domingo, 29 de diciembre de 2013

No pasan los años para el Presidente

 
I
La prejubilación era esto. Un decir a los chicos de la mudanza: “dejad ese baúl ahí, que ya me encargo yo”. Un pasar más de dos semanas, y seguir el arcón de mis libros todavía en el mismo sitio porque no tengo ganas de moverlo. Un sentarme para escribir todo lo mucho que me queda pendiente, sin ser capaz de terminar una frase siquiera. Un acordarme de mis antiguos alumnos sólo para exclamar: “que les den”. Un… “sí, ya voy, ya voy, Luna, qué impaciente eres, deja ya de frotar tu hocico en mi pantalón…”. Un no saber si yo soy quien te saca a pasear a ti o eres tú la que me saca a mí para que me dé el aire. La prejubilación era esto.  
II
Un momento, que voy a entrar en el horno. Voy a recoger el pan. Luna, chissssss, no sé cómo lo haces. Conmigo, siempre atenta y dócil. Pero con todos los demás eres huraña, arisca y antipática. Mmmm. Tienes que hacértelo mirar. Cualquier día me pones en un compromiso. No te muevas. Entro y salgo enseguida (…) ¿Ves? Ya está, ya estoy aquí... Azucena sigue como en los viejos tiempos. Se ha empeñado en que me lleve este panetone gigante. Qué miras, golosona. No sé si te voy a dar un trozo. Hale, vámonos a casa. ¿Sabes qué más me ha dicho? Pues que yo le he asustado al verme entrar. Que así, al reluz, le ha dado un pronto. Que le he parecido el mismísimo presidente Casillo. Ja, ja. Eso es lo que me faltaba. Con la prejubilación se me está poniendo una cara de presidente que en cuanto llegue a mi despacho me voy a poner a firmar decretos a punta pala hasta que se me acabe la tinta del boli.  
III
Ehhhh, Luna, bonita, ven, ven. Quieta, tranquila, no gruñas. Ya, ya, ya me he dado cuenta de ese coche negro. Como para no verlo, aquí, encima del monte, en el camino. Al copiloto le he visto una cámara con un pedazo de zoom, que si apunta hacia mí, me tiene que estar viendo hasta las arrugas. Las de la camisa, no las mías. Así, guapa, así, quieta, espera que te ponga la correa. ¿Sabes? Me viene a la cabeza esa canción de la Platería que decía… “no tié marcas pero toos saben que es policía”…
IV
Resoplo. Cierro la puerta de la casa. Abro la tuya. Se van. Los polis. Los sigues con la mirada y las orejas tiesas. Ya has oído, Luna. No, no es ninguna broma. “Es una cuestión nacional”, han dicho. Vaya tela. Por mi enorme parecido, ¿te acuerdas que ya me lo dijo Azucena?, por mis conocimientos, tengo que hacer de presidente durante unas semanas. No te voy a decir lo que me ha pasado por la cabeza. Esto es real, aquí, en este país y en este siglo. “…suponiendo que acepte… para qué me queréis… ¿para que me den a mí los palos?... ¿y dónde estará el auténtico presidente mientras tanto?”. Estos de la secreta preguntan pero no admiten preguntas. Se han marchado con un: “aquí no hemos estado” y con un “piénsatelo, ya vendremos a ver qué has decidido”. No paro de mirarme al espejo. Al final, me lo voy a creer. ¿De verdad, Luna, soy tan clavadito a él como dicen?
V
Sabía que volverían. Pero no así. En lo más abrupto de la noche, han irrumpido media docena de energúmenos. Sin tiempo a nada. Entre dos, me han llevado a rastras hacia fuera. Les has ladrado. Y con un buen par de ovarios, te les tirabas encima. “¡A Luna no le toquéis ni un pelo! ¿Me oís? ¡Ni un pelo!”.  Me han dejado acariciarte el lomo, el cuello. “Eh, eh, no pasa nada, Luna llena, Luna bonita, me tengo que ir unos días, pero ya avisé a Azucena que cuidara de ti… estarás bien… te dará panetone…”. Luego me he puesto en pie. He cruzado la mirada con tus ojos tristes. Uffff, Luna, yo sí que no sabía que la prejubilación era esto.
VI
Pedazo de Servicio de Maquillaje que tienen en el Palacio Nacional. No me queda ni medio pelo en la cocorota al azar. Ahora acaba de entrar un señor, que me ha pedido que abra la boca… ¿para qué? “Abra la boca, señor presidente”. AHHHHHHHH. ¿Digo treinta y tres? Lo siguiente ha sido un pastillazo sin previo aviso. He tragado, glup. Y al segundo mi voz no era mi voz. Mi voz era como la del Presidente Casillo. Igual, igual que en el cuento de los cabritillos y el lobo. Éste se daba un atracón de huevos, y la voz se le aflautaba. Hola, hola, hola, probando, probando mi nueva vocecilla de pito. Les habla el presidente Casillo.
VII
Despliego el periódico que han traído a lo que, supongo, es mi despacho oficial. Reza el titular: “No pasan los años para el presidente Casillo”. Y ahí estoy, en la foto a toda página con un traje gris marengo que me viene como un guante. Menuda percha tengo. Bueno, ya he cumplido con la cuestión nacional. Ahora sólo espero que venga el tipo de la secreta, y que con el cochazo negro de impresión, me devuelva a mi casa, con mi queridísima Luna, y aquí paz y después gloria. Ahí viene, ahí lo veo. Sonríe. Eso es que lo hice bien. Me da unos folios. Esto qué es. “Su discurso, señor presidente”. ¿Mi quéeeee? “Su discurso”. Sí, lo había entendido bien. Y empiezo a entender también lo que esta gente sin rostro espera de mí.
VIII
Una “coma” fuera del sitio. Sólo era una simple “coma”. Yo la he pronunciado cuando tocaba, no cuando estaba escrita. A la salida, el hombrecillo de la secreta se me ha acercado y me ha advertido: “…que sea la última vez que se salta una coma”. A mí se me ha helado la sangre. Me he pellizcado por si es el panetone de Azucena que, comido de golpe, tiene una digestión un poco pesada. Por si me despierto en el salón donde tengo el baúl en medio. Pero cuando he abierto los ojos, me he visto de nuevo en este “sencillo” despacho estilo Imperio, donde si me siento bien en el sillón, los pies no me llegan al suelo.
IX
“No sabía que usted hablaba tan bien el arameo, señor presidente”. “¡….!”. Ahí es cuando me he mordido la lengua. Casi meto la pata con el embajador que me presentaba sus credenciales. Treinta años dando clases de arameo a alumnos que no querían aprenderlo, como para no sabérmelo….
X
Me abruma la realidad de este país. Mi país.
XI
Fíjate si estoy mal, mal, requetemal, que he llegado casi a creerme que soy el verdadero presidente Casillo. “Tengo ideas, buenas ideas”, me he dicho frente al espejo. Debo de tener fiebre. Mi diagnóstico es pues, grave.
XII
Desde mi gabinete de crisis, hoy he hecho llamar urgentemente al de la “secreta”. Llevo un mes aquí. Estoy como un secuestrado en una jaula de oro. No hay respuestas a mi pregunta: “¿Y dónde c… está el presidente de verdad?”. “Qué bromas tiene, señor presidente”, me contestan. Esto es como para volverme loco. Al de la “secreta”, que no se reiría ni aunque le hiciera cosquillas, en cuanto lo he visto aparecer, le he preguntado: “Oye, ¿no hay un pantano, un polideportivo, una casa de la cultura que inaugurar en Gorroperdido?”. Me mira raro. Apostillo: “¡Es que quiero hacer una visita a mi pueblo! ¿Lo entiendes? ”. Sin un pestañeo, sin una mueca, se retira. Me desespero. A los diez minutos, vuelve. “Un alumbrado de bajo consumo”, me informa. ¿Hay farolas nuevas en Gorroperdido? “¡Por favor, por favor… me las pido!”. Espero a la reacción del hombre sin gestos. Al cabo de unos segundos reacciona: “…buscaremos un hueco en la agenda”. ¡Bien, bravo, yupiiii, vuelvo, aunque sean unos minutillos, a mi casa por Navidad!
XIII
Todo está a punto. Incluyendo al interruptor que yo accionaré y que dará la luz nueva a las calles del barrio bajo de Gorroperdido. Los curiosos… (conste… hay muchos que no son de aquí… a mí no me la pegan) que abarrotan las calles agitando unas banderitas. Al fondo, he distinguido, a Azucena, que sostiene en brazos a mi Luna… Son ellos. Los ojos se me han empañado. Se me parte el alma. Mierda. Me han hecho prometer que ninguna palabra, ningún gesto, ninguna mirada mía me delatará delante de mis paisanos. Los de la “secreta” estarán muy atentos hasta con mis pulsaciones. La megafonía está lista. Me acerco al micro. Se hace el silencio. Voy a empezar con un: “Queridísimos gorroperdidenses…”, cuando escucho desde el fondo: “¡LIBORIOOOOOOO!”. Instintivamente levanto la cabeza. Ése es mi nombre y hacía la tira que no lo escuchaba. Luna, tú me ladras, guau, guau, tú sí me reconoces y me llamas, guau, guau. Los de seguridad corren hacia allí y se os llevan. Se ha hecho el silencio de nuevo, pero la voz, esa vocecilla de pito, ya no me sale.
XIV
No pego ojo. No duermo. Tengo que salir a la palestra y decir la verdad. Caiga quien caiga. Aunque se líe parda. Con todas las consecuencias. Ahora son las tres de la madrugada. Mañana, en cuanto amanezca, empezaré por el principio…
XV
Uffff… Otra vez. Han entrado sin llamar. ¿Eh…? ¡Pero no son ni las cinco de la mañana! Me han puesto un esparadrapo en la boca y me han cubierto la cabeza. ¿Dónde me lleváis? Uffff… Me arrastran como a un pelele. Hacia el frío, hacia fuera…
XVI
En lo único que pienso es en: “Luna, tú pórtate bien… Azucena te cuidará mucho, mejor que yo mismo, quiérela como a mí”. Luego, aquí, metido en el maletero de este cochazo negro, donde llevo un buen rato dando tumbos, descubro que, aunque me importa poco lo que me pase y lo que me hagan, todavía sé, aún me acuerdo de rezar.
XVII
El de la “secreta” se despide de mí: “…lástima que tu colaboración haya sido tan breve”. Luego me indica que pase por una puerta, que tiene toda la pinta de ser una celda. No tengo otra. Entro. Tras de mí, uno, dos, tres, cerrojos. En el interior, cinco personas vienen a mi encuentro. “Ya tenemos aquí otro ex-presidente”, suspira una de ellas. Me dan la bienvenida. Cuando la vista se me acostumbra, reconozco en todos un parecido razonable conmigo mismo. Alguno más desgastado que otro. Mi voz vuelve a ser la mía. Ahora entiendo por qué no pasan los años para el presidente. Cruzamos miradas tristes. “Ánimo, aquí dentro no se está tan mal”. Reacciono, me rehago y suspiro: “C…, la prejubilación era esto”.

domingo, 22 de diciembre de 2013

A mí no me invitaron

 
I
Tiene que ser un error. Se habrá despistado y no me lo habrá dicho por eso. No puedo mosquearme. Todavía no. Por mucho que todos los compañeros, todos,  estén hablando ya de la fiesta de Del Olmo, que va a ser el fiestón del siglo, de la colecta para comprarle un regalo especial, del pedazo de jardín con piscina que tiene en su señorial casa, de… ¡Es que no me cabe en la cabeza otra cosa! Él sí que vino a mi fiesta cuando cumplí trece. Y aunque sólo fuera por corresponder, por el principio de reciprocidad, tenía que haberme… Llevo una hora con el libro abierto y no he pasado ni una sola página. No me concentro. No me lo quito de la cabeza. Tiene que ser un error. Se habrá despistado.
II
Aprieto puños. Respiro hondo. Cuando acaba la clase, me dirijo hacia él. Toc, toc. Le doy un toque en la espalda. Se gira. Me saca dos palmos. Altivo. Me pregunta: “Qué, qué quieres, Barraquer”. Carraspeo. No me sale bien la voz. Pero me tengo que atrever. “Mmmm… Del Olmo… Es que… verás… seguramente no te has acordado de invitarme a tu fiesta y yo…”. Del Olmo me corta: “No, no es que me haya olvidado. Es que directamente no estás invitado”. Si me sacuden en ese momento no me entero. “…pero… ¿pppor qué?”. Él me suelta de golpe: “¿Quieres que te lo diga? ¿Quieres?”. Yo afirmo subiendo y bajando la cabeza.  “Pues porque eres un capullo, caes mal a todo el mundo, porque a ti no te quiere nadie y porque no te aguanta ni tu madre, por eso”. Me quedo mudo. Ufff. Mientras se va, me da la puntilla: “…y a mi fiesta viene quien a mí me da la gana”. Me falta el aire. No soy capaz de tragar saliva. Y me entran ganas de hacer pis. Todo a la vez. Me sofoco. Pero por lo menos ahora ya sé seguro que no, que esto no era un error. Y que no estoy invitado a la fiesta de Del Olmo.
III
Es lo que tiene la memoria selectiva. Que puedes pasar sesenta años sin acordarte y, de repente… ¡zas! vuelve rebotada la imagen nítida, con todo lujo de detalles,  de lo que sucedió entonces como si hubiera pasado ayer mismo. Estoy sentado en la terraza de la Residencia “La Experiencia”. Dejo transcurrir mis horas muertas mirando el horizonte y la línea de los edificios. Cuando, pasito a pasito, con estos putos temblores que me tienen atenazado, he bajado hacia la sala, lo he visto. Al nuevo residente. La vista no me engaña. Lo he reconocido de inmediato. Al viejo Del Olmo. La misma mirada. Cómo le ha encorvado el tiempo. Vaya consuelo: más que a mí. Mi primera reacción ha sido la de acercarme y decirle: “Eh, Del Olmo, ¿te acuerdas de mí? Soy Barraquer, del Colegio Espina”. Pero luego he pensado, para qué. Para qué. Y he pasado por delante de él, con mi paso trémulo, camino del comedor sin saludarle siquiera.
IV
Yo ya se lo dije a mis hijos. "A mí me dejáis aquí, que aquí me cuidarán bien. Y vosotros haced marcha. Es el signo de los tiempos. Tenéis obligaciones. Y yo no quiero ser una carga. Con mis libros y mis escritos tengo de sobra". Se lo dije una vez. Y, para mi sorpresa sorpresiva, me hicieron caso a la primera.
V
Otro Domingo. Aquí no aparece nadie a verme. Y ya van unos cuantos. Cuando me canso de esperar a quien no tiene que venir, me subo a la terraza. A mi terraza. A ver la línea blanca que trazan los aviones en la pizarra del cielo azul. A aletargarme. Hoy hace fresco. Si sigo sentado en esta silla, lo mismo me enfrío y cojo una pulmonía. Voy hacia dentro de nuevo. Ufffff. Las piernas no me obedecen y las manos no paran. Ahí viene Del Olmo. Escoltado y rodeado por hijos, nueras y yernos. Todo un regimiento que viene de visita. Se ríen. Pasan por mi lado. Les saludo moviendo levemente el brazo. “Eh”. Me giro. Es él. Me llama. Me pregunta: “¿Otro fin de semana solo y sin visitas?”. Cuando voy a contestarle, él continúa. “¿y sabes por qué? …porque eres un capullo, caes mal a todo el mundo, no te quiere nadie…”.
VI
Sé que está muy mal y que eso no se debe hacer. Lo sé. Pero antes de que él tuviera tiempo de mentar a mi pobre madre, se ha llevado un buen estacazo entre ceja y ceja. Las bifocales le han volado por los aires. Dos hijos lo han cogido antes de que se desplomara. A mí me han sujetado entre cuatro. Ni que me fuera a escapar. Ahora me tienen encerrado en la enfermería de la Residencia. Me da igual lo que me puedan hacer. Sé que está muy, pero que muy mal lo que he hecho. Y le pediré disculpas. Y le diré que, a estas alturas, he aprendido que es imposible caerle bien a todo el mundo. Ufff. Vaya garrotazo. Sí, eso que he hecho está muy mal, pero, lo que pienso con voz bajita es…  ¡PARDIEZ, QUÉ A GUSTO ME HE QUEDADO!

domingo, 15 de diciembre de 2013

Las casualidades existen

I
Las casualidades existen. No me apetecía ir al bautizo del hijo de mi prima Loreto. Nada de nada. Eso de tener que ponerte la cobarta. Eso de tener que poner una buena cara, sonreír y saludar sin ganas. Pero sobre todo, eso de que te pregunten que qué tal. Pero mira. Resulta que tú estabas ahí porque eres el cuñado del marido de mi prima. Bajo una lluvia de centimitos de euro, y entre gritos de “¡padrino roñoso, padrino roñoso!”, nos hemos reconocido. “¡Mecagüen la mar, Fontana, cómo me alegro de verte!”. Ufff, la de años que no nos veíamos, desde que salimos del colegio. ¿Quince? ¿Veinte? Estamos más claritos de azotea, más ojerosos, pero en forma. Te había perdido la pista completamente. Luego ha venido la pregunta fatídica: “Y tú, Walter, qué tal, a qué te dedicas ahora”. Uffffff. “Ahora mismo… desde el Viernes… desde hace cuarenta y ocho horas, estoy en el paro”. Pero bueno, para qué te iba a amargar contándote mi drama. Estábamos en un bautizo. Lo que no imaginaba era que, al tiempo que el padrino, hacía reparto de puros, vendrías, me darías una tarjeta y me dirías: “…el Lunes, a las nueve, pásate a verme al despacho”. No he reaccionado. Las casualidades existen. Bendito el pequeñajo de mi prima Loreto.
II
La secretaria ha llamado a la puerta, ha pedido permiso con un “señor Fooontana” que a mí me ha chirriado un poco, me ha anunciado, me ha abierto el paso, se ha retirado y ha cerrado cuidadosamente la puerta. Caramba. Tu mesa parece un campo de fútbol. Te he pedido disculpas por mis diez minutos de retraso. Con un tono serio, me has indicado, “Hey, Walter, siéntate”. Tenías los papeles del contrato. Ahí es cuando te he dicho que, si vengo, es porque tengo algo que aportar. Yo no acepto caridad. Una vez te he dejado claros mis principios, me has tendido tu roller. Menudo Mont Blanc. No pesa nada. Es ligero. Costará una pasta. Si yo tuviera uno, lo perdería a los dos minutos. O iría a parar a la lavadora con la camisa. O… Ah, sí. Dónde tengo que firmar. Pensaba que me darías la mano de bienvenida al pasar de ser tu amigo a ser tu amigo y empleado. Pero con esa mano has llamado a Graciella, la secretaria, que parecía estaba detrás de la puerta por lo rápido que ha aparecido y me has dicho, “de momento, estarás en el despacho de al lado. Luego nos vemos”. He seguido dócilmente a la secretaria hacia fuera. Luego, con la confianza que te tengo, te lo diré. Si no fuera porque te conozco de hace muchos años diría que no eras tú quien me ha recibido. Diría que quien me ha recibido es otro que tiene una cara como la tuya.  
III
Me he leído en casa esta noche el contrato. Con las gafas progresivas puestas. Ahora que me fijo… Ufff…. Qué poco pagas, Fontana.
IV
Mi segundo día aquí. Me has dicho que te espere en el autoservicio de enfrente. Allá que voy. Ocho euros el menú. He entrado. Voy pasando con la bandeja. Pan, cubiertos, servilleta… Dónde me siento. Esas caras me suenan. Son de la empresa. Saludo. Me siento en un hueco. “¿Eres nuevo?”. Sí. En qué se me nota. Je, je. Son majos todos. Hablamos del tiempo. Y de fútbol. Uno me pregunta. “¿Y a ti quién te ha contratado?”. “Fontana… Viene para aquí en un minuto“. Hay a quien se le atraganta el melón. Y se hace un silencio extraño. Espeso. A todos les entra una prisa repentina. Se han acordado que tenían algo que hacer. Van terminando y levantándose. Y en un pispás, me he quedado como la una, solo. Por eso, ahora, cuando por fin apareces, ya no hay nadie a mi alrededor. Es una pena que se hayan tenido que ir corriendo, si no, ahora estaríamos todos juntos en una animada tertulia laboral., en vez de estar casi callados mirando al plato.
V
Yo soy yo, Fontana. Y yo no me acostumbro a llamar a tu puerta antes de entrar. Por veces que me lo recuerdes. Bueno… no es que me quiera meter… pero no he podido evitar escuchar la conversación que ha tenido contigo ese Nicolás… pobrecillo, no le han podido pasar más desgracias juntas… por qué no le das el adelanto que pide… si no, lo va a tener muy crudo para poder pasar… sólo por esta vez… lo de que no somos un banco ni una ong ya se lo has dicho diez veces y le ha quedado claro… pero, vamos, a ti no te cuesta nada decirle que sí por esta vez, y a él lo sacas de un apuro muy gordo…
VI
Ejem, soy yo. Me ha dicho Graciella que querías verme. ¿Qué querías que te explicara sobre ayer? Bueno, sí, ayer continué desencriptando los archivos que dejó mi predecesor en el puesto. Ya te enseñaré cuando tengas un hueco. Muy chungo lo tengo. Hay muchos que son irrecuperables. Un montón. ¿No era eso lo que me querías preguntar? ¿No? ¡Ahhhhh, sí… ya! Te cuento: Cuando salía de aquí vi que estaban las luces de la oficina encendidas. Me acerqué. Quedaban cuatro personas con la cara clavada en el monitor. Simplemente les dije: “Señores… son las ocho de la tarde… ¿de verdad, de verdad,  es tan importante eso que están haciendo ustedes que no puede esperar a mañana?”. Se lo dije más que nada porque su jornada hubiera debido terminar a las cinco. Se quedaron un poco extrañados, eso sí. Apagaron ordenadores. Se levantaron. Y salimos todos a la vez. Más contentos que unas pascuas. Eso pasó. No sé por qué me pones esa cara. No veo qué hay de malo en ello.
VII
POOOM, POOOM. Soy yo, Fontana. Vaya, ahora que empiezo a llamar a la puerta y pedirte permiso para entrar, Graciella me da este papel. ¿Qué es lo que pasa?, ¿No te atreves a dármelo tú mismo? ¿No te atreves a dármelo a la cara?  No, a mí no me vale un “Walter no te pongas así”. Yo no he hecho mal mi trabajo. No. (…) En eso sí. En eso sí tienes razón. No sé distinguir dónde está la barrera que separa a mi jefe de mi amigo. En realidad, a quien no distingo es a mi amigo. Al amigo del Instituto. No lo reconozco, por más que lo he intentado y tratado como tal. (…). Que le vaya bien, señor Fooontana. (…)  ¡Ah! Una cosa. No sé si sabes... Mi prima Loreto tuvo una niña ayer. Y fui a verla. Es preciosa. Quiere que yo, el tío Walter, sea su padrino. El bautizo será en dos meses. Las casualidades existen, yo lo digo siempre: existen, examigo Fontana.
 

domingo, 8 de diciembre de 2013

Como en "Pedro y el lobo"

 
I
Inspiración. Se me escapa por la ventana. Empieza a preocuparme esta sequía musical. No llega esa melodía rotunda capaz de sacudir mis sentidos. Y si llega, no sé cómo escribirla. Ea, otra vez. Mmmmm. Ni la madrugada me ayuda. No es por la falta de concentración. No es porque vamos apuradillos de dinero. No es…. UAAAAAAHHH. Otra vez. Otra vez el peque llora. Mati me pide: “Brosi… ¿te levantas tú ahora?”. Voy, voy. UAAAAAAHHHHH. No tenía que haberle leído anoche el cuento de Pedro y el lobo. Mecagüen. Con lo impresionable que es el niño, estará teniendo pesadillas seguro. Salgo al pasillo. “Vaaa, ya vaaa”. “UUUAAAAAHHHH ¡El lobo, papi, el lobo!”, brama el nano. Ya, ya lo sabía yo. “No pasa nada, estamos aquí. No hay lobo”. Me siento en el borde de la cama. Le cojo la manita. “Ya está, ya está”. Brosito hipa. Para de llorar. “Aguaaaaa”. Se la doy. Vuelve la casa al silencio. Bostezo. Por dónde iba. Sí, por la inspiración. No, no es música lo que suena en mis oídos. Pierdo la cuenta de los minutos que estoy a la vera del peque. Ya parece que duerme. Me levanto con sigilo. Ni rozo el gres siquiera. Entreabro la puerta para salir. Gime: “El lobo, papi, el lobo”. Resoplo. Mecagüen. Hoy también se me hará aquí de día.
II
“¿De verdad de la buena que te encuentras bien?”. Se lo he preguntado diez veces. Las diez me ha dicho que sí, que sí y que sí. En la última ha añadido: “que sí, pesado”. Yo le toco la frente. