domingo, 29 de septiembre de 2013

Asquerosamente perfecto

 
I
“Hey, tíos, he conocido a alguien que es una caña”. Mi anuncio despierta poca expectación. Más bien ninguna. Yo esperaba otra cosa. Pero Óscar bosteza. Pachi garabatea con el boli un papel. Toño hace como que lee un tebeo. Y Eddy, por primera vez desde que nos constituimos, ha dicho que tenía que irse a comprar y no ha venido. Excusas. Miro por la ventana hacia la calle. Lo mismo se pone a llover. Mmmm,  como no hagamos algo y pronto, el CAPUM se nos viene abajo. Sí, nuestro Club de Amigos del Poli-poli Universal de Mediavilla. Con la de tardes gloriosas que hemos pasado,  con la de partidas memorables que hemos jugado, con la de merendolas que nos hemos arreado, con la de veces que ha tenido que venir mi madre a reclamarme, “Ginés, te he llamado tres veces: la cena ya está en la mesa, ¿es que tus amigos no tienen casa?”. Ni ella ni nigún padre entiende que nuestro Club es algo serio. Míranos ahora, qué cara de muermos. “La próxima semana, lo traigo”. Veo gestos de desaprobación. “A mí no me dejasteis invitar a Ketty”, protesta Toño. “Por mí, haz lo que quieras, pero que pague su parte de la merienda…”, advierte Pachi. “O que pague doble, por no ser socio”, salta Óscar. Se levanta la sesión. Se levantan los miembros fundadores del club. Y van desfilando hacia la salida, pasando por el mostrador de la vieja tienda de Ultramarinos. Todos menos yo, que, como soy el que pone el local de mi abuelo, me quedo recogiendo el desparrame de hoy. Ésta es, desde sus principios, la sede del CAPUM, pero eso, en mi casa, no tienen que notarlo.
II
Lo sabía. Sabía que Charly caería bien. Qué tío. Qué ocurrencias. En cuántos sitios ha estado. “Ya os lo dije”. Encima es bueno jugando al Poli-poli. Yo quería darle una lección, para que sepa que aquí tenemos nivel. Lo que pasa es que los dados hoy se han puesto de su parte. Casi todo seises. La suerte del principiante. Ha terminado barriéndonos del tablero, el tío, a mí el primero. “¿La revancha?”, le he pedido un poco picado. Mirando el reloj, estaba claro que no nos daba tiempo. “Vale, a la próxima”. Eso sí, la reunión de hoy no ha terminado sin nombrar a Charly nuevo socio del Club. Por unanimidad. La semana que viene, le entregaremos el carné. Somos seis ahora. El CAPUM vuelve por sus fueros.
III
No hago más que recibir parabienes. “Ya os lo dije: Charly es una caña”.
IV
“Bueno, va, jugaremos a más cosas, como propone Charly. Pero mantengamos los principios. En el nombre de nuestro club, CAPUM, figura el Poli-poli. Y nosotros no podemos perder nuestra esencia”.
V
Qué tiene de malo esta vieja tienda. Aquí no nos molesta nadie. Podemos reunirnos cuando queramos. Vale que, como arriba vivo yo, yo tengo que estar, pero a mí no me importa… Mmmm… por mucho que lo diga Charly, sigo sin ver qué tiene esto de malo.
VI
No los reconozco. A “mis” amigos Óscar, Pachi, Eddy y Toño. Están abducidos por Charly. Fue el último en llegar y ahora para todo le piden a él su parecer y su venia. Trato de abrirles los ojos. Esto es lo que me ha soltado esta tarde Pachi: “Lo que a ti te pasa, Ginés, es que no puedes soportar que no se haga lo que tú digas. Eso es lo que te pasa”.
VII
He llamado a Toño para decirle que, a la reunión de hoy, no iría porque tenía que ir a comprar. No parece que le haya importado mucho. La verdad es que después me he pasado la tarde en la vieja tienda, la antigua Sede de nuestro CAPUM. Solo. Cuando, a la hora de cenar, he subido a casa, a mi madre le ha faltado tiempo para preguntarme si me pasa algo. Es que me tiene calado.
VIII
Voy como una moto. Por fin. Después de una hora buscándolos, ahí están. Todo son risitas. Ji, ji, jí. Ja, ja, já. Ensayan para una “película gamberra” que Charly dice que harán. Me ven aparecer. Se hace el silencio. Voy directo. Hacia Charly. Ahora noto que me saca palmo y medio. No medio palabras. Le suelto un guantazo. Mi mano, dolorida, rebota. Él no reacciona. Los demás sí. “¿Tú estás loco?”. Me agarran entre los cuatro. Ya podrán, ya. Mis otrora amigos. Me arrastran. Me empujan. Grito. “¡¡Soltadme, coño!! ¡Se ha cargado nuestro CAPUM!”. Así acabo de morros en el suelo. Ellos se sacuden las manos y vuelven  prestos a interesarse por el agredido Charly. A mí, a mí… que me zurzan.
IX
…………………
XXX
Sí.  Después de un montón de años, reforman la planta baja, la histórica tienda. Mi madre me ha pedido que revise y retire los papeles que no quiera que se tiren. Con cierta desgana, he bajado. Han reaparecido, amarillentos y un poco arrugados, los estatutos del CAPUM. Los he releído con nostalgia. Los he retenido en mis manos unos segundos. Después, después, han ido, con casi todo lo demás al contenedor de la basura.
XXXI
Me he arrepentido un millón de veces de aquella explosión violenta. Nunca aprenderé lo bastante que ningún problema se soluciona a base de sopapos. Nada los justifica. De mis cuatro “ex” amigos no he sabido nada. A partir de aquello me hicieron el vacío y les perdí la pista. Pero a Charly sí lo sigo viendo. Casi cada semana. Hay algo que me da una rabia casi infinita. Él me saluda. Me trata con afecto. Y se interesa por cómo me va. El muy cabrón es asquerosamente perfecto.
XXXII
“Conozco a un consultor que es una caña”. He pronunciado estas palabras en la Sala de Juntas de la Cooperativa. Y al instante me las he querido tragar. Mis socios miran las gráficas con preocupación. Las tendencias. Las facturaciones y los márgenes. Espero que no me hayan escuchado. Espero que no se dirijan hacia mí para preguntarme de quién se trata. Porque me van a poner en un brete. A ver ahora, que me lo he pensado mejor, cómo les digo: “¡Y una miiiiiiiiiiik si creéis que os lo voy a presentar!”.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Por mi pulsera

 
I
No, si esto ya lo sabía yo. Lo que no sé es por qué he venido. Seremos ciento y la madre los que estamos haciendo fila en la recepción de este hotel. “Pruebas de admisión Corporación VEINTE VEINTE en el Salón Alegría”. Y por la puerta giratoria no paran de venir más. Llegan, se acercan a algún conocido que “les estaba guardando sitio” y aprietan la cola. Yo, que ya estaba aquí a las cinco de la mañana, tengo por lo menos sesenta delante. Ahora me va el corazón a mil. Se me seca la boca. Y tengo la mente en blanco. Creía que me había preparado bien. Pero al lado de ese grupito que me precede ya veo que soy una “eme”. Entre ellos lo mismo hablan en inglés, que sueltan alguna en alemán, y con qué acento. Cuando los entrevisten, no hace falta que sigan más. Sólo hay cuatro plazas. Aquí no pinto nada. No tengo nada que hacer. Ya se abren las puertas. Aparecen detrás dos tíos entrajetados. Murmullo en alza. “¡NO ME EMPUJÉIS, JODER, NO ME EMPUJÉIS!”, grito. Me aprisionan. Me estrujan. Me asfixian. Todos hacia dentro. No tenía que haber venido.
II
Por fin me da el aire fresco de la calle. Mira que lo sabía. Tantas horas ahí metido para nada. ¿Eso? ¡Eso era un paripé! Es más fácil que entre en ese kiosko de loterías, haga una primitiva de una apuesta y las acierte todas; es más fácil eso que que me llamen. Vago sin rumbo por el margen del viejo cauce. Y ahora qué. Ahora por dónde. Yo necesitaba esa oposición. Meses y meses preparándola. Qué mal. Qué mal. Qué mal. “Disculpa, muchachito, ¿tienes un minuto?”. ¿Eh? ¿Qué? ¿Quién es este abuelete? Niego con la cabeza. “…tengo prisa”. Voy a abrirme paso. No estoy para dar limosnitas. Ni para escuchar rollos. Ni para comprar pañuelos. Aprieto el paso, para quitármelo de encima. Una, dos, tres bocacalles, hacia la parada del metro de la Gran Vía. Maldigo mi mala suerte. Le doy un patadón a una lata de cerveza y la pongo en órbita. No sirvo para nada. Qué voy a hacer. Qué. “….Ejem… y ahora que ya nos hemos cruzado media Mardebé… ¿tienes un minuto?”. JOD… QUÉ SUSTO. Sí, es él. El mismo. Venía tras de mí, pegadito a mí. Se tensan las venas de mi cuello cuando me sube la ira. Me reboto, voy a decirle que me deje en paz, que se vaya a la porra. Voy a… mmmmm…. Bueno, la verdad es que no parece mal tipo. A lo mejor me quiere vender un crecepelo, a mí, a mí que soy tan peludo. A lo mejor…  Convengo: “Si es sólo un minuto, vale. Pongo el cronómetro en marcha”. El anciano sonríe. Agradecido. No recuerdo que nadie nunca me haya sonreído así, de esa manera.
III
La pulsera es bonita. Pero, desde luego, esa historia que me ha contado… je, je, no hay quien se la trague. Le he intentado dar tres euros por ella, de los veinte que me quedan. Pero no ha querido. Es más: Se ha puesto terco y se ha ofendido. Ahora es muy de noche. Ya debería estar en casa. Estarán mis padres de los nervios, a punto de llamar a la policía. Y yo, aquí, sentado, en el jardín central de la Gran Vía. Mirando cómo queda en mi muñeca una pulsera que me ha regalado un tipo raro que negaba rotundo y convencido: “… no, no, esto no es una pulsera…”. ¿Ah, no? ¿Entonces? “…es un equilibrador del carácter…”. ¿Equili qué? Eso me ha hecho gracia: “¡Desde luego, lo que hay que hacer y contar para vender abalorios!”. Él insistía: “…es como un pulidor de ese diamante en bruto que es tu manera de ser…”. Sí, el viejete sobreactuaba. Yo le he dicho con sorna: “¿Y qué más? ¿Y por qué, si es tan buena no la sigues llevando tú?”. Ha resoplado. “Es obvio que mi tiempo se agota…”.  “Y, vamos a ver… ¿por qué precisamente me la quieres pasar a mí y no a otro?”. Me ha enredado diciendo que llevaba un tiempo observándome. Glup. Y yo a la mía, sin enterarme. “…por tus cualidades, puedes sacarle mucho, mucho provecho si la llevas”. Se la ha quitado. Y me la ha ofrecido. La he cogido, con cuidado, entre mis dedos. ”…Oye, ¿no llevará un chip de esos para determinar la posición de quien la lleva, como las de los presos?”. Él ha fruncido el rostro, significando que se le estaba agotando la paciencia. Ha sacado un tono amenazante: “Bueno, dime ya: ¿Te la vas a probar o no?”. Es cuando me la he puesto. Y he comprobado que me gusta, que me viene que ni pintada. Él ha dicho entonces:“…estaba ya a punto de arrepentirme, de darte un par de guantazos bien dados y de irme por donde he venido”. He tragado saliva. El abuelete, que con su pulsera me recordaba al Dr Jekyll, ahora sin ella me parecía el mismísimo Mr Hyde. Se ha ido despidiéndose con un gesto. “Verás cómo lo notas a partir de ya mismo”. Y aquí estoy yo. Sentado. Sin ninguna prisa. En una noche magnífica. Con una luna preciosa en todo lo alto que parece una tajada de melón. Para comérsela. Y… y, sí,  sí: la pulsera es bonita.
