domingo, 27 de abril de 2014

Como una moto

 
I
 
En el Paseo Real, a la altura del número 39, un semáforo, un paso de peatones y una rotonda. Está en rojo. Freno justo en la línea. Pongo el pie izquierdo en tierra. Encojo tripa, levanto los hombros. Por si me estás mirando. Y tras la visera de mi casco amarillo fosforito dirijo mi mirada hacia tu balcón, en el segundo piso. A lo mejor te veo. Con la muñeca derecha, doy dos veces al gas, y el tubarro responde a modo de saludo para ti. Brooom, broooom. El disco verde se enciende. Hey, me ha parecido, sí, que se movía tu cortina. Estiro el cuello. El capullo de detrás me pita. Impaciente, ya voy. Hago una salida fulgurante, con mi vespino, a lo Gran Premio GP. Tanto, que al entrar en la rotonda, tengo que frenar en curva y…. ¡hale! la moto derrapa, se va por un sitio, y yo por otro. Como si tuviera un resorte, como si el suelo fuera de esponja y no de asfalto, como los grandes toreros después de un revolcón, reboto y me levanto. Me sacudo las manos. Los que venían detrás han parado, asustados, se han bajado y vienen en mi auxilio. “¡Chico, chico! ¿Pero cómo vas así? ¿Estás bien? “. Ya he soltado mis cinco tacos balsámicos, a saber: “ostia-puta-coño-mierda-ya-joder”. Los rasguños escuecen y empiezan a enrojecer. Airoso, digo: “No, no se preocupen que no me he hecho nada, no me he hecho nada”. La clavícula que duele como la madre que la parió ahora no me preocupa. Lo que me preocupa y mucho, mirando hacia tu balcón es que tú, glup,  me hayas podido ver.
II
En el Paseo Real, a la altura del número 39, vuelvo de nuevo hacia casa, después de una mañana de trabajo agotador. Por suerte para mí, siempre está en rojo el semáforo de tu patio. Hoy tienes la persiana subida y el balcón entornado. Pie a tierra. Broom, brooom, que ya sabes que quiere decir: “hola, hola”. Eureka. Mi glúteo por fin se ha curtido. Ya no noto cómo se clava la abultada cartera en el bolsillo trasero de mi pantalón. Ya estoy inmunizado. Era mi suplicio de cada día. Ahora mi trasero se posa cómodamente en el sillín. Cómodamente. Oh, oh. Demasiado cómodo, pienso. Me llevo la mano y… Ya decía yo que no me dolía nada de nada. ¡La cartera! ¡No está mi cartera! ¡Me ha debido caer justo en este instante! Doy un poco de gas. Me arrimo. Subo a la acera. Pongo el caballete. En éstas, aparece tu gallarda madre, que va hacia el patio de tu casa. Me reconoce, me retrata, pero no me saluda. Seguro estoy de que, en cuanto suba y entre en casa, te dirá: “ahí abajo está tu amiguito el de la moto”. Suda mi frente. Miro hacia detrás. Hasta hace treinta segundos todavía la tenía aquí… Sin quitarme el casco fosforito, empiezo a peinar los bordillos, las alcantarillas. En cuclillas, palmo a palmo. Era negra. No tenía  casi dinero. Quince euros como mucho.  La documentación, sí que estaba. El dni y la licencia del ciclomotor. Será un engorro renovarlos si no la encuentro… pero lo que me va a saber peor es esa foto tuya donde me sonríes. Me cagüen. Diez, veinte, treinta metros hacia abajo. Treinta, veinte, diez, metros hacia arriba. Y ni rastro. Dónde, dónde se me habrá caído. “Piiiiii, piiiiii”, un coche me pita. Es mi viejo amigo Marcial. Baja la ventanilla. “¡Hey, Fili! ¡Cuánto tiempo sin verte, tío! ¿Qué haces?”. Me sale una cara de circunstancias. “Nada, chaval… busco la cartera… que se me debe haber caído por aquí”. Antes de acelerar y despedirse, me suelta un: “Jo, Fili… tú siempre vas igual”. Eso lo dice porque la última vez que lo vi, hará medio año, me pilló buscando las llaves de casa, que se me habían traspapelado. 
