domingo, 26 de mayo de 2013

El cielo, más cerca



I
Manu está contento. Antes de pasar por la puerta de embarque ha llamado de nuevo a Desiderio pero se ha encontrado con el móvil apagado o fuera de cobertura. Era el segundo intento. Bueno, será lo primero que le dirá cuando se encuentren en la terminal nueva del aeropuerto de Mardebé. En cuanto lo vea, él bajará sus humos, replegará su orgullo y le pedirá disculpas. Después ya sí, le contará lo bien que le ha ido. Ahora la cola se mueve. Apaga su móvil. Muestra la tarjeta y su documentación a la azafata. Ésta, mecánicamente, pasa el código por el lector, verifica de un vistazo la bolsa de mano, no sea que exceda las medidas,  y le desea “buen vuelo”. Unos minutos después, Manu ve su larga sombra proyectada a pie de pista, en medio de una fila desordenada. Está a punto de subirse a la escalerilla delantera del avión. Un hilillo de sudor le resbala por el cuello. Es que no es un buen momento ahora para acordarse de que desde siempre tuvo vértigo.

II
¿Cómo que no vienes?”.  A Manu se le desencajó la cara cuando entendió que Desiderio no bromeaba. “Esto no era lo que habíamos hablado… ¡Serás cabrón!”. Qué manera de dejarlo tirado como una colilla. Qué manera de tirar un negocio por la alcantarilla. Qué manera de embarcarle, embaucarle, y después quedarse en tierra.

III
“Les recordamos que la parte trasera del avión también viaja a Mardebé”, informa la sobrecargo. Esto es un apáñatelas como puedas. Es lo normal en esta compañía. Hay tapón en el pasillo. Taponan el paso porque intentan crear un hueco que no hay en los estantes superiores. Ahí parece que Manu vislumbra un asiento. Si no se lo pillan antes. Tendrá que ser ventanilla. Bueno. Con no un no asomarse hacia abajo y  con un cerrar los ojos, intentará sobrellevarlo.

IV
Mientras esperaba ser recibido, en aquella sala descomunal forrada en madera noble, Manu se repitió mil veces: “No son ogros. No se comen a nadie. No son más que yo”. El corazón latía a mil por hora. “Desi, ésta me la pagas”, murmuró entre dientes. La vejiga apretaba. Efectivamente, cuando tuvo delante a aquel Responsable de Compras la primera impresión fue que estaba delante de un ogro. Que se lo iba a comer con patatas. Y que él, a su lado, él era pequeñito, como una cagarruta pinchada en un palo. Justo tal y como se había mentalizado.

V
El avión parece deslizarse por un camino de tierra lleno de baches, acompañado por el zumbido monocorde de los reactores. A eso lo llaman turbulencias. Manu va encogido, tenso. Se atreve a asomarse. El cielo, más cerca. La tarde declina. Pero el sol ahí sigue. El sol le hace chiribitas. Se mueve. Extiende un haz hacia él, como si fuera una mano que pudiera tocar. Le saluda. Le tranquiliza. Manu se frota los ojos. ¿Nadie más ve esto? Todo sigue bajo una aparente calma. Manu entonces baja la cortinilla y se deja llevar. Le  invade entonces una gran sensación de paz.

VI
Durante los dos primeros minutos no dejó de tartamudear. Los dos siguientes,  lanzó largos “Mmmmmm” dubitativos. Hacía como que sí, que entendía a su interlocutor, pero sin captar ni media palabra. Pero poco a poco fue entrando en materia, tomando la palabra, explicando sus argumentos. Y así pasaron dos horas como un suspiro. Cuando se levantó de la mesa, aquel señor que ya no le parecía un ogro para nada le estrechó la mano. “Es un placer llegar a acuerdos con ustedes”. Manu enrojeció de repente.  Su primer pensamiento fue: “Desiderio se ha salido con la suya: sabía que yo era capaz de hacerlo bien”.

VII
Aún con la cortinilla bajada, la luz se cuela por la rendija. Como si lo buscara, sube hasta su mejilla. Templada. Manu siente un cosquilleo. Levanta la clapeta. Ahí sigue. El sol. Sonriéndole por encima de las nubes. Dorando el agua. Él siente la ingravidez. Quién dijo vértigo. Flota. “Ánimo, Manu, vas a triunfar”. Se gira bruscamente. Los de detrás, o dormitan, o tienen los auriculares a todo volumen. Uf, serán figuraciones suyas. Fuera, el sol sigue acariciando su hombro. Y el cielo queda mucho más cerca.

VIII

Bah. Aunque ha apretado los ojos fuertemente, el aterrizaje ha sido una simple sacudida de nada seguido de un frenazo prolongado. Ahora ya pisa tierra firme. Tampoco le han perdido la maleta, que es otro de los tópicos que más temía. Sale fuera. Estira el cuello. En medio de varios reencuentros, no ve a Desiderio. Tal vez aguarde más allá, últimamente es de los que llegan tarde a los sitios. Anda unos pasos hacia la parada de taxis. Entonces Manu se acuerda de su móvil. Lo enciende. Escribe la contraseña. El terminal busca la cobertura. Entran varios mensajes y llamadas perdidas al tiempo que le sacude un escalofrío. Dentro de unos segundos los leerá. Tragará saliva y entenderá lo que allá arriba, radiante de ternura, el sol había querido anunciarle.

domingo, 19 de mayo de 2013

Versiones




I
Tiempo de recortes. De entre los que pasan por la calle, algunos se detienen y miran. Menuda pinta tienen los helados artesanos, fabricación propia, tras el expositor. El reloj-termómetro clavado junto a la puerta marca treinta grados, siempre cuatro más de los reales. Con esa pinta, y este calor, es casi imposible resistirse. Los ojos se ponen morados. La saliva se imagina el dulce paladar. Diez, quince segundos leyendo las etiquetas. Chocolate, vainilla, turrón, fresa… Tengo la sonrisa puesta y la mano dispuesta, camino del vasito o del cucurucho. Dulce de leche, stracciatella, yogur… Aquí es cuando levantan la mirada, qué difícil tendrían la elección si tuvieran que escoger, saludan tímidamente y prosiguen el camino. Me vuelvo a cruzar de brazos. Sí, es tiempo de recortes. Después de más de doce meses sin que me llamaran de ninguna parte para absolutamente nada, decidí recortarme yo también. El currículum. Taché lo del Máster. Y mi grado en Economía. Rebajé mi nivel de inglés. Entonces fue cuando a los cuatro días me llamaron de la ETT y cuando Luciano, el dueño de esta heladería, me dijo que yo parecía espabilada. Y aquí estoy, desde hace dos semanas. A prueba, por supuesto. Un momento, alguien viene. “¿Me pones un vasito pequeñito de tiramisú, por favor?”. “Claro que sí. Enseguida”. Los clientes esperan que yo sea generosa rellenando mucho el “vasito pequeñito”.  Mientras, se miran en el cristal de espejo de la puerta que, ya me di cuenta, tiene efecto adelgazante.

II
Luciano dice que el local de enfrente está gafado. Me cuenta que ya lo han abierto y reabierto cuatro veces con cuatro negocios diferentes. Y que, después de poco tiempo, ha vuelto a aparecer la persiana bajada y el cartel de “Se alquila”. Ahora parece que lo están arreglando otra vez. Yo, tengo curiosidad. Qué pondrán. El jefe está intranquilo. Que no sea una heladería. Que ya hay muchas en la avenida. Repintan. Ponen un rótulo. “VERSIONES”. Qué será lo que venden con ese nombre. Ropa, seguramente. A ver si lo abren pronto, que yo tengo ganas de saberlo.  

III
El chico poca cosa que, cada mañana sube la persiana de VERSIONES,  no debió hacer un estudio de mercado. Es un Video Club. Aquí, y ahora. Luciano, mientras pone la cuchara en el cuenco del helado de trufa y se relame, exclama: “éste va a durar aún menos que los otros”. Pósters de películas del siglo pasado. Clásicos. Vacaciones en Roma. Casablanca. Se coloca junto a la puerta. Reparte octavillas a los que pasan. Octavillas que recogen sin detenerse y van a parar, si no al suelo, a la papelera que hay quince metros más allá, avenida abajo.

