domingo, 21 de abril de 2013

El mensajero




I
Me gusta mi trabajo. En estos tiempos de desventura y zozobra que nos ha tocado vivir, esto es un privilegio al que llegan muy pocos afortunados. Me despierto con el alba. Abro el portalón de la vieja torre vigía que me cobija. El haz de luz del amanecer se cuela casi horizontalmente cegando mis ojos. Respiro hondo. Aire fresco, húmedo. Tendremos pues otro buen día. Paso revista a mi corcel, mi única compañía. Lo ensillo. Monto. Unos minutos a trote ligero. Ruidillos silvestres se cruzan a mi paso. Aunque las hostilidades parece que pasaron hace mucho, me mantengo ojo avizor, porque el peligro puede seguir acechando detrás de cualquier arbusto. Regreso a mi torre. Tiempo para recuperar fuerzas. Paso mis horas oteando un horizonte que mi memoria conoce centímetro a centímetro. La mañana es limpia y cristalina. Rezo. Medito. Tengo que estar preparado en cualquier momento. A lo lejos diviso un punto que se acerca, dejando una diminuta estela de polvo. Me incorporo de un salto. Y bajo las escaleras haciendo crujir los peldaños con mi peso. Salgo a su encuentro. Ya está aquí. Esta vez, Beltrán ha tardado diez días en aparecer.

II
La torre se levanta en el confín del territorio de mi señora Blanca de Llac. Las tierras del otro lado del río ya pertenecen a don Diego de Llaneza. Aquí transcurren mis días. Esperando. Esperando. Esperando. Siempre presto y dispuesto. En cualquier momento, cuando luce el sol o cuando brillan las estrellas en el firmamento, puede llegar un mensajero del de la Llaneza. Beltrán. Viene exhausto. Anuda las riendas de su caballo a la argolla encastrada en el muro. Me entrega un pergamino. Lo recojo. Él ha cumplido su misión en ese instante. Ahora empieza la mía. Oculto en mi ropaje porto un mensaje para mi señora. Y respondo con mi vida para que éste llegue sin demora a su destinataria.

III
El Llac se alza en zona segura, montañosa. Siguiendo la calzada real, se tardaría dos días en llegar. Yo conozco sendas por donde nadie más sabe discurrir. Escarpadas. Peligrosas. Cuando aún no han pasado doce horas desde que dejé la torre vigía atrás, en el castillo anuncian a mi señora Blanca la llegada de Pelayo, el mensajero.

IV
De retorno a mi torre, desando el camino de forma pausada y sosegada. Disfruto de los árboles. De la naturaleza. La contestación de las misivas que traigo, sin duda debe producirse. Pero serán otros los conductos. Alguna vez, he escuchado ruidos tras de mí y me he ocultado en la maleza. Al poco,  he visto pasar un jinete espoleando su caballo. Como una exhalación. Es cuando en voz bajita, le he dicho a mi caballo: “Tate, ahí, ahí viaja la respuesta de mi señora”.

V
Don Diego de Llaneza y Doña Blanca de Llac son imprevisibles. Lo mismo dejan pasar semanas y semanas sin cruzar una letra en un pergamino, que se entregan a una fiebre epistolar, arrimados a la lumbre de las chimeneas de sus  respectivos aposentos. En medio de la noche más fría, bajo una tormenta pertinaz, con el río anegando cuanto encuentra a su paso, POOOOM, POOOOM, Beltrán ha llamado a la puerta de mi torre solitaria. Antes de entregarme la carta empapada de su señor, le he dado ropa seca y se ha arrimado al fuego para entrar en calor. He calentado comida. Hemos hablado. Cada vez me cuenta más de él. De sus mellizos Mencía y  Tristán. De sus vocaciones y dotes musicales. Le escucho con atención. Con interés. Sí, con ternura, por sus hijos. Tanto que casi olvido para qué estamos ahí. Me levanto bruscamente. Recojo el correo. Abro. El agua entra a chorros oblicuamente en la estancia. Salgo. El cielo se rasga a cada relámpago, iluminando mi camino, mientras el caballo chapotea por una senda que ha desaparecido debajo de un charco infinito.

VI
El caballo, asustado, no quiere avanzar. Lo espoleo ¡Arre, arre! Recuerdo ahora el sueño que tuve hace dos noches. Correos que iban solos por el aire. Correos que tardaban segundos en llegar. Ja, ja. Cosas de brujería. Trago agua de lluvia. Miro al cielo enojado. Y yo aún no he llegado ni a la mitad de mi camino.

