domingo, 28 de abril de 2013

Decisiones y consecuencias



I
¡BLAAAAAM! Todas las fichas van por el aire de un manotazo. A la porra. Ya no quiero jugar más. “Recoge lo que has tirado, Arturito´´, me pide mi padre. “¡NO!”, le contesto enfadado. Viene entonces el segundo aviso: “RE-CÓ-GE-LO YA”. Entonces sí, mejor me agacho. Busco al caballo que ha ido a parar detrás de la pata de la silla. “¡…Yo, así, no quería seguir jugando!”, protesto. Me he confundido, me he despistado, he movido la reina para hacerle jaque, y resulta que tenía ahí su alfil escondido. Y él no me ha dejado rectificar. Y se ha zampado mi reina. Y encima, se ha reído de mí. Y ya se ha quedado con toda la ventaja. Y después me ha ido matando las otras piezas poquito a poco. “Pero, papá… ¿Por qué no me has dejado volver atrás con mi reina? ¡Te estaba ganando!”. Él se pone en pie. “Haberlo pensado, hijo. En la vida real, las decisiones tienen sus consecuencias, y luego nos toca ir hasta el final con ellas”. Se va. Se va y encima no me ayuda a guardar el ajedrez. Qué morro tiene el tío. Qué morro tiene mi padre.

II
El Señor Cosme es el jefe de mi padre en el almacén. “¿Éste es tu hijo Arturito? ¡Madre mía qué mayor y qué guapo se ha hecho!”. Me dedica una sonrisa y un pellizquito en la mejilla. Luego se gira hacia él y entre dientes, entiendo perfectamente que le está riñendo: “…pero ¿cómo se te ocurre traer al niño a tu trabajo? ¿es que te crees que esto es una guardería?”. Mi padre tartamudea para decir que hoy no tenía con quién dejarme. Pero que soy muy bueno. Que de la mesa no me moveré. El señor Cosme se va. Mi padre viene hacia mí. Con papeles y lápices. “Siéntate aquí, y por favor no te muevas… que yo tengo cosas que hacer”. Me quedo solito. Y ahora yo qué pinto. Uf, me aburro. Qué larga es la tarde cuando se hace larga.

III
Sólo he ido a buscarlo una vez para decirle que quería ir al baño. Y bueno, otra para preguntarle si nos íbamos ya.  Me grita bajito, que me vuelva por favor al sitio, que enseguida nos salimos para casa. Pero lo veo todo el rato clavando la cara a una pantalla de ordenador. Cabreado. Teclea una y otra vez. Y nada. Maldice. Yo me acerco. “Qué quieres ahora, Arturito, qué quieres”. “Es que tengo sed, papá”. Arrastra la silla. Se pone en pie. Va a buscar un vaso de plástico. Mientras, me acerco a su ordenador. “Contraseña incorrecta. Vuelva a introducir la contraseña o contacte con su administrador”. Mmmm… Esto parece fácil. Con mis deditos tecleo cuatro números y cuatro letras. Y le doy a entrar. Al instante, el ordenador se pone a pensar y abre sus pantallas. Mi padre viene con el agua. Y se da cuenta. “¿Eh? ¿Cómo, cómo lo has hecho?”.  Se frota los ojos. Pues la verdad, no lo sé. Pero ya estás dentro, ¿no? Vuelvo hacia mi sitio, donde ya no me queda papel que rayar. Y oigo a mi padre exclamar: “¡…el enano éste de las narices!”.

IV
Desde aquella tarde en el almacén donde trabaja mi padre lo sé. Yo veo las claves y contraseñas de los aparatos. Para mí, es la mar de fácil. Pines y puks. Weps de Wifis. Da lo mismo. No sé cómo, pero lo hago. Acabo de cerrar el tebeo del Mago Merlin. Voy solo, desde el cole, camino de casa. Me gusta la espada mágica clavada en el yunque. Esa espada que hará rey a quien primero consiga sacarla. Las colas de los nobles convencidos de sus posibilidades. Los estirones inútiles de los inútiles forzudos. Ah, cómo me gusta que llegue después Arturito y con una mano, zas, saque la espada limpiamente. Ahora estoy a la altura del Ayuntamiento de Mediavilla. Y por lo que he oído, creo que se están dando tortas porque no se ponen de acuerdo en quién tiene que ser el nuevo alcalde. Podrían poner un ordenador en la puerta. Con una clave de diez dígitos. Aquel que la acertara, sería aceptado como nuevo alcalde. Buffff… dejaría primero que sesudos informáticos se la pegaran y se dieran por vencidos… y luego, vendría yo, Arturito, y teclearía “**********”. Ja, ja, ja. Arturito, sí, nuevo excelentísimo señor alcalde. Bufff, sí, yo quiero que eso suceda.

V
Mi madre se ha extrañado al ver llegar a mi padre tan temprano. “¿Pasa algo?”, he preguntado mientras hablaban entre ellos. Como siempre, la respuesta ha sido: “No, no pasa nada, Arturito, no te preocupes, anda, vete a hacer los deberes”. Pero luego lo he escuchado perfectamente. El señor Cosme cierra el almacén. Mi padre tiene los ojos rojos. Mi madre le dice que no se preocupe. Que salimos adelante. “¡Voy a un recado!”, he dicho. He salido hacia la calle. Directo. A la puerta del banco. Al cajero. A la primera, daré una clave secreta y me dará dinero. El que nos haga falta. Cuando nos haga falta. El corazón me va deprisa. Me vienen ahora a la cabeza las palabras de mi padre… “las decisiones tienen sus consecuencias”. Y freno en seco. Permanezco mirando la reja del banco un tiempo. A la gente que entra y sale. Decisiones y consecuencias. Mmmm. No sé. O sí que sé. En fin, ya veré qué hago. 

domingo, 21 de abril de 2013

El mensajero




I
Me gusta mi trabajo. En estos tiempos de desventura y zozobra que nos ha tocado vivir, esto es un privilegio al que llegan muy pocos afortunados. Me despierto con el alba. Abro el portalón de la vieja torre vigía que me cobija. El haz de luz del amanecer se cuela casi horizontalmente cegando mis ojos. Respiro hondo. Aire fresco, húmedo. Tendremos pues otro buen día. Paso revista a mi corcel, mi única compañía. Lo ensillo. Monto. Unos minutos a trote ligero. Ruidillos silvestres se cruzan a mi paso. Aunque las hostilidades parece que pasaron hace mucho, me mantengo ojo avizor, porque el peligro puede seguir acechando detrás de cualquier arbusto. Regreso a mi torre. Tiempo para recuperar fuerzas. Paso mis horas oteando un horizonte que mi memoria conoce centímetro a centímetro. La mañana es limpia y cristalina. Rezo. Medito. Tengo que estar preparado en cualquier momento. A lo lejos diviso un punto que se acerca, dejando una diminuta estela de polvo. Me incorporo de un salto. Y bajo las escaleras haciendo crujir los peldaños con mi peso. Salgo a su encuentro. Ya está aquí. Esta vez, Beltrán ha tardado diez días en aparecer.

II
La torre se levanta en el confín del territorio de mi señora Blanca de Llac. Las tierras del otro lado del río ya pertenecen a don Diego de Llaneza. Aquí transcurren mis días. Esperando. Esperando. Esperando. Siempre presto y dispuesto. En cualquier momento, cuando luce el sol o cuando brillan las estrellas en el firmamento, puede llegar un mensajero del de la Llaneza. Beltrán. Viene exhausto. Anuda las riendas de su caballo a la argolla encastrada en el muro. Me entrega un pergamino. Lo recojo. Él ha cumplido su misión en ese instante. Ahora empieza la mía. Oculto en mi ropaje porto un mensaje para mi señora. Y respondo con mi vida para que éste llegue sin demora a su destinataria.

III
El Llac se alza en zona segura, montañosa. Siguiendo la calzada real, se tardaría dos días en llegar. Yo conozco sendas por donde nadie más sabe discurrir. Escarpadas. Peligrosas. Cuando aún no han pasado doce horas desde que dejé la torre vigía atrás, en el castillo anuncian a mi señora Blanca la llegada de Pelayo, el mensajero.

IV
De retorno a mi torre, desando el camino de forma pausada y sosegada. Disfruto de los árboles. De la naturaleza. La contestación de las misivas que traigo, sin duda debe producirse. Pero serán otros los conductos. Alguna vez, he escuchado ruidos tras de mí y me he ocultado en la maleza. Al poco,  he visto pasar un jinete espoleando su caballo. Como una exhalación. Es cuando en voz bajita, le he dicho a mi caballo: “Tate, ahí, ahí viaja la respuesta de mi señora”.

V
Don Diego de Llaneza y Doña Blanca de Llac son imprevisibles. Lo mismo dejan pasar semanas y semanas sin cruzar una letra en un pergamino, que se entregan a una fiebre epistolar, arrimados a la lumbre de las chimeneas de sus  respectivos aposentos. En medio de la noche más fría, bajo una tormenta pertinaz, con el río anegando cuanto encuentra a su paso, POOOOM, POOOOM, Beltrán ha llamado a la puerta de mi torre solitaria. Antes de entregarme la carta empapada de su señor, le he dado ropa seca y se ha arrimado al fuego para entrar en calor. He calentado comida. Hemos hablado. Cada vez me cuenta más de él. De sus mellizos Mencía y  Tristán. De sus vocaciones y dotes musicales. Le escucho con atención. Con interés. Sí, con ternura, por sus hijos. Tanto que casi olvido para qué estamos ahí. Me levanto bruscamente. Recojo el correo. Abro. El agua entra a chorros oblicuamente en la estancia. Salgo. El cielo se rasga a cada relámpago, iluminando mi camino, mientras el caballo chapotea por una senda que ha desaparecido debajo de un charco infinito.

VI
El caballo, asustado, no quiere avanzar. Lo espoleo ¡Arre, arre! Recuerdo ahora el sueño que tuve hace dos noches. Correos que iban solos por el aire. Correos que tardaban segundos en llegar. Ja, ja. Cosas de brujería. Trago agua de lluvia. Miro al cielo enojado. Y yo aún no he llegado ni a la mitad de mi camino.

VII
La señora Blanca no se ha apiadado de mi estado lamentable cuando le he entregado el pergamino empapado y dañado por el agua. Ha descargado su malhumor y su ira en presencia y a la vista de todos los vasallos que velan por ella. Con la cabeza inclinada, y tras una reverencia me he retirado. Dolido. Ahora regreso hacia mi torre vigía. Ha cesado el temporal. Y las nubes abren un claro por el que se cuela la luz del sol. El aire que deja la lluvia es el que mejor respiraría. En otras circunstancias. Ahora sólo siento cansancio. Tristeza. Soledad. Y no estoy tan seguro de que me guste mi trabajo.

VIII
Lo conozco. De tiempo ha. Y sé cuándo alguna tristeza atenaza y abate su corazón. “Qué tienes, Beltrán. Qué te ocurre”. Como cada vez, anuda las riendas de su montura en la argolla. Niega la mayor. “Nada, nada”. Me entrega el pergamino de su señor Diego de Llaneza. Él ya ha cumplido. Y se deja caer sobre el banco de piedra que preparé a la sombra de la torre. Ahora tengo que partir para entregar la misiva. Antes insisto. “A mí no me engañas… algo serio te pasa y no me lo dices”. Entonces sí, entonces se derrumba, se fía a mí y me cuenta. Se trata de su pequeña Mencía… Cogió unas fiebres y está muy enferma. Queda rezar. Quedaba Sancho el galeno, cuya fama ha trascendido también en Llac. Pero Beltrán tuvo que venirse a traerme el pergamino… Aprieto mis puños y maldigo. Recojo a mi corcel. Fresco. Descansado. Y se lo entrego. “Vuelve, vuela a la Llaneza, Beltrán, toma a tu pequeña y llévala ante Sancho”. Durante unos segundos nos miramos a los ojos. Nos estrechamos los brazos. Monta. Y sale a galope tendido, de regreso a la Llaneza. Desde la torre vigía, lo sigo con la vista, por favor por favor, que llegue a tiempo, hasta que él desaparece por detrás de la línea del horizonte.

IX
He esperado unas horas a que el caballo de Beltrán se recupere. Venía casi reventado. El noble animal tampoco conoce este camino. Y recula con miedo a cada repecho. Acumulo retraso sobre retraso. Pero no me quito de la cabeza a la pequeña Mencía, que para mí está por encima de todo. Nunca me había preguntado hasta ahora el contenido de las misivas de las que soy portador. Hoy sí.  Detrás del sello lacrado de la casa de Llaneza qué habrá. Pactos. Alianzas. Intrigas. Soldados destinados a luchar por causas que no son las suyas. Toco el suave tacto del pergamino. Y por primera vez en todos los años que llevo en este cometido me pregunto eso: ¿Qué se dirán don Diego y doña Blanca en sus cartas secretas?

X
Mi señora ha montado en cólera. “Llegas tarde, Pelayo”. Mis excusas, “el caballo que me traía se accidentó”, no han valido de nada. “Estás entrenado para correr como los gamos cuando falla la cabalgadura…”. Por segunda vez, he recibido una reprimenda pública. Y me doy perfecta cuenta de que ésta va a ser la última.

XI
“Pelayo, agradecemos muy sinceramente los servicios prestados”. El secretario de la casa de Llac me tiende una bolsa con mi última soldada. Salgo del castillo con lo puesto. Sin rumbo. Sin oficio. Sin beneficio. Aturdido. Mi corcel enfila automáticamente hacia la vieja torre vigía. Cómo le explico. “Tate, que no, que a partir de ahora, ya no vamos a vivir tú y yo allí nunca más”. No, no me salen las palabras. Por eso le dejo, le dejo ir. Ya cambiaré mi rumbo un poco más adelante.

XII
Tenía ganas. De venir a la Llaneza. Hay mundo más allá del horizonte que grabaron mis ojos en la torre vigía. Ya lo creo. Está en el bullicio de este mercado. En los puestos de fruta. En las jaulas con los animales vivos. Escucho otra lengua. Me cruzo con otra gente. La tierra de Beltrán. Mirando el enorme campanario, me oriento. Me dirijo a la catedral. Como un peregrino más. Mi presencia impone a los mendigos que flanquean la puerta implorando limosna. Barba larga del recio soldado que fui. Suena, potente una música. Viene de los tubos del órgano. Celestial. La siento. Debe ser mi alma que se agita. Me acerco. Me acerco más. Y los reconozco. Sin duda. Son ellos. Sus mellizos. Los reconozco en los mismos rasgos de su padre. Concentrados en lo que interpretan. Junto mis manos. Me quedo en la sombra. Mirándolos, admirándolos. Y pensando que sí se puede. Se puede querer a alguien que no sabe siquiera que existes. 

domingo, 14 de abril de 2013

El Club de las Coincidencias


El público que abarrota el plató aplaude con desgana. No se acaba de creer lo que ha visto y oído. Desde detrás de la cámara, dos regidores, levantan los brazos enérgicamente, “¡Vamos, vamos! ¡Ovación, ovación!”, tratando de contagiar entusiasmo. El presentador Artera impone su vozarrón por encima de las fanfarrias como si fuera un tombolero de feria. Repite la cantidad: “¡ENHORABUENA! ¡DOSCIENTOS MIL EUROS! ¡HABÉIS GANADO DOSCIENTOS MIL EUROS!”.  A un lado y al otro tiene a esa pareja que el azar levantó de sus butacas. Él muy del norte, Joseba. Ella, muy del sur, Macarena. Un ligero temblor los recorre, sí. Pero están muy templados para lo que acaban de conseguir. Joseba acaba de deshacer una mudanza y ha dispuesto todo un salón comedor.  Macarena lo hizo media hora antes. Milimétricamente igual. Hasta la vieja mecedora ha quedado de forma oblicua. Han ganado en el programa. EL CLUB DE LAS COINCIDENCIAS. Alguien entrajetado aparece para entregarles un tablero que mide más de un metro de largo en el que han pintado un cheque con el logo del Club y de los patrocinadores. De abajo a arriba, suben los títulos de crédito en la pantalla trasera. Sudor en la frente estupefacta de Artera, “¡hemos vivido unos momentos memorables… nos encontramos en el próximo programa, amigos!”. Sube la sintonía, se difumina el plano. Entra la publicidad. En muchas casas, mientras se busca el mando para cambiar de canal, se escuchan comentarios despectivos: “Bah,  eso tiene que estar amañado, seguro”.

II 
Antes de empezar el concurso, han firmado una declaración delante de un notario, jurando que no se conocen de nada. Joseba y Macarena han nacido, y viven, a cientos de kilómetros. Después, siguiendo el riguroso protocolo del programa han pasado por un escáner de última generación, no sea que les encuentren algún chip insertado que les pudiera permitir cualquier transmisión de información de forma encriptada. Cumplidos pues, todos los trámites, se han visto de nuevo frente a frente con el popularísimo Artera, que les ha deseado toda la suerte del mundo y se ha desgañitado al grito de: “¡Comenzamoooooos!”. En ese momento, él ha sentido un fuerte hormigueo en los pies. Y ella también.