IV
Ni helados ni películas del siglo pasado. Me siento en la banqueta. Veo cruzar las nubes por el trozo de cielo que me toca. Veo la acera de enfrente. Y veo… veo que el chico poca cosa me está mirando otra vez. No sé cuánto rato lleva así. Me pone cara de circunstancias, arrugando mucho la frente. Le devuelvo un gesto. Es un gesto de ánimo. La gente es rara para todo. Y quién no te dice que un día, viene en masa, y se lleva helados de tres en tres tarrinas para ver en casa las películas atemporales que ofrecen en VERSIONES.

V
Yo notaba que el chico poca cosa estaba nervioso. Que daba pasitos. Que se volvía atrás. Que entraba en su local. Que salía. Que continuaba mirando hacia aquí. Yo, eso lo notaba. En un momento determinado, zas, ha salido directo hacia la heladería. A mí se me ha escapado un grito. Es que en su paso decidido, no ha mirado, y casi se lo lleva por delante una bicicleta.

VI
Qué apuro. Me ha dejado una película. Para que la viera. ¿Yo? ¿Cuándo? No tengo tiempo. No he querido hacerle un feo. Le he dado las gracias. Lo mínimo es corresponder. ¿Te apetece un heladito? Se ha quedado sin habla. Venga, sí, que te lo pongo. Qué compromiso. No sabía cuál elegir. Cuál me recomiendas. Este cheese cake es especial. Le he puesto el vasito pequeñito bien colmado. Tanto que se le ha salido por los bordes y se ha puesto la manga perdida. Mientras se ha retirado, esta vez mirando a los lados por si venía alguien, he guardado la peli en el bolso. Cuál. Tarzán de los monos, no te lo pierdas.

VII
No voy a quedar mal con el chico poca cosa. Yo pondré el disco y me sentaré cómoda para verlo. Si me entra sueño y me duermo…  al menos lo habré intentado.

VIII
Le doy al Play. Al arrancar, el equipo ha hecho un extraño. La web cam me ha apuntado. Y ha tomado nota de mis datos biométricos. El ordenador me ha pedido que hable. Ha captado mi voz. “Listo para la reproducción”. La película, ¡¡¡de 1932!!! ha empezado. Casi me da un pasmo, cuando he comprobado que… no es Maureen O’Sullivan la que va al ladito de Johnny Weismuller. La que viste, y casi me muero del susto, esa tela de saco y se abraza a Tarzán mientras salta de liana en liana, soy yo misma.

IX
A lo mejor, Poca Cosa estará esperando que salga del mostrador de la heladería que vaya corriendo, que exclame, vaya peliculón, y que le pregunte cómo funciona esa novedosa técnica aplicada a las películas que él alquila. Nada de eso. He esperado a que transcurra lánguidamente la jornada y por la tarde le he devuelto el disco con un escueto: “Gracias. Ha estado bien”. Luego, me he vuelto sin girarme. Había un golosón, gordo hasta para el espejo, esperando impaciente mi llegada. Pedirá, como otras veces, un cucurucho de cuatro bolas.

X
Ha pasado una semana desde que fui Jane. Esto no tenía nada que ver con los muñecotes que bailaban villancicos por Navidad con nuestras caras pegadas. Ahora soy yo quien está un poco nerviosa. Doy pasitos. Avanzo, pero vuelvo atrás. Entro. Salgo. Miro hacia allá. Cuento hasta tres. Y zas, salgo directa hacia la tienda VERSIONES. Suerte que no pasaba nadie en ese momento, si no, me habrían atropellado seguro.

XI
Me tiembla un poco la mano. Le doy al play. Otra vez la dichosa web cam toma nota de mis rasgos biométricos. Respiro nerviosa. Vaya. Soy la actriz melancólica que llega a Notting Hill para vivir una historia maravillosamente romántica. Y no es por nada, pero mejoro mucho a la original. Para empezar, no tengo su boquita de buzón, por ejemplo.

XII
Mi abuelito me contaba que todos los Jueves corría al kiosko para comprar, leer y vivir las aventuras del Guerrero. Eran tebeos. Salvando el tiempo, me parece que estoy haciendo casi lo mismo. Contengo mi ansiedad una semana para luego ver en la pantalla lo bien que peleo, lo mucho que salto, los problemas que resuelvo y los finales felices que tengo. Todo eso estaría muy bien de no ser que… ya no me gusta vivir a este lado de la cámara, poniendo helados en tiempos de recortes.