III
En el Paseo Real, a la altura del número 39, me cambia la cara. Esté como esté. La vida es maravillosa. “Hola, hola”, te dice el tubo de escape. Pie a tierra. Segundos para mirar a tu balconcillo. Para mirar por el rabillo del ojo los coches que he adelantado por la derecha. Para mirar también… ¿Será posible? Ya decía yo. La rueda de detrás está en tierra. Pinchada. Pinchada, no: Rajada. Cáspita. Córcholis. Caracoles. Por eso me pitaban los de detrás como me pitaban. Desencojo la tripa, me caen los hombros. Es que, desde aquí, hasta el taller… y me hará falta una rueda nueva… tengo por delante cinco kilómetros empujando la moto. Y la mitad son cuesta arriba.
IV
En el Paseo Real, a la altura del número 39, o se me pone ese semáforo rojo, para parar y mirarte o  me da algo. Como no tengo radio, dentro del casco, me amenizo, me canto y me oigo yo solo. Hoy vengo haciendo alardes de bajo. Probando, probando, a ver lo grave que puede llegar a ser mi tono de voz. Modestia aparte, el “Sixteen tons” me sale bien, pero la “Estrella Errante” de Lee Marvin, ésa, ésa la bordo. En este instante, y en este segundo, ha habido una confabulación acústica. Pajaritos, pajarracos, motores de coches, bocinas, aviones, radios, teles, todos, todos, todos, han callado a una. Ahí entonces ha quedado rompiendo el silencio absoluto mi voz ronca, que entonaba un viejo anuncio a grito pelado: “¡QUÉ GRAN EN-CEN-DE-DOOOOOOOOOR!”. Lo ha escuchado toda Mardebé y parte del extranjero. Tierra trágame. Para mí, que entre todos los balcones que se han abierto de par en par desde los edificios del paseo para mirar quién desafinaba aquí fuera, estaba el tuyo también, y para mí, te digo, que tú, al reconocerme a mí, te estabas partiendo de risa.
V
En el Paseo Real, a la altura del número 39, cuando hace aire, no se queda en una simple brisa sino que sopla un vendaval arrancapelucas. Yo vengo agarrándome fuerte, muy fuerte al manillar, intentando mantener el equilibrio, pero encima, es que, con la caja que llevo aquí detrás,  hoy la aerodinámica no me ayuda. Qué inseguridad. El jefe, a la hora de marchar, me ha advertido: “Fili, ahí tienes el lote de Navidad… si no te lo llevas hoy, ya no hace falta que te lo lleves… porque para año nuevo ya no estará”. Lo he cogido, claro. Ufff, lo que pesa. Ufff, lo que abulta. Y otra vez “uffff”, la de vueltas que he tenido que darle a la cuerda para atarlo y dejarlo bien sujeto al sillín de la moto. Pie a tierra. Otro golpe de viento como éste, y me voy de lado. Así no se puede. A grandes males, grandes decisiones. Con mi habitual brindis hacia ti, ya sabes, ese broom-brooom  que es como un hola-hola, me he arrimado a la acera. Me he apeado. La cuerda ya estaba más que floja. La hubiera podido liar muy gorda. He abierto la caja. Y he llamado al primer tipo que pasaba por allí: “¡Señor, señor!”. He ido detrás de él, unos pasos, con una botella de Brut Nature. ¡Se ha asustado y al verme detrás ha salido por piernas! ¡Si yo sólo le quería regalar la botella! Cariacontecido, me he vuelto hacia mi moto. Y me he dirigido entonces a la siguiente que ha pasado, “señora, señora… tome usted esta botella, que es Navidad, que yo se la regalo”. Ella la ha cogido al vuelo, plom, a su cesto y ha seguido camino sin darme las gracias. Bueno. Aún me queda lastre. “Ehhh, ehh… caballero, ¿no querría usted un licorcito de pampelmuse, creo que pone en la etiqueta? Que no, que no hay encuesta, que no tiene que rellenar nada de nada…”. El hombre ha mirado la caja y le ha echado un poco de morro: “…es que si puede ser, yo prefiero el turrón de chocolate”. Caramba, el turrón de chocolate me lo quería quedar yo… pero bueno…. ¡la casa por la ventana! ¡y tú en el balcón! Sí, le he dado el turrón. Así, así, hasta que se ha hecho cola y todo en torno a la moto. Y la gente se empujaba y se abalanzaba sobre mí. Al final,  me he quedado sólo con la caja de cartón vacía. Dónde hay un contenedor para tirarla. Ha sobrevivido una lata de foie. Ah sí,  y el pampelmuse. Me caben en el bolsillo de la cazadora. Esto ya no me lo quita ni se lo doy a nadie. Antes de arrancar de nuevo, con el equilibrio y la aerodinámica recuperada, he mirado hacia arriba, hacia donde tú estás, y con los ojos humedecidos, te he deseado, una muy muy feliz Navidad.
