domingo, 28 de julio de 2013

Lo establecido

 
 
I
Vale, he sido yo quien le he preguntado si la podía acompañar. Mer me ha dicho: “bueno”, y los dos hemos empezado a andar montaña arriba. Me cuesta seguirle el paso. Es que me clavo las piedras en las plantas de los pies. Me cuesta hablar. Es que se me sale el corazón por la boca y tengo que tragar saliva seca para que me vuelva al sitio. Eso sí, le he preguntado dos veces dónde vamos, porque nos estamos alejando mucho del pueblo y, si nos perdiéramos, esta senda sería el último sitio por donde nos buscarían. “Ya lo verás”, me ha contestado las dos veces. Por fin llegamos al pie de un risco. Me apoyo buscando sombra y recuperando el resuello. ¿Nos pararemos aquí? Pues no. Mer trepa con la facilidad de un gato. Yo dudo. Entonces me tiende la mano. “Vamos”. Me coge con fuerza. “Eeepp, arriba”. Ahí sí, en lo alto del peñasco, termina nuestra caminata. Estoy sofocado. Y ella sigue tan fresca. El viento ondea su pelo. “¡Uaaauu!”, exclamo con asombro ante la vista impresionante que se alza ante nosotros, “¡desde aquí se ve todo!”. Mer, inmediatamente me corrige: “Te equivocas: desde aquí pa-re-ce que se ve todo”. Creo que yo, a esta chica, no la entiendo.
 
II
Sí, hoy también le he preguntado si podía ir con ella. Ahora subimos a la par. Es que calzo zapatos más apropiados. Ahora es el viento quien no me deja hablar. Es que vienen ráfagas que nos desmelenan anunciando el otoño. Cuando llegamos al risco, la noto fastidiada. Nubarrones grises se cierran sobre nosotros y nos caen encima las primeras gotas. “Mer, contra lo establecido, no te puedes enfadar”, le digo. Ella me perdona la vida con su mirada. Y sube arriba del todo, como siempre, con agilidad felina. Yo le diría que esta vez la espero bajo, pero entonces me encuentro con su mano firme. Dudo un segundo y enseguida me agarro a Mer con fuerza. Una vez en lo alto, presidiendo una densa niebla bajo nuestros pies, me pregunta: “¿Y qué es para ti lo establecido, Pizz?”. Me sorprende su pregunta. “…pues está claro… mmm…. el día y la noche… el verano y el invierno… o la lluvia y el sol”. Es tiempo de regresar otra vez al pueblo. En la bajada, voy rumiando sobre todo lo que ya está establecido. Y según me vienen a la cabeza, le voy citando ejemplos. “…la sabiduría súbita de nuestra raza a partir de los sesenta”. Estoy convencido que Mer, de sobra, se sabe todas estas respuestas. Lo único que quiere es hacerme hablar. Lo ha conseguido. “…mmm… la vida y la muerte”. Ahora estoy tan locuaz, que va a tener que ponerse la pobre tapones en los oídos.
 
III
Con esta nevada no hay bicho viviente que se atreva a poner un pie en la calle. TOC, TOC. Menos yo, claro. TOC, TOC, TOC. “Ábreme por tu madre, que me estoy quedando tieso”. Escucho cómo descorren el pasador. Mer no está sola. Toda su familia abarrota la estancia ante el fuego que crepita. Uf, me muero de la vergüenza con el recibimiento. Cómo me he atrevido, sin decir nada en casa, a encasquetarme el gorro, el abrigo y los guantes y venirme hacia aquí, cómo. Ella me coge con su mano fuerte y templada y me abre hueco para que me acerque a la lumbre y entre en calor. Poco a poco mis dientes dejan de castañetear y el iris de mis ojos recupera su color. “¿Y qué hacías?”, me atrevo a preguntarle con voz bajita. Mer me explica: “…aprovechaba el tiempo: estudiaba”. Una sonrisa condescendiente se debe dibujar en mi rostro. Porque, de nuevo, viene a nosotros el tema de “lo establecido”. Está dicho que, en nuestra naturaleza, las neuronas jóvenes permanecen aletargadas. Nos cuesta un montón aprender. Sin embargo, a partir de la madurez de los sesenta, su actividad y eficiencia se multiplica espléndidamente. Todos los que pasan de esa edad son sabios automáticamente. A Mer le digo cariñosamente: “…no sé tú… pero yo prefiero esperar a que mis neuronas espabilen cuando les toque”. Ella protesta: “sí, pero yo quiero saber ahora”. Es cuando yo contraataco, ahora que no me ve nadie, revolviendo su pelo rebelde.
 
