domingo, 26 de enero de 2014

En el lado de los sueños

 
I
Con un susurro, un suave toque en el hombro, “Shhhh… Giorgina…“, me llama, me despierta. Abro los ojos, y me encuentro con su sonrisa. Uf, lo siento, me había vuelto a quedar completamente dormida. Miro el reloj. Tic, tac, tic, tac. Las ocho menos cuarto. Estiro los brazos, me desperezo. Él abre la ventana. Hoy entra una luz de nublado. Y mirándome, mi padre me dice: “No olvides nunca que estás en este lado”. Sale de la habitación. Al pronto no lo entiendo. Qué ha querido decir. Mmmm. Enseguida caigo. Eso es que lo sabe. Porque él debe de ser como yo. Mejor dicho, yo debo de ser como él. Y por eso lo sabe. Y por eso me recuerda cuál es mi sitio. Mientras voy caminando por el pasillo hacia el baño, respiro hondo y recuerdo, como cada mañana, con toda nitidez y segundo a segundo todo lo que acabo de vivir en el otro lado, en el lado de los sueños.
II
Rosario está que trina. “No me lo explico. El Lunes por la tarde no tenías ni idea. Ni pajolera idea, vamos, que lo comprobé…”. Yo asiento. “Ayer Martes, haces el examen y me dices que bueno que no sabes, pero que no te ha salido mal del todo”. Sí, también asiento. “Y hoy… sacan las notas: ¡Y TE HAN PUESTO UN NUEVE!”. Ahí estalla. “¿Cómo es eso posible?”.  Vamos andando por la acera. Qué le digo. ¿Le cuento que me fui temprano a dormir? ¿Le explico que en mi sueño me fui a la biblioteca del cole y allí saqué un libro donde explicaban el tema ocho muy clarito y que así empecé a enterarme de todo? ¿Se creerá que en mi sueño la llamé a ella para que me dejara sus apuntes y me los estudié también? No, yo no gasto un gramo de energía en eso, porque no me va a creer. Antes de despedirnos, cada una a su casa, me advierte: “…ahora, con tu superinteligencia, estás viviendo de renta porque sin esfuerzo lo sacas todo muy bien y vas sobrada… pero ya me lo dirás dentro de un tiempo, cuando las cosas se compliquen cada vez más y no te resulten tan fáciles… entonces lo pasarás muy mal, porque no tendrás ni hábito de estudio ni de sacrificio y será tarde para tenerlo…”. Jolín con mi amiga Rosario. En vez de mi amiga, parece mi abuela.
III
“Levanta, despierta niña, que ya son las siete y media… las siete y media son… y te lo digo en esta canción”. Cómo desentona mi padre. Por favor, por favor, un poquito más, durmiendo, aquí acurrucadita en la cama. Me gustaba mi sueño. Me gustaba. Abro los ojos. Y me acuerdo de su advertencia. Yo estoy en este lado, no en el otro.
IV
Al principio, me sentía muy nerviosa. Ahora ya no. Estoy en lo que quiero hacer. Ha gustado mi propuesta. La llevarán a término. Y respetarán mis guiones. Quiles, el productor, se extraña, cómo es que yo, tan joven, he escrito eso, con esa madurez,  ese estilo, esa seguridad, esos recursos. No sé qué espera que le diga. Me encojo de hombros. Luego, cuando salgo a la calle, con el contrato firmado en la mano, pienso. No he hecho nada malo. Simplemente he cogido un libro de la biblioteca de mis sueños. El primer tomo. Lo he leído. Me ha encantado. Y lo he transcrito más o menos. Si estaba ahí y pertenece a mis sueños es que es mío. No es ningún plagio. Me pertenece. Quiles me ha preguntado si voy a aguantar el ritmo que la serie requerirá. “Giorgina, uno por semana, con esta densidad, esta claridad y esta intriga, es mucho”. Le he dicho que sí, que por supuesto, que tengo para seis temporadas lo menos. Biennn, fantástico. Él quería quedar conmigo para cenar y celebrarlo. No, no, mejor no. Es que ahora tengo que ir a dormir muy temprano porque me queda mucho, mucho por leer y mucho, mucho por transcribir.
V
La serie es un exitazo. No me paran por la calle para pedirme autógrafos porque nadie conoce a quien que escribe los guiones. Pero es la novedad de la televisión, está en boca de todos y la audiencia es máxima. Y yo tengo ganas de contarlo, de compartir mi buena estrella profesional. Mira, ahí está Rosario. Qué casualidad. La llamo. Se gira. “Huy chica, cuánto tiempo”. “Estás igual”, miento. Me pregunta. Le digo. “¿has visto algún capítulo? …yo escribo esos guiones”. Abre los ojos, como si la sorpresa no le cupiera. Luego, antes de despedirse porque va con prisa, sentencia: “…no me lo tomes a mal, yo, a esa hora cambio de cadena, no he visto en mi vida cosa más mala y chabacana… “. Y ahí me deja. Plantada. Rosario, en mis sueños, cuando me explicabas matemáticas desde el principio, no eras tan borde.  
VI
Tic, tac, tic, tac. Las dos. Con esto no contaba. No sé cómo ponerme. No hay manera. No me duermo. Tiemblo. Insomnio. Llevo el corazón acelerado. Me pongo hacia arriba. De lado. Cierro los ojos. Los abro. No hay manera. Cuento ovejitas. Una, dos, hasta cinco en fila india. Me desespero. Cuando me duerma, no llegaré a tiempo a la biblioteca de mis sueños. Tic, tac. Las tres. Eso, si es que me duermo.
VII
Quiles relee otra vez el guión. “Mmm…”. Hace caras. Lo piensa. Lo repiensa. Y yo, con angustia,  aguardo el veredicto. “No te lo tomes a mal, Giorgina… pero hoy llamaré al equipo de guionistas para proseguir la historia”. Me entra el sofoco. Puto insomnio. Quiero recogerle la carpeta. Quiero decirle que me dé un día más. No se lo diré, pero me iré a dormir ya, me tomaré lo que sea para quedarme sopa, para…  Sí, me entra un sofoco monumental y no soy capaz de decirle nada. Me levanto. Me coge del hombro. “…tómate un pequeño descanso…”, me sugiere. No le contesto. Salgo rabiando. Que no se me olvide. Que las pesadillas existen. En ambos lados.
VIII
La casa, mi vieja casa, permanece en silencio. Avanzo por el pasillo. Dentro, sentado, mi padre duerme. Como un bendito. Estoy por no decirle nada. Pero sí. Si estoy aquí, después de tanto tiempo, quiero que me vea. “…levanta, despierta niño, que ya son las siete y media, las siete y media son, y te lo digo en esta canción…”. Yo no entono mucho mejor que él. Abre sus ojos cansados. Y me sonríe. “…acaban de dar ahora las nueve, Giorgina, no las siete y media…”. Ahí estamos. “…estaba durmiendo… todos vivís en mis sueños… con vuestra mejor edad, en todos mis escenarios, en todos mis tiempos… justo te acababa de ver ahora de niña…”. Sí. Él, como yo,  sueña con hiperrealismo. Y recuerda con todo lujo de detalles lo que sueña. Doy dos palmadas al aire. “Ea, para arriba, a levantarse”. Le cojo de la mano. Le estiro. Le abrazo. Le llevo hasta la cocina. “…como tú me decías… recuerda siempre que estás en este lado… y que en el otro lado puede que no, pero que en éste, cada noche se cena”.   

domingo, 19 de enero de 2014

El abuelo de Heidi

 
I
En el pueblo, a Rosendo le llaman “el abuelo de Heidi”. Él, claro que lo sabe. Según se adentra por la cuesta del lavadero, oye las voces de pito de  niño que se avisan entre ellos: “¡shhh, shhhh, que viene, que vieneeee el abuelo de Heidiiiiiii!”. Cuando, con paso firme y cabeza tiesa,  ya ha rebasado de largo el bar de la Cooperativa, los fijos que allí acumulan cascos de quinto de cerveza en las mesas, colillas en el suelo y minutos mirando a los que pasan, murmuran: “…mira, mira: ahí va el abuelo de Heidi”. Él no se inmuta. Será porque tiene un parecido razonable. Por su poblada barba blanca. Porque vive solo arriba, en una cabaña solitaria, donde no se puede llegar en coche. Y porque impone. Ahora, ahora mismo, acaba de entrar en el horno, haciendo temblar la cristalera y batiendo las cortinas. Las tres señoras que departían han enmudecido de golpe. Él ha dejado los setenta céntimos encima del mostrador. La hornera le ha dado su barra de pan metida en una bolsita, ella sabe que lo quiere muy cocido. Él, sin saludar, se ha dado la vuelta y ha salido. Las tres mujeres, antes de proseguir su tertulia, han convenido en voz bajita, por si todavía les pudiera oír,  que: “¿os dais cuenta? …cada día está más amargado y tiene más mala leche, el abuelo de Heidi”.