VI
Sí, en el paseo Real, a la altura del número 39, vives tú. Y qué raro se me hace pasar por aquí andando sin el casco fosforito, a cara descubierta. Las pulsaciones se me disparan cuando espero a que bajes. Y el habla se me corta cuando te veo aparecer. Tan guapa, tan tú. Te saludo, te digo, “brooom-brooom”, perdón, “hola-hola”, y atarantado te pregunto: “¿vamos entonces a tomar un café?”. Me ha salido voz de Lee Marvin. Suerte que me has guiñado el ojo y me has cogido de la mano. Si no, hubiera querido que me tragara la tierra cuando me has dicho eso de que: “Oye… ¿no te parece que vas como una moto?”.

domingo, 20 de abril de 2014

Paqui, me he pasado de parada

 
I
Buuuffffff. ¡Pero qué cansado estaba y qué sueño tenía! Me cuesta muuuucho abrir los ojos. Los tengo pegados. Ya faltará poco para llegar. Qué nervios. ¡La cara que va a poner en casa Paqui cuando me vea entrar! Descorro la cortinilla, me asomo por la ventana. Qué de día es. Qué cielo tan azul. Oh, oh. No reconozco el paisaje. Demasiado agreste. Demasiada montaña. Qué hora es. ¿Las once? Imposible. No, no puede ser. Me levanto de un bote. Oh, oh. Tampoco me suena la cara de los que están sentados a mi alrededor en el vagón. Tanto y tan profundamente no he podido dormir. Se me disparan las pulsaciones. Pregunto: “Por favor, ¿para Catrus falta mucho?”. Ponen cara extraña. “¿Para Catrus?”, repito levantando la voz. Niegan con una sonrisa. “¡Mierda, mierda... Mier-da!”,  mascullo mientras avanzo hacia la parte delantera del vagón. Ya me he pasado de parada fijo.
II
“¿Y mi maleta? ¡Estaba aquí, en este descansillo!”. Miro arriba, abajo, a un lado, a otro. Hay otras, pero la mía, con el escudo del Catrus,  no está. “¡Disculpen señores! ¿Alquien ha visto una maleta de color azul marino?”. Silencio absoluto. Aquí cada uno va a su bola. Espero unos segundos. Escruto miradas. Pasan de mí.  “¿Nadie? ¿Nadie?”. Les amenazo: “Buscaré al revisor y entonces ya veremos”.   Pero como si oyeran llover. Con los huesos entumecidos, voy dando tumbos hacia el vagón contiguo, cagándome en todo y acordándome de la madre que parió al que me haya cogido mi pobre maleta azul.
III
Vagones, vagones, vagones. Qué tren más largo ¿Y el revisor? ¿Y mi maleta?
IV
“Chucuchucuchú, saque sus billetes en un día azul”, suena la voz de Ana Belén en la megafonía del tren. Parece que la locomotora aminora la marcha. Al fin, ahí veo al revisor. Lo reconozco por su gorra de plato. No puedo creerlo. Está fumando en la plataforma. Le abordo. Le explico. Mi maleta. Mi parada. Al terminar, le pregunto: “¿Qué puedo hacer?”. El hombre, aspirando una profunda calada y tirando el humo en toda mi cara, responde: “Bajarse ya mismo antes de que le ponga una multa que no pueda pagarme”. Puaggg. Me lloran los ojos. Y casi me asfixio.