IV
Hoy, Mer se ha parado frente a mí y ha esperado a que yo le pregunte si puedo ir con ella. He tenido que bajar la vista porque no era capaz de sostenerle la mirada. Han pasado unos segundos larguísimos, tras los cuales, ha reemprendido la marcha hacia la montaña. Un temblor me ha sacudido de arriba a abajo. Se va, se va sola. Sin mí. Es que es lo establecido. En casa, mis abuelos y mis padres todos a una pusieron el grito en el cielo: “¿dónde te crees que vas tú, tontaina?”. A partir de ahí, un montón de palabras encadenadas, que incluían un “Pizz, ésa no te conviene” y un “ojito que vuelvas a ir con ella”. Y ahora, siguiendo lo establecido, Mer se aleja por la senda, y yo atenazado por unas cadenas invisibles, no salgo corriendo detrás.
 
V
Ha sido una fiesta como la de todos los años. El mismo cartel en el salón de la casa de la Cultura, “Bienvenidos a la Sabiduría”, parecidas guirnaldas, y parecida placa como reconocimiento del pueblo. La única diferencia es que esta vez, yo estoy entre los homenajeados. Sesenta ya. Me cagüen, cómo vuela el tiempo. Con la excusa de ir al baño, próstata puñetera, me he escurrido del bullicio. Menudo guirigay. Luce el sol en una buena tarde. Cuando he venido a darme cuenta, me veo encaminando la senda de la montaña. Con el bastón en una mano y mi placa sesentona en la otra. El último sitio por donde me buscarían. No he calculado bien mis fuerzas. Antes, subía casi solo y ahora las piernas no me responden. El camino al risco se me antoja largo, larguísimo, eterno. Pero llego. Y me apoyo en la roca tratando de recuperar el resuello. Miro hacia arriba. Ahí sí que ya no podré subir. No está la mano firme de Mer para ayudarme. Me dejo caer en el suelo. Mi mente aún dibuja cada milímetro del horizonte que se divisa desde el último tramo. Con los sesenta en el carné de identidad, yo imaginaba que mis neuronas se encenderían como se iluminan a la vez las casetas de una feria. Esperaba eso. En su lugar, he encontrado el guiño y la sonrisa borde de los más mayores: “…eh, eh, disimulad, ni se os ocurra cascar ahora que seguís siendo igual de torpes”. Es lo establecido. Con la garganta seca y con la voz muy alta, formulo una pregunta que me sale del alma: “Mer, Mer… ¿puedo ir contigo?”.

domingo, 21 de julio de 2013

Hoja de ruta

 
 
I
“Que no me llame, que no me llame...”. Romeo acelera el paso por el Paseo y clava la vista al frente, mientras por el rabillo  del ojo distingue a su amigo Landete, botando la pelota contra el empedrado de la acera. “¡Ehhh, Romeooooo!”. Vaya. Lo ha visto. Frena en seco. Se vuelve, haciendo un gesto de: “huy, no me había dado cuenta de que estabas ahí”. El amigo corre hacia él. Frente a frente. Sonrisa franca. “¿Jugamos un rato?”. Le pasa la bola. A duras penas, bufff, porque no se la esperaba, Romeo la encaja. La que se hubiera liado si se llega a torcer un dedo. “Nano, no puedo. Tengo repaso de inglés”. Mira el reloj. “Y no llego a tiempo”. Landete pone cara de contrariedad. “¿Y esta tarde? ¿Quedamos?”. De nuevo niega con la cabeza. “…tengo música, ya lo sabes”. Se quedan quietos, sin saber desbloquear la situación. Mansamente, le devuelve el balón. “…bueno, ya nos veremos otro día”. Se despiden. Romeo mira el reloj, “jo, qué tarde es”, y arranca a correr. Qué pena. Se hubiera quedado con Landete. Pero su padre se lo ha dicho bien claro, apuntándole con el dedo. Para llegar a ser alguien, hay que seguir una hoja de ruta al pie de la letra, y no puede uno dispersarse andando por las ramas de los árboles mediocres.
 
