domingo, 30 de marzo de 2014

Esperando a Jorge



I
Que no. Que no me entran. Con las sumas, lo que sea. Con las restas, así, así. Con las multiplicaciones, aún, aún. Pero con las divisiones de dos cifras no puedo. Dejo caer el cuaderno encima de la mesa. Suplico clemencia: “Papá, vale ya por hoy, déjame ir a jugar”. Él suelta el periódico. Espanta una mosca. Se acerca. Se asoma. Y mira lo que he hecho. Claro, ve las divisiones en blanco. “Te falta eso”, me señala. Jooo. Protesto. “¡Es que no me salen!”. Se queda pensando. “Si quieres, llamamos a la señora Mariana y que venga a explicártelas”. “¿La señora Mariana? ¿La abuela de Jorge? Pero ¿esa mujer sabe?”. “¡…pues claro que sí! Ella es maestra de matemáticas. Aunque ahora esté jubilada, es una experta”. Desde la habitación, mi hermano, que tiene la antena puesta, suelta: “¿Es que tú no te has fijado en que tiene una cara de raíz cuadrada que no se la acaba?”. Raíz cuadrada. No sé lo que es eso. “¡Tú calla, que la cosa no va contigo!”, le grito. Mi padre espera. Al final, le contesto renegando: “Bueno, vale: lo intento un poco más. Pero la señora Mariana no. La señora Mariana, lo último de lo último”.
II
No me queda igual. No es lo mismo. Yo, giro las piedras gordas con los pies. Por si hay alacranes debajo para que no me piquen. Luego, las levanto como puedo, y voy formando el muro.  Pero no están muy rectas que digamos. Y se quedan frágiles. Con Jorge era otra cosa, él sí sabía ponerlas… Y le quedaban bien. Así, yo solo no terminaré nunca la cabaña. Me llaman a gritos. Es mi hermano. “¡Dimas, a comeeeeeer!”. Voy, voy. Salto del descampado al caminito por donde se entra otra vez en el pueblo. Yo le he preguntado un montón de veces a la abuela de Jorge, que vive en la casa de al lado,  si este año tiene que venir y me ha dicho que sí. Pero estamos ya a casi quince de Agosto, casi no queda verano, y no ha aparecido. Señora Mariana, cuándo viene Jorge, cuándo.
III
Con las manos en los bolsillos. Así voy. Buscando la poca sombra que hace. Me aburro. Lo de la cabaña lo he dejado estar. De frente, veo que la señora Mariana viene cargada con el bolso de comprar. La saludo. Ella me pregunta: “Dimas, ¿tú no querías saber cuándo viene Jorge?”. Sí, sí, sí. Claro. “…pues viene esta tarde. Lo trae su padre. Y estará unos días”. Uaaaaauu. Por fin. Mi amigo del alma. Por fin levantaremos una cabaña decente. “¿Esta tarde? ¿A qué hora, a qué hora?”. “…temprano, digo yo, porque luego mi hijo se vuelve a Mardebé… el pobre no tiene vacaciones este año”. Me hago una composición. Ya quiero que sea esta tarde. Qué alegría. Por fin viene mi amigo-amigo. Ya era hora.  Le pido a la señora Mariana que me deje ayudarle a cogerle el bolso. Uffff. Jo. Ni que llevara ladrillos dentro. La acompaño hasta la puerta de su casa. Es cuando me propone: “¿Y si vamos los dos a esperarlos a la entrada de Gorroperdido?”. No me lo pregunta dos veces. “¿A las cuatro?”. “Sí, Dimas, los dos a las cuatro”.
IV
Es lo que tiene que el pueblo esté en alto, que diez kilómetros antes de llegar, los coches se ven venir. La carretera se divisa perfectamente. Y, si hace falta, radio macuto, ya se encarga de anunciar en la Plaza Mayor a cualquiera que se arrime para que se entere todo el mundo. Hemos salido hasta el pivote del kilómetro uno, y nos hemos quedado a la sombra de un árbol. “¿De qué color es el coche de su hijo, señora Mariana?”. “Azul”, me ha dicho. Me  pongo la mano en la frente, acurruco los ojos: “¡Azul! ¡Ahí viene uno azuuuuul!”. Contengo la respiración, veo cómo se acerca. Cuando está casi casi ahí al lado, veo que no, que es una furgoneta, que no puede ser. Cahis. “Al próximo, Dimas, al próximo”. Total, por un poco de paciencia, cuando tanto he esperado, tampoco pasa nada.
V