II
Todos los días, sin fallar ni uno, a eso de las doce, Rosendo sube a la cumbre. Al Pico del Eco. Cada vez nota que le cuesta más. Le pesan más las piernas. Le bate con más presión el corazón. Para recuperar el resuello, tiene que hacer tres paradas y apoyarse en los muros centenarios que conforman los bancales. Pero Rosendo llega. Desde allá arriba… otea y dibuja los trescientos sesenta grados de un horizonte que ya descubrió de niño. Exceptuando los ventiladores que han crecido como setas, no ha cambiado nada. Y seguirá todo igual cuando él, consciente que será más pronto que tarde, ya no esté. Una vez arriba, ha echado la mano al bolsillo, ha sacado un móvil, “última generación” según le dijeron, y ha extendido su brazo. Hacia el sur. Entonces ha esperado unos segundos. Ha venido la cobertura. Y detrás, un pequeño pitido seguido de una vibración. Pi-pi-pí. Parece un milagro. Que los correos estén en el aire, que vayan y vengan. Entonces, se ha sentado encima de una piedra plana. Se ha puesto las gafas de cerca. Otra vez le han llorado un poquito los ojos. Da igual que el viento cortante le sacuda esa mata de pelo blanco. Ha leído. Con emoción. Sí, noticias de su nieta. Y, aunque le llamen “el abuelo de Heidi”, conste que su nieta se llama Clara.
III
“Disculpe, señor”. Los dos excursionistas están desorientados. Han subido al Pico del Eco por el ala oeste, la más agreste, y vienen derrengados. Estupefactos, han visto a ese abuelo ahí arriba, sentado, como si nada, y se han acercado para preguntarle por el mejor camino de vuelta. “Disculpe, señor… ¿por dónde se baja mejor a Quintopino?”. Rosendo ha separado la vista del móvil, ha cargado de aire sus pulmones y ha rugido: “Dejadme en paz e iros por donde os dé la gana, joder, ¿no veis que me estáis molestando?”. 
IV
Ha entrado en tromba. El municipal,  que rellenaba crucigramas, ha dado un salto en su silla. Su voz retumba en  la entrada. “¿Está el alcalde?”. Glup, sí, sí, en su despacho. Rosendo no ha esperado a que le anuncien. Se ha abierto paso. Ha avanzado. Y  se ha colado sin llamar. Detrás, a remolque, el conserje, ha llegado pidiendo disculpas, “lo siento, señor Joaquín, no he podido pararle…”. “No, no pasa nada, aquí estamos para atender a los vecinos”, ha respondido el alcalde cerrando una carpeta. Plaaaaam. Rosendo ha dejado su “última generación” sobre la mesa. “¿Y?”. Con esta conjunción, el alcalde ha preguntado a qué viene esto. Y con su voz grave, Rosendo ha ido al tema, exigiendo: “… poned una antena en el pueblo… y ponedla ya. No es de recibo que estemos incomunicados…”. Al alcalde le ha salido un resoplido. Se ha puesto en pie. Ha ido a la ventana. Ha recogido unos folletos turísticos. Los más nuevos. De Quintopino. Al fondo, el Pico del Eco. Como subtítulo, los folletos rezan: “Reserva libre de cobertura de la Biosfera”. “Nuestro turismo depende de eso, Rosendo… Mucha gente paga para venir aquí y no encontrar la atmósfera contaminada de cobertura”. Ambos han sostenido la mirada. Frente a frente. “Lo siento. Yo no puedo hacer nada”, ha zanjado la cuestión. Y le ha enseñado la puerta de salida. El municipal ha escoltado a un Rosendo bajo de ánimos. Eh, qué es eso. Porque no puede ser y además es imposible, pero Rosendo un poco antes de poner el pie en la calle, ha escuchado un sonidito que venía del despacho del edil y que se parecía mucho, mucho, mucho al de un politono.
V
Hoy Rosendo ha estirado el brazo. Nada. Lo ha estirado más. Nada. Nada de nada de nada. No ha entrado nigún correo. Incrédulo, se ha quedado mirando a su móvil. “Por qué no vas”. Ha permanecido varios minutos apuntando al sur, hasta que le ha dolido el hombro. Cuando ha bajado del Pico del Eco, era muy tarde, venía desfondado, con la moral por los suelos y murmurando entre dientes: “Clara, Clara, no me pasa nada. Estoy bien. No tienes noticias mías por cosas de la tecnología… Me cago en la tecnología y en todo lo que le cuelga…”.