II
Se lo han preguntado varias veces. “Romeo, Romeo, ¿estás bien?”. Él, con la mirada ausente, ha asentido con la cabeza. “…escucha: no pasa absolutamente nada si suspendemos el concierto”. Mira las palmas de sus manos. Comprueba su pulso. Es firme. ¿Suspender en mi debut? De ninguna manera. Le pesan las piernas cuando se dirige al escenario. Una tenaza le oprime el corazón. Y un nudo le aprieta en la garganta. Le aturde la ovación de un público al que no mira para que no le deslumbren los focos. Se encara con el teclado. “Va por ti, papá”, murmura para sí, “seguiré la hoja de ruta, claro que sí, como tú y yo habíamos quedado”.
 
III
La mesa es tan grande que, en ella, se pierden los  cuatro papeles que la ocupan. Romeo va asintiendo al guión que le dicta Couvrier a su derecha. “…y llegados a Agosto, la agenda queda un poquitín apretada… el Lunes 5, vuelas a Bruselas y estás allí toda la semana. El domingo 11 te esperan en Milán, hasta el Miércoles. De Milán a Moscú. Allí,  hasta el Lunes 19. Habrá que ver cómo lo hacemos, porque tienes en medio un encuentro en el Principal de Mardebé”. Romeo frunce el ceño. Continúa Couvrier: “Si no tienes muchas ganas, esto lo podemos dejar estar. Ya daremos cualquier excusa. Luego viene enseguida Nueva York el Sábado 24 y de ahí, ya das el salto a Los Ángeles el 29”. Romeo asiente lanzando un suspiro. “Vale”. No habiendo más que añadir, se levanta el mánager de la silla. “¡Espera, espera… que el 27 es el cumpleaños de mi madre!”. Se produce un silencio en el despacho. El mismo Romeo lo rompe: “Bueno, vale, no pasa nada. Ya me apañaré. Deja la hoja de ruta tal como está”.
 
IV
Romeo se despierta sobresaltado. Mira el reloj digital de la mesita. Es muy tarde. Después ve las cuatro llamadas perdidas de Couvrier. Se asoma a la ventana. Porque está nublado, pero el sol ya debe de estar muy arriba en lo alto del cielo. Vuelve hacia la cama. Toca el hombro de Raquel. Ella se despereza, “…qué pasa, qué pasa”. “Raquel, Raquel… ¿cuál es el plan para hoy?”. Le angustia sobremanera no saber qué es lo que tiene que hacer hoy. Ella, protesta, “…¿plan?, por favor, déjame dormir, dormir un poco más…” y se da la vuelta. Él sale de la habitación. Desayuna lo que encuentra. Se ducha rápido. Se viste más rápido aún. Y, cerrando sin hacer ruido, sale a una calle bulliciosa. No tiene ni idea de lo que hará finalmente, pero no puede quitarse la sensación de encima de que sea lo que sea, ya está llegando tarde.
 
V
Romeo ha regresado este mediodía. Ha salido al Paseo y al principio se ha preguntado, “y aquí dónde está la gente”. Las primeras gotas de lluvia le han contestado: “…sólo a los raros como tú no les importa mojarse”. Poca broma, el agua cala tanto que ha tenido que desplegar el plegable. Por donde mire, apenas nada ha cambiado en todo este tiempo. Ha palpado su móvil en el bolsillo. Ha buscado en la agenda de direcciones y ha marcado un número. “¿Landete? ¿Qué tal? Soy Romeo, sí, Romeo. Oye, que andaba por aquí y me preguntaba si te viene bien que quedemos y nos veamos… Ah… Que esta tarde no puedes. No, hombre, no te sepa mal, otro rato encontraremos, eso seguro. ¿Todo bien por aquí…?”. La voz se va alejando, paseo abajo. Su mano aparatosamente vendada se duele de sujetar el peso del paraguas. No sabe por qué se le cruzaron los cables la semana pasada y fue a darle con tanta fuerza a aquella cristalera. Lo que sí sabe es que su hoja de ruta se convirtió en ese mismo momento en papel mojado, como el suelo del paseo que pisa. Sabe que se cuidará mucho de preparar una nueva. Y sabe que piensa dispersarse todo lo que pueda andando por las ramas de los árboles “mediocres”.