XIII
Hoy ha venido Poca Cosa. Hace un mes que no paso por VERSIONES. Antes de que me preguntara nada, le he pedido disculpas y le he explicado que no tengo tiempo para entretenerme viendo viejas pelis. Ha guardado silencio. Cuando se iba a dar la vuelta, con el disco que me traía, le he puesto un vasito pequeñito de Cheese Cake. Colmado hasta muy arriba, como siempre. No ha sabido decirme que no. Pero esta vez no lo ha probado. Y mientras iba de vuelta, he visto claramente cómo se le derretía  y le resbalana pringándole la mano.

XIV
Se acerca el Invierno. Esto, para los helados es fatal. La gente comete el grave error de no comerlos cuando hace un poco de frío. Y Luciano ya me ha lanzado varias indirectas. Me veo de aquí poco, enviando de nuevo currículums por ahí a todas partes. Recortados, por supuesto.

XV
Llueve. Eh, el chico poca cosa viene hacia aquí. Pisando los charcos. Cuando entra, le saludo. El corazón me da un vuelco, por qué negarlo. Me alegro enormemente de verlo. Mucho. “Vengo a despedirme. Cierro VERSIONES”. Luciano tenía la oreja pegada y suelta un: “…me lo veía venir, mucho has durado tú en esto”. Me he quedado congelada, como la nevera que contiene las cubetas de los helados. Silencio de compromiso. Y ahora qué. ¿Ahora? Ahora nada. Creo que apenas me ha salido un “que te vaya muy bien”. Luego, Poca Cosa, se ha dado la vuelta, y sin importarle la lluvia, se ha marchado.

XVI
Tú eres idiota. Sí, tú. Es lo que me he quedado diciendo mientras se marchaba. Este chico es un talento. Lo único que necesita es saber cómo sacarle partido. Y yo le puedo ayudar. Yo sé cómo. Me han entrado mil temblores. Pero me he puesto en pie. “Luciano, me voy”. “¿Qué te vas? ¿A dónde?”. Ya no me ha dado tiempo de responderle. He corrido. Con la lluvia calándome hasta los huesos. “¡Eh, eh, eh!”. Tiene delito no saber cómo se llama el chico poca cosa. “¡Eh, eh, eh!”. Se ha girado. Estupefacto. Y ahí le he dicho hasta que me he cansado lo que le tenía que decir. Que él vale, que se puede salir adelante, que a la mierda con los putos recortes. Uf, cómo nos hemos mirado. Cómo. El agua empapaba. Catarro seguro. El plano que nos enfocaba se ha alejado. La canción “She”, en versión Costelo, ha subido. Y yo no he podido evitar darle un abrazo y derretirme como un cheese cake cuando él, tartamudeando, me ha dicho eso de que: “tú, tú… tú eres la protagonista de mi película”. 

domingo, 12 de mayo de 2013

El ahorrador de palabras




I
No lo digo yo. Lo dice Erik Christelkades. El científico. Sí, el premio Summum Novamasum. Es verdad que, a los poderes fácticos les ha faltado tiempo para tirarse encima de él tratando de taparle la boca. Pero este señor no se casa con nadie. Este señor habla poco, y lo poco que habla lo dice muy claro. Lo que es, es. Al principio, no presté atención a sus declaraciones. Pero luego… luego sí, sí las escuché atentamente. Y conseguí el artículo en el que demuestra con evidencias que el número de palabras pronunciadas es finito y marca la existencia de cada individuo. Dicho en plata, que cuando uno ha dicho ya lo que tenía que decir, estira la pata. Ufff, y yo haciendo el canelo con una dieta saludable y mucho ejercicio físico… cuando la verdad es que la vida se me escapa cada vez que derrocho palabras cuando hablo por los codos….

II
En la tienda oficial Christelkades, he tenido que coger un numerito. Estaba a reventar de gente. He esperado un buen rato, con los nervios de punta, dando golpecitos con la suela del zapato. Detrás del mostrador, con un gesto de hombros, cuello y brazos, el dependiente me ha preguntado que qué quería. Ajajá, aquí ya lo tienen claro: con pocas palabras, basta. He señalado con el dedo hacia el “Contador oficial de palabras del Dr. Christelkades”. Es un aparatito muy caro. Pero muy fiable. Quedaba el último, el del escaparate. Menos mal. Me lo quedo, claro. Los que vienen detrás ponen cara de mucho enfado, pero sin soltar una sola palabra. Se nota que también ellos son buenos discípulos palabristas.