III 
Las pruebas avanzan. A estas alturas, deberían estar ya más que eliminados. Deberían haber recibido unas palmaditas en la espalda, haber soltado unas risas; y tras un “ooohhhh, qué mala suerte”, ya tendrían que estar jugando los siguientes de los siguientes. Pero no. Han ido superando una tras otra, ante el estupor de la organización, diecinueve pruebas. Lo mejor es no pensar en nada. Joseba aguarda su turno en una cabina insonorizada. Lo único que escucha es su propia respiración, y si agudiza el oído, hasta sus pulsaciones. En una bandeja, una botella de agua mineral y unos saladitos. Prefiere no comer ni beber. Se le haría un nudo en el estómago. Cuando parece que el tiempo se ha detenido, escucha el chirrido de unas bisagras. Como si estuviera abriendo una celda de castigo, la adjunta a dirección, reabre el portón, y sin tratar de disimular una amabilidad que no le nace, le avisa: “…ahora sí que sí: se acabó lo que se daba”.

IV 
Hacienda se llevó más que un pellizco. Pero con el resto, Macarena ha tenido para tapar agujeros y socavones. No todos. Aún le queda hipoteca. Cuando recorre las encaladas y luminosas calles de Surdelsur,  los vecinos la reconocen, “eh, eh, es la del concurso”. Del programa aquel, EL CLUB DE LAS COINCIDENCIAS, no se ha vuelto a saber. Lo retiraron de la programación al poco de ganar ellos, hace cuatro años. Por poca audiencia sería. De tanto en tanto, al girar una esquina, al salir del supermercado, los ve. Dos armarios de dos puertas cada uno, con una reportera al hombro y sandalias con calcetines. Se cruza con ellos. Se los topa de cara. No lo dicen. No lo llevan escrito. Sin embargo, Macarena está segura de que son detectives que contrató la productora. Ellos, los del programa, no se terminaron de creer que Joseba y ella nunca antes se habían visto. Ufffff. Joseba. Joseba. Se le nubla la vista al humedecerse los ojos. Lo llamaría. Lo llamaría cien veces. Y le diría que lo echa de menos. Al punto se frena. Ésa es la excusa que estos dos sabuesos están buscando para tirarse encima como fieras y, señalándoles con el dedo, acusarles: “¿Veis? ¿Lo veis? ¡Estos farsantes estaban conchabados!”.

Pesan las piernas. Pesan los años. Ya van más de quince desde que Joseba y Macarena ganaran aquel CLUB DE LAS COINCIDENCIAS. Ahora él guarda desde hace dos horas su turno en una larguísima cola para apuntarse en una bolsa de trabajo que han abierto analógicamente en Mardebé. Pasa completamente desapercibido. Nadie, desde hace mucho, repara en él. Esa fama que tuvo es efímera. Está inquieto. Como si presintiera algo. Avanza la desordenada fila a paso de hormiguita. Entonces, un grupo más abajo, la ve. A Macarena. Uf. Está igual, maravillosamente igual. Joseba entiende ahora a su corazón acelerado. Ella mira hacia donde él está. Hace como que no lo ve. Se miran. Se ven. Joseba va hacia ella. Cara a cara. Frente a frente. Ojos con ojos. No saben qué decirse. “Qué coincidencia”, subraya ella. Los que les rodean y escuchan no saben interpretar esta escena. Silencio largo. Con la voz temblorosa Joseba le pregunta: “Macarena… ¿me puedes decir qué soñaste el Miércoles?”. A ella le da una risa floja. “Mmmm… No me acuerdo… ¿por qué lo dices?”. Él entonces traga saliva. “Por nada”, responde decepcionado. Se acerca. Se besan en la mejilla. “Me alegro mucho de haberte visto”. Sin volver la mirada, regresa a su sitio en la cola. Al minuto, Macarena mueve los labios: “había una tarta de chocolate”. Joseba, mirando al suelo, tratando de contener una lágrima rebelde, se lamenta: “maldita sea; estaba convencido de que compartíamos pensamientos y resulta que todo era una pura coincidencia… Maldita sea, maldita sea, maldita tarta de chocolate”. 