VI
Tilín, tilín, tilín. Hay unos tubitos niquelados que suenan cuando se abre la puerta del establecimiento. “Está cerrado”, ha dicho Marcelino, el relojero del bazar, mientras trataba de destripar la cápsula de una esfera. Pero al levantar la vista se lo ha visto de cara. Al abuelo de Heidi. Glup. Trae mala cara. Parece angustiado. La de años que hace que no se hablan.  Rosendo ha dejado el móvil. “…por favor dale un vistazo… no funciona”. Marcelino lo ha levantado con la mano. Uaaauu, qué maravilla, no pesa nada. Como éste ha visto uno en fotografía. “Yo sé de manecillas, de engranajes, de tijas, pero esto, esto se me escapa…”. Ha hecho un gesto que quiere decir “lo siento”. Rosendo no ha ocultado su decepción. Cuando ya se iba, Marcelino le ha sugerido: “¿Has probado el método de la batería?”. ¿La batería? “Sí: la quitas, esperas unos segundos, la pones y enciendes de nuevo”. Marcelino ha ido a explicarse mejor. Pero no le ha dado tiempo. Tilín, tilín, tilín, los tubitos niquelados de la puerta han sonado de nuevo.  Y Rosendo estaba en la calle enfilando de nuevo hacia la montaña. 
VII
Tilín, tilín, tilín. En toda la tarde no había entrado nadie en el Bazar de Marcelino. “Ya voooy”, ha dicho saliendo de la trastienda. De frente, otra vez Rosendo. El abuelo de Heidi. Trae otra cara, aunque parece muy cansado. “Gracias. El método de la batería ha funcionado”. Marcelino se ha quedado sin habla. Es que nunca, en todos los años que lo conoce, había escuchado que este cascarrabias solitario diera  las gracias a nadie.
VIII
Ha cerrado los ojos. Sabe que en ese mal apoyo en el pie según descendía del Pico del Eco,  se ha hecho daño. Ha esperado unos segundos. Ha dado un nuevo paso. No. Ha visto las estrellas. Y eso que aún es de día. Se conoce. A la pata coja, ha bajado el resto del camino. Al llegar a la casita, Rosendo se ha derrumbado en la mecedora de las siestas con la pierna estirada. De ahí no se ha atrevido a moverse. Ha caído la noche. Ha llegado el alba. Y así ha seguido, horas y horas. Quieto, sin moverse, con la única compañía de un dolor agudo y continuo en su abultado tobillo.
IX
Tilín, tilín, tilín. Huy, otra vez Rosendo ha entrado en el Bazar de Marcelino. “Últimamente viene mucho”, ha murmurado una vecina a otra asomándose por el balcón. Apoyado en dos muletas. Arrastrando un pie. Rosendo ha hablado, se ha explicado y Marcelino ha escuchado muy atento. Cara de circunstancias. “…yo, si tú quieres subo por ti al Pico del Eco. Hago lo que me dices. Me encaro al sur con tu móvil para que envíe y reciba los correos a Clara, luego, bajo, te los traigo… Pero eso de que desde tu móvil se envíen correos para que se entreguen de forma programada durante los próximos días para que tu nieta entienda que estás bien, eso se debe de poder hacer, pero yo no sé cómo”.
X
Sigue necesitando las muletas. Ha bajado el bordillo de la acera. Menudo escalón. En esas ha topado con Joaquín, el alcalde. “Rosendo… ¿qué te ha pasado?”. A Rosendo le ha faltado tiempo para contestar con un potente “Vete a la mierda”. El alcalde ya sabe que, a la próxima, puede volver, venir y preguntarle al “abuelo de Heidi” de nuevo.
XI
Si ya costaba subir cuando el pie le respondía, ahora, con mucha tozudez y un par de muletas, no está escrito el esfuerzo de Rosendo para llegar arriba del Pico del Eco. Tiene el rictus del dolor en el gesto. Ha extendido el móvil. Como siempre, hacia el Sur. Hoy nada. Vaya. Ha probado el método de la batería. Quitándola, poniéndola. Una, dos, diez veces. Tampoco nada. “Por qué no vas, cabrón”. Ha pasado horas repitiendo la operación. Hasta el sol se ha inclinado sobre su frente. Estaba oscuro ya cuando ha iniciado el regreso. Y, bajo la pálida luz de la luna, no se ha dado ningún batacazo hasta llegar a la casita porque, de tanto ir y venir, no necesita ver: se sabe el camino con los ojos muy cerrados. 