III
Cada noche, antes de acostarme, sin falta, miro mi contador, apunto el número de palabras pronunciadas y sumo el acumulado. Hay días que no está mal. Con doscientas me apaño. Pero hoy… me desespero. Más de tres mil, ¿cómo es eso posible? Me revienta especialmente que me hagan repetir las cosas. ¡Haber estado más atento! Bufff. Pero cómo puedo haber sido tan locuaz… Esto es muy serio. Me pondré las pilas, y en adelante, mediré mejor mis palabras.

IV
Mi padre ha vuelto a irrumpir en la habitación. Para lo de siempre. Qué te pasa. Por qué te comportas así. “Pasas a nuestro lado y no nos dices nada, como si fuéramos la pared. Estamos muy preocupados”. Bla, bla, bla. Al principio, les intentaba explicar. Y les mandaba callar. Por su bien. Pero, con un golpe encima de la mesa, él se encendía: “¡A ver si no puedo decir lo que me dé la gana en mi propia casa!”.  Ahora lo he dejado estar. No malgasto palabras que puedo necesitar más adelante. Le dejo decir hasta que se cansa y se va como ha venido, dando un portazo, hecho una fiera.

V
Tenía que venir. Las emisoras de radio convencional serán de pago a partir de ahora. Los directivos de las cadenas argumentan que desempeñan una actividad de riesgo. Efectivamente, hablan, hablan y hablan. Yo veo bien esta tasa. Los locutores están fundiendo su vida cuando se ponen delante de un micrófono. Ahora quien quiera escuchar voces, que las pague. Si no, puede escoger entre las emisoras que inundan el espacio radioeléctrico transmitiendo música ininterrumpidamente. Por cierto, casi siempre instrumental.

VI
Los palabristas ya son legión. Se extienden por doquier. Grande Crhistelkades, grande. Ando solo por la ciudad para no tener que hablar con nadie. Me gusta la natación, porque debajo del agua no malgasto una sola palabra. En las bulliciosas calles falta el murmullo de las voces humanas. Las compañías de telefonía están cerrando el negocio de las llamadas de voz y potenciando el de mensajería. En los multicines estrenan mañana una película muda. Los mimos ocupan las aceras. Dejo mi contador encima de la mesita. Con una sonrisa constato que sólo he dicho cuatro palabras, cuatro: “Me cago en todo”. Mal hablado que soy, qué le voy a hacer.

VII
Han aparecido los primeros economistas de las palabras. Ya que éstas se cotizan más que el oro, propugnan llenarlas de mucho más contenido. Un economista ha declarado esta mañana en la televisión: “En un lugar de la Mancha”. Dentro tiene que caber “…de cuyo nombre no quiero acordarme y las trescientas ochenta y una mil noventa y dos palabritas que vienen detrás.

VIII
Estaba durmiendo. Él ha abierto la puerta, ha entrado, ha estirado la colcha y la sábana y me ha cogido del brazo. He sustituido por un gruñido y un grito el: “¡Eh, eh!, ¿qué haces? ¿por qué me despiertas?”. Mi padre ha tirado de mí con fuerza, con rabia.  “¿Qué te pasa? ¿Me quieres dejar dormir en paz?”.  Me ha llevado a la salita y me ha puesto delante de la tele. Ostras. Es él. Erik Christelkades. Se me enciende una sonrisa. ¿Por eso me despiertas? Está hablando. Qué dice. Subo la voz. Llego al final de la declaración. Con voz rota concluye: “…LO SIENTO MUCHO, ME HE EQUIVOCADO”. Me froto los ojos. “Pero, pero ¿qué está diciendo? ¿Cómo que se ha equivocado? ¡No puede ser!”.  Mi padre, al que llevo semanas sin oír porque no me habla, exclama: “¿Lo ves, alma de cántaro, lo ves? ¡El pájaro ése se ha equivocado!”. Los ojos se me desorbitan. No puede ser, no puede ser. Yo he ahorrado un montón de palabras… ¿dónde están? ¿dónde?