domingo, 7 de abril de 2013

Cuento de la mamá fea



I
Los ojos del niño lagrimean. Esa tos, esa tos empieza pero no acaba. Y esos mocos le taponan la nariz, dejándole una voz que no es la suya. “Josete, hoy no vas al cole. Estás malito. Te quedas con la abuela”. Al pronto, pone cara de mucho susto. Noooooo. Cualquier otro día vale, pero hoy nooooo. “Por favor, por favor, por favor del bueno, mami. Yo quiero ir, yo quiero”. La madre mira el reloj. Se le hace tarde. “Pero… ¿Cómo vas a salir con el castañazo que tienes?”. “No, no, si yo estoy bien. Ya no toso ni nada. Erggg, ergggg”. Suplica él. Suspira ella. “Hacemos un trato. Si tienes fiebre te quedas. Innegociable”. “Vale”, acepta él. En el estante, busca ella el termómetro digital. Lo enciende. Le levanta el bracito. “No te muevas”. Hay que esperar. Josete tiene las mejillas enrojecidas, sí. Como quien no quiere la cosa, separa la punta de termómetro de su sobaquito. Y mira hacia arriba, hacia la lámpara. Disimulo innato. Espera. Pi-pi-pi-pí. “Ya ha pitado, mamá”. Ella lo saca, pasando la mano fría por el cuello de la camisa. Lo mira. A ver, a ver. Treinta y seis con ocho. Él suelta un “¡Biennn!” gangoso. Ella accede un poco mosqueada. Pero antes, y por si acaso, le endosa un lingotazo de jarabe del malo. Ya en la calle, a Josete, le dan tiritones. Está pocho de veras. Lo que pasa es que hoy, precisamente hoy, no quiere faltar por nada del mundo. Es primer Viernes de mes. A la señorita Concha le toca contar su cuento. Y nadie cuenta las historias como la señorita Concha.

II 
El mes pasado, la señorita había relatado “El reconstructor de puzles”. Versaba sobre las peripecias de un niño que desde muy chiquitín había empezado recomponiendo dibujos con piezas grandes y sencillitas. Luego, poco a poco, más complicadas. Y al crecer, había seguido aplicando la misma técnica en el mundo de los mayores, un mundo que de sobra sabemos está enmarañado del todo. A base de observación y paciencia, seguía encajando cada pieza real en su sitio sin que le faltara ni sobrase nada. Uaaaauhhh. “¿Mamá, mamá? ¿Dónde guardábamos nosotros los rompecabezas?”. Impactado, durante las siguientes semanas, Josete se ha enfrentado a mosaicos de dificultad creciente, en el parquet de su habitación, que como siempre, está hecha una leonera.

III 
Josete tose de tres en tres. Se suena los mocos. Cuando la señorita Concha cuenta sus historias no se sienta en la mesa del profesor. Prefiere ocupar una sillita, al lado de ellos. Mientras habla, les mira, atenta a sus reacciones. A sus gestos. Hace de narradora. La historia de hoy empieza con un niño que está triste. No se habla con ninguno de sus compañeros. Desde hace un tiempo, en realidad, no habla con nadie. Su madre, entonces se da cuenta y le pregunta: “¿Se puede saber qué te pasa, Carlitos?”. La señorita Concha pone vocecillas a los protagonistas. El niño no lo quiere contar. “Nada, mamá. Mejor no me preguntes, porque pasarme no me pasa nada”. Transcurren los días. Las notas del estudiante, que hasta entonces habían sido muy buenas, ahora son flojas, muy malas. La madre, que ya está preocupada enormemente, da un golpe sobre la mesa. La seño Concha también. Los niños, que escuchaban atentos, se sobresaltan. No esperaban el golpetazo. Carlitos entonces, entre sollozos, termina contándole: “…es que mis compañeros…”. Josete tose otras tres veces, interrumpiendo a la señorita Concha en un momento crucial: “…mis compañeros se burlan de mí porque dicen que tengo una madre muy fea”.

IV
A los de la clase, que les den morcilla a todos, sin que se escape ninguno. Josete ha salido en dirección opuesta. Sigue sin hablarles. Erg, erg. Mañana Sábado sí que se queda con la abuela seguro. Va dando pataditas a una lata de refresco. Pasa junto a la casa derruida, la que sólo tiene fachada y está hueca por dentro. Se queda mirando. Ahí, ahí le cuentan que vivió cuando era pequeñito. Vagamente lo recuerda. Apenas nada. Como si  hubiera soñado. En una estufa de gas que él arrima a la cortina. En un humo muy denso. “Por salvarte del fuego, me quemé la cara, Carlitos”. A la seño Concha le dirá, cuando ya esté bueno del catarro, que el cuento de este mes no le ha gustado nada. Da un soberbio puntapié al bote. Avanza por la banda el ariete Josete. Se gira. Contempla aquella fachada ennegrecida de nuevo. Y se pregunta en voz alta: “¿Eso… eso habrá pasado de verdad?”.