XII
Marcelino casi ha tirado el higadillo. No entiende cómo el viejo de la cabaña, con muletas y todo, iba subiendo, subiendo, subiendo, le sacaba ventaja y aún le tenía que esperar en cada repecho. A lo hecho, pecho. Convino en acompañarle y es lo que ha cumplido. Una vez allá arriba, se ha extasiado. Qué hermoso es este mundo nuestro. Qué privilegio contemplar este paisaje. Rosendo no está para poesías. Le ha dado el móvil. Ha apuntado hacia el Sur. Han aparecido dos rayitas de cobertura. Sí que va. Ante la angustiosa mirada de Rosendo, que se muerde los labios, Marcelino ha llamado a la operadora. Ha hablado con una maquinita. Ha ido pasando por preguntas y más preguntas hasta que al final ha escuchado un: “…le paso con un agente”. Espere, por favor. Espere, por favor. Han pasado varios minutos más comprobando la línea. “Disculpe, gracias por la espera… le informamos que todo está correcto en su línea. No cuelgue. Le haremos una encuesta sobre la satisfacción de nuestros servicios”. Marcelino se ha rascado la cabeza. Cuando Rosendo le ha abordado con un angustioso: “Qué, qué es lo que pasa…”, ahí, en ese momento, y en la cumbre del Pico del Eco es cuando el viejo arreglador de relojes le ha sugerido temerosamente al viejo abuelo de Heidi: “Rosendo… ¿tú has pensado que puede, sólo puede, que el móvil funcione y que sea tu nieta la que no te haya escrito?”.

domingo, 12 de enero de 2014

Piedrapapeltijera

 
I
¡No me lo explico! ¡Otra vez, otra vez…! Sí, ya sé que llevamos una hora con esto…, pero Margaaaa, venga, una vez más y ya está. Piedra, papel, tijera. ¡Brrrrr! ¡No, no, así no ha valido! La última, la última: Una, dos y tres: ¡Piedra, papel, tijera! JOOOOOO. Pero, ¿cómo es posible que me ganes, siempre, siempre, siempre? Aunque fuera por probabilidades, por aburrimiento, una, por lo menos una yo tendría que ganarte a ti… Esto tuyo no es normal ¡Piedrapapeltijera! Mierda. Ni así. Yo ya no juego más contigo, Margarita. Que lo sepas.
II
No, yo no estoy enfadado… si me dices cuál es el truco. Y no me vengas otra vez con que es cuestión de lógica porque no cuela. ¡Piedrapapeltijera! Brrrr ¿Ves? Has vuelto a ganar. Para variar.  ¿Qué lógica hay aquí? Ninguna.
III
Je, je, Piedrapapeltijera… Pero ¿…se puede saber dónde vas tú con ese paraguas gigante y el chubasquero amarillo con este cielo tan azul y este sol tan espléndido?
IV
No me digas nada ahora por favor. No, no me he mojado casi. Chof, chof. Atchhhhhhíssss. No, tampoco me mosqueo. Algún día, Marga, como que me llamo Arcadio, tenemos que hablar de esto. Y no te hagas la distraída. Me refiero a hablar de lo tuyo. ¡Piedrapapeltijera! Bufffff, chica, me rindo, contigo no hay manera.
V
Aunque no me hayas dicho ni “mú”, sí que sé que lo sé. Ato cabos. Sólo me falta averiguar, y espero que me lo aclares, un punto. No tengo claro todavía si influyes sobre las cosas que pasan para que pasen, o simplemente te anticipas y sabes que van a pasar, lo cual tampoco sería moco de pavo. Lo que es seguro es que eso de que aplicas la lógica como me decías nada de nada. Eres todo para mí menos lógica, Marga. Vale, te cambio de tema, que ya me has repetido varias veces que no te gusta hablar de esto. Pero algo más sí querría subrayarte. En mí, puedes confiar, espero que siempre y pase lo que pase. Esto, con tu visión de futuro, seguramente ya lo debes de saber bien,  Piedrapapeltijera.
VI
Éste que te propongo es un juego sin malicia, Marga. Tú coges un papel. Yo otro. Escribimos cada uno a la vez cómo nos parece que seremos dentro de diez años. Dónde estaremos. En qué nos ganaremos la vida. Yo, con los años que te conozco y como tú dices que haces, también aplicaré la lógica. Lo metemos en dos sobres. Los sobres, en un bote. El bote, en una maceta. Y en la maceta plantamos… un jazmín. Y a la vuelta de la década, que parece una eternidad, pero no es tanto, removemos la tierra de la maceta, sacamos los botes, abrimos los sobres, los leemos y comprobamos quién de los dos ha acertado más cosas. Je, je, je. El que pierda, paga… ¿una cena en el Jamonetis, te parece bien? Venga, va… que no te cuesta nada, es sólo una cena dentro de ciento veinte meses y yo como muy poco, je, je… Piedrecitapapelitotijerita… dime que sí.
VII
Te has dormido. Como si supieses que este atasco va para largo. Bueno, por descontado que lo sabías. Y aquí, en el asiento de este autobús, has inclinado tu cabeza sobre mi hombro.  Y ahora siento tu respiración agitada. Y la seda de tu pelo. Me da miedo moverme. Te miro. Una y mil veces. Hoy estuve a punto de… me faltó un tris para… bueno, para expresar lo que tú bien conoces. Lo que te escribí en el papel del sobre del bote de la maceta. Que no imagino mi vida sin ti para entonces. Que un escalofrío me recorre de parte a parte con sólo mentarte. Que… por favor, Piedrapapeltijera, en cuanto despiertes, mírame a los ojos y con una sonrisa en los labios dime que tú también.
VIII
Oh, oh. Me has pillado con el carrito del helado. A qué negártelo. Esta pala que tengo en la mano era para rascar la tierra de la maceta. Quería leer lo que habías escrito y luego volverlo a dejar como si tal cosa… porque me inquieta lo que nos tiene que pasar… me parece tan, tan injusto que tú sí lo sepas y yo no… Uffff… Vaya. Tenías claro a qué vendría yo aquí ahora, Marga, y por eso has aparecido… Pero queda tranquila, no volverá a ocurrir. Me morderé las uñas y esperaré los noventa y pico meses que aún quedan pacientemente. Y esa cena la pienso seguir ganando yo, conste.
IX
Marga, por favor, no seas tan escrupulosa. ¿No tienes unas cualidades? ¡Pues utilízalas! ¿Quién te va a pedir cuenta por ello? ¡Nadie! Ni tú ni yo tenemos ahora trabajo y con este patio, el panorama cada vez se nos pone más crudo… Una pequeña ayudita nos vendría muy bien para despegar… Podríamos, perdona que te diga, estar la mar de bien ¡Reacciona! ¡Dime qué número va a ser el segundo premio de la lotería! ¡Mira: No te pido el primero siquiera, te pido el segundo… para salir del paso…! ¡No quiero los seis, dime sólo cuatro números de la primitiva de este Jueves, por favor…! Chica… que no es por los premios, es porque nos jugamos nuestro futuro juntos… que nadie imaginaba la puta crisis que se nos venía encima… ¿Nadie? Bueno, tú ya sé que sí… Piedrapapeltijera, por lo que más quieras… por nosotros…
XXX
La tierra está tan reseca que la hoja de la pala se dobla cuando intento clavarla. Rompo la terracota. Las raíces de la planta han crecido tanto que se enroscan y enzarzan buscando un sitio que no tienen. Aprisionan los botes. Me dejo los dedos y las uñas para desenmarañarlos. Primero el mío. Lo abro. Leo mi letra gigantona. Y rememoro el sueño de lo que tenía que ser mi hoy. Luego voy por el otro bote. El de ella. Me tiemblan las manos. Se me nubla la vista. Desdoblo el papel. En el principio veo, ahí dibujados, una piedra, un papel, una tijera. Luego sigo leyendo. Su letra redonda y perfecta. Trago saliva. Nudo en la garganta. De repente, me traicionan a la vez las lágrimas, los mocos y las piernas que se me doblan. Eso me pasa cuando llego a las últimas palabras, las que recuperan mi esperanza: “Postdata: el Jamonetis habrá cerrado, Arcadio, tendrás que pensar en otro sitio para pagarme la cena”.

domingo, 5 de enero de 2014

En la noche mágica

 
I
Mi padre dice que, yo, de mayor,  seré investigador. “¿Por qué dices que seré investigador?”.  “…pues porque te interesas por las cosas que no te cuadran,  preguntas el porqué de todo y no paras hasta que lo averiguas…”. “Mmmm… ¿Y por qué pregunto por todo?”. “…pues tú sabrás… porque eres así”. “¿Y por qué soy así?”. “…pues porque…”. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? “Buffff, Eduardito, ya seguimos más tarde, que ahora tengo mucho lío”. Aquí es cuando me paro y pienso que, o él está siempre muy ocupado, o tiene muy poca paciencia. O las dos cosas a la vez.
II
También dice mi padre que darse cuenta de las cosas que pasan a nuestro alrededor es empezar a hacerse mayor. Bien por mí. Soy mayor, mayor. Bien. Pero entonces… ¿qué hay de toda esa gente que tiene ya unos cuantos años y sigue sin enterarse de nada? Me levanto arrastrando la silla, dejo los deberes y voy a preguntárselo.
III
Yo no sé cómo entrarle. “…dicen por ahí que”. “…he escuchado…”. “…mis amigos cuentan…”. “…rumorean en el cole…”. Él, se vuelve hacia mí y me dice rotundo: “No te calientes más la cabeza, Eduardito. Escuches lo que escuches, no hagas caso”. Tema zanjado. Zanjado para él. Para mí es un sí, pero no.
IV
Lo averiguaré con mis medios. Siguiendo mis métodos. Llegaré a la verdad, sea cual sea. Si voy a ser investigador, cuanto antes empiece, más experiencia tendré. Mmmm Pero, ¿…por dónde empiezo? Hay veces que la respuesta la tenemos en los morros, y no somos capaces de verla. Empezaré pues por lo que tengo más cerca. 
V
Recapitulemos: Adán… 936, Matusalén… 969, Noé… 950. ¿Y ellos? Ellos, irán por los dos mil y pico y siguen sumando. Hay que tener en cuenta que nacieron después, y que ahora, si es que se ponen malitos, hay medicinas muy buenas. Y también están jubilando a la gente más tarde. ¿Conclusión?: Es perfectamente posible que tengan esa edad y que estén frescos como lechugas. Lo que ya no me imagino es cómo lo harán, el día que les toque, con la tarta. Necesitarán un campo de tenis para ponerla. ¿Y para las velas? Les hará falta un ventilador si quieren apagarlas todas sin quemarse la capa.
VI
Me he atrevido. He bajado un piso y he llamado al timbre. Ha tardado, pero ha abierto. Anselmo, el viejecito. Le tengo un poco de miedo. Por su barba blanca. Y porque tiene mala leche. A mí me ha reñido dos veces. Una, por dar un portazo en el portal. Y otra por bajar gritando “¡fuegoooooo!” por las escaleras. Se ha extrañado cuando me ha visto. “Hmmm, tú eres Eduardo…”. Lo mismo piensa que vengo por un recado de mis padres. A pedir sal. O azúcar. No sé cómo empezar. “¿Puedo hacerte unas preguntas?”. Me dice que sí con la cabeza. “…no te quedes ahí, pasa si quieres”. Ufff, a tanto no me atrevo. “¿… oye, tú estás siempre solo? ¿…no estás nunca con nadie?”. Mueve los hombros. Parece más un sí que un no. Habla bajito, bajito. “…bueno, con el ordenador sí mantengo contacto con mucha gente que conozco y que está por ahí, por el mundo… aunque no estén conmigo… me hacen compañía”.  Y añade: “…Bueno, y todos los años  por Navidad mis hijos me recogen y voy a pasar unos días con ellos. Mira: este Sábado ya vienen”. Ésa es la clave. Todos los años. Por Navidad. Ya. Me cuadra. Con esa cara. Y esa barba crecida tan real. Y en esas fechas. “¡Muchas gracias, Anselmo!”. Me doy la vuelta y me subo corriendo. Me ha faltado preguntarle cuántos años tiene, el pillín, pillín. Años, años de verdad, no los de su carnet de identidad. Y me ha faltado también pedirle que me enseñe su armario. Ahí tiene una capa y una corona seguro.
VII
Me he acercado al ordenador de mi padre. Mis porqués y yo. “Papá, ¿por qué pones una pegatina tapando la webcam del ordenador?”. Se gira hacia mí. Me explica. “…aunque no nos demos cuenta, desde fuera podrían entrar,  vernos, y mirarnos. Y eso no me da la gana”. “Ah”. Curiosidad satisfecha. Punto de preocupación activado. Pasa un rato. Ahora que no está él en el despacho, entro de puntillas, arranco la pegatina, me encaro muy serio a la webcam y, acercándome al micro,  les digo: “Miradme, miradme ahora bien… y por favor, tened en cuenta que este año yo he sido bueno, pero sobre todo tened en cuenta lo que os he pedido”.
VIII
Piiiiiiiiiiiiii. Ya. Por fin. Ésta es la noche mágica. Qué nervios. Hoy, y ahora, es cuando voy a descubrir la verdad de la verdad. Shhhh. Me he puesto la alarma del despertador a las dos de la madrugada. Está todo muy oscuro. Pero lo tengo todo previsto. Linterna: hágase la luz. Bueeeeeno, la pila es un poco vieja, pero suficiente. Me pongo el chaquetón. Hace un fríiiiiiiiio que para qué. Cámara de fotos digital.  Salgo al pasillo. Ojos bien abiertos. Qué oscuro está todo. Ando despacio. Shhhh…. Paso por delante de la habitación de mis padres. Shhhh, shhhh. Qué oigo. Falsa alarma. Son ronquidos. Uno de los dos ronca. Y tiembla el piso por eso. Próxima misión, averiguar quién. Pero ésta será otra historia. Avanzo. Enfoco al árbol. Nada. Todo en orden. Todavía no han venido. Mmmmm. Mecachis. Me entra tos. Qué inoportuna. Uffff. Por suerte, nadie me ha oído. Sigo. Abro la puerta de la calle. Ñiiiiiiiiiic. Compruebo: Llevo la llave de mi padre. Cierro despacio. Qué ruidoso es el silencio. Lo normal es que, a estas horas, ellos estén en plena faena. Subo las escaleras. Hasta el terrado, tres pisos más. Estoy seguro, que desde arriba se tiene que ver algo. PLOFFFFF. ¡Alguien ha dado la luz! CLOCK. ¡Alguien ha llamado al ascensor! Me arrimo a la pared. No respiro. Suben desde el primero. ¿Será Anselmo en traje de faena? Voy subiendo, subiendo. PLOOOOM. ¡Alguien ha cerrado la puerta de la terraza! ¿Se puede ser más escandaloso? ¡Parece que han entrado en el quinto! Tengo la cámara a punto. Con el flash preparado. La puerta de arriba se atranca. Abro. Salgo. Brrrrrrrr… qué fríoooooo. Tirito. Miro arriba. Al cielo. A las estrellas. Me fijo. Uf, cuántas y cuántas. Pequeñitas. Brillantes. Miro al suelo. Apunto con la linterna. Por si hubiera restos. Oh, oh. Una colilla mal apagada. Vaya. Fuman. Con lo malo que es eso. Qué veo. Una enoooooooorme caja. ¿A ver, a ver? Joooo, pesa. Esto es un regalo. Se lo han dejado aquí. Es un regalo. Los he pillado mientras se preparaban para descargar un regalo. Los he pillado. FLASH. Foto. Lo mismo, luego, al mirarla, salen sus sombras. FLASH. Otra foto. Mecachis. Qué emoción. Sigo iluminando la caja embalada. Tiene pinta… tiene pinta… Ahí, un letrero. Un letrero. Leo. “EEEEE-DUUUUARRRR-DO!”. ¡Mi nombre, mi nombre, mi nombre! Es para mí. ¿Lo abro? ¿Lo abro ya? ¿O me espero a mañana por la mañana? Sí, sí, lo abro un poquito solo. Que se vea lo que es…. MECAGÜEN… ¡Es una bici! ¡TOMA, TOMA, TOMAAAAA! ¡Es la bici! ¡Ua, ua, uá!
IX
¿Eh? ¿Qué hora es? ¡Las ocho! ¡No me puedo despertar mejor! ¡El misterio de la noche mágica está aclarado! ¡No los vi, pero los oí! ¡Y encima, sé lo que me han traído! ¡Qué bici más guay! Voy a despertar a mis padres, a ver qué cara ponen, que estoy ya que no me aguanto… Si mi primer caso como investigador ha sido el de la “noche mágica”, el segundo tiene que ser… “¿y aquí quién ronca?”… Uffff, lo que me costó bajar aquella caja desde arriba y dejarla al pie del árbol no lo sabe nadie… Hice un poquito de ruido, sí, pero no se despertaron. Lo que no podía, una vez la había visto, era dejar que ellos me la trajeran… Eso no. “¡BUENOS DÍAS, ARRIBA, HOLGAZANES!”.  Oh, oh. Aquí no están. “EOOO ¿Dónde estáis? ¿Papá? ¿Mamá?”.  Shhhh. Oigo voces. Estarán en el recibidor. En la entrada de la casa. Me asomo un poco. Sí están ahí mis padres. En pijama y bata. Bueno. Desde luego, no aprenden… ya están otra vez, siempre igual, de buena mañana, a voces, discutiendo a grito pelado, “y tú más”, en un día como hoy, con los vecinos del quinto, los padres del otro Eduardo que, por cierto, a mí me cae fataaaaal.  Ya es mala pata que este chaval se llame igual que yo y que viva, encima, tan cerca.