VII
La señora Blanca no se ha apiadado de mi estado lamentable cuando le he entregado el pergamino empapado y dañado por el agua. Ha descargado su malhumor y su ira en presencia y a la vista de todos los vasallos que velan por ella. Con la cabeza inclinada, y tras una reverencia me he retirado. Dolido. Ahora regreso hacia mi torre vigía. Ha cesado el temporal. Y las nubes abren un claro por el que se cuela la luz del sol. El aire que deja la lluvia es el que mejor respiraría. En otras circunstancias. Ahora sólo siento cansancio. Tristeza. Soledad. Y no estoy tan seguro de que me guste mi trabajo.

VIII
Lo conozco. De tiempo ha. Y sé cuándo alguna tristeza atenaza y abate su corazón. “Qué tienes, Beltrán. Qué te ocurre”. Como cada vez, anuda las riendas de su montura en la argolla. Niega la mayor. “Nada, nada”. Me entrega el pergamino de su señor Diego de Llaneza. Él ya ha cumplido. Y se deja caer sobre el banco de piedra que preparé a la sombra de la torre. Ahora tengo que partir para entregar la misiva. Antes insisto. “A mí no me engañas… algo serio te pasa y no me lo dices”. Entonces sí, entonces se derrumba, se fía a mí y me cuenta. Se trata de su pequeña Mencía… Cogió unas fiebres y está muy enferma. Queda rezar. Quedaba Sancho el galeno, cuya fama ha trascendido también en Llac. Pero Beltrán tuvo que venirse a traerme el pergamino… Aprieto mis puños y maldigo. Recojo a mi corcel. Fresco. Descansado. Y se lo entrego. “Vuelve, vuela a la Llaneza, Beltrán, toma a tu pequeña y llévala ante Sancho”. Durante unos segundos nos miramos a los ojos. Nos estrechamos los brazos. Monta. Y sale a galope tendido, de regreso a la Llaneza. Desde la torre vigía, lo sigo con la vista, por favor por favor, que llegue a tiempo, hasta que él desaparece por detrás de la línea del horizonte.

IX
He esperado unas horas a que el caballo de Beltrán se recupere. Venía casi reventado. El noble animal tampoco conoce este camino. Y recula con miedo a cada repecho. Acumulo retraso sobre retraso. Pero no me quito de la cabeza a la pequeña Mencía, que para mí está por encima de todo. Nunca me había preguntado hasta ahora el contenido de las misivas de las que soy portador. Hoy sí.  Detrás del sello lacrado de la casa de Llaneza qué habrá. Pactos. Alianzas. Intrigas. Soldados destinados a luchar por causas que no son las suyas. Toco el suave tacto del pergamino. Y por primera vez en todos los años que llevo en este cometido me pregunto eso: ¿Qué se dirán don Diego y doña Blanca en sus cartas secretas?

X
Mi señora ha montado en cólera. “Llegas tarde, Pelayo”. Mis excusas, “el caballo que me traía se accidentó”, no han valido de nada. “Estás entrenado para correr como los gamos cuando falla la cabalgadura…”. Por segunda vez, he recibido una reprimenda pública. Y me doy perfecta cuenta de que ésta va a ser la última.

XI
“Pelayo, agradecemos muy sinceramente los servicios prestados”. El secretario de la casa de Llac me tiende una bolsa con mi última soldada. Salgo del castillo con lo puesto. Sin rumbo. Sin oficio. Sin beneficio. Aturdido. Mi corcel enfila automáticamente hacia la vieja torre vigía. Cómo le explico. “Tate, que no, que a partir de ahora, ya no vamos a vivir tú y yo allí nunca más”. No, no me salen las palabras. Por eso le dejo, le dejo ir. Ya cambiaré mi rumbo un poco más adelante.

XII
Tenía ganas. De venir a la Llaneza. Hay mundo más allá del horizonte que grabaron mis ojos en la torre vigía. Ya lo creo. Está en el bullicio de este mercado. En los puestos de fruta. En las jaulas con los animales vivos. Escucho otra lengua. Me cruzo con otra gente. La tierra de Beltrán. Mirando el enorme campanario, me oriento. Me dirijo a la catedral. Como un peregrino más. Mi presencia impone a los mendigos que flanquean la puerta implorando limosna. Barba larga del recio soldado que fui. Suena, potente una música. Viene de los tubos del órgano. Celestial. La siento. Debe ser mi alma que se agita. Me acerco. Me acerco más. Y los reconozco. Sin duda. Son ellos. Sus mellizos. Los reconozco en los mismos rasgos de su padre. Concentrados en lo que interpretan. Junto mis manos. Me quedo en la sombra. Mirándolos, admirándolos. Y pensando que sí se puede. Se puede querer a alguien que no sabe siquiera que existes. 

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