Han pasado…. cinco minutos. “Señora Mariana: Yo tengo muy buena memoria”. Se lo digo rotundo. Ella sonríe. “Qué suerte tienes. Ojalá puedas decir eso mucho, mucho tiempo”. No, yo no lo digo por fardar. Lo digo porque es verdad. Ahora mismo le voy a poner un ejemplo. “Del próximo coche que aparezca, me voy a acordar toda mi vida”. Ella intenta convencerme para que no lo haga: “…no hace falta Dimas, los recuerdos son caprichosos… luego no te acordarás de todo lo que quieres y sí de mucho de lo que no quieres”. Ya estoy concentrado. Espero a que salga el próximo coche. Ahí, ahí está. Un puntito minúsculo. No es azul. Por lo tanto no es Jorge. Eeeeppp. Un momento, que vea… Exclamo: “¡Un 127 verde,  V 9362 K! Suma veinte. Yo sumo muy bien, señora Mariana…”. 127 verde, V 9362 K. Ella se ha quedado un poco seria. “…te aviso ya que, cuando tú te acuerdes de ese 127, dentro de muchos años, yo no estaré para reconocer tu buena memoria”.
V
Han pasado… muchos minutos. “¿Qué hora es?”. “Casi las cinco”, me dice. “Ufff, sí que tardan. Me canso de esperar. No les habrá pasado nada, ¿verdad?”. Ella levanta las manos: “¡No, por favor! ¿Sabes lo que creo? Que como mi hijo es muy despistado… se habrá dado cuenta de que han salido sin la maleta de Jorge, y a mitad de camino habrán tenido que volver atrás para ir a por ella”. He contado los coches que han subido a Gorroperdido en esta hora. Treinta y dos. Le confieso: “Entonces yo no puedo criticar eso. Porque yo también soy despistado”.
VI
El camión cuba que sube el agua al pueblo acaba de pasar. Va de parte a parte, casi no cabe. Estoy marcando una carreterita con la grava de la curva. Tres palos hacen de excavadora. “Oye, Dimas, ¿tú tienes hambre?”. Me quedo mirándola. “Depende”, le contesto con desgana. “Había traído merienda para ti y para Jorge, pero como es la hora que es… te la comes tú solo y arreando”. Registra su bolso. Y saca un paquete de chocolatinas. ¡Cho-co-la-te! Se me abren los ojos. A reacción, desesperado, le suelto: “Sí, sí que tengo mucha hambre, señora Mariana”.
VII
Me ruge el estomaguito. Ay, ay, cuánto chocolate.  El sol empieza a esconderse a nuestras espaldas. Hace rato que no hablamos. A la señora Mariana le he contado cosas del colegio. De mis otros amigos. De lo que me ha preguntado. Ella mira ahora al final de camino. “...es muy tarde ya… ¿les habrá pasado algo?”. Tengo que calmarla como sea. “No por favor, ¿sabe lo que creo? Que su  hijo es tan despistado que sí ha cogido la maleta, pero ha tenido que volverse a mitad de camino porque se había olvidado de Jorge”.  
VIII
En ésas estamos cuando un coche, un 131 blanco, nos hace las luces y nos pita. “¡Ahí, ahí están! ¡Ya han llegado! ¡Ya están aquí!”. Por fin. Por fin. Canto el Aleluya. Un poco más y se hace de noche. “¡Señora Mariana… es blanco, que no era azul!”. “Yo es que, hijo, de colores, no sé mucho”. Ha puesto el intermitente. Se ha arrimado a la cuneta, para que si viene alguien detrás pueda pasar. Voy corriendo. Salgo al encuentro de mi amigo. Jorge, Jorge. Me quedo sin casi aire. Alguien sale. De la puerta de atrás. Jolín. Qué estirón ha pegado. Éramos casi iguales y ahora me pasa tres palmos. “Hola, Dimas”. Jolín, qué vozarrón le ha salido. Estoy a punto de preguntarle, pero me corto en seco, “qué te ha pasado, Jorge”.
IX
Bueno… Se hace lo que se puede. Para estar construyéndola yo solo, la pared de la cabaña no me está quedando mal. Por ahí, veo acercarse a la señora Mariana. Va a comprar. “Buenos días, Dimas”. Me sacudo las manos. “Buenos días, señora Mariana… ¿y Jorge?”. Tarda en contestar. “Durmiendo como un tronco. Anoche estuvo en la verbena y llegó muy tarde a casa”. Ah. Se prepara para seguir camino del supermercado. No sé por qué me va el corazón tan deprisa. No sé por qué, de repente, me entran estas ganas de hacer pis. Ella se va. La tengo que llamar. “¡Señora Mariana, señora Mariana!”. Dos veces. La segunda, grito. Igual es que está un poquito sorda. Se vuelve. “…dime, Dimas”. Carraspeo. Doy saltitos. Mmmm. Indeciso. A la de una, a la de dos, a la de tres: “¿Usted no me podría ayudar a hacer divisiones de dos cifras?”.

