo B. Tercero A. Tercero B. ¿Qué clase tendría que venir detrás? Cuarto A. La que yo busco. Donde me han dicho que voy yo. Pues no. La que sigue es Quinto A. Porras. Ahí me he dado la vuelta. He preguntado con sofoco a una profesora que no sé quién es. Y me ha dicho que me espabile, que estoy justo en la otra punta, que Cuarto A está arriba del todo. En el gallinero. Corro. Hay escaleras. Leo: “Prohibido utilizar los ascensores a los alumnos”. Uno, dos. Una lámina de una señora culona de espaldas, asomándose a una ventana, mirando el mar. Tres, cuatro. Ya, ya llego. A ver, a ver. “Cuar-to-A”. Uffff. La puerta cerrada. Ya están todos dentro. Toc, toc. Me asomo. Glup. Pido permiso. Todos me miran. Tierra trágame. El profesor se contiene. Le he interrumpido. “Llegas tarde. Pasa y siéntate”. Voy de puntillas. Todos se parten. No veo nada, pero, al fondo me parece que hay un hueco. Está pasando lista. No ha llegado a la “P”. “Pedro Pérez Prieto”. “Presente”. Ahora sí. Atento, atento, que me nombra. “Práxedes Pando Paralacena”. Murmullo. Cachondeito. Levanto la mano. Aún no me he sentado. Levanto la mano. “¡Yo!”. El maestro se para. “¿Pando Paralacena?”. Sí. Qué pasa. Ajustándose las gafas, me observa de nuevo. De arriba abajo, de izquierda a derecha. Fija la vista. “¿Tú, tú eres hermano de Policarpo Pando Paralacena?”. “Mmmm… sí”, acierto a decir. Ahora se ha hecho el silencio. Qué pasa. Cambia el gesto. Cambia el tono. “Ven, ven por favor,  siéntate aquí delante…. Montsita... ¿puedes pasarte tú detrás?”. La aludida parece que va a protestar, pero se lo guarda. Voy, voy hacia donde me ha indicado. Arrastro la silla. Me siento donde me dice,  en la primera fila. El primer día de cole. La primera hora de clase. El primer minuto. Y ya me han nombrado a mi hermano Polit. Qué tío.
OCTUBRE
Cola en el comedor. Mi peor momento. Porque la comida más mala no puede ser. Pasamos en bloques de veinte en veinte. Cogemos la bandeja sin salirnos de la fila. Aún está mojada porque no hace mucho que la han fregado. Doble de pan. Es lo único que seguramente comeré. Ah, no… hoy toca pollo. Y el pollo me gusta. ¡Bien!. Y de primero… puaggg. Sopa. Fría y tropezonadora. Antonia, la cocinera, que escancia y pone en los estantes los platos de seis en seis, me ha vuelto a perdonar la vida. Desde que, cuando le pregunté que si por favor me cambiaba la pechuga por muslo,  me espetó que si me creo que estoy en el Ritz, no he osado a pedirle nada más. Ahí llega Cadenas, el “chef”, con una enorme fuente de papas. Las papas también me gustan. Me saluda. Se vuelve hacia Antonia y tapándose la boca, le dice algo. La cocinera sonríe. Yo no sabía que ésa supiera lo que es una sonrisa. Me llama, “eh, chico”. Me entran los temblores. Qué bronca me irá a meter ahora. Qué he hecho mal. Pero no. Me cambia el plato. Muslo por pechuga. Con una montaña de patatas de propina. Si no lo veo no lo creo. Doy las gracias. Cuando empiezo a buscar un hueco en el comedor, oigo por detrás que la cocinera le dice al “chef”. “…no lo habría reconocido… es que no se parece en nada, nada,  al hermano”. Ah, carámbanos. Ahora me lo explico todo. 
NOVIEMBRE
Don Benigno, el de Educación Física, me ha señalado, “tú, Pando Caralacena, de portero. Con tu agilidad y esas manazas que tienes… las pararás todas… tu hermano Polit es muy buen portero”. Me he pasado el partido apoyado en el palo de la portería, mirando esas manazas mías tan grandes que dice que tengo. Cuando ha llegado la hora de demostrar mi agilidad, lo he hecho sin ninguna duda. Mi nariz está agradecida a que me he agachado con impresionante presteza para que el balonazo no me diera en la cara. Un gol más, un gol menos, no tiene importancia.