domingo, 14 de julio de 2013

Incompatibles



I
El camarero se ha acercado a la mesa. Ha rellenado nuestras copas casi vacías. De fondo, suena Bonnie Tyler. It’s a heartache. Nueva de la semana pasada. Le he pedido a Angelina que se quite los pendientes un momento. Se ha extrañado. “¿Por qué me pides eso?”. He encogido el hombro. “Manías, probablemente”. Parecía que no me iba a hacer caso. Pero en un gesto sencillo, con su mano derecha ha quitado el enganche y con la izquierda lo ha recogido. Primero uno, luego el otro. Dos piedrecitas talladas con irisaciones grises. “¿Contento, Alejo? ¿Es que no te gustan?”. “No, no es eso”. Me he aproximado entonces. Hasta el talle de su cuello. Hasta donde se siente su respiración pausada. Nada. Sigo sintiendo ese taladro en mi sien. Contínuo. Agudo. Vuelvo a mi posición en la silla. “Póntelos de nuevo, por favor”. Ella protesta: “¡Pero bueno… qué caprichoso es el señor!”. Esbozo una sonrisa. Muerdo mis labios para ver si se amortigua un poco ese punzante dolor. Yo tenía que comprobarlo. Ni esas preciosas piedras contienen kriptonita ni yo soy el primo de supermán.

II
Parece que va a caer una buena de un momento a otro. Hace unos minutos estaba el sol apretando y ahora el cielo se ha oscurecido repentinamente. Y son las cuatro de la tarde. No me extrañaría que descargara granizo del tamaño de una pelota de tenis. Llamo a la puerta del despacho del Director General. Dos golpecitos, TOC-TOC. Pido permiso. Me lo encuentro con la cabeza apoyada en sus manos y los ojos fuertemente cerrados. “Thomas, ¿te encuentras bien?”, le pregunto aprestándome para ayudarle. Él declina con el brazo: “…mis neuronas me dan el parte meteorológico”, me dice señalando la ventana, “…tengo la cabeza como un tambor en Semana Santa…”. Él se endereza. “…qué suerte tienes, Alejo: no te imaginas lo que puede llegar a ser esto”. ¿No? No poco. Miro alrededor. Estamos solos en el despacho. Tiempo de confesiones. “…es verdad que mis neuronas no se inmutarán con una tormenta, pero estallan cuando estoy cerca de Angelina”. Él se queda boquiabierto. Qué dices. No puede ser. Afirmo con tristeza. Sí, sí que es. Escuchamos ahora el el pedrisco que empieza a caer, batiendo sobre los cristales. Siempre dejo el coche en el garaje. Hoy no. Encontré un hueco en la puerta del edificio y me dije: “¡Ahí aparco, qué buena suerte la mía!”.

III
Versionando la canción, canturreo en voz baja, “los paracetamoles de dos en dos, uá, uá”.  Angelina y yo vamos de la mano. Acabamos de salir del cine. Me encuentro bien. Sólo siento ahora un ligero zumbido. Tengo que hablar muy seriamente con mi cabeza. Voy al lado de la persona que quiero… ¿por qué entonces tiene que darme la nota? Subimos al coche. Le paso las llaves. Conduce ella. Así puedo entornar los párpados. Mientras comprueba que no viene nadie por la izquierda y acelera, me dice: “Alejo: Tienes que ir al neurólogo ya. Hay que saber la causa de esa migraña, no sea que esconda algo serio”. Tragando saliva, le digo que sí, que tiene razón. Aunque sepa qué me causa esta jaqueca y no se lo confiese, tendré que conocer la causa de la causa. Y buscar el remedio del remedio.

IV
Le he explicado que esto es cosa de Thomas. Me envía a la delegación de Mardebé por una temporada para poner allí orden. Angelina hace un gesto de contrariedad. “Ya le vale. ¿Y tenías que ser tú? ¿No había nadie más?”. Con la practicidad de la que siempre ha hecho gala, empieza a hacer cálculos. Dejará su trabajo para venir conmigo. Pondremos a la venta el ático, aunque ahora, con la que está cayendo es muy mal momento para vender. “Eh, eh, eh”, le paro, “no podemos contraponer nuestras trayectorias profesionales…”. No sería justo. A Thomas le he dejado bien claro que será un traslado temporal. Luego, vuelta a casa. Mmm… Piensa. Conviene que sí, que mi planteamiento es el más sensato. Nos abrazamos. Yo la estrujo con todas mis fuerzas. Tengo muy claro que, si la cabeza no me estalla ahora, no me estallará ya nunca.

V
Todo es muy monótono aquí, en Mardebé. A partir del mediodía, me paso el tiempo mirando el reloj, contando los minutos que faltan para conectar con ella. Compré la mejor tecnología. Una pantalla de sesenta pulgadas. Tridimensional, claro. Un equipo de audio con sistema en vivo. Contraté la máxima velocidad de transmisión de datos que ofrecen actualmente las operadoras, veinticuatro gé. Y ahí estamos. Contándonos nuestras cuitas. Con un realismo asombroso. Casi la puedo tocar. Falta ese casi. Mientras, el paracetamol sigue guardado en un cajón. Si no ha caducado ya, le faltará poco.  

VI
Cogeré la maleta en cuanto salga por la cinta y saldré corriendo. Y ella estará detrás de esa puerta, esperándome. Buffff, qué nervios y qué ganas de verla, después de tantas semanas. Según bajaba por la escalerilla, ya me he tomado el paracetamol preventivo. Por las horas que son, iremos directos a nuestro restaurante. Me encargué de reservar y advertir que llegaríamos tarde. “No se preocupe, señor Alejo, que aquí les esperamos”. Si siguen con Bonnie Tyler y su heartache, va bien. Después del brindis, le preguntaré si se puede quitar los pendientes un momento. “¿Otra veeez?”, protestará ella. Lo hará. Y entonces, tachaaaán, sacaré el estuchito con los pendientes de perla, y ella se quedará sorprendida y descolocada. Ésa, esa es mi pobre maleta vapuleada. Allá voy hacia la salida. Mmmm… Mmmm… ¿Angelina? ¿Angelinaaaaaaa?

VII

Fue Thomas quien, en un tono inocente,  le dijo: “Angelina, pero… ¿es que Alejo no te había dicho que tú le provocabas esas migrañas?”. Por más que lo he intentado, no la he vuelto a ver. No he vuelto a saber directamente de ella. Regresé de Mardebé. Recorro nuestros espacios. Rememoro nuestros recuerdos. Lo que son las cosas. Mi puta cabeza no me duele nada de nada en ninguna circunstancia. Pero ahora me duele el alma. De forma infinita y contínua. Y ése sí que es un dolor que, de verdad, no le deseo a nadie. 

domingo, 7 de julio de 2013

El Pueblo de los Diez


I
Ahora me dedico a esto. “Ya hemos llegado”, les digo.  Arrimo el autobús en la explanada. Las ruedas crujen con la grava. Tendré que revisar las presiones porque parece que van un poco flojas. Quito el contacto. Pof, pof, pof. Huy, huy, ese motor resopla sospechosamente. “¿Me habéis oído, chicos? Ya estamos”. Los cinco niños no se mueven de sus asientos. En esto veo la relatividad del tiempo. Ellos, a mí, me parecen siempre los mismos. Con sus mismas caritas asustadas. En cambio, el reflejo que me devuelve  el espejo retrovisor es el de un tipo pegado a unas ojeras con una frente netamente despejada. Ése soy yo y apenas me reconozco. Bueno, me toca ir a por ellos. Estirarlos suavemente. “Venga, venga, espabilad, que no tenemos todo el día…”. Les ayudo a bajar los escalones. Hale hop. Ya están a pie plano. Con las piernas entumecidas. Con los ojos casi cerrados por la luz del día. Desorientados. “¿Dónde estamos?”. “…aquí no se ve nada, ¿por dónde vamos?”. Les diría unas palabras de aliento, de ánimo. Pero no me corresponde. Ya han bajado. Sin nada, con lo puesto. Cierro las puertas y arranco de nuevo. Y mientras ellos se quedan ahí plantados, sin saber hacia dónde tirar, yo maniobro para salir de nuevo a la carretera. Ahora me viene a la memoria un ramalazo nostálgico que siempre me persigue. Y es que yo también viví, hace ya mucho, un intenso año en el Pueblo de los Diez.

II
Yo y mis cuatro compañeros acabábamos de llegar. Sí, sí, yo delante, para que la burra no se espante. Tras el repecho, la entrada del pueblo, del que entonces no sabíamos ni el nombre. Contuvimos a la vez un “Ohhhhh”. Casitas de colorines y calles desordenadas. Castañeteaban nuestros dientes y temblaban nuestras piernas, pero no de frío. Mirábamos de reojo hacia atrás, buscando una salida de emergencia. De repente, escuchamos un guirigay creciente hacia nosotros. Ensordecedor. Oh, oh.  Peligro. Una marabunta de niños como nosotros a grito pelado. En diez segundos, los cinco juramos protegernos siempre los unos a los otros pasara lo que pasase. En un minuto, nos vimos rodeados. “¡Vamos a ver a los nuevos!”. “Hey, ¿habéis visto qué pinta traen?”. En dos minutos, ¡preparados, listos, yaaaaa!, nos acribillaron a bombitas de agua.  Chof, chof y hunga hunga. En tres minutos, éramos cinco sopas. En cuatro, la multitud chiquillera se había dispersado. Y en cinco, los cinco “nuevos”  ya nos habíamos olvidado por completo de nuestro juramento eterno, “pasara lo que pasase”.

III
Seguramente, el Pueblo de los Diez hoy en día no tendrá mucho que ver con el que yo conocí. Las casas ya cambiaban a cada momento. Aparecían y desaparecían. De forma anárquica. Las calles se ensanchaban o estrechaban. Lo que sí espero que siga estando es la fuente de la naranjada, a cuyo caño solía amorrarme hasta que mi estomaguito reventaba por el gas eructante. Y por supuesto, seguirá la calle de los charcos. Un sitio donde, desde siempre, me ha gustado meterme.

IV
Aprender las normas municipales en el Pueblo de los Diez era muy rápido. Jugar, jugar y jugar todo el tiempo. Ahora no sé, pero entonces además de jugar a la pelota, se jugaba a policías y ladrones. Bueno, casi nadie quería hacer de ladrón, porque sabía que acabaría siendo corrido a gorrazos. También a médicos. A cocineros. Hasta el alcalde del pueblo sabía que lo era porque estaba jugando a eso.

V
También se hacía de noche en el Pueblo de los Diez. ¿Dónde iba a dormir yo? Anduve tanteando… “…habrá algún juego que se llame hotel, donde jueguen a que te ordenan la habitación, te lavan la ropa y te dan de comer”. Pues no. Ese juego no mola. Preguntando, preguntando, unos chavales vinieron a darme la respuesta. Me señalaron una montaña de piezas tipo “Lego”. Ah, caramba. Es el material de construcción oficial. “Usa las que necesites, búscate un sitio, y haz tu propia casa”. Ajajá. Se me daba bien. Hice un bloque de apartamentos. Con once alturas. El más alto del Pueblo de los Diez. Al principio, por eso de dominar la altura y el paisaje, siempre me subía al piso más alto. A la mitad, ya me daba pereza lo de subir tantos escalones, y me quedaba en el primer piso. Y al final, vino el envidioso Juancarlangas y sin previo aviso, me tiró el bloque abajo. Lo derribó estrepitosamente porque era más alto que el suyo, el tío  capullo. Intenté evitarlo, pero de regalo, me llevé un sopapo. Mientras me ardía la cara pensé, “un bloque de once pisos no vale dos sopapos”. Además ya se me había ocurrido cómo hacer otra casa sin tantos defectos, sin escaleras, más cómoda, más robusta y más espaciosa.

VI
Y entonces vino ella. Sole. Me acuerdo que fuimos en tropel a la recepción de los recién llegados, a la ceremonia del agua. Y que, aunque vino con unos cuantos más, yo sólo tuve ojos para mirar sus mejillas pecositas. Se ve que a Juancarlangas le pasó lo mismo. Me puse en medio, sosteniéndole la mirada, de puntillas y amenazante. “A ella no. A ella ni un pelo”. Como éramos gente de puntería, acabó todo el grupo empapadísimo menos Sole. A Sole no le llegaron ni las salpicaduras.

VII
Para desayunar, chuches. Para comer, chuches. Para merendar, chuches. Y para cenar, por variar un poco, también chuches. Mmmm. Palotes, gominolas, picapica, regaliz…. Hay una regla que dice que uno acaba aborreciendo aquello que tiene en exceso, por bueno que sea. Con el Bolita esta norma saltaba por los aires. Ejemm… Bueno, conmigo también. Mientras sigo esperando, voy a comerme unos chocolatitos que guardo en la guantera del bus.