IV
Recibí una carta certificada. Agradecían mi participación en las pruebas de selección y me comunicaban que me tendrían en cuenta en próximas convocatorias. Pensaba que me lo tomaría a la tremenda. Pero no. Qué va. El mundo no se acaba. Ni las oportunidades tampoco.
V
Sin darnos cuenta hemos venido a parar por los jardines que custodian el río. Cada vez hemos bajado más y más el volumen de nuestra voz. Ahora, de nuestros labios, sale apenas un susurro. Y para poder escucharnos tenemos que acercar mucho nuestras caras. Estela me está contando que, tres meses atrás, yo le parecía un tío tedioso e insufrible. Lo era. Que no se lo explica, pero que sin embargo, ahora me mira y se admira de lo bien he madurado, del equilibrio que le aporto. Lo siguiente, lo siguiente es un estremecimiento. Y un beso. Con los ojos cerrados, cuento el tiempo que viene la pulsera conmigo. Uno, dos, tres meses. No tendrá que ver. Seguro que no.
VI
Seamos objetivos. Aquel viejo que me abordó a la salida de aquella oposición no era un genio de la lámpara que paseaba por el paseo de la ribera. La pulsera tampoco es mágica. Yo sigo teniendo un montón de problemas. Sí, seamos objetivos. Me va mejor. Es una cuestión de actitud. Positiva. Antes no la tenía. Reflexiva. Proactiva. Mientras, me ajusto la pulsera a la muñeca y acerco la vista a la vitrina de esta joyería, tanto, que empaño el cristal. Trato de imaginarme cómo sería ese diamante que emite esos destellos, antes de ser tallado, cuando era bruto. El dependiente se me acerca. “…buen gusto… y menos caro de lo que imagina… un regalo magnífico ¿quiere que se lo enseñe?”. Mejor no hacerle perder el tiempo. Le doy las gracias. Tiempo atrás, el mismo dependiente, habría venido con malas pulgas pidiéndome que me apartara de ahí y que no le pringara el cristal. Seamos objetivos.
VII
Estela y yo hemos quedado en la cafetería K-feína a las siete. Pasan veinte minutos. No tiene ninguna importancia. Recojo el periódico de la mesa de al lado. En portada, destaca un titular a toda página. DESTRONADO. Me fijo un poco más. Al campeón le retiran su título porque encuentran rastros de pimpanolona en su orina, un elementos muy dopante no detectable mediante analíticas convencionales. La verdad, me impacta. “¡Hola, Mauri!”. Es ella. Ya está aquí. “¿Has visto ése? Tiene todo mi desprecio… por tramposo”. Me descentro. Apenas la escucho cuando me explica el porqué de su retraso. ¿Seré yo también un tramposo? ¿Será la pulsera mi sustancia dopante no detectable mediante analíticas convencionales?
VIII
Entro en un debate interno sin principio ni fin. A veces, me justifico. El taxista que me lleva a la estación lleva gafas. Normal. Será miope. Y sin ellas no vería ni torta. Y no pasa absolutamente nada porque esos cristales corrijan su vista. Mmmmm. Esa mujer, la que cruza ahora, sí, con esa naricita respingona y esas fosas nasales levantadas; seguro estoy que ha pasado por la sierra de un cirujano plástico. Y, por supuesto, tampoco pasa nada. Mmmmm. Miro la pulsera en mi muñeca. Y murmuro: “…espero que esto sea lo mismo”.
IX
Sí. Sí. Sí. Ha llegado el momento de dar un paso más en nuestra relación. Viviremos juntos. Vamos de la mano por nuestra ruta preferida. Estela repara en la pulsera. “…Mauri, cariño, siempre la llevas puesta… y es tan… tan vintage… a mí me hubiera gustado mucho tener una como ésa… me la tienes que dejar algún día…”. Empalidezco, aunque no se me nota mucho. “Sí, je, je…”, le digo con la boca pequeña: “…algún día”.
X
Buen momento he escogido. Las lluvias hicieron crecer el caudal del río. Y una gran corriente de agua baja con fuerza buscando el mar. Lo he meditado. Mucho. Y mi conclusión es que quiero ser de nuevo yo por mí mismo, no por lo que determine mi pulsera. Me la quito. El sol ha dejado la marca en mi muñeca. Me asomo por la barandilla del puente. Qué vértigo.  Durante unos segundos la retengo entre mis dedos. Luego, abro la mano y… cae. En medio de un remolino. En un segundo, se hunde y desaparece. Respiro hondo. Ya lo he hecho. Ya la he cagado. Mierda. Esto ya lo sabía yo. Lo que no sé es por qué he venido. Por qué la he tenido que tirar. Y ahora qué. Y ahora cómo. Qué mal. Qué mal. Qué mal.