V
Mientras se aleja el tren,  en un bucólico atardecer, lo he sacado del bolsillo y lo he encendido. Ha parpadeado  ¿Hay algo más inútil que un móvil sin cobertura? Sí. Un móvil sin cobertura y sin batería. Al cabo de diez segundos, ha mostrado las palabras “sin servicio” y se ha fundido. A ver cómo aviso yo ahora a Paqui, “Paqui, me he pasado de parada y ahora estoy aquí”. Estará muy preocupada.
VI
Toc, toc. “Disculpe, perdone, ¿habla usted mi idioma? ¿puede escucharme, por favor? Mire… sé que es difícil de creer… que esto va a sonar un poco surrealista… pero es que yo iba a Catrus y me quedé dormido… Ahora pienso que igual alguien me ha puesto un somnífero para robarme la maleta, porque ésa es la otra: me la han robado. El caso es que cuando me he despertado, pues se me había pasado la parada… y, si le digo la verdad, que no tengo por qué decirle otra cosa,  no sé dónde estoy, porque aquí tampoco es que se vea ningún cartelito… Por favor, le ruego me diga a qué hora pasa el próximo tren de vuelta, que yo me espero aquí a que llegue… Y, si puede ser, déjeme llamar un segundo a casa para decirle a mi mujer que estoy bien. Y, bueno, por supuesto, cueste lo que cueste, deme un billete hasta Catrus…”.
VII
Quién es el hijoputa que cambió el dinero en mi cartera por billetes del monopoly. Quién.
VIII
Aquí, haciéndose de noche. Aquí, tiritando. Aquí, acurrucado. Y con las manos apretadas. No, no me quiero dormir, no sea que venga un tren que vaya de vuelta. Yo, cuando llegue y pare, me subo sí o sí. Me tiro en plancha. Luego ya veré cómo me las apaño. Me parece que oigo algo. Me levanto. No, nada. Es el viento. Ahora sí que sí. Oigo algo. Me vuelvo a levantar. Tampoco nada. Es mi estomaguito, que de puro vacío, cruje como si fueran a bajar las barreras de un paso a nivel.
IX
No quería dormirme. Pero sí, el cansancio me ha vuelto a vencer. Y, nada más cerrárseme los ojos, una pesadilla de las gordas. Más me valía haberme quedado insomne. He visto a Paqui. Con unas ojeras tremendas. Le han preguntado por mí. Entre sollozos y con la voz muy bajita les ha contestado que es un milagro, que soy el único superviviente, que lograron reanimarme, que ahora estoy sedado, que respiro con ventilación asistida y que sólo cabe rezar y esperar. Se me han puesto los pelos de punta. Se me ha escapado un grito, llamándola. Pero ella no me ha oído. Con los ojos vidriosos, he deseado muy fuerte que venga, que venga ya de una puñetera vez ese tren que me tiene que llevar de vuelta a Catrus, que yo prometo por la parte que me toca nunca más pasarme de parada.

domingo, 13 de abril de 2014

Aquí no traigas a nadie

 
I
“Ni se te ocurra traer a nadie a casa, ¿me oyes?”. Él ha levantado la voz, con tono de amenaza. ”¿Tú me estás oyendo?”.  Hermes se queda blanco como la pared. “Que sí, papá, que sí te oigo, que ya me lo has dicho treinta veces, que no te preocupes”. “Yo sí sé por qué te lo digo”. Ella se acerca. “Nene, en la nevera te he dejado separada en dos cazuelas la carne con tomate. Una para cenar hoy, la otra para comer mañana”. “Vale, mamá, vale”. Despedida en el recibidor de la casa. “Nosotros, antes de las nueve, estaremos ya aquí… a tu padre no le gusta conducir de noche”. “Vámonos ya, cari, que aún se nos hará tarde”. Besos. “Hasta mañana, estudia mucho”. Besos. “Hasta mañana, pasáoslo bien”. La puerta se cierra. Hermes se dirige al comedor. Se asoma tras la cortina. Los ve allá abajo, en la calle. Él acaba de cerrar el portón tras encajar la maleta. Suben. Cinturón. Espejo. Intermitente. Ya hay otro coche esperando para aprovechar el hueco que dejan. Salen. Sin parpadear, Hermes espera a que desaparezcan tras el semáforo engullidos por el tráfico. Y se muerde las uñas. Ya se han ido. Cierra los ojos. Respira hondo, muy hondo. Ya está solo.
II
La llave no entra bien. “Pero qué torpe, anda, déjame a mí”, pide Dani. Risas en el rellano. “Tío ya era hora de que te enrollaras un poco… porque siempre somos los demás los que ponemos las casas”, suelta Carmina. Por fin, la cerradura gira y la puerta se abre. Dentro está oscuro. Huele a cerrado. Hermes y Dani cargan con las bolsas del súper hacia dentro. “Uaauuuu, ¿aquí vives? ¡…Impresionante!”, grita Casilda cuando, tras palpar la pared, da con el interruptor, se hace la luz y se ven los cuatro reflejados en el enorme espejo que tienen delante. “¡Qué nivel, Maribel!”, exclama Carmina boquiabierta. “¿Dónde descargamos esto?”. “Mmm… mejor en la cocina”. “Vaya laberinto ¿Se va por ahí?”. “Cagüen, Hermes, esto no es una cocina… esto es un campo de fútbol… y pedazo de nevera que tenéis aquí… americana, inoxidable, de dos puertas…”. “¡…toma, toma, pero si aquí dentro sólo hay cervezas…! ¡Anda y son Coronitas! Ahora mismo me abro una…”. Hermes se interpone: “Hey, Dani, no, que nosotros ya traemos la bebida…”. “Venga, nano… tus padres no lo va a notar, va,  saca un abridor, una tú y otra yo y ellas… ellas si quieren también... hey chicas, ¿dónde estáis?”. Desde el fondo se escucha a Casilda: “Curioseando la casaaaaaa”.
III
Es la cuarta o la quinta vez. Hermes, disimuladamente, ha vuelto a coger el mando y le ha dado al “menos” en el volumen. Ahora suena “La historia interminable” en versión maxi. Del quince pasa al diez. Se justifica: “…es que está muy alta la voz, así no podemos ni hablar”. Le ponen caras. “Tampoco lo bajes tanto, que si no, no se oye”. “¡CINCO!”, Carmina grita “yuju” y agita el puño de forma triunfal, “…uno, dos, tres, cuatro y cinco: Quesito rosa”. Dani le da la vuelta a la tarjeta del Trivial. “Hermes, hoy no estás concentrado: éstas nos ganan otra vez”.
IV
Sí. Otro vaso se ha volcado y ha tirado lo que quedaba de cerveza por encima del tapizado del sofá hasta el parquet. El suelo está un poco pegajoso. “…siempre eres tú quien lo vuelca todo, pero hoy estaba claro que me tocaba a mí”, se justifica Carmina exhibiendo sonrisa y encogiéndose de hombros. Hermes tiene las orejas encendidas. Rojas como tomates. Se afana en limpiarlo. Desde detrás lo animan. “Hermes, no te preocupes más: no se nota nada de nada de nada”.
V
 Hermes cierra la puerta del baño tras de sí. Pulsaciones a dos mil. Mira el reloj. Las doce. Pone cara de: “no pasa el tiempo en esta casa esta noche”. Abre el grifo. Salpica. Le tiemblan las manos cuando se las lava. Se seca. Se desabrocha el cinturón. Se baja la cremallera. Levanta la tapa. Ve un charquito. Se le desorbitan los ojos mientras murmura entre dientes: “¿…Por qué éste sólo tiene puntería cuando está en su propia casa?”.
VI
Carmina y Dani se han dormido hechos un ovillo en el sofá. Están sopas. Casilda y Hermes están sentados en la mesa de cristal… plagadita de huellas dactilares y de círculos con el contorno del fondo de los vasos. Se miran con intensidad. Hablan entre susurros. “Me imaginaba que tendríais alguna foto tuya de pequeño, ahí, en la vitrina… es lo típico”. Él se encoge de hombros. “Es que nosotros no somos típicos”. “Hermes… estás muy tenso hoy”. Él lo reconoce, asiente. “…eso… es porque tú no has dicho a tus padres que hoy vendríamos aquí, ¿no?”. Él baja los ojos. Eso es un “efectivamente”. Ella suspira. “Hermes, Hermes… “. Él se muerde los labios. Ella le tiende la mano. Y le hace un gesto. “Vamos a tu habitación”. A él le da un pasmo. Ella se ríe. “Tonto, era una broma”. Él ya no vuelve en sí, con tres tonos más de rojo en sus mejillas. Las manos, eso sí, se quedan trenzadas.