domingo, 23 de marzo de 2014

Super Espeso



I
Lo puedo decir sin temor a equivocarme. Sin que digan que soy un exagerado. Arnau Falla es el Cela de la clase. Escribe como nadie. Con desparpajo. Con ironía. Con la edad que tiene. A ése, dentro de un tiempo, lo sientan en un sillón de la Academia ocupando una letra mayúscula. Y, si el mundo es justo, le dan el Nobel antes de que cumpla los cuarenta. Hasta Don Rafael, el profe de lengua, alucina con sus redacciones. Palmea la mesa, PLOOOM, PLOOOM, buscando silencio, aclara la voz y dice: “atended a lo que ha escrito Arnau hoy”. Alguna tos acatarrada es todo lo que se escucha mientras don Rafael lee el texto vocalizando, sin saltarse una coma. Todas las miradas se fijan en el escritor prodigio, mientras él pierde la suya a través de la ventana que da al  patio. Cuando termina, saltan los murmullos, se escuchan comentarios, “jo, qué bueno” y suena hasta algún aplauso por debajo de la mesa. Arnau Falla, además, es muy amigo mío.
II
“Querría ser algún personaje en alguna de tus historias”, le he pedido. Él se ha extrañado. “Qué dices”. No sé por qué se sorprende. Soy consciente de la transcendencia que eso tiene. Los sabios de los siglos venideros, desde China hasta Argentina, su antípoda, dirán que Arnau Falla se inspiró en la figura de su buen amigo Telmo Cuenca para escribir el personaje de… me falta saber en qué personaje, pero quedará claro que se inspiró en mí este clásico de todos los tiempos. Ahí ya me cuelo yo. Ahí ya tengo asegurado mi huequecito de posteridad. Le insisto. “¿Saldré? ¿Saldré?”. Se lo piensa. Igual es que lo abrumo un poco. “¿Me pondrás? ¿Me pondrás?”. “Bueno, sí, va”, concede. Bravo. Ya tengo su compromiso. “…lúcete, Arnau, ponme como soy, ponme bien… aunque si me preguntas, a mí me gustaría, si es posible, ser un superhéroe”. “¿Un superhéroe?”, exclama poniendo ojos de plato. “Sí, bueno, si no es mucho pedir. Pero sobre todo tú céntrate en que sea una buena historia… yo te puedo dar mucho juego…”.  Suena la sirena. Hay que volver a clase. Nos levantamos del escalón donde nos sentamos y pasamos los treinta minutos del recreo. Él avanza pesadamente. Enfrascado en su mundo. Vaya. Parece que le he trastocado un poco sus esquemas. Total, por un superhéroe de nada, uno chiquitito… 
III
“¿Ya?¿Ya? ¿Ya?” Es que me consume la ansiedad. Cada mañana, al entrar en clase, le pregunto a Arnau. Y él me dice que no, que todavía no, que está en ello. Yo veo que sí, que su cuaderno de gusanillo con hojas cuadriculadas está cada vez más escrito. Alguna vez le he pedido que me deje ver por dónde van los tiros. Que me dé un adelanto. Ahí sí que no transige. “No, Telmo, hasta que no lo tenga acabado”. Lo dejo en paz. Un poco solo. Vuelvo sobre mis pasos, “¿y no me podrías dar por lo menos una pista?”. Arnau resopla. Tiene paciencia Arnau. Yo no. Es que cuando quiero algo, lo quiero para ya mismo. Y lo que quiero ahora es leer y verme dentro de una historia, una gran historia de Arnau Falla.
IV
A la hora del patio, viene hacia mí, deja caer en el pupitre la libreta manuscrita. Titubea. Está serio. Qué le pasa. ¿Tiene miedo por si no me gusta? Le pregunto: “¿La has acabado?”. No me puedo contener. Todo el mundo sale del aula. Yo no. Yo me quedo leyendo. Mmmm. Cien páginas. Cien, que se titulan, a ver cómo. ¿PRIMERAS AVENTURAS DE SUPER, SUPER ESPESOOOO?
V
Conforme he ido pasando las hojas, mi cabeza se ha ido ensombreciendo. No sé si soy como me veo o soy realmente como él me ve. Menuda tragedia si es esto último. Entra toda la tropa de nuevo en clase. Aprieto los puños. Me muerdo los labios. Por la cara que Arnau pone, sé que sabe lo que le voy a decir. Ahora acaba de llegar don Rafael con su carpeta debajo del brazo. Me ve. Se acerca. Me pregunta: "¿Es lo último de Arnau?”. Reconoce su letra. No me da tiempo a esconderle y apartarle el libro. “Un momento”, le digo. Él lo recoge. Da dos palmadas en la mesa y anuncia. “Atención a todo el mundo, chicos: Arnau ha escrito una nueva historia y dice así:…”. Con su gran dicción, y ante mi estupor, el profe empieza a leer. Me cago en todo.
VI
Un superhéroe que se llama Super Espeso. Su nombre en la vida real, Telmo Cuenca, por supuesto. Su descripción detallada, Telmo Cuenca, efectivamente. No hay equívocos. Es Telmo Cuenca, o sea, yo mismo, quien viste y calza a Super Espeso. Aquí, risitas a granel. Mientras don Rafael avanza en su lectura, todos me miran a mí, no a Arnau. Todos me señalan a mí, no a Arnau. Cuanto más guarro va Super Espeso, más fuerza tiene para combatir a los malos. Por eso se reboza en los charcos, y su supertraje está plagadito de lamparones para que sea efectivo. Por eso su cuartel general secreto se esconde en la parte de atrás de una pocilga. Porque allá es super poderoso. ¡Super Espesoooooo al ataque! Llega a tiempo. Lo huelen. Y blif, blaf, una andanada de efluvios fétidos basta para anestesiar a quien se ponga por delante. “¡Cielos, qué horror, qué peste, nos rendimos!”. Super Espeso siempre triunfa, eso sí. Llegan los policías, tapándose la nariz, cuando la faena está hecha, para recoger a los bandidos que se retuercen asfixiados y suplican que se los lleven detenidos. Vaya mierda de superhéroe. Trago saliva. Y luego está lo de Rebeca, su amada, que es una maniática de la limpieza. Quién es Rebeca. Menudo amor imposible. Él tendrá que renunciar a sus superpoderes y limpiarse bien para merecerla. Don Rafael se da cuenta del marrón en que se está metiendo según avanza en el relato. Y corta. Para. Y ante un “ohhhhhhhh” general, decide: “Bueno, ya nos hacemos una idea de qué va la historia. Ahora vamos a proseguir la clase”. Mientras ha ido leyendo, no sabía dónde esconderme. Tenía que haberme salido de clase. Pero estoy paralizado. Lleno de odio, agacho la cabeza y mi pregunta sin respuesta es por qué, por qué Arnau Falla me ha hecho esto.
VII
Con el espejo de testigo, levanto sobaco derecho. Aspiro. Nada. No, no huelo nada. Repito el paso con el sobaco izquierdo. Que no. Que el desodorante funciona. Me agacho. Hacia donde el espinazo me deja llegar camino de los pies. Nada. De verdad, tampoco nada. Soy víctima de una sucia leyenda negra. Ahora abro la mampara. Y suspiro: “Ducha, duchita mía, con el agua más calentita o más fría, di  a todos que tú a mí me ves cada día”.
VIII
Al principio hacía como que no escuchaba nada. “¡Chisss, chisssss, que viene, que viene Super Espesooooo!”. Qué de cabrones. Qué de cobardes. Pero luego no. Luego decidí que no pasaría ni una. Que todo aquel que osase meterse conmigo y llamarme: “Super Espeso” se llevaría una colleja. Ocurría que eso parecía poca cosa. Así que me embadurné y pringué bien las palmas de mis manos con grasa de cadena de bicicleta. Curioso. Eso multiplicaba con furia la fuerza de mis sopapos. Debe de ser lo único cierto en la historia que escribió mi otrora amigo Arnau Falla. Mis leches, arreadas con las manos sucias, pican. Ha costado su tiempo. Ahora ya no oigo que me llamen nada. Y voy con la cara bien alta y las manos limpias. Qué bonito es el silencio cuando está callado.
XCVIII
“Cómo te has hecho eso”, me pregunta Rebeca. “Bufff, no me había dado cuenta”, miro mi camisa y da pena. Mecachis con el zumo de naranja, cómo me he puesto. Me azoro. Ella no le da importancia. Yo sí. Mi reino por una camisa blanca y limpia. Por un segundo, me pregunto qué habrá sido de Arnau Falla. Le perdí la pista hace muchos años. Académico desde luego no es. Y el Nobel tampoco lo tiene. Da igual. Enseguida lo olvido. Estamos los dos solos. En el mirador del mar. Ella acaba de tomar el lápiz con sus dedos, levanta el papel, esboza trazos. “Qué haces”. “Dibujo tus líneas de expresión… estás siendo mi modelo”. Rebeca, mi pintora, mi bien, mi todo. Yo, Telmo, personaje de sus cuadros. Huequecito de posteridad. Resoplo. Cariñosamente, le pido que no, que no siga dibujándome. “¿Por qué?”. No lo entiende. Y yo no sé si le voy a saber explicar… No me gustaría que Super Espeso resucitase de nuevo.