martes, 10 de septiembre de 2013

Cómo ha cambiado el cuento

 
 
 
I
“Dicen que son excusas que les doy para no llevar a los  pequeñajos al colegio, que me pueden denunciar por eso”, le cuenta el leñador a su mujer, mientras rebaña la última cucharadada de sopa en el plato. Ella recoge la mesa. En la esquina de la pequeña casita de madera, los cuatro niños duermen en sus literas. “A lo mejor esos de los servicios sociales tienen razón”, le dice ella con tacto, para que él no se irrite. Él se rasca la cocorota con sus rudas manos y se reafirma: “…aún son pequeños y aquí les enseñaremos lo que tienen que saber para vivir en el bosque”. “…ése es el problema: ¿y si, en su día de mañana… no hay bosque?”. Sopla el viento agitando las ramas. Se escucha el murmullo del agua clara discurriendo entre los cantos rodados. Cantan los grillos melodiosos su conciertazo nocturno. “… ¿Que desaparezca el bosque? ¡JA! Eso no pasará nunca, mujer”. Ríe con fuerza. “¡Shhhh… que los despiertas!”. “No padezcas, están los cuatro rendidos”. No, los cuatro no. Meñiquito no se ha perdido ni media palabra, contiene la respiración y mantiene los ojos abiertos como platos.
 
II
Silencio en la casa del bosque. Acostumbrados a ser seis, ha sobrado comida en la cena. Él casi no habla. Ella le saca las palabras con cuentagotas. “¿Y era nuevo ese autobús al que se subieron?”. “Bastante”. “¿Y dices que no se querían subir”. “No”. “¿Y ese profesor tuvo que coger al vuelo a Meñiquito porque se le escapaba”. “Sí”. Están abatidos. Se despidieron hoy y ya los echan a faltar. Él no quiere mirar hacia las literas porque le entra sentimiento. Ahora se arrepiente. “…no les tenía que haber dejado ir… no es lo mejor para ellos… ¿desde cuándo es bueno que los hijos no estén con sus padres?”, se lamenta. Ha sobrado hasta en su plato, porque él tampoco tiene hambre hoy. Fuera, el viento, el agua clara, y sobre todo los grillos siguen su festival. Qué falta de sensibilidad. Con lo bien que se llevaban con los niños, podrían por unos minutos, haberse callado un poquito.
 