IX
Soy yo el que está sentado en este banco. Leyendo en voz alta, vocalizando… “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace de tal manera, mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.  Por tercera vez el Ingenioso Hidalgo de principio a fin. Entonando palabras sin parar. Estoy frente al portal donde vive Christelkades. Para decirle de todo menos bonito. De farsante para arriba. El conserje de la finca ha salido para invitarme amablemente a retirarme de allí. “…el doctor Christelkades no vendrá… no malgaste sus palabras”. ¿Malgastar? He sacado mi contador oficial. He mirado el número. Y he continuado leyendo en voz alta. Me quedan todavía muchas, muchísimas palabras por delante. 

domingo, 5 de mayo de 2013

Antes no era como ahora



I
Antes no era como ahora, Luna. La fachada sigue siendo la misma. Pero por dentro lo reformaron todo. Y de aquel mostrador de mármol verde y de aquellas puertas de madera labrada que había la primera vez que yo entré, de aquello no quedó nada de nada.

II
Me acuerdo que, cuando me presenté a la plaza, me midieron y me remidieron bien. El director y el interventor dudaron mucho, mucho. “Uno cincuenta y uno. Se pasa un centímetro”. “Oye, ¿y por un centímetro lo vamos a dejar pasar, cuando el chico es un rayo sumando y restando?”. Me pidieron que me sentara en una sillita bajita, de esas que tienen el fondo de cuerda de esparto. Mientras, iban y venían sin hacerme caso. Yo pensaba que se habían olvidado de mí. Y cuando ya había pasado un rato, pero un buen rato, se acercaron los dos y me preguntaron: “¿Qué? ¿Cómo estás?”. “Bien”, les dije. Se miraron el uno al otro y me dijeron casi a la vez: “Vamos a firmar el contrato”. Luego supe que por mi respuesta me habían admitido. Esto, Luna, hoy, hubiera sido imposible. Pero, ya te digo, antes no era como ahora.

III
Aquello era un cajón. Grande. De madera oscura. Por la parte de delante, había un teclado sencillo. En la cara superior, los números, del cero al nueve. Abajo, botones con cada una de las funciones que el cliente podía escoger: Consultar saldo. Consultar últimos movimientos. Ingresar dinero. Retirar dinero. Apretaban el pulsador correspondiente. Y por la parte de detrás, allí estaba yo, fuera de la vista del cliente, esperando ver qué bombillita se encendía. Acurrucadito en aquella sillita de esparto donde me hicieron sentar la primera vez y sin apenas espacio para moverme. Por eso buscaban a alguien chiquitín para ese trabajo. Y como luego aún crecí un poco más, no había día que no saliera con uno o dos coscorrones. A mi izquierda, un fichero con ruedas. Lo primero, sacar la ficha correspondiente. A mi derecha, un montón de cartas plastificadas que el Banco había hecho imprimir en la casa Heraclio: Un momento, por favor, su operación se está tramitando. Cajero temporalmente fuera de servicio, disculpe las molestias. Gracias por su visita. Según fuera el caso, las iba poniendo, y quien fuera, ya las veía a través de un cristalito. En esto, tenía que ser muy rápido. Pocos segundos para encontrar la ficha. Ver el dinero que tenía ingresado. Apuntar el que se llevaba. Contarlo en la caja. NO EQUIVOCARME EN UN SOLO CÉNTIMO. Ponerlo en un cajoncito deslizante. Tirar hacia el otro lado. Ver cómo el cliente lo contaba de forma desconfiada. Y cómo se lo guardaba en la cartera. A veces hubiera querido  preguntar para confirmar alguna operación dudosa: “¿Ha dicho que quiere sacar doscientas pesetas, señor Valle?”. Pero eso me estaba absoluta y terminantemente prohibido. Ya sabes, Luna, que los cajeros no hablan.