domingo, 16 de marzo de 2014

Creo en los Concursos

 
I
Me oriento bien. Mi brújula interior funciona. Y me dice que debo de estar llegando. Que Gorroperdido tiene que estar por aquí, detrás de uno de estos cambios de rasante. Ya podían poner indicaciones más claras. Es que no he visto ni una puñetera señal en los últimos diez kilómetros, ostras. Apago el cassete. Sonaba Camino Soria por tercera vez. “…Béquer no era idiota, ni Machado un ganapán...”.  Abro bien los ojos, que han venido como platos todo el camino. Aminoro la velocidad. Se ha portado bien el viejo R7 de mis padres. Lo que ya no quiero imaginar es cómo me recibirán ellos a mi vuelta por haberles cogido el coche sin su permiso. Tendré un numerito. Un cuadro. Pero tenía que hacerlo. El plazo de recepción de originales termina hoy a las dos. Después de pulirla siete veces, terminé mi novela ayer a mediodía. Quedó brillante, sí. Entre las fotocopias y la encuadernación, se me hicieron las ocho. Y a esa hora no hay correo certificado que se comprometa a entregar dentro del tiempo. Así que no me quedaba otra. Coger el volante, pegar mi “L” con la ventosa en la parte de detrás, y hacer kilómetros. Cruzar la península de parte a parte sin pasar de ochenta y venirme hasta aquí. Estoy llegando. Por fin. Son las doce y media. Voy sobrado. No creo que hayan borrado el pueblo del mapa. Y hago toda esta panzada porque yo, yo, creo en los concursos.
II
“Oiga, por favor… ¿para Gorroperdido?”. He bajado la luna de la ventanilla dándole a la manivela. El hombre que andaba por el arcén ha acurrucado los ojos, extrañado por la pregunta. “…tengo que llegar al ayuntamiento antes de las dos, y es casi la una”, le he explicado. Mmmm. Sabe, pero no sabe. Resuelve: “…será mejor que me suba, y que te indique, si no, no sé yo si te dará tiempo”. He quitado el seguro y le he hecho sitio en el asiento. Se ha subido con su petate y se ha anclado el cinturón de seguridad. Es lo que yo digo siempre. Gente buena la hay en todas partes.
III
Pues sí que andaba yo despistado. Ciento ochenta grados. Media vuelta. Me había pasado de largo. Los minutos caen y el corazón empieza a acelerar más que el motor del coche. “…es para entregar una novela”, le he explicado al hombre, “…hoy termina el plazo… y yo la llevo ahí detrás”. En el asiento de atrás. Un paquete. Cuatro originales escritos a doble espacio y encuadernados con tapa dura naranja. Yo la quería azul, pero no tenían. Doscientas treinta y tres páginas. Con un sobre, lema y pseudónimo. Mi guía me lo ha confirmado: “…pues sí, hombre, sí: este Certamen Literario de Gorroperdido tiene mucho renombre… Todos los que aquí han ganado son ahora escritores con prestigio… de primera línea”. Me sube la adrenalina. Prestigio.  Pero sigo pendiente de la carretera. “¿Voy por aquí bien?”. “Gira ahí a la derecha”. “¿Por ahí….? ¿Por ese camino de cabras?”.  “…yo no conozco otro sitio más rápido, ése es el mejor atajo…”. Obediente, el R7, marca el intermitente y vira a la derecha. La primera en la frente. Un socavón en el que casi se cuela dentro. El crujido de los amortiguadores me duele en el alma. Ay mis padres si les rasco el coche. Plooooof, plooooof. Vaya un asco de carretera. Como me venga ahora uno de cara, no cabemos. Insisto: “¿Seguro que es por aquí?”. “Sí, hombre, sí, tú tira todo recto”. Menos mal que he dado con este tipo. Si no, todo mi esfuerzo para nada.
IV
Por qué no se ven casas. Por qué no hay alguna gasolinera, alguna nave industrial o agrícola. Algo. Por qué. El camino serpentea entre montañas. A un lado, una pared vertical, al otro, un precipicio. Subo una revuelta en segunda. Al entrar en cada curva, voy avisando, PIIII, PIIIIII. Noto un sudor frío en mis axilas… Mi copiloto va confiado. Repara en una bolsa de magdalenas que todavía no he abierto. “…Mmmmm…. Qué buena pinta”. “Las ha hecho mi hermana…de plátano y chocolate”, le explico. Me pide: “…¿puedo?”. “Adelante, yo no sería capaz de comer nada ahora”. Tras mi permiso, alarga la mano y arrambla con ellas. Una, dos, tres, van quedando los envoltorios, casi sin migas. Qué saque. Solemne, con la boca llena, exclama: “… esto, esto es un bocado de cielo”.
V
“…habiéndote conocido, estaré pendiente del fallo del Certamen… “, me dice limpiándose las morreras, “¿con qué pseudónimo te presentas?”. Freno bruscamente. HIIIIIIIIIIII. Para no tragarme un bache. Tarde.  Si no es por el cinturón, nos empotramos con el parabrisas. Glup. Respondo: “Catador”. “Ahhh… Catador de los dulces de tu hermana… Muy logrado el nombre”.  Me impaciento. Me sulfuro. Trato de acelerar. Pero el R7 y el camino me lo desaconsejan. La una y cuarto de la tarde ya. “¿Falta mucho para llegar?”. “No, no: ya casi estamos”. Cuánto. Ahí se ve un apeadero. Bien. Señales de civilización. Bien, bien. “Para, Catador, que yo me bajo aquí”, me suelta, “…he llegado justo al tren. Pasa a la una y veinticinco y ya pensaba que lo perdía”. Enrojezco por segundos. “¿Y yo? ¿Y yo?”. “Tú vuelve hasta donde me has encontrado. Estabas a trescientos metros de la entrada del pueblo”. Plooom. Portazo. Me saluda con una sonrisa. Creo que tengo un vocabulario profuso. Sin embargo, ahora sólo me salen dos palabras y media. Cabrón, hijoputa. Hijoputa, cabrón. A falta de variedad, se las grito y las repito muchas, muchas veces. Él, en la distancia, sonríe como si recibiera un piropo y me contesta: “¡…deliciosas esas magdalenas!”.
MMXIV
No sé para qué me vine aquí. Se suponía que éste era un sitio muy tranquilo. Con cobertura y bien comunicado. Ideal. Pero a qué santo. Eso es lo que más rabia me da. Que, cuando estoy concentrado, escuchando a toda paleta la trompeta embriagadora del Camino Soria de cara al ordenador, aporreen el timbre como si se acabara el mundo. Grabo el fichero por si acaso, no sea que se borre. Me incorporo. Abro el ventanal. Quién (coño) es ahora. Y qué quiere. Me he asomado. Un tío. Esa cara. Ostras. Sí. Yo… yo tengo memoria fotográfica para las caras. “Disculpe, señor… me he salido de la autovía porque casi no me queda gasoil… y no llego a la próxima estación de servicio ¿usted no me podría dar un litro aunque fuera? Se lo pago bien, se lo aseguro”. Cierro la ventana. Respiro hondo. Hay historias que nunca se cierran del todo, aunque el tiempo las olvide. Bajo las escaleras. Qué se supone que debo hacer. Es que me he imaginado esta escena tantas veces, y de tantas maneras, que ahora…  Atravieso la cocina. Mira: Hay una bandeja de magdalenas rellenas de chocolate encima del plato. Voy a abrir la puerta. Me tiembla el pulso. No me reconocerá seguro. Seguro. Lo tengo delante de mí. Con el pelo casi blanco. Me suelta la explicación. Lo escucho como frotándome los ojos. Frente a frente. Sí. Ya sé. He decidido. Es que soy como soy. En ese trance es cuando me pregunta: “…por cierto, ¿has ganado algún concurso en todos estos años, Catador?”.

domingo, 9 de marzo de 2014

La caja de gaseosas

 
 
I
Qué sopor. A las cuatro en un domingo de Agosto. Ésta era  mi hora de la siesta en la tumbona. Mi hija y yo hemos llegado unos minutos antes de lo convenido y hemos buscado una de las pocas mesas que quedaban con sombra. Debajo de una acacia. Hay un bochorno pegajoso y las moscas están  empalagosas. Me he dejado caer en la silla de aluminio. Está coja. Necesito un café. Uno muy cargado. Es que me estoy amodorrando, pero los guantes hay que recogerlos al vuelo cuando se lanzan. Ella me dijo: “…a él le gusta mucho jugar al dominó… seguro que  te ganaríamos, papá”. Y yo lo tuve a huevo: “¿Al dominó? ¿Ganarme? …Cuando queráis y donde queráis, os demuestro que no, Alicia”. ¡Toma jugada maestra!: así sabemos con quién va nuestra pequeña y si se junta con buenas compañías. Uffff. Pero qué astuta: Ha quedado a las cuatro de la tarde, justo cuando mis neuronas se aletargan. Y jugaremos padres contra hijos. Eso es muy arriesgado. ¿Y si resulta que el otro padre es un cero a la izquierda? “¡Ya están ahí!”, me anuncia Alicia. Me ajusto las progresivas. Así que ése… ése es Ángel… y ése es su padre. No, no lo conozco de nada. Tiempo de presentaciones. Alicia. Casimiro. Sí, qué pasa. Me llamo Casimiro. Ángel hijo. Ángel padre. El chico es blando, blancucho. Lo taladro con la mirada.  Su padre, en cambio, da la mano, y más que apretar, estruja. Mucha fuerza y poco cerebro tal vez. Se acerca el camarero. Toma las notas, con mi café doble incluido. “…y traiga por favor unas fichas de dominó, que vamos a jugar la partida del milenio”.
 