III
Poom, poom. Qué ha sido eso. Llaman a la puerta. Pero muy flojito. A estas horas. El leñador estaba insomne. A tientas, busca la vela, busca el fósforo. Lo enciende. “Ya va, ya va”, dice con su voz ronca. Hace relente ahí fuera. No hay luna, sólo estrellas. Al frente no ve a nadie. Claro, tiene que mirar abajo, para encontrarse al pobre Meñiquito, que está ahí, tiritando, tieso de frío. Grito de reencuentro. Abrazo intenso del padre y la madre al hijo pequeñín. Queda decidido que, mañana, pase lo que pase irá a por los otros tres. Estarán todos juntos de nuevo. El “cómo te has aclarado para llegar hasta aquí” queda para más adelante. Es que, donde se ponga una buena luciérnaga, que se quite la mejor bombilla led. Y Meñiquito había ido dejando a la ida de una en una a sus buenas amigas luminosas para que, a su paso en la vuelta, le iluminaran el regreso por el frondoso bosque casi como si fuera de día.
 
IV
Normalidad en la cabaña del bosque. El leñador no sale solo a trabajar. Con él, sus cuatro retoños. Tienen que formarse. Detrás de todos, va el valiente Meñiquito, que apenas puede levantar el hacha con sus dos manitas. Bueno, normalidad lo que se dice normalidad, no. Cada vez gritan menos: “troncooooo vaaaaaa”. Cada vez se cruzan con más advenedizos que se les adelantan y les derriban los árboles más robustos. No se regenera el bosque con la velocidad con la que se tala. Cada vez van quedando menos troncos y más lejanos. Encima, los que quedan, se pagan peor, porque en las serrerías empiezan a traer maderas de fuera aunque no tengan la misma calidad. Sentados en la mesa, absortos frente al plato, con los niños acostados en las literas que se van quedando pequeñas para todos menos para Meñiquito, el leñador y su mujer concluyen: “…ahora sí, ahora habrá que hacer algo”.
 
V
Sopla el viento agitando las ramas y ensuciándolas con el polvo que levanta en la cantera que las excavadoras abrieron.  Los cantos rodados, secos, esperan en balde que venga el agua y siga redondeando sus aristas. Y de los grillos nada se sabe. Hace ya mucho que se fueron con la música a otra parte.
 
VI
Pero qué alto se ha hecho. Está cumpliendo la palabra que dio a sus padres. Vuelven. Los cuatro. Fue difícil reunirlos, cogerlos de las orejas. Ahora ahí están. Eso es lo que importa. Meñiquito consulta el gps. “A doscientos metros, gire a la derecha”. Avanza. Los tres hermanos mayores le siguen, como siempre han hecho. “¿Estás seguro? Ahí hay un barranco”. Rabia le da que le discutan, pero la verdad es que por ese mismo sitio han pasado ya… tres veces. Con el rostro enrojecido por el calor, la boca seca y los mosquitos asediando, sigue, y le siguen, adelante. “Yo creo que era por ahí”. “No, no, a mí me da que por allá”. “Volvamos al principio”. “Jo, llevamos todo el día andando, me duelen los pies”. Los cuatro hermanos hablan a la vez. El sol se inclina por debajo de la copa de los árboles que quedan. El gps dice que “nivel de batería bajo”. Y, flap, al segundo se apaga. Meñiquito grita: “¡EEEEHHHHH!”. La montaña, como antaño, le devuelve su voz: “¡Eeeeeehhhh!”. Se rinde, se rinde. “¿Verdad, hermanos, que nosotros nacimos y crecimos aquí?”. Casi no hay respuestas. “Bien, bien no me acuerdo”. “Sí, pero no”. “Esto no está como estaba”. Los tres mayores se miran entre sí piensan que a Meñiquito se le ha ido un poco la cabeza cuando ven cómo arroja al suelo el gps y grita enrabietado: “¡más me hubiera valido ir tirando las migas de pan el día que el padre nos trajo!”.

domingo, 1 de septiembre de 2013

¿Te imaginas el día de mañana?