VII
Hermes parece el cuco de un reloj. Va cantando las horas. Con angustia. La una. Cucú. La una y media. Cucucú. Las dos. Cucú, cucuuuuuú. Con un “…venga, ya está bien lo que bien está, vámonos ya”. Pero Dani y Carmina ahí siguen, enroscados. Dani no ronca, sólo respira fuerte. No se mueven. Hermes se asombra del volumen de Coronita que le ha cabido dentro a Dani. Las dos y media. Hay que levantar la sesión. Se levanta. Se estira. Se despereza. Es cuando escucha un ruido. Alguien hurga en la cerradura. La puerta de la calle se abre. Todo pasa en un segundo, pero parece que pasa en una eternidad. A Hermes se le escapa un “la he cagado”. Casilda se pone detrás de él, si son tus padres, contigo hasta el final. Hermes sale hacia el recibidor. Temblando. Temblando. Temblando. Casilda no entiende lo que pasa cuando le escucha decir a Hermes: “Señor Tomé, señora Tomé… no se asusten… que soy yo, el hijo de Hermenegildo…. Les pido disculpas por las molestias, por el susto. No hemos tocado nada, se lo aseguro, sólo buscábamos un sitio donde estar sin hacer nada malo. Pero por favor, no llamen a nadie, por favor, no… y a mis padres tampoco… Disculpen, perdonen… Nosotros nos vamos, nos vamos ya de…  su casa”.

domingo, 6 de abril de 2014

Montando mis películas



I
Al taxista le pido la nota y le digo que se quede con el cambio. Me da las gracias, luego me ayuda a bajar la maleta del portón, se despide y, encendiendo la lucecita verde que indica que está otra vez libre, arranca su coche híbrido. De mis anteriores visitas, recordaba una Mardebé mucho más luminosa. No hay apenas tráfico a estas horas. La ciudad intenta dormir. Tengo que cruzar la amplia avenida. Ahí mismo está el hotel. No paso por el semáforo. Tendría que dar un rodeo. Estiro del asa. Las ruedecitas rascan el asfalto. Cruzo el seto. Al otro lado, veo una farmacia veinticuatro horas. Una enorme cruz verde, con un termómetro que marca veinte grados en su aspa horizontal. Eso es casi calor. Y un coche con los cuatro intermitentes encendidos está parado justo ahí, en el carril bus. Un Ritmo naranja. Cuánto hace que no encontraba uno como éste. Un chico espera a que le abran la ventanilla de guardia. Se sube el cuello de la cazadora. Ya he reflejado que no hace frío. Será que quiere taparse la cara. Mira a su derecha. A su izquierda. Es cuando paso yo a su altura con el raca-raca de la maleta. Le abren. Titubea. “Buenas noches”, dice, “verá… a mi pareja y a mí se nos rompió lo que se nos rompió…”. Queda muy mal que yo me pare aquí para seguir escuchando lo que está diciendo. Así que sigo andando y mi parabólica va perdiendo cobertura. Unos metros más hacia delante, vuelvo la vista hacia él. Con las manos vacías, el chaval mira hacia la luna creciente y murmura unas palabras para sí. El Seat Ritmo sigue parpadeando sus intermitentes. La ventanilla de la farmacia ya ha vuelto a cerrarse. Me quedo con ganas de saber más. Pero la puerta giratoria del hotel ya me engulle. Y dentro de unos minutos me habré olvidado completamente (o no) de esta escena.