* * * * *
Así que éste es el famoso Ángel. Tiene la cara rara. Ángel. Y mi hija lo mira embelesada. Se lo come con los ojos. Qué le habrá visto. Ángel. “¡…oye, papá, que te toca tirar otra vez a ti!”. Salgo de mi ensimismamiento. “¿Ah, sí? Perdonad… ¿me podéis decir quién se había doblado a pitos?”.
* * * * *
Estos chicos son durillos. Ángel padre exclama: “Os hemos dejado llegar a noventa puntos para que no os deprimáis, pero hasta aquí ha llegado la riada… ¿a que sí, Casimiro?”. Me sale un gesto torcido. La partida es a cien. No me río, no. Este hombre va a su bola, tira lo que le parece. Es anárquico. Y yo tengo imán para coger el seis doble, la caja de gaseosas. La de risas que suelta mi hija cuando ve que la tengo yo y se me ha quedado colgada. “¡Ja, ja, la caja de gaseosas, otra vez la tenías tú!”.  “Qué pasa, sólo es una ficha más”. Y pienso, pero no lo digo, que  así, con este compañero de juego y con la caja de gaseosas fija, que son doce puntos para contar, es muy difícil ganar.
* * * * *
Éste no sabe lo que ha hecho. Ha jugado a treses y ha cerrado. Sin darse cuenta. Hemos contado y ganamos. A pesar de mi seis doble estrangulado. Y con esta “cerrada” terminamos la partida. Ángel padre le suelta una palmadita a su hijo, que está muy contrariado. El chico no entiende cómo se les ha podido escapar. “¿Ves? ¿Tú lo ves?”. Luego, se levanta, me da la mano y otra vez me la deja magullada. Mi sonrisa es forzada. Sí, hemos ganado. Pero sin estrategia. De pura chiripa. Y ganar así, casi casi, es como haber perdido.
II
Sabiendo que a las cuatro de la tarde es la revancha, he moderado un poco la comida, para que no me sobrevengan los bostezos. Ellos ya han llegado. La cara del amiguito de Alicia ya no me parece tan difícil. Y durante estos cuatro días me he entrenado para apretar fuerte la mano que me apriete. Ángel padre lo ha tenido que notar. EEEEEEPPPPPP, toooma apretujón. Sobre el mármol, las fichas ya ruedan apoyadas en el tornillo central. Raaaaaas, raaaaas, raaaaaas. Ángel frente a Alicia. Yo le tapo a ella. Ángel padre a su hijo. Y su hijo se supone que a mí. El camarero viene con la bandeja. No hay comentarios. Hoy sí que sí. Concentración. Contando las fichas que están en la mesa y las que faltan por salir. Alguna vez acabarán retransmitiendo por la radio las mejores partidas de dominó. Arrasará el estudio general de medios. “¡Y, señores,  justo ahora, se acaba de doblar la caja de gaseosaaaaaaaaaaaaaas!”. Angelillo aprieta. Yo, respondo: “Ajajá, ésta no te la esperabas”. La alegría me dura poco. Alicia, que viene detrás, suelta su última ficha y exclama: “¡Domino yo!”. Y a mí, que soy su padre y que no sabía que ella jugaba tan bien, se me queda cara de tonto.
* * * * *
Nos levantamos con la espalda marcada por las traveseras de la silla. Sí, vale. Esta tarde han ganado los chiquillos. Pero nosotros, con nuestras fichas, y la caja de gaseosas en nuestra nómina, hemos vendido cara nuestra derrota.
III
Domingo. Esta tarde, partidita, partidita.  Faltan veinte minutos para las cuatro. Yo ya casi estoy preparado para salir. Viene Alicia hacia mí: “Huyyy, papá ¿no te lo había dicho? Hoy no va a poder ser… He quedado con Ángel… nos vamos a una fiesta a Gorroperdido”. Ufff. Se supone que conozco a Ángel. A su padre. Que me tiene que parecer bien que ella salga con él. Que no tengo que poner trabas a sus dieciséis añitos. Mi sonrisa es forzada. Y mi pequeña me da un beso antes de salir a toda velocidad. Uffff. Me dejo caer en la tumbona. Ésta era la clásica hora de mi siesta. Pero, mecagüen, no consigo pegar ojo. 
IV
Yo creía que él ya no venía. Me iba a levantar para irme, cuando le he visto entrar. Ángel padre se ha excusado: “lo siento consuegro, no me arrancaba el coche”. Consuegro. Después de tantos años, ahora me llama consuegro. Le he espachurrado la mano antes de que él machacara la mía. Hemos pedido al camarero los cafés y la caja con las fichas del dominó. Y hemos llamado a los rivales de hoy que ya creían que se marchaban triunfantes sin jugar. Ja. Casimiro y Ángel,  el tándem imbatible. Mientras vuelco la caja con las fichas, raaaaas, raaaaas, y doy por hecho de que cogeré como siempre la caja de gaseosas, le pregunto: “Qué, ¿sabes algo nuevo de los chiquillos?”. Él me niega con la cabeza: “…éstos no se acuerdan ni de jugar al dominó, ni de nosotros”.
V
A Alicia le he escrito este mensaje invadido por la euforia: “Que sí, que sí, que somos CAM-PE-O-NES”. En el torneo de Dominó del Centro de Convivencia. Con Ángel padre como pareja y su imprevisible estilo, todo hay que decirlo, fuera de la lógica, hemos arrasado. Según descargaba el trofeo encima de la mesita en casa, ha entrado su respuesta. “Enhorabuena, rey de las gaseosas. Vuestros hijos, felices, de haber descubierto vuestro talento dominero cuando jugáis juntos…”.
VI
Yo lo he visto venir. A Ángel padre me refiero. Muy desmejorado. He hecho como que no. He mirado a otra parte. He pasado al otro lado de la acera, sin llegar al paso de peatones, para no cruzarme. Él también ha hecho como que tampoco me veía. Cuando ya se ha alejado, he vuelto la cabeza y me ha entrado un pequeño ahogo. Un sofoco. Dónde está escrita esa regla que dice que si nuestros hijos terminan, nosotros también tenemos que hacerlo. Dónde.
VII
Directamente me siento en la silla coja bajo la acacia. Directamente el camarero me trae el café doble de las cuatro, aunque de sobra sé que no debería tomarlo, porque después no pegaré ojo. Aunque esté solo, yo le he pedido las fichas. Y he hecho un castillo. Con una, dos, tres alturas. Frágil. Se ha caído. Luego, las he guardado de nuevo de una en una con cuidado en su caja. Y ahí, he murmurado: “hasta aquí llegó la riada”, que es lo que suele decir él cuando las cosas se ponen mal, pero aún se pueden arreglar. Y pidiéndole al camarero que no me ocupen la mesa, que yo estoy de vuelta antes de que den las cuatro, he salido a escape.  Para buscarlo. Para afrontar juntos nuevas partidas. Lo convenceré. Me he puesto en el bolsillo mi caja de gaseosas.