VIII
Con la casa “lego” de Sole alcancé mi cénit como constructor. A ella le encantó. “La mejor casa que he tenido en mi vida”, exclamó, como si hubiera tenido hasta entonces más de cien. Pasaba las mañanas con ella. Pasaba las tardes con ella. Nos contamos todo lo que dos chavales de diez se saben contar. Y hacía todo lo que estuviera en mi mano por ella. Hasta plantarle cara a Juancarlangas si fuera necesario, que lo fue, pero mejor no mentarlo por lo mal parado que acabé. Ya no disfrutaba jugando con el resto de los habitantes del pueblo. Ya me hacía un montón de preguntas sin respuesta. “Qué pasará cuando ella se quede y yo me tenga que ir al Pueblo de los Once, qué”.

IX
Paseaba una noche sin sueño, sin luna y sin nada por las callecitas en penumbra del Pueblo de los Diez. Pegué trago, una vez más, de la fuente de la naranjada. Y me planteé, por qué no, que estaría bien una fuente al lado de horchata mixta. En ésas vi un bulto escurriéndose. Alguien huía al notar mi presencia. Pis, pas, ligero como el rayo, le di alcance y lo agarré por la espalda. “¡Pero… BOLITA!!! ¿Qué estás haciendo?”. Sí, era Bolita. Cargaba con un saco repleto de chuches. Apenas si podía levantarlo. “Me lo llevo, tú no te chives, ni digas nada, pero yo me lo llevo”. A Bolita lo solté. Le di un abrazo. No le dije nada. No le dije que, por mucho que se empeñara, no podría llevarse el saco de chuches. No le recordé que al Pueblo de los Diez, uno llega sin nada y se va sin nada. Guardé silencio cuando, a la mañana siguiente, encontraron el saco de chuches abierto y desparramado en la calle. Encontraron el saco,  pero Bolita ya no estaba.

X
Pinté un corazón con un rotulador carioca en la pared de su “lego-casa”. Con su nombre y el mío dentro. Abajo, escribí que la esperaría en el Pueblo de los Once. Sole me dio un abrazo. Debe de ser normal que cuando uno sale del Pueblo de los Diez para no volver,  no eche la vista atrás. Así, los que se quedan, no ven las lágrimas del que se va, lágrimas que no se pueden llorar hacia dentro.

XII
En el Pueblo de los Once, escribí que la esperaría en el Pueblo de los Doce. Pero ella tampoco vino.

XIV

ROOOM, ROOOM, ROOOM. Ahora me dedico a esto. El autobús sigue haciendo un ruido raro. Acaban de subir cuatro chiquillos que han estado en el Pueblo de los Diez. “Sentaos donde queráis, que nos vamos enseguida”. Apuro un último chocolatito. Paso los dedos por mis ojeras. Ahora o nunca. Me levanto rebotado y les pido: “¡Eh, chicos, esperad dos minutos, que ahora vuelvo!”. Bajo y emprendo la carrera. Por conseguir una oportunidad como ésta, me dedico a esto. Tras la explanada, el repecho. El corazón, a mil por hora. Subo. Detrás, abro la boca. Ahí sigue. El Pueblo de los Diez. Avanzo sin miedo. Madre mía, cómo ha cambiado. Enseguida, griterío de los niños que lo habitan. “¡ALARMA, ALARMAAAA, UN INTRUSO!¡UN INTRUSO VIEJETE!”. Miro a izquierda, la fuente de la… coño, ¡horchata! Glu, glu, glú. Tres tragos. Allá, la calle de los charcos. Me voy para allá, fijo. Todas las casas son distintas, todas, menos… la de Sole. Ahí, ahí sigue donde la construí. Quiero seguir andando, pero ya no me dejan. Una multitud de chavales con cara de pocos amigos me impide el paso. Extiendo mi mano. “Vengo en son de paz”. Gruñen. Están a punto de acribillarme. Y no es agua lo que tienen en sus manos.  De repente… De repente… delante de todos ellos, veo sus mejillas pecositas. “¡Sole!”, grito. Está igual, igual que entonces. Ella reacciona, me reconoce, aunque a la vista está que eso lo tiene complicado. “¿Estás bien?”. “Hm, hm”, afirma ella con una sonrisa. Yo, resoplo, y pasando de la lluvia de piedras que me puede venir encima, suspiro: “Menos mal… me tenías preocupado”.