IV
Al principio, las noches se hacían muy, muy largas. Y eso que escuchaba la radio. O leía algún libro. Hambre no pasaba, no. Tu abuela me preparaba un bocadillo con una barra de a cuarto. Y, a las dos en punto, si podía y me dejaban, yo me lo arreaba. Sin salirme del cubículo. Luego recogía las migas que me habían caído al suelo, y a continuar, a seguir esperando a quien quisiera venir. Una vez me puso atún con olivas. Ella sabía que a mí me encantaba. Aquello me sabía a gloria, pero chorreaba aceite. Qué casualidad: vinieron tres a sacar dinero, uno detrás de otro cuando estaba con la boca llena. Los atendí rápido y bien. A los tres. Pero, al día siguiente, vi que me habían abierto un expediente. El único que he tenido en más de cuarenta años. Sí, estuvieron en un tris de despedirme. “Por qué, qué he hecho yo”, le preguntaba a mi jefe. Él me enseñó tres fichas pringadas, churretosas. No hice más preguntas. Desde entonces, por las noches, ya no he vuelto a  comer atún, Luna. Digo que me sienta mal. Como un tiro.

V
Casi todas las noches, a la misma hora, se acercaba el señor Corrales. Un hombre espeso que siempre vestía igual, hiciera frío o calor. Llevaba una chaqueta desgastada sin botones y con los bolsillos descosidos. Vieja, vieja. Ponía el número de su cuenta. Y apretaba el mismo botón. Consultar saldo. Según lo veía entrar por la puerta, yo ya tenía buscada su ficha. Una cuenta con muchos ceros. Un montón,  Luna. Yo se lo anotaba. Él acercaba el justificante a sus ojos. Lo miraba y lo remiraba. Después salía sin sacar un solo duro. A mí me daba pena. Porque con toda la fortuna que amasaba, vivía el hombre sumido en la indigencia.

VI
Claro que acabas conociendo a muchas personas, aunque ellas no te vean a ti, Luna. El señor Díaz apretó el botón. Quería retirar trescientas. Inmediatamente, mostré la carta, “un momento, por favor, su operación se está procesando”. Hm, hm. El saldo no le llegaba ni a doscientas. Le vi tragar saliva. Le vi doblar aquellas recetas médicas. Le oí dar golpecitos con la suela del zapato. Cogí un papel, un bolígrafo y escribí: “señor Díaz… ¿cuándo podrá devolver lo que le falta hasta las trescientas?”. Extrañeza, sorpresa, angustia, nervio, todo en uno. “La semana que viene”, afirmó con la voz entrecortada. Metido en mi cajita repartidora de dinero las cosas se ven de otra manera. Sí, le extendí el dinero. Entre tú y yo, lo puse de mi cuenta. Cuando lo vio salir por el cajetín, lanzó un suspiro. Fue una de las semanas más largas de mi vida. Pero el Señor Díaz, volvió, volvió y devolvió lo adelantado… Había trato humano. Por mucho que hoy a todos se les llene la boca y alardeen de que hablan “de persona a persona”, no es verdad, Luna. Antes, esto no era como ahora.

VI
¿Me preguntas si alguna vez lo he pasado mal? Sí. Pero, mal, mal, mal. Por como venía el tío ése, ya intuía yo que no traía buenas intenciones. Dio un mamporro seco a la placa y gritó: “O ME DAS LAS PASTA O TE ROMPO EL KIOSKO”. Para poner a salvo el dinero, cerré la caja fuerte, con combinación y todo. Después, me quedé quieto. Sin respirar. Y aquel la emprendió a golpes, a patadas. Hasta que se hizo daño. Luego sacó un mechero. Lo encendió. El barniz y la resina de la madera prendieron pronto. Al notar el calor, salí de mi agujero, hacia detrás, tosiendo. Se había formado una humareda. Me hubiera ahogado. El maleante se fue por piernas. A mí me temblaban las mías. Dejó el cajero inservible. Pero no se llevó un duro. Me dieron un premio por eso. Hoy, cuando lo pienso, me digo que no lo repetiría. Unos pocos billetes son unos pocos billetes. Y una vida rota no se paga con eso, por muchos que pongan, uno encima de otro.

VIII
Mmmm…  Antes no era como ahora. Cada vez hay que salir más lejos para poder encontrar flores en los márgenes del camino. Qué te pasa, Luna. Por qué vienes y me alborotas los cuatro pelos que me quedan encima de la cabeza. ¿Por qué pones esa carita de descreída? ¿Es que piensas que me invento lo que te cuento? ¿Qué era entonces lo que imaginabas cuando tu padre te dijo que el abuelo trabajaba en un cajero automático?