domingo, 2 de marzo de 2014

El Buñuelo del Siglo

 
I
Cuando escucho un “chissssss” como éste, tengo por norma no girarme. Estoy escarmentado. Si vuelvo la cabeza, puedo encontrarme con un “¡chisssspea pero no gotea!”, seguido de una risotada. O puede que sea  a otro a quien llaman. Así que, ahora mismo, yo, como si oyera llover. “¡Chissss, chisss!”. Como si estuviera sordo. “¡Chisssss, chissss, chissss, chissss!”. Bueno. Vale. Tendrá que ser a mí. Me paro. Me giro. Quién es. No veo a nadie. Eso es lo que me temía. Lo que me supera. Lo que más rabia me da. Sólo hay una pared pintarrajeada. Para qué, para qué me habré girado. Brrrrrr, reemprendo mi marcha. “¡Chiiiiiissssssss!”. Ahora lo he escuchado en mi misma oreja. “….eh, eh, sí, que es a ti, párate un momento, por favor”. Me vuelvo a detener. Arriba, abajo, derecha, izquierda. No hay nadie. “…es que me oyes pero no me ves”. Ostras, pero esto qué es. “…atiéndeme unos segundos, tengo un mensaje para ti”. Contengo la respiración. El susto me paraliza. Qué broma es ésta. Escucho. “…ahora, cuando salgas a la plaza, verás que ya han montado el puestecito de buñuelos”. Avanzo con tembleque, doy unos pasos. Entro en la plaza del Ayuntamiento. A la derecha, efectivamente, bajo una sombrilla, un mostrador, una vasija con pasta, un enorme caldero con aceite hirviendo. Y una chica regordeta con el delantal en la pechera dibuja con su mano y distribuye anillos que flotan,  se fríen y crecen para convertirse en buñuelos consistentes. Me quedo hipnotizado. Hasta mí llega el olor de la dulce fritura. Mmmmm. “…pues bien: voy a hacerte una revelación”. Es otra vez la “voz del chissss”. Otra vez me asusto. Ya no me acordaba de ella. Me anuncia solemnemente que: “…Úrsula, la buñolera, no sabe cómo y no sabe cuándo, preparará, preparará…”. Aquí se calla. Qué es lo que preparará. Ya ha conseguido intrigarme. “… ¡preparará EL BUÑUELO DEL SIGLO!”.  La voz desaparece dejando un pitido en mis oídos. Me quedo aturdido. Bastantes minutos. La mujer, que efectivamente se llama Úrsula, me pregunta entonces: “Niño… ¿te pasa algo?”. “No, no”. Doy un paso al frente. “Una docena, por favor”. Ella se ha limpiado las manos, y con destreza, zas, zas, los ha puesto en una bolsa de papel. Después los ha regado generosamente con azúcar, los ha metido en una bolsa y me los ha tendido. Y ahora aquí me tienes a mí, que siempre he sido más de churros, con una docena de buñuelos. Camino de casa. A ver qué cuento les cuento cuando me vean llegar tan cargado.
II
“Sigue la voz de tu interior”, es lo que yo me digo siempre. Y esta vez, no ha podido ser más clara. El buñuelo del siglo. Qué será eso. Será mágico. Será milagroso. Potenciará el intelecto. Potenciará a secas. Hoy, cuando todo el mundo duerme, me he levantado y he salido corriendo hacia la plaza. Ahí está Úrsula. Ahí tiene los primeros buñuelos. Calentitos. “Ponme una docena, por favor”, le he pedido. Me he rascado el bolsillo. Luego he vuelto a casa. Por poco ruido que he pretendido hacer, me han pillado al entrar en la cocina. “¡Qué bien, Cefe! ¡Nos has traído buñuelos!”. Eh, eh, que no se equivoquen. Que son todos para mí solo. El del siglo puede estar metidito ahí, en la bolsa que me he traído.
III
Ufffff. Ufffff. Ayyyyy. Ayyyy. Menudo atracón. Estoy que no me puedo mover. Estoy que me retortijo. Estoy muy malito. Y aún me queda un buñuelo en la bolsa. Ése podría ser el que tanto busco. Tengo que ir a por él. Venga, va, voy a hacer un esfuerzo. A la de una, a la de dos, a la de… GOOOOOPPPP.
IV
En casa me preguntan que qué me ha dado. Buñuelos para desayunar. A media mañana. Para comer. De merienda. Para cenar. Que mire cómo me estoy poniendo. Fondón y seboso. Con lo chupadito que yo era. Sí. La ropa ya no me viene. Que registrara la cartera de mi padre para coger dinero con el que ir a comprar una docena disparó las alarmas. Castigado y sin salir. Y lo peor de lo peor: Sin buñuelos. Qué te pasa, Ceferino.  Yo, no contesto. Entre las paredes de mi cuarto, surgen unas cuantas reflexiones: Por qué no contesto. Porque no me van a entender. Y si me entienden, porque van a querer ser ellos los que se quieran comer el buñuelo fantástico. Y eso sí que no… que yo ya llevo más de doscientos digeridos y sería una faena que vinieran ellos a última hora y se lo comieran de un bocado. Aunque se trate de mis padres. Ufff. Eso sería una faena.
V
Más reflexiones. Ella me conoce ya y me suele poner alguno de propina. Pero Úrsula no buñuelea para mí solo. Otros llegan, antes o después que yo, piden, y se van. ¿Y si les toca el campeón a ellos? Cuando pienso que eso puede pasar, me pongo peor que malo. Tengo que plantearle seriamente a la buñolera: “Úrsula, tú, en adelante fríeme buñuelos a mí solo”.
VI
“A mis padres, no, pero a ti te lo puedo contar, Monti”. Uno tiene que saber en quién confiar y cuándo. Monti, mi amigo,  escucha. Se le abren los ojos como platos. Me mira un poco raro. Luego espero sus reacciones. Él no dice nada. No decir nada también es una reacción.
VII