DICIEMBRE
No soy de correr detrás de una pelota. Prefiero sentarme en un trozo de escalera, dejando pasar el tiempo de patio, esperando a que suene la sirena para entrar a clase en la primera hora de la tarde. Desde la sala de profesores, ha salido y se ha asomado, don Julián. Hace como que no, pero me busca. Y se sienta al lado mío. Me habla del tiempo. De las hojas que el viento arrastra este Otoño. De la luz del cielo. Del gris de las nubes. De la fotografía. Del club de fotografía del colegio. “Práxedes… ¿y a ti se te da tan bien la fotografía como a tu hermano Polit?”. Encojo el cuello. Ni sí ni no. Ya está aquí. Mi hermano otra vez. Ya me tendría que haber figurado yo que la salida de don Julián era poco casual y muy intencionada.
ENERO
La sirena. A clase. Colapso en las escaleras. Todos nos hacemos los remolones hasta el último segundo y ahora subimos en tropel. Paso por detrás de la señora de la lámina que mira al mar desde la ventana. Creo que está un poquito más vuelta hacia nosotros. Que oye el jaleo que montamos. Y que cualquier día, se vuelve del todo y le vemos la cara, porque a este lado del cuadro damos más juego y somos más entretenidos. Mirando a la mujer de espaldas tropiezo en el escalón. Don Alejandro me coge al vuelo, “¡chicoooo, mira por dónde vas!” y evita mi morrazo. Le voy a dar las gracias. Él entonces me para y me pregunta: “Oye, Práxedes… ¿qué sabes de tu hermano?”. Ejemmmm. Me alegro que me haga esa pregunta. Le explico dónde está. Y qué está haciendo. Y cómo le va. Todo inventado, claro. Nos quedamos prácticamente solos en la escalera. Excepto la mujer de espaldas asomada a su ventana en su cuadro nadie más nos oye. Ya no queda casi nadie por subir. “…bueno, dale muchos recuerdos de mi parte…”, me pide. Por supuesto. Se los daré. Pero lo que no sé es cuándo será eso.
FEBRERO
Yo sólo me he apuntado a las clases de Bailes Regionales porque así me escaqueo las dos horas del Viernes por la tarde. Doña Carmen no me hizo, como a todos los demás, ninguna prueba de admisión. Me dijo entusiasmada: “…si tienes la mitad del garbo de tu hermano… vamos a poder preparar unas buenas coreografías”. Según muevo los pies para un lado y los brazos hacia arriba, al ritmo de las castañuelas, se está dando cuenta ahora que ni la mitad, ni tampoco la mitad de la mitad. Ese garbo del que me hablaba, todo enterito, se debió de quedar en la genética de Polit. 
MARZO
Todos nos lo preguntamos. Para qué nos han juntado en el Salón de Actos. De pie. Apelotonados. Don Emilio el Director se abre paso serio y circunspecto. Carraspea cuando se acerca al micrófono. Cuando pide silencio. Empieza diciendo que: “…aquí luchamos por tener un colegio ordenado, acogedor, con las mejores instalaciones y los mejores medios nunca vistos a vuestro alcance... y si, vosotros, los alumnos, os empeñáis en no respetar ese orden, en destrozar lo que es de todos… al final acabaréis teniendo eso, un desastre, unas instalaciones rotas, ningún medio a vuestra disposición… y tendréis eso porque eso es lo que os merecéis”. Nadie tose siquiera. El silencio impone. “…y ya os digo: encontraremos a quien, por ejemplo, se ha llevado la reproducción del cuadro de Dalí que estaba en el descansillo de la escalera y que no hacía daño a nadie… lo encontraremos y le daremos tal escarmiento, que pocas ganas tendrá en su puñetera vida de llevarse nunca más nada que no sea suyo”.
ABRIL
“Paso de ir, Práxedes”, me dice mi hermano a través del auricular. “No te preocupes, Polit. Ya diré una excusa”. Cuelgo el teléfono. Clinc. Clinc. Caen las monedas que sobran. Me había insistido Don Julián. Para que lo llamara. Para que viniera en la fiesta del colegio, pronunciara unas palabras y montara una pequeña exposición de fotografía. Por ahí viene él. Le abordo: “…don Julián, me dice que lo siente mucho, que nada le encantaría más, que le disculpemos, pero que no va a poder venir…”.  
MAYO
Ya están ahí. Los primeros exámenes. Los que van en serio. Me quedo en la biblioteca. Restauro el libro de Ciencias. Era de mi hermano. Ahora es mío. Heredado. Paso las hojas gastadas. Miro y remiro sus garabatos. Cómo le gustaba rayarlos. Paso más hojas. Eeeepppp. Qué es este papelito. Je, je… ¡pero si es una chuleta! Mira tú por dónde… San Polit Pando Paralacena era un chuletero… ¡Cayó el mito! ¿Lo digo o no lo digo? Hmmm…. Mejor no lo digo. Mejor me callo. De todas formas, si lo cuento ahora no me iban a creer…
JUNIO
Calor de Verano. Escoltado por mi madre a mi izquierda, y por mi padre a mi derecha, empezamos a subir las escaleras. Hoy recogemos las notas. “…mira Práxedes, la lámina ésa de la muchacha de espaldas es muy parecida a la que tú te encontraste un día y colgaste en la pared de tu habitación”. Seguimos peldaños arriba hacia la clase Cuarto A. Los estoy viendo. Don Alejandro se levantará para recibir a mis padres y casi casi les dará un abrazo. Luego, delante de mí, empezarán a hablar del mayor, de Polit. Yo, si no fuera porque si abro la boca, van a pensar que estoy celoso perdido y que me corroe la envidia, les pediría, les pediría a los tres: “por favor, por favor… no me comparéis”.

domingo, 18 de mayo de 2014

Desde aquí arriba



I
Siempre me ha gustado acercarme hasta ahí, hasta la pradera de los sueños, que está justo donde Gorro de Arriba termina y empieza la montaña. Sentarme a la sombra de esa encina centenaria con un libro en mis manos. Pasar la tarde hasta que sea la hora de quedar con los amigotes. Sumergirme en la lectura sin que las moscas, que me conocen, incordien. Levantar la cabeza cuando me entra dolor de cuello y dirigir la vista hacia el horizonte. Respirar hondo. Preguntarme qué me deparará el futuro. Siempre me ha gustado eso. Hoy cuando he venido de nuevo, me he encontrado con una gente levantando una valla. Vaya. Qué irán a hacer aquí. Hoy no he podido llegar hasta mi pradera de los sueños. Y por lo que parece, tampoco de ahora en adelante. Buffff… tendré que buscarme otro sitio.
II
No será verdad lo que dicen. La gente, en el Bar "La Gorra Colorá", exagera demasiado. Un rascacielos. Un edificio de ciento cincuenta pisos. Ciento cincuenta nada menos. Justo ahí, donde desde hace trescientos años se levanta una carrasca. Hala. Cómo va a ser eso, aquí, en un pueblo que tiene mil habitantes justos. En qué cabeza cabe. Pues sí. Por lo que parece, en la del señor Maconda, que tiene más dinero que el que podamos ganar todos juntos en nuestra vida y que se ha empeñado, en dejar una huella muy visible, seguro que desde decenas de kilómetros ya se ve,  en Gorro de Arriba.
III
En el Ayuntamiento, según se entra, han puesto una maqueta. “Gorro de Arriba, donde se toca el cielo”. Como si ellos fueran la Constructora y la Promotora a la vez. El alcalde explica con entusiasmo a curiosos e interesados que éste no será un edificio cualquiera. Que tiene la firma del afamado arquitecto Malababa. Que significa una fuente de ingresos y empleo en el pueblo, para hoy y para los años sucesivos. Y que, una vez se termine, la monumental obra será comparable a cualquiera de las catedrales góticas que desafían a la gravedad y al tiempo en toda nuestra geografía.
IV
Es verdad. Vaya movimiento. He tenido que esperar al segundo turno en el Bar "La Gorra Colorá" para que me dieran mesa. Los obreros que trabajan veinticuatro horas en la construcción lo acaparan todo. Abarrotan los restaurantes. Compran en los supermercados. Alquilan casitas que llevaban décadas vacías. Hacen que suba el pan. Y sus hijos acuden al colegio donde yo trabajo. Caravanas de hormigoneras. Trailers de material de construcción. Día a día crece la estructura. Va tomando forma una silueta robusta y moderna. Cuento doce alturas ya. Faltan ciento y pico. Las televisiones vienen casi todas las semanas. A mí me han preguntado varias veces. Al principio de los principios, me parecía una aberración urbanística mayúscula. Ahora, en cambio… hasta casi me parece bien. Me gusta que cuando se hable de Gorro de Arriba, el pueblo del rascacielos, la gente sepa que existimos y nos sitúe en un pequeño punto del mapa. 
V
Sí. A mí me gusta. En mi esquema, he cambiado esa casita pequeña, rodeada de un metro de jardín por un ático en ese rascacielos que crece sobre lo que fue la pradera de mis sueños. Por una vista de pájaro. Por una panorámica. Algo ha cambiado en mí. Porque esta tarde, por preguntar, he entrado en la inmobiliaria que vende, desde el primer minuto, los setecientos apartamentos que caben en ese megabloque.
VI
“No doy el perfil”, me ha dicho el de la agencia. Es que esto está pensado para extranjeros que ven una ganga en lo mismo que yo veo un abuso. Qué barbaridad. Los seiscientos mil euros me frenan. Yo tenía unos ahorrillos… pero si doy un paso adelante, me hipotecaré de por vida. Bueno. Tengo que decidirme antes de que otros decidan por mí y me pisen la elección. El ático. El último, el más alto de todos. ¿Cómo? “Ése vale cincuenta mil más”. ¿Quéeee? “Elemental, querido Santos”, me ha dicho con una sonrisa borde,  “las vistas se pagan”.
VII
Para evadirme del estrés, de la tensión que me agobia, pienso en cosas buenas. Y en mis pensamientos me veo desayunando relajadamente en mi ático, en el piso ciento cincuenta del rascacielos. Y cada día levanto la cabeza hasta que me duelen las cervicales y cuento por dónde van. Hago una foto. Ahora, por la planta sesenta y pico. Ufff. Todavía falta. Pero esta mole se ve… se ve por lo menos desde la luna si es que alguien nos mirara desde allí.
VIII
No cumplen plazos. Algo pasa. Porque ya acumulamos un año de retraso. He entrado un poco mosca en la agencia. Hecho un basilisco. Y me han dicho que tenga paciencia. Más aún. Que lo resolverán y lo terminarán todo pronto seguro. Eso espero.
IX
Mosquea. Es que ya no sube tanto la cresta del edificio. Ya no trabajan tantos ni tan a bloque como al principio. “Eso es lo que te parece a ti, Santos, pero la verdad es que ahora están trabajando dentro… con tabiques, tuberías, cableado. Y eso no se ve tanto”.
X
Por fiiiinnnnn. Es mi primer día en el ático. Lo primero, vértigo. VÉRTIGO con mayúsculas. Todo es un contínuo “oooooohhhhh, oooooohhhh”. Zumbido en mis orejas. Y siento que el piso tiembla. Se mueve. Me prohíbo asomarme. Luz deslumbrante en el piso vacío. Viento que se cuela por todas las rendijas. Y nubes, muchas nubes en mi nueva casa.
XI
Espero en el rellano. Con la chaqueta puesta y el maletín en la mano. Miro el reloj. Diez minutos ya. El ascensor no viene. Machaco el botón con insistencia. Espero que no se haya estropeado. La alternativa… ni la nombro. Dos mil cuatrocientos escalones. Ahí es nada. Bueno. Por fin. Ya era hora. Se abre la puerta. Vamos para abajo. Tendré que pedir disculpas cuando llegue al colegio.
XII
“¡Elisa, Elisa, corre, corre, pronto, ven!”. La llamo a gritos desde la terraza. Ella viene alarmada, por si me ha pasado algo. “Qué pasa, pero qué pasa”. “¡Mira!”. No sabe qué ni dónde mirar. “¿No te das cuenta?”. “Pues no…”. Es el primer día, el primero desde que vivimos aquí hace ya doscientos treinta, que no hay nubes, que la claridad lo inunda todo. Delante nuestro, un paisaje limpio. Diáfano. Hasta la lejanísima línea del mar. Qué diminuto y detallado se ve el mundo esta mañana desde aquí arriba. Elisa se vuelve hacia dentro. “Ah, era eso”. A lo mejor a ella le parece poco. Pero para mí,  esto de tener una mañana tan despejada, es un acontecimiento. Y yo quería compartirlo con ella.
XIII
Me imaginaba que esta torre sería como Babel. Que los vecinos serían guiris. Que vendrían de todas partes. Que hablaríamos treinta idiomas entre nosotros. Y que nos entenderíamos bien desde el primer minuto. Quiá. He comprobado que el rascacielos está hueco en su parte central. Que somos cuatro gatos. La constructora piensa rellenarlo según recaude. Somos eso: una enooooorme fachada.
XIV
El ascensor está dando avisos. Se atranca. No termina de funcionar. Yo llamo y doy parte. Pero no estamos en una gran urbe donde puedan venir en media hora a arreglar una avería. Hoy me dejé el pan y el tomate en la entrada del edificio. Y he preferido dejarlos ahí antes que bajar a buscarlos. Economía de esfuerzo se llama eso.
XV
Estábamos viendo la tele. Tratando de olvidarnos del silbido del viento. De que no estamos bajo la tormenta, sino dentro de la tormenta. En ésas, crash. Un apagón. Hemos ido a tientas a la cama. Será cosa de poco. De unos minutos. De unas horas. De… Han pasado ya dos días y aquí la luz eléctrica no ha vuelto.
XVI
Que no. Que no hicieron bien la instalación. Que no estaba la acometida bien preparada. Y que se necesita una nueva para alimentar al bloque. Primera consecuencia. Uffff, ufffff… Voy escalando a tramos. Y paro para recuperar el aliento cada diez pisos. Tiempo en llegar a casa, tres horas. Velas. Linternas. Y al abrir el grifo… horror, la bomba de presión tampoco insufla el agua, sólo caen  tres tristes gotas.
XVII
Espantada. La oficina de ventas está cerrada a cal y canto. Todo el mundo ha desaparecido. Nadie, desde que falleciera el señor Maconda sabe nada. Ni el alcalde que se pone de perfil. Ni los del banco que me cobra la hipoteca. La indignación me sube a la cara por momentos. En el pueblo hay gente que ya me señala como “el pringado que compró el ático”.
XVIII
Estoy absorto. Me llama Elisa. “Santos, me voy”. No le pregunto a dónde. Se lo veo en la cara. Hemos hablado mucho del tema. “…cuando quieras volver a poner los pies en el suelo, me avisas”. Va con una maleta. Con lo justo. Cierra despacio. Me quedo dentro. Como un okupa. Resistiendo en mi ático, mirando un horizonte que las nubes no me dejan ver.
XIX
Lo marca la supervivencia. He redirigido todos los canalones para recoger en barreños, bombonas y bidones, hasta la última gota de agua que quiera llover sobre las cubiertas. Con un plástico tendido al sol, rezuma el escurrido del condensado de la humedad ambiental. Ésa es el agua que bebo. Ésa es el agua con la que me lavo. Bajo cada mañana una bolsa con la basura. Subo, cada tarde, una bolsa, con lo indispensable de mi compra. Miro a mi alrededor. Grietas en las paredes. Apenas hace un año que acabaron este ático. Y parece que estas paredes y yo tenemos ya un siglo.
XX
Y entonces, he escuchado un “crack” en mi otra rodilla, con la que me valía. Ahora sí que la he hecho buena.
XXI
Raciono la comida que me queda. Unos chuscos de pan. Y unos yogures pasteurizados de la marca Cañete. En algún momento, digo yo, se darán cuenta de que no me ven por la calle y vendrán a buscarme. Alguien me echará de menos. Aunque sea para que le pague alguna factura.
XXII
A lo mejor lo mío es la aerodinámica y lo acabo de descubrir. Arranco las páginas en blanco de mi cuaderno. Escribo mensajes de auxilio. “Venid a por mí. No puedo moverme. Santos. Puerta seiscientos noventa y nueve del rascacielos vacío”. Luego, con cuidado, los doblo, se convierten en aviones de papel y los lanzo. El viento se los lleva. Los arrastra. Los sigo con la mirada hasta que ya no los veo. Para mí que vuelan tan bien, que después de tantas horas, y de haber lanzado tantos, todos mis avioncitos deben de estar aún planeando en el aire.
XXIII
He escuchado unas voces. Y unos golpes. Luego he adivinado que han tirado la puerta abajo. Y que han irrumpido en el ático. Me llaman a gritos. Que busquen, que busquen. Uno también se cansa de esperar. Y habiendo descubierto una pradera de los sueños que me recuerda a la de antaño, allá que me he subido, a leer mis libros a la sombra de esa encina. Ahora los miro, entre entretenido y divertido. Sí. Que hubieran empezado antes. A estas alturas, ya me da igual que me encuentren…. A estas alturas, ciento cincuenta y pico pisos nada menos, yo los seguiré observando atentamente desde aquí arriba.

