domingo, 24 de noviembre de 2013

La habitación de los juguetes

 
I
No pensaba yo que, cuando Juanma me preguntó si podía venir un amiguito del cole a jugar con él me iba a traer precisamente a éste, a Omar…. El caso es que ahí están los dos,  metiditos en el cuarto del fondo. Desde luego, fue una buena idea poner allí todos los juguetes. Así, por lo menos, el resto de la casa está presentable y despejada. Lo mismo no se oye ni una mosca y tengo que asomarme a ver si les ha pasado algo, que gritan como descosidos, como si los estuvieran torturando, y tengo que asomarme también porque van a venir los vecinos y nos van a llamar la atención. No, no les pasa nada. Representan y viven con intensidad las historias de los muñecos. Ésta va a ser la tercera vez que entro en lo que va de tarde. Madre mía. Por aquí parece que ha pasado un huracán. “Chicos, ¿no sabéis que hora es? Hora de ir recogiendo. Hora de cenar. Hora de estar cada uno en su casa”. Juanma se lamenta: “Ooooohhhh”, y pide prórroga: “espera un poquito por favor”. Luego negocia: “Mamá.., ¿puede venir Omar otro día?”.  ¿Qué es lo que quiere Juanma que conteste delante de su amiguito? Justamente lo que le digo entre dientes: “Pues que claro que sí, otro día más y mejor, pero por hoy ya vale, que mañana hay cole y no habrá quien os levante”.  
II
Yo le miro a los ojos y le pregunto: “…pero Juan María, ¿es que sólo tienes a ese amiguito?... es que cada dos por tres lo tenemos aquí en casa… es que parece que no tiene padres que se preocupen por él… es que el otro día hasta se trajo a su hermanito, como si esto fuera una guardería… es que siempre acaba rompiéndote algo, con lo que tú te lo cuidas todo, es que… ”. El muy pánfilo se me encoge de hombros. Creo que no sabe decirle que no a nada. Creo que se apodera de su personalidad y se convierte en su marioneta. Ahora voy directa hacia la habitación de los juguetes. Toc, toc. “Hale, chicos, que ya es hora”.  Juanma me replica cada vez más. Se está haciendo un respondón. Esta vez me salta con un: “¿Yaaaa?”. Él antes no era así. Después, cuando estemos solos,  me va a oír a mí. Me muestro inflexible. “Sí, ya”. Omar se levanta. Mientras va por el pasillo, camino de la puerta, me doy cuenta. Eh, eh. Lo lleva en la mano, fuertemente cogido. “…Omar, deja ese muñeco en el sitio…”. “Me lo ha dado Juanma”, declara.  “¿Cómo que te lo ha dado?”. Miro a mi hijo y lo fulmino. Con la pasta que vale este “destroyer”… cómo se le ocurre. Reconduzco la situación. “No, él no te lo puede regalar…”. “¿Y por qué?”. “Pues porque no”. Vuelvo rápida a la habitación de los juguetes. Me agacho. Cojo el más viejecito que veo, uno que tiene las alas rotas. Regreso corriendo. Y se lo tiendo. “…si quieres uno, llévate éste”. Omar lo recoge con cara de despago. Eso: encima es desagradecido.
III
DINGGGGG, DONGGGGGGG, DINGGGG, DONGGGG. Pero qué manera de llamar es ésa. Por la hora que es… “¿Quién? ¿Omar? Huuuy, Omar, qué mal me sabe, pero Juanma está en la clase particular de inglés… ¿no te lo había dicho? Se le habrá olvidado. Pues acabará un poco tarde… Ya vienes otro rato si eso…. Hombre… claro que Juanma te deja jugar en la habitación de los juguetes aunque estés solo… pero es que justo en este instante, yo tengo que salir también al supermercado y tampoco voy a estar en casa”. (…). Ufffff, qué jeta la de este nano. Desde dentro escucho una vocecilla: “¿Es Omar?”. “No, Juan María, no. Se habían equivocado. ¿Cómo llevas el deber de inglés? A ver, déjame revisar… Bien, bien, y bien. Termina hasta aquí, y luego si quieres ya te vas a la habitación de los juguetes hasta las ocho por lo menos”.
XL
“A ver cuándo arreglas la habitación de los juguetes. No se puede entrar allí ni a saltos. Te advierto: como me dé un día, me pongo y la mitad de las cosas van a la basura. ¿Que ni se me ocurra? Pues ya sabes, Juanma. Pon en orden toda esa montaña de muñecotes con los que ya no juegas”.
L
¿Esta caja con la ropa de verano? Al trastero con ella. Sí. A lo que hace muuuucho tiempo fue la habitación de los juguetes.
CCL
Esperadme un momento, chicas, que voy a saludar. Ehhhhhh...Heeey ¡OMAARRRRRR, OMAAAAR! Pero qué alegría me da verte. Muá. Muá. Qué buen mocetón te has hecho… Cuánto tiempo ha pasado… Parece que fue hace nada…. Nosotros en cambio ya vamos para abajo… ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasabais en la habitación de los juguetes? ¿Juanma? Espera, me tapo la boca con la mano, porque no quiero que mis amigas me lean los labios. Él está allí en casa. Desde luego, no ha tenido suerte. A ver si tú que puedes lo ayudas, Omar. Que es tu amigo de infancia, tu amigo de toda la vida. Acuérdate. Llámalo. Se alegrará. Bueeeeeeno. Heeeey, ¿Sabéis quién es? Venid y os lo presento… es el Subsecretario de Industria… ¿no lo visteis el otro día en la tele?

domingo, 17 de noviembre de 2013

El autobús no espera

 
I
De mis pesadillas, la que más se repite, es aquella en la que pierdo el autobús del colegio. A veces, giro a la derecha en la bocacalle y en la parada no hay nadie: ya se ha ido. A veces,  veo su trasera, le veo poner el intermitente, arrancar, soltar humo negro y alejarse. Ni mis gritos ni mis brazos estirados, ni mi carrera para tratar de alcanzarle sirven de nada. A veces, incluso llegando a tiempo, encuentro la puerta cerrada y la aporreo para que me abra. El conductor, cuya cara veo desdibujada, no me mira. Y la cuidadora, a la que tampoco reconozco, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme subir. Y yo me quedo tirado. Qué angustia. Qué mal. Suerte que me despierto. Y que enseguida me digo, “…eh, eh: esto no estaba pasando de verdad”. Por eso, por la noche me lo dejo todo preparado. Me levanto temprano. Me como las galletas maría, que me caben en la boca enteras, de dos en dos. Me arreglo rápido, aunque los botones no se correspondan. Luego, no sé por qué, me encanto. El tiempo vuela más rápido que yo, “¡ostras, son las ocho!”, y tengo que saltar a la calle a todo meter. Mis pulsaciones vuelven a la normalidad cuando estiro el cuellecito y veo que la gente aún está sentada en la marquesina, esperando. Suspiro aliviado. Al final, pasa lo que pasa, que llegar sí que llego a tiempo, pero casi todos los días se me olvida algo.
II
Vamos subiendo de uno en uno. Sin atropellarnos. Poveda, el conductor, y Carmela, la cuidadora, reparten sus “buenos días” para todos. Ellos parecen despiertos y a nosotros aún nos quedan bostezos. Dentro, los cristales están empañados. Sobran las bufandas y las cremalleras de los chaquetones hasta arriba. Carmela, de pie, sujetándose en un asiento hace recuento. “¿Falta alguien?”. Nadie contesta. Pero sí. El de siempre. Harpo. El rubito del pelo rizado. Ella mira el reloj. Poveda (Poooooveda cuando pisa el acelerador) espera instrucciones. “Nos vamos”, le dice, “…seguro que lo recogemos a la vuelta”. Poveda obedece. La ruta atraviesa nuestro pueblo de parte a parte. Pero luego se mete en Pieses y, diez minutos después, vuelve a pellizcarlo para buscar la autovía. Efectivamente, cuando pasamos de nuevo por Mediavilla, ahí se ve al diminuto Harpo, envuelto en su gabardina amarilla, que hasta en eso se le parece al hermano Marx. Está apoyado en la repisa de Muebles Vivó. Poveda se arrima. Se le abren las puertas. Y sube, sin aparente sofoco. Carmela le tira un poco de las orejitas, y le dice un: “Ay, Harpo, ay Harpo,  cómo se te pegan las sábanas”.
III
Los minutos del autobús son preciosos. Aprovecho para sacar el libro y dar un último repaso. Hoy toca la propiedad conmutativa. Sí, ésa que dice que el orden de los factores no altera el producto. Trato de encontrar excepciones. Pero no las encuentro. Cuatro por tres siempre será lo mismo que tres por cuatro. Mmmmm. Ahí estamos. Pasando de nuevo por Mediavilla. Ahí se arrima Poooooveda. Y ahí sube Harpo, el eterno rezagado, con su sonrisita cautivadora. ¡Ya tengo un ejemplo donde la conmutativa no se cumple!: Carmela revuelve los ricitos de Harpo, según sube los escaloncitos. Yo pienso: que no se le ocurra a Harpo revolver el pelo cardado de Carmela, porque no es lo mismo, y además,  peligraría su cara si lo hiciera.
IV
Hoy, al arrimar el bus a la altura de muebles Vivó, Carmela ha llamado a Harpo. Le señalaba con el dedo. Con el traqueteo del motor y los anuncios de la radio, no se oía lo que le estaba diciendo. Pero yo he interpretado que era como un: “Harpo, espabila, madruga más y sube en la parada como todos… imagina que todos los demás hicieran lo mismo”. Harpo ha asentido muy seriecito. Y luego ha avanzado, pasillo abajo hacia su sitio.
V
Pues allá que vamos otra vez acercándonos a la tienda de Muebles Vivó. Los que vimos cómo hablaban ayer Carmela y Harpo abrimos los ojos. Qué pasará. Qué pasará. Poooveda señala el intermitente y se para. Harpo sube, igual que siempre, dando los buenos días. Ufffff. Respiro aliviado. Vuelvo a mi libreta, que me faltan todavía tres ejercicios. Eso sí, hoy Carmela no ha revuelto sus ricitos rubios, como acostumbra.
VI
Poooveda siempre pone la misma emisora. Diez minutos de anuncios. Compro oro. Precios siempre bajos. Tres minutos escasos para una canción dedicada. Se nota cuando suena una que le gusta al conductor. Porque sube el volumen  a tope aunque el respetable proteste. Ésta, de John Lennon, se lleva la palma. Starting Over. Una canción que no termina cuando se acaba. Bien por Poooooveda.
VII
Nos aproximamos a Muebles Vivó. Una vez más, la figurita de Harpo espera apoyada en la repisa del escaparate. Se arrima al bordillo en cuanto nos avista. Poooooveda pone el intermitente. “NO”, dice Carmela, “SIGUE ADELANTE, POR FAVOR”. Poveda duda, pero escucha de nuevo un tajante: “NO TE PARES”,  y tragando saliva endereza el rumbo. Durante un segundo, veo el semblante desencajado de Harpo cuando el autobús no se detiene. Veo el rostro serio, mirando hacia el frente, de Carmela. No parpadea siquiera. Los que estamos dentro del autobús y nos damos cuenta del lance enmudecemos de golpe. Me levanto de mi asiento. Me giro. Estiro el cuellecito. He visto cómo Harpo ha intentado correr un poco detrás de nosotros. Luego se ha parado. Su silueta va quedando atrás, atrás,  hasta que, cuando el transporte escolar Poooooveda se incorpora a la autovía, desaparece. Después, nadie osa a abrir la boca hasta la misma entrada del colegio.
………
CCXXX
TOTOTOTOTOTÓ. Como si empezáramos otra vez. Resurge con mucha fuerza la canción de Lennon. De mis pesadillas, la que se sigue repitiendo más, es aquella en la que pierdo el autobús. Aporreo la puerta para que me abran. El conductor,  al que reconozco con la cara del de Recursos Humanos, no me mira. La cuidadora, que es claramente la Directora General, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme subir. Qué angustia. Qué mal. Me dejan tirado. Me quedo fuera. Lo peor de mi pesadilla es que no recuerdo que nunca antes me advirtieran como Carmela a Harpo que el autobús, este autobús, no espera.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Nadie hará los deberes por ti

 
I
Me duele, me duele y me duele. Mi madre dice que soy una torpilla. Por qué he tenido que poner mis deditos en la puerta del coche cuando se cerraba. Ayyyy. No lo sé. Me riñen. Dicen que no ganan para sustos conmigo. Que los mataré a los dos un día de un disgusto. Podría haber sido peor. Ahora tengo un vendaje que me envuelve la mano. Parece un guante de boxeo. “Oh, oh. No podré hacer los deberes”, me lamento. Y añado: “Qué pena más grande”. Mi padre es tajante: “De eso nada. Nadie hará los deberes por ti. Escribes con la izquierda y en paz”. Lloro, protesto. “¡Es que es imposible escribir con esa mano! ¡No me salen las letras!”. Lloro más fuerte. Enseguida viene mami en mi auxilio. “No te preocupes. Hasta que te pongas bien, yo escribiré lo que tú me dictes. Con los acentos, las “bes”, las “uves” y las “haches” que tú me digas. Con todo”. Biennn. Ahora estamos las dos sentaditas, una al lado de la otra. “Mamá”. “Qué, hija”. “¿Tú tienes la letra bonita?”. Ella se revuelve enfadada. “¡…Pero bueno! Mi profe me decía que mi letra no le disgustaba…”. Yo le explico: “Hazla bien, que no quiero que me riñan por eso”.
II
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas. Respira. Me mira otra vez. “Desiré, dile a tu madre que ha hecho muy bien los deberes”. La clase se ríe. Yo me pongo de morros. Lo que le diré a mi madre es que la profe no se cree que los deberes los he hecho yo. Sin ayuda.
III
El médico ha dicho que los deditos están ya bien. Que ahora sólo me falta empezar a moverlos otra vez. Que apriete una pelotita de goma. Hay alegría en casa. Vuelve la normalidad. Qué es la normalidad. Que me siente yo sola a hacer las tareas. Yo sola. “Mami… ¿tú no vienes a ayudarme?”. Ella, que va hacia la cocina, dice que no, que yo ya puedo. Pataleo un poco. Pero me siento. Delante de la libreta. Casi no me acordaba de cómo se coge el lápiz. Trago saliva. Miro la lámpara. Miro la ventana. Cuando me llama para la cena, aún no he escrito ni media palabra.
IV
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas, que son las de la vista cansada. Me mira. “¿Cómo tienes la mano, Desiré?”. Yo le digo: “Casi bien del todo”. Le doblo y le estiro los dedos, para que lo vea, a modo de demostración. Me sonríe. “Me alegro”. Me devuelve el cuaderno. En el encabezamiento, en rojo, un diez muy grande, más grande que un sol.
V
Aquí hay misterio. Llegamos a casa. ¿Tienes deberes, Desiré? Sí, claro.  Vaya pregunta. Yo siempre tengo deberes. Ya sé lo que me toca. Sentarme a hacerlos. Abro la libreta, el libro. Hoy toca Conocimiento del Medio. Pero luego me pongo a hacer sombras con la luz de la lámpara. Al rato, me llaman para cenar. Y, como mucho, habré hecho medio ejercicio. ¿Dónde está el misterio? En que, por la mañana, cuando me arreglo la mochila, abro mi libreta y allí está: Por orden y todo resuelto y contestado. Y esto me está pasando todos los días. Sí, aquí hay misterio. Y yo estoy convencida de que mi madre tiene que ver con este misterio.
VI
Mi madre, que me conoce bien, me pregunta si me pasa algo. Yo le digo tajante que no. Ahí viene mi padre otra vez soltándome el mismo sermón, el de la cultura del esfuerzo. “Hay cosas que sólo puedes hacer tú, hija”.  “Sí, papá, sí”, le digo para que se calle. Qué pesadito se pone a veces. Vuelvo hacia mi madre, y le digo en bajito: “¿Podemos poner una cámara en mi habitación?”. Se extraña. No le cuento que quiero pillar in fraganti al duende que me hace los deberes. Suena por lo bajini “El ramito de violetas”, de Cecilia. Quién le escribía versos, dime quién era… Quién le hacía los deberes por primaveeeera…. Y miro por el rabillo del ojo a mi padre, abducido por su ordenador. ¿Y si…? “Qué rara eres, Desiré”, suelta mi madre. Sí, sí, pero yo sé lo que me digo.
VII
Y ahora qué. Aquí, delante del papel en blanco, con las preguntas del examen, y bajo un silencio absoluto, porque “al que le pille hablando ya sabe que tiene automáticamente un cero”, aquí no van a venir ni mi madre ni mi padre a salvarme. Qué nervios. No tengo ni idea de nada. Glup. Glup. Glup. Es que no me acuerdo ni de media pregunta. Me levanto. Pido permiso a la seño para ir al servicio. Al salir de clase, el aire frío me da en la cara. Voy encogida. Qué catástrofe. No tenía casi pipi. Regreso a mi sitio. Sentenciada. Vuelvo a mirar el papel. Qué veo. No, no puede ser. Esto es demasiado. Todas, todas, las preguntas están ya contestadas, con la letra de mi madre. Miro al lado. Mis compis están concentrados con las cabezas agachadas. Quién, quién ha sido. Esto que es. Qué. “Id acabando”, anuncia la profe. Ruido de bolis encima de las mesas. Toses. Murmullos. Esto sí que es un misterio y de los gordos. No entiendo nada.
VIII
No sé cómo mirar lo mío. Como un chollo. O como un problema gordo.
IX
Será un chollo.
X
No, no. Es un problema gordo. Muy gordo.
XI
Han pasado los años. Y aquí estoy, a las puertas de la Universidad con un expediente que quita el hipo… pero sin tener ni pajolera idea de nada. Esto queda más patente cuando me toca salir a la pizarra, o cuando Dámaso, viene a preguntarme dudas de Mates. Me lo quito de encima con un: “Dámaso, a mí no me preguntes eso… yo soy muy mala, malísima, explicando”.
XI
A Dámaso lo quiero muchísimo como para no contarle lo mío. En el Liberto, con una clarita delante y sin más testigos. “Que sepas que, desde que era pequeñita, a mí me hacen los deberes y los exámenes”. Traga saliva. Se frota los ojos. Se cree que estoy loca. Ahí es cuando me enfado. Si no me toma en serio, me levanto y me voy. Me retiene. “¿Y a tus padres se lo has dicho?”. “No. Ni se me ocurriría”. Se muerde los labios. Se pellizca. Yo me pongo a llorar. No quiero que mi vida se convierta en una mentira. Me toma de la mano. Trata de calmarme. “Eh, eh, Desiré… seguro que hay una explicación racional a todo esto”. Seguro, pero yo no la encuentro. Por lo menos, compartir mi secreto con él, hace que me sienta mejor y que la carga no me pese tanto.
XII
Otra cañita. En el Liberto. El, a bocajarro, me explica: “Tengo una teoría. En tu cerebro, la parte del entendimiento y la del conocimiento no se llevan bien. Y han levantado un tabique que las separa, para que de lo que hace una no se entere la otra”.  Dámaso espera mi reacción. Exclamo: “¡Eooooo! ¿hay algún albañil por ahí que me escuche y que sepa cómo tirar abajo ese puñetero tabique?".  
XIII
Nos hemos quedado solos en clase. Dámaso, que es el cabezota mayor entre los cabezotas, me pide que me siente. “Te voy a poner un examen, Desiré”. “Venga, tío, no tengo ganas de bromas. No ahora”. “Tienes treinta minutos”, me dice. Retira mi bolsa. Y me deja sólo con un folio. Y un bolígrafo. “Ésta es la pregunta”. Me da un papelito. La leo en voz baja. Como siempre, no tengo ni idea de cómo contestarla. Él se retira hacia la tarima. “…si te pillo copiando, o hablando… ya sabes: tienes un cero automáticamente”. Respiro hondo. Me entran ganas de llorar. La pregunta es: “Quién, por qué y cómo hace los deberes por ti. Razona tu respuesta”.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Trasquilones

 
I
Vosotros no os podéis imaginar lo difícil y complicado que es recortar un círculo en una cartulina amarilla. Sobre todo para mí, que soy zurdo. Voy despacio, muy despacio, con pulso, tratando de no salirme de la línea. ¿Veis? ¡Mecagüen! ¡Ya me he salido! ¡Ya me toca hacer otro nuevo! Levanto la cabeza para protestar a la señorita Lina y pedirle ayuda, jo, esto es imposible. Es cuando escucho un “raaaasssss”, sacudo la cabeza, y caen un montón de pelitos míos sobre la mesa. Detrás de mí, está Tena, que se disculpa con una sonrisa: “lo siento, he visto tu cresta irresistible y no me he podido contener”. Al tiempo, toda la clase, la clase entera, es ya una carcajada que me señala con el dedo.
II
Yo me he quedado fuera,  en la puerta del Aula A3. Dentro, mi madre y la señorita Lina, llegan a las voces. “Son cosas de chiquillos”, repite la maestra. “¿Chiquillos? Y si en lugar del pelo, le corta la oreja, ¿también son cosas de chiquillos?”. Yo no he dicho nada cuando he llegado a casa. Pero ella enseguida se ha dado cuenta. “Quién te ha hecho eso”, me ha preguntado señalando el trasquilón de mi coronilla. “Tena, ha sido Tena”. Sin dejarme merendar mi nocilla ni beber un vaso de agua siquiera me ha estirado del bracito y nos hemos venido al cole corriendo. Y ahí las tienes, dando ejemplo y chillándose una a la otra.
III
Se acerca ya el fin de curso. Sigo siendo un patosillo para los recortes en pretecnología. Ni los cuadrados, que son sólo líneas rectas, se me dan bien. Como la señorita reconoce que me esfuerzo y que pongo de mi parte, ya me ha dicho que me dará el aprobado en Junio. Pelado, eso sí. Me he levantado para enseñarle el cubo que acabo de pegar con el pegamento del búho. Paso por detrás de Tena. El cubo en una mano. Las tijeras despuntadas en la otra. Tengo un pensamiento. Ésta es la mía. Voy a devolvérsela. Venganza. A cámara lenta. HI, HI, HI, HI, suenan los violines de la película Psicosis de Hitchcock. Tena no se figura nada. Menudas crestas se trae. HI, HI, HI, HI, máxima tensión. Es cuando suena un grito horripilante en la clase: “¡¡RODOLFO!!”. Me paralizo. La profe se ha levantado y se encara conmigo: “¿Qué ibas a hacer? ¿Eh?”.  Me quedo mudo. Mudo y sordo. Porque ella sigue gritándome, y yo no me entero. No sé qué me dice. Sólo sé que, de repente, tengo muchas, pero muchas, ganas de hacer pis.
IV
Expulsado. Como suena. Una semana en casa. Mi madre intercede. Dice que me aplicará un castigo ejemplar, para que aprenda. Frente a frente, con la señorita Lina, ésta le replica. “El reglamento es el reglamento. Y si está así ahora, es porque USTED presionó para que se castigaran estas gamberradas en el Centro de la forma más severa posible, como así se hará”. Las dos mujeres se taladran con la mirada. Se desafían. Al cabo de unos segundos, mi madre me estira del bracito y me saca a rastras. El castigo va en serio.
V
Hace frío ahí fuera. El proceso de selección ha sido muy duro. Empezamos casi doscientos. Quedamos dos. Todo por un trabajo. Trago saliva. Hoy me recibe el responsable de recursos humanos. Llamo a la puerta. Me invita a pasar. Habla en inglés. Le contesto. Entro. Prosigue la conversación en alemán. No hay problema. Le contesto también. Tiene unos papeles encima de la mesa. “Nos gusta mucho cómo eres Rodolfo. De verdad. Pero…”. A partir de ahí empiezo a aturdirme. A no terminar de escuchar el porqué me terminarán descartando y cómo lo justifican. Hay un tachón en mi expediente. Protesto: “¡…pero aquello ocurrió en el colegio,  hace mucho tiempo!”. La decisión parece estar tomada. “Lo sentimos. No hay nada que indique que no puedas volver a hacer algo parecido”. Luego añaden: “Eres muy joven, con mucho porvenir por delante. Seguro que encuentras muy buenas oportunidades profesionales”. Salgo con los ojos vidriosos. Con ganas de hacer pis. Odio a muerte las tijeras. Las odio.
VI
Su pelo, el de ella, se ondula cuando sale del agua. La espero sentado en la toalla. “Estás serio”, me nota, “¿te pasa algo?”. Bajo la cabeza. Se lo tengo que contar. Se lo tengo que decir. Ahora. Ella me escucha. Luego se produce un largo silencio. Arena, mar y cielo. “Trasquilones”, me dice al cabo de unos segundos con ternura. Me he quitado un peso de encima. Ahora sé, que ella lo sabe. Y que, sabiéndolo, sigue conmigo.
VII
A veces suena el teléfono. Y te llama quien menos esperas. Tena, por ejemplo. No he reconocido su voz, así que ha tenido que decirme quién era. Se cumplen diez años desde que terminamos el colegio. Y organizan una cena. Me dice el día. La hora. El sitio. Se despide con un: “…pelillos a la mar”. Qué cabrón.
VIII
Hasta muy a última hora, no he decidido si iría o no. Pero aquí estoy. Han quedado en el Café Liberto. De ahí, ya enfilaremos al Restaurante todos juntos. Mira: Es él. El del gorro fashion. Tena. Por detrás. Inconfundible. Ha llegado el primero. No hay nadie más. No sé por qué las he cogido. Las llevo en el bolsillo. Entre mis dedos. Él no me ve. Mira hacia otro lado. A cámara lenta. HI, HI, HI, HI. Otra vez la música de Psicosis. La luna llena se refleja en el filo metálico de las hojas. HI, HI, HI, HI.  Manotazo, huy, perdón, qué torpe, y gorro por los suelos. Tijera presta hacia la coronilla. Y… una bola de billar no brilla tanto como la cocorota que luce ahora Tena. Agachándome para recoger su sombrerito, concluyo y le digo que sí, que por supuesto yo también me alegro de volver a verle.