Antes de que me digan “tú no vas a ningún sitio”, he salido pitando. Corriendo, aunque me fatigo pronto, he salido a la plaza. Hacia el puestecito de Úrsula. Cuando he llegado, he visto que tiene la palangana vacía. Sin pasta. El fuego apagado. Está recogiendo la paleta con la que remueve los buñuelos. “…es que ha venido un amigo tuyo… uno pequeñín, rubio, con gafas…”. “¿Monti?”. “¡Sí, Monti! Pues ese chico me los encargó ayer y se los ha llevado todos…”. Ella nota mi cara de estupor. “Lo siento, Cefe”. Miro a la buñolera con resentimiento. Regreso con las manos en los bolsillos. Con las manos vacías. Con malos pensamientos. Que le peguen como un tiro los buñuelos a mi examigo Monti.
VIII
…esta mañana, la cola llega hasta el Banco. Pero qué rabia me da llegar y tener que preguntar quién es el último. A todos les ha dado por querer buñuelos. Todos quieren muchos. Y todos aguardan pacientemente a que las manos regordetas de la buñolera recojan con la paleta los buñelos bien frititos. Es porque todos esperan que les toque el  campeón. Es por eso, aunque nadie lo reconozca. Ahora en casa ya no me toman por loco. A mí me da que a la vocecilla que me dio el soplo, antes de quedarse afónica, se le ha ido la lengua y le ha contado a alguno más que un día de éstos, no se sabe cuándo, Úrsula preparará el mejor buñuelo del mundo mundial, el buñuelo del Siglo.
IX
En ocasiones, veo buñuelos. Los cuatro que lleva ese coche, por ejemplo, son  235/60/R17.
X
Mecagüen la mar. Escrito en un papel pringado de aceite, lo pone bien clarito. A euro el buñuelo. Úrsula los ha subido de precio. Eso pica. Quiere aprovechar el tirón mediático. Y encima, los hace más menuditos, más compactos. Con más aire y menos calabaza. Se creerá que no me doy cuenta. Llega mi turno. ¿A mí, que soy tu cliente más fiel, también, también? Sí, también. Hasta el último céntimo. ¡Ay, ay, Úrsula, qué ganas tengo de que me des el buñuelo total para perderte de vista!
XI
Camino de los buñuelos, he pasado por la administración de loterías. “Hoy te puede tocar a ti”. A ver si es verdad. Que años llevo persiguiendo a mi suerte. Pero al salir a la plaza, tumulto, bullicio: Cuatro autobuses descargan por sus dos puertas a una caterva de turistas japoneses. Con sus ojos rasgados y sus cámaras réflex colgadas al cuello. Clic. Clic. Primeros planos. Clic. Clic. Grandes angulares. Patata, patata. Fotos por aquí, fotos por allá. Montonera en torno al puestecito de Úrsula. “Dos docenas, pol favol”.  Me engulle la marabunta. Intento aproximarme. Abrime paso. A empujones. Imposible. Úrsula hoy ni me ve. Reculo. Cuando me retiro, en la cristalera de los autobuses, leo claramente: “Excursión al Buñuelo del Siglo”.
XII
Tenía que pasar. Han crecido como setas las buñolerías en este pueblo. Establecimientos pulcros, limpios, luminosos. Uno cada veinte metros. Todos prometen que tienen el Buñuelo del Siglo. A mí esto me va bien. Porque los turistas se reparten y se despistan. Y yo sé de qué freidora saldrá el verdadero buñuelo, cuando salga. Cuando vengo a recoger mi docenita, encuentro a Úrsula amargada. Me explica que claro que lo ha notado. Que sus ventas se han resentido. Que ha tenido que despedir a la ayudante que le preparaba la pasta. Y que, en cambio, los impuestos se llevan un mordisco cada vez más grande…  Es la primera vez que la veo fuera de su mostrador, asomándose a la esquina, y maldiciendo cuando un grupo de guiris pide buñuelos en un puestecito que no es el suyo.
XIII
Yo no pregunto. Hoy no estaba Úrsula. Estaba su hija. La joven me ha dicho: “mi madre se ha jubilado… sigo yo con esto hasta que salga algo mejor…”. Entonces he dudado. La vocecilla de la revelación dijo claramente que: “Úrsula, la buñolera, no sabe cómo, no sabe cuándo, preparará el buñuelo del siglo”. Simplemente le he preguntado: “Y tú… ¿cómo te llamas?”. “Igual que mi madre, señor Ceferino, que ya le vale, igual que mi madre”. Entonces sí, le he pedido una docena y media. La media, porque creo que esta vez sí que va de buenas.
XIV
Me rindo. No mastico ni un puñetero buñuelo más. Ni uno. Según avanzo apoyado en mi andador para salir a la plaza, estoy seguro de la decisión que acabo de tomar. Es que ya está bien. Menuda tomadura de pelo. Cien años, cien, que se dice pronto, viniendo a comer buñuelos, casi todos los días, esperando al buñuelo del siglo. Diez décadas. Que ya tengo el estómago hecho polvo. Que voy por los ciento cuarenta y cuatro kilos.  Que mis maltrechas rodillas no pueden con tanto peso. Sí: Ya está bien. Hasta aquí. “Chisssss”. ¡JA! “Chissss, chisssss”. JA, JA y JA. Ahora viene la vocecilla de las narices. Desde que se me apareció cuando era niño no la había vuelto a escuchar. Y ahora, que soy el más viejo de Mediavilla con mucha diferencia, ahí la tengo otra vez, clavadita en mi tímpano. “¡Chisss, chisssss, chisssss, chissss!”. Que no, vocecilla que no. Que no me paro. Que no te quiero escuchar. Que ya no te creo.  Que, más claro no puedo decirlo: que te vayas a tomar por saco. Y cuéntale el cuento del buñuelo del siglo a otro pringado, que yo ya no trago.