 
I
Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Por poco se va todo por el aire. La cosa se ha quedado en un charquito de sopa que empapa su servilleta, en un, “discúlpame, no te había visto” por parte mía, y en un “no te preocupes, no pasa nada”, por parte suya. Ha sido mi culpa. Es que no miro por dónde voy. Ahora la vista se me va detrás de ella. Me ha hipnotizado esa chica. Eeeeeep. Casi estoy a punto de darme otra vez con uno que, con mucha mala leche, me espeta: “¡Eh, tío, a ver si tienes cuidado!”. Por fin llego a la mesa donde me espera la peña. Se parten el lomo. Pongo cara de circunstancias. Entonces, Floren, que lo controla todo, me apunta: “…pues esa tía a la que casi le tiras los platos encima viene de Mediavilla, como tú”. Arrastro la silla. “Ah, ¿sí?”. Me siento. “¿…Te suena su cara?”. Niego la mayor. Bebo un trago de agua. No, no sé quién es. Lo cual no es nada extraño: yo vivo en mi mundo y me entero poco de lo que pasa ahí fuera. Floren me da una palmada en el hombro: ”…tiene narices que, viviendo seguramente a treinta metros uno de otra, la conozcas aquí, en la otra punta del globo”.
II
No pero sí. De mi profundo pozo de la memoria he empezado a bombear recuerdos hacia la superficie. Ése que ha aparcado en doble fila la F6 es mi abuelo Antolón. Y el niño con los bracitos de palillo que abre el portón soy yo. Le ayudo con los cubos vacíos y las brochas. Uffff, los botes de pintura pesan mucho para mí. Ahí viene, con su peto blanco salpicado de colores. Con la gorra y la visera. Llama a la puerta de esa planta baja. No tardan en abrir. Es una señora. Él saluda: “Buenos días, Marina”. “…dichosos los ojos, Antolón”, exclama ella franqueándonos el paso, “…cuatro meses desde que te llamé para que me pintaras la casa”. “…Tenía mucho trabajo acumulado, no he podido venir antes”. “…pero hombre, cuatro meses es mucho tiempo…”. “…si tenías prisa, haber llamado a otro pintor y ya lo tendrías todo resuelto”. Me descuadra. Nunca he visto a mi abuelo así. Él no suele ser tan seco como ahora. Luego, sin yo esperarlo, la toma conmigo. “¡…venga, Antolín, espabila y descarga los bártulos, que, como no quite la furgona de ahí enseguida, encima, me van a poner una multa!”.
******
Pedazo de casa, la de la señora Marina. Me duelen las manos de encintar y forrar con papel de periódico los marcos de las puertas. He visto una chiquilla de ojos claros que se esconde de mí. Se asoma, me observa. Y cuando se percata de que la he descubierto, sale zumbando hacia la cocina. A lo que se ve, la asusto. Yo, a lo mío. Mi abuelo no canta “soy mineroooo” como acostumbra. Va a destajo. Subido en la escalera, va dando pasadas con el rodillo manteniendo el pulso firme. Aparece la señora. “¿Tenéis sed? ¿Os apetece algo?”. Yo diría que sí, estoy seco. “No, gracias”, replica él, desde lo alto. Ella se vuelve hacia mí. “¿Y tú tampoco?”. Mmmm… Si el abuelo dice que no es que no. Ella me examina. Y yo me pongo un poco nervioso. Me dedica un cumplido. “Qué guapetón eres”. Y acaba diciéndole: “¿Te imaginas que, el día de mañana… tu nieto y mi nieta…?”. No acaba la frase. Y mi abuelo tampoco contesta. Pero de la brocha salen disparadas un chorro de gotas de pintura hacia el suelo. Eso él, que nunca nunca salpica nada. Cuando la señora se ha ido hacia las habitaciones del fondo y ya no nos oye, le escucho decir: “Dios no lo quiera”.