II
Como dice la canción, “…otro país, otra ciudad… (¡pasen a ver el circo!)”, aquí estoy de nuevo.  No quería que hubiese pasado tanto tiempo, porque esta vez he tardado en volver a Mardebé más de un año. Y me he encontrado una ciudad estancada. Acabo de hacer un alto en la mañana y he entrado en este bar a pedir un café con leche. Estaba vacío y me ha parecido que tenía buena pinta. El camarero en la barra seca los platitos y los apila de forma estridente atacando mis tímpanos. CLINC, CLINC, CLINC. Luego sacude enérgicamente el brazo de la cafetera, CLONC, CLONC, para vaciar la carga anterior. Necesitaré una aspirina. Dan las diez en punto. Escucho una sirena. Aguda. Necesitaré dos, dos aspirinas. En los siguientes veinte segundos, el bar se llena de operarios que salen de la fábrica de al lado. Son, alguien dice, los quince minutos del almuerzo. Ya está formado el guirigay. Los camareros ya no tienen suficientes manos y mi café con leche se dispersa. A mi derecha, se instalan dos chicas. Es difícil entenderse con tanto tumulto. Pero yo sí las escucho a ellas. “…menuda cara llevas”, le ha dicho una a la otra. “…es por la mala ost… que me ha puesto mi suegra, por eso”. Mi café con leche. Por fin. “…esta mañana me ha dicho nada más y nada menos que no pongo todo lo que está de mi parte por ayudar a su hijo…”. Quema. El café con leche. “…pues qué más quiere que haga, qué”. Soplo y resoplo. “…no te puedes imaginar la rabia que me da tener que estar viviendo bajo el mismo techo y no tener otra que dejarle a mi chiquitín para venir aquí a matarme a trabajar… es algo que no soporto”. La amiga se hace cargo: “…con tres mesecitos que tiene el pobrecito”. Cogen sus cafés. Salen hacia fuera. Siguen hablando. Las sigo con la mirada. No tengo la menor duda. Es ella. Claro. La pareja del chico que tenía un Seat Ritmo. Que seguramente el coche estará ya para el desguace. Y a lo que cuenta, vino un nene. Que ahora ya tiene tres meses. Y por lo visto y oído la suegra es de alivio. Y… Aprovecho que el camarero tiene un segundo de respiro para preguntar cuánto es el café con leche, pagar y salir pitando. Vaya. Con lo interesante que se estaba poniendo todo esto, se me hace tarde.
III
Otra vez en Mardebé. Hoy, visita relámpago. Claramente he llegado a una ciudad deprimida. Un tren me dejó esta mañana, y otro me recogerá este mediodía. Acoplo mi paso al de los peatones que atestan la acera. Siento un vacío tremendo en el estómago. Son unas cuantas horas ya desde que me he levantado. He parado en la puerta de esa frutería y he reparado en la magnífica pinta que tienen esas fresas. Agua en el paladar. No me lo pienso. Pido turno. “Detrás de mí”, dice una señora. Uno, dos, tres, minutos. Me impaciento. Por unas pocas fresas. Por fin. Ya le toca a esta mujer que va delante. Acaba pronto. Sólo quiere melocotones. “Qué poco te llevas hoy”, le dice el frutero, “¿es que ya no están tu hijo, tu nuera y tu nieto contigo?”. Clinc. Se me enciende la bombilla. Suelta un escueto “ya no”.  Lleno de resentimiento. Ya lo tengo. Ya está claro. La señora no dice nada más. Paga sacando la calderilla de un monedero viejo. Y se va. Ausente. Encorvada. De un millón de personas que vivirán en Mardebé, calculando por lo bajo, doscientas mil serán suegras. Y de esas doscientas mil suegras, para mí que ésta es ella. Fijo. No cabe otra. La que le decía a su nuera que no hacía lo suficiente por su hijo. La que convivía con ellos y se encargaba del nieto mientras la madre se mataba a trabajar. El nieto que vino porque se rompió lo que se rompió. Estiro el cuello hacia la calle para ver hacia dónde se va. Emocionado. No, que no me estoy montando ninguna película. Que sólo son evidencias las que interpreto y cuadro ante mis ojos. Es que… es que ya tengo ganas de volver a Mardebé pronto para volverme a cruzar con ellos y enterarme bien de lo que les sigue pasando… al pequeñín que ya estará dando sus primeros pasitos, a su madre, a su padre… a todos. Lo que ahora no entiendo es por qué el capullo del frutero me saca de mi ensimismamiento,  pierde su paciencia y de muy malos modos me espeta: “Señor,  por favor, señor, dígame qué le pongo, que hay gente detrás de usted esperando y yo no tengo todo el día”. Envidia cochina que tiene de no enterarse de las historias como yo me entero.