domingo, 11 de mayo de 2014

Invisible

 
III
El corredor es largo. Llegan hasta el final. Un camillero arrastra la cama. Un auxiliar a duras penas puede sujetar a Primi. “A partir de aquí empieza la zona esterilizada. Hasta aquí pueden venir ustedes”, les indica a la pareja que viene siguiéndoles. “Ahora vuelvan por favor a la sala de espera. Nosotros les avisaremos cuando todo termine”. El niño grita entonces. Brama. “¡NOOOOO!¡NOOOOO! ¡QUE NO SE ME LLEVEN! ¡MAMÁ! ¡PAPÁAAA! ¡NOOOOO!”. Ella trata de calmarlo: “¡Primi, por el amor de Dios, no pasa nada… que no te van a hacer daño… tienes que portarte bien…. Nosotros estamos aquí”. Entre alaridos, el chiquillo da un tirón. Se incorpora. Se zafa. El auxiliar apenas puede contenerlo. Necesita la ayuda del camillero. Entre los dos, lo inmovilizan. “¡Muchacho, estáte quieto… si no, vamos a tener que atarte…”. Hay tensión. Todos hablan a la vez. A grito pelado. Primi hipa, “¡NOOOO, NOOOO, NO QUIERO IRRRR…!”. Por detrás, ahogado por el sofoco, ha aparecido un señor mayor. No se sabe de dónde. Tose. Interviene: “Pero… ¿qué es lo que pasa aquí?”. El niño, viendo que con sus padres no puede contar, al verle, se aferra a él, “¡ABUELO, ABUELOOOO!”. Se escucha un resoplido de paciencia agotada. “Bueno… ya está aquí el que faltaba… ¿no le hemos dicho a tu padre que se esperara en la calle? ¿Se puede saber qué hace usted aquí?”. El hombre, haciendo oídos sordos,  se abre paso. Y el niño se le agarra desesperadamente a la mano. “Primi… ya sabemos tú y yo que no está bien eso de hacer escuchitas… que estos señores me perdonen, pero es que esto que te voy a decir, tiene que quedar sólamente entre tú y yo”. El abuelo se agacha, se acerca a la orejita del niño. Se hace un profundo silencio, pero no tanto como para que los presentes puedan interpretar ese bis-bis-bis que consigue abrir enormemente los ojazos de Primi. Son treinta segundos. El chico ya no llora. El abuelo se incorpora y da instrucciones: “Disculpen. Cuenten hasta veinte y vayan hacia delante, pero cuenten bien que les oigamos todos”. Camillero y auxiliar se miran. No entienden. “Uno, dos…”. Ahora, el abuelo se retira por donde había venido. Yerno e hija tampoco entienden nada. “¡Hey, no se paren y sigan contando…!”, reclama a lo lejos. “…diez, once…”. Cuando llegan a veinte, Primi, muy conformado, extiende el bracito despidiéndose de sus papis. Y sí, sí: está sonriendo.
XII
Hoy ha venido el abuelo a casa. Cada vez viene menos, “…las escaleras están más altas…”. Saluda primero a su hija, que le ha abierto la puerta. Y, después, tímidamente llama a la puerta de su habitación. “Pasa, pasa”, le invita Primi levantándose. Se saludan. El nieto le explica: ”…acababa de llegar”. El abuelo se interesa: “¿…y qué tal el examen?”. “Bien-bien”. “¿Bien-bien? …no será tan bien-bien si te has dejado la tercera pregunta en blanco”. Primi cambia de cara. Glup. “¿Y eso tú cómo lo sabes?”. Al abuelo le entra una risa flojilla. No quiere contestar. “Venga, abuelo… cómo sabes tú que yo me he dejado esa pregunta en blanco”. Al final, pillado en falta, mordiéndose los labios por lenguaraz, mira a la ventana y le devuelve la pregunta: “¿tú te acuerdas de lo que te dije,  hace ya tiempo, aquel día cuando estabas en la puerta del quirófano?”. Primi afirma: “pues claro que me acuerdo… pero es que entonces yo era muy pequeño y me lo creía todo”. “Pues eso”, zanja el abuelo, despidiéndose apresuradamente,  “bueno, te dejo para que sigas estudiando”. Primi se deja caer en la silla del escritorio. Pensando. Atando cabos. El abuelo conoce desde hace mucho a don Antonio, su maestro. Ellos se habrán visto y éste le ha largado seguro: “tu queridísimo nieto se ha dejado la tercera pregunta sin contestar”. Todo tiene una explicación. Aunque parezca que no.
XIV
“Abuela… ¿dónde está el abuelo?”. “Mmmm. La verdad es que no lo sé, Primi. Siempre desaparece cuando sabe que le voy a reñir”.
XVII
Primi ha abierto en casa. Ha preguntado con voz alta y temblorosa: “¿Hay alguiennnn?” No ha obtenido respuesta. Luego, habitación por habitación se ha asomado. No hay nadie. “…mejor”, murmura. Renqueante, va hacia el cuarto de baño. Allí se quita la camiseta. Está hecha un siete. Girando la cabeza, se mira el torso en el espejo. Se asusta. “Ufffffff. Cómo duele…”. El moratón le llega de parte a parte. “Ufffff. Qué golpe. Pero qué golpe”, rabia.  Se limpia con cuidado. Respira flojito. Si carga más aire en sus pulmones, ve las estrellas. “Uffff. Escuece. Pudo ser peor... Pudo”. Sale. Hace un ovillo de la camiseta rota y la tira en el fondo de la basura. Está irrecuperable. Luego, en su armario, busca otra. La más grande. La que le roce menos. Se deja caer. Pero sin apoyar la espalda. Cierra los ojos. Pasan dos, tres minutos y se abre la puerta. Qué susto. Es el abuelo el que se asoma. No le había oído entrar. A Primi no le da tiempo a saludar, a ponerle cara de “no me pasa nada”. Sin preámbulos, sin explicaciones, el chico sólo escucha un tajante: “Levántate, nos vamos al médico”.
XXIV
Sin un rumbo fijo, esta tarde Primi ha deambulado durante horas por las calles desiertas de Mediavilla. Con los puños apretados en los bolsillos. Los ojos enrojecidos. Y la mirada absorta. Cuando cruzaba el puente de madera, sobre el río, ha escuchado a sus espaldas las campanadas lacónicas que anuncian una despedida. En ese punto y en ese instante, ha levantado la cabeza, se le ha iluminado el semblante y ha emprendido el retorno. Ha bordeado la comitiva del duelo, se ha dirigido directo a casa, y tras abrir los tres cerrojos ha preguntado con voz alta y temblorosa: “¿Hay alguiennnn?”. No, no ha obtenido respuesta. Entonces se ha encerrado en su habitación. Con una sonrisa en los labios.
XXV
Ya es de noche. Era lo que buscaban. Primi y Fátima. Escuchar sus respiraciones. Hablarse al oído. Reconocer que se necesitan. Qué momento. Era lo que buscaban. Abrazarse. Primi mira a su derecha, donde está Fátima. Seguro de sus sentimientos, la besa. Luego mira al otro lado.  “Qué te pasa”, le pregunta Fátima. Él traga saliva. Y, al aire, a su izquierda, musita una pregunta: “¿Le digo lo tuyo?”.

domingo, 4 de mayo de 2014

Destinos

I
Después del último examen siento un gran vacío. Y ahora qué. Y ahora cómo voy a llenar estas horas que tengo por delante si estoy acostumbrado a sólo estudiar. No quiero unirme al grupo de compañeros que en medio del pasillo y con las hojas calentitas, recién entregadas,  comentan, comparan resultados y se llevan las manos a la cabeza, “¡mecagüen, ésta me la sabía, me la sabía, y la he puesto mal!”. Lo que sea, será y ya es. Ahora, con la mochila al hombro, camino hacia el tren. Oigo una voz que me llama por detrás. Me giro. Es Eulalia. La espero. “¿Qué tal, Ladis?”. “Bueno”, respondo encogiéndome de hombros, “¿y tú?”.  “Fataaaaal”, contesta ella tapándose la cara. Seguimos andando acera abajo. Juntos. Cabizbajos. Mirando los cordones mal atados de mis zapatillas. Hay algo que me espanta. Que aprobaremos los dos lo doy por seguro. Sin embargo, podría ocurrir que Eulalia se tenga que ir a una punta y yo a otra. Esa posibilidad me aterra. Me entran escalofríos con sólo pensarlo.  No se lo digo ahora, sólo si llegara el caso, si eso pasara… tiene que saber que no es este mundo tan grande como para poder separarnos.
1
Después de la última preselección, un gran vacío. Un “y ahora qué”. No quiero unirme al grupo que forma corro y comenta. Lo que sea, será. Oigo una voz que me llama por detrás. Es ella. La espero. “Qué tal”. “Bueno…”, respondo, “¿y tú?. “Fataaaaal”, contesta. Hay algo que me espanta. Que los dos iremos, lo doy por seguro. Pero que ella se vaya a una punta y yo a otra, eso… me aterra. No se lo digo ahora… sólo si llegara el caso, si eso pasara… tiene que saber que no será ese mundo al que nos envíen tan grande como para que nosotros, más pronto que tarde no nos reencontremos en alguna parte.
II
Menudo revuelo se ha formado alrededor del tablón. Caras de júbilo. “Toma, toma, tomaaaa”. Caras de decepción. “No puede ser, se habrán equivocado”. Ruge mi estómago. Eulalia me aprieta la mano. Nos buscamos en la lista. No va por orden alfabético, sino por ranking de notas obtenido. Me tiemblan las piernas. Las lágrimas se me escapan desatando la tensión. Nos abrazamos. Estamos aprobados. Pasamos el corte. Yo, un poco más arriba. Ella un poco más abajo. Pero estamos los dos dentro de sobra. Euforia. Mucha euforia. Nos espachurramos. Pasan cinco, diez, quince segundos. Eh, eh, pero qué estamos haciendo. Qué confianzas son esas. Nos soltamos de golpe. Glup, me disculpo. Van llegando más y más compañeros para ver también sus notas. Nos zafamos y salimos de la montonera. Respiramos aliviados. Eulalia me dice: “Ya estamos ahí, Ladis, donde queríamos estar”.
2
En el revuelo,  júbilo, decepción. Ella me aprieta. Nos buscamos en la lista. Tiemblo. Estamos asignados, sí. Euforia. Mucha euforia. Eh, pero en qué estamos pensando. Me disculpo. Otros van llegando para saber también si están incluidos. Con alivio, ella me dice: “Ya estamos ahí, donde queríamos estar”.
III
Me empapo con todo lo que me llega de Mardebé. Es que ahí donde voy a recalar. Una ciudad con el tamaño justo. Ni muy grande ni muy pequeña. Ni muy ordenada ni muy caótica. Me aprendo en el papel el nombre de sus calles comerciales, me pierdo por el centro histórico, tomo nota de sus museos. Ahora me llama Eulalia. “Pero Ladis, ¿todavía estás así?”. Lo siento, no tengo excusa. Me he quedado en babia otra vez. Reacciono: “Me arreglo y voy enseguida”. Ah, y muy importante: Mardebé está cerca, al ladito, de Beniche. Y Beniche es donde va mi queridísima Eulalia.
3
Me empapo con todo lo que me llega de los Rodríguez. Es que ahí donde voy a recalar. Una pareja mediana: ni muy joven ni muy mayor. Ni muy rica ni muy pobre. Me aprendo sus nombres, Ladis y Eulalia. Me pierdo con sus conversaciones. Tomo nota de sus gustos. Ahora me llama ella. “¿Todavía estás ahí?”. Reacciono: “Voy enseguida”. Ah, y muy importante: los Rodríguez viven cerca, al ladito, de los Arniches. Y con los Arniches es con quien va mi querídísima alma gemela.
IV
 Estábamos en una nube. Eulalia y yo nos habíamos desconectado del mundo. Antes de emprender rumbo a nuestros respectivos destinos nos perdimos. Los dos. Solos. Juntos. Nos lo debíamos después de tanto esfuerzo y sacrificio. Ahora, a la vuelta, con la sonrisa dibujada en nuestros ojos, preparando casi la próxima partida, nos han dicho: “¿No os habéis enterado?”. “¿Enterado de qué?”. “…de que impugnaron el resultado de los exámenes, aceptaron la impugnación, y publicaron un nuevo listado”. Con la sonrisa borrada y la angustia de nuevo en nuestras caras, estamos otra vez aquí, frente al tablón. Buscamos, rebuscamos. Y volvemos a buscar. Mi nombre, Ladislao, sigue apareciendo. Pero el suyo, Eulalia, ya no.
4
Estábamos en una nube. Desconectados. Perdidos. Los dos. Solos. Juntos. Preparando casi la próxima partida. “¿No os habéis enterado, almas cándidas?”. “¿Enterado de qué?”. Del listado nuevo. Desconcierto. Angustia. Yo sigo asignado. Pero ella ya no.
V
Lloro. He llegado a la bulliciosa estación de Mardebé. Arrastro la maleta hacia mi nuevo destino. Pesa. Miro hacia atrás. Finalmente, Eulalia y yo no nos despedimos. Tengo dudas sobre si se presentará de nuevo en la próxima convocatoria. Tampoco me consta siquiera si, tal y como está el panorama, habrá nueva convocatoria. Lloro. Porque tiene que saber, y no se lo dije,  que no es este mundo tan grande como para poder separarnos.
5
Lloro.  He llegado. A mi nuevo destino. “¡Pesa! ¡Pesa tres novecientos!”. Ponen mi cabecita hacia atrás. “¡Oh, oh, oh, qué criaturita más linda…!”, escucho la voz enternecida de los Rodríguez. Finalmente, mi alma gemela y yo no nos despedimos. Mientras mis papás me mecen, lloro a todo pulmón. Por eso, porque no sé si, tal como está el panorama, ella vendrá a este mundo. Si no viniera, tiene que saber, le tengo que decir, que no es este universo tan infinito como para que, más pronto que tarde, nosotros no nos reencontremos en alguna parte.