*****
Ya estoy cargando otra vez la F6. Parecía que veníamos aquí para estar quince días y en una semana hemos dejado las paredes mejor que nuevas. Subo al asiento del copiloto. Él se ajusta el cinturón. “Abuelo”, le pregunto, “¿y por qué a ella le has cobrado el doble de lo normal?”. “Porque sí”, responde tajante. Pega un acelerón fuerte y sale sin poner el intermitente El Verano va terminando, en unos días volveré a clase y no tendré que ayudarle. De repente, oigo su vozarrón: “¡Soy minerooooo!”. Ahí está. Genuino. Lo echaba de menos.
III
Pues parece que ya es el día de mañana. Parece que tengo claro que la señora Marina era un poco brujita. Resuena en mí aquel: “¿te imaginas que el día de mañana…?”. Por cientos de kilómetros que nos separen de Mediavilla, la niña de los ojos claros está ahí enfrente, a un par de mesas. Es el destino. Ahora no se asusta de mí ni sale zumbando. No nos decimos nada, pero estoy seguro de que los dos sabemos quiénes somos y acabaremos reconociéndonoslo.
IV
Sí. Estoy descentrado. Cuando la veo acercarse, creo que me va a decir algo. Y me quedo esperando a ver qué es. Luego, todo queda en un escueto saludo. Eso es que no ha llegado el momento. Pero yo estoy convencido de que, más pronto que tarde,  va a venir y me va a enseñar una vieja fotografía en blanco y negro que debe tener bien guardada en su bolso. “Mira esto”. Yo me quedaré boquiabierto. “Me lo estaba figurando. Me lo estaba figurando”.  Serán ellos, jovencísimos los dos. Mi abuelo y su abuela. Sonriendo el uno al otro. Menudo documento. Habrá mucho de qué hablar a partir de entonces. Y nos daremos cuenta de que, pese al tiempo transcurrido desde que ambos se fueron, casi casi será como si todavía estuvieran aquí. Uno de los dos dirá: “…en verdad, gracias a que lo suyo no pudo ser, nosotros existimos y estamos hoy aquí…”. “Cierto es”, confirmará el otro. Entonces, aunque me tiemble la voz, le recordaré lo que predijo su abuela Marina: “¿Te imaginas que el día de mañana…?”. No cuento con que ella me replique: “…pues tu abuelo le contestó que Dios no lo quiera”. No cuento con eso, porque hasta ahora, nada de esto está sucediendo. De momento, con mi mejor paciencia por delante, aún espero a que ella venga y me diga algo.
V
A cámara lenta, ella viene hacia mí. Directa. Le sonrío. Me devuelve su sonrisa. ¡Por fin, esta vez sí que sí! Siento la piel de gallina. De repente, PLOOOOOOM. Hay un choque de bandejas en el autoservicio. Todo se va por el aire. CLINK, CLANK, CLUNK, vidrios rotos y platos rodando. Se hace el silencio. Se rompe el encantamiento. Mi camiseta está empapada de sopa y algún fideo hace el papel del mejor gotelé de mi abuelo. “Discúlpame, no te había visto”, me dice una chica, probablemente de primero, en la que nunca antes había reparado.  “No te preocupes, no pasa nada”, le contesto. Mi paisana de los ojos claros se tapa la boca. Le hace gracia la situación. Y pasa por delante de mí, cuidando de no pisar el desparrame. ¡Uffff, ufff, uffff: veo que lleva una foto en blanco y negro en la mano! Mi atropelladora de nuevo pide perdón. Lo siente. Lo siente mucho. Está muy azorada. “Sí, vale, vale”. Yo intento zafarme. Pero me retiene para limpiar las manchas con una servilleta. Las extiende aún más. Conteniéndome, suplico: “…de verdad, no te preocupes, no pasa nada”. Sigue frotando. ”un segundo… ya casi no se nota nada”. ¿Y ella? No la veo. Ha salido. Se ha ido. Tras la cristalera, la veo subir en un taxi. Se va. Trato de salir detrás, pero de morros topo con Floren. Se carcajea señalándonos: “Así, así empiezan las grandes amistades”. Mientras me hundo, él me suelta un palmotazo en el hombro que me arregla,  con un: “¿Te imaginas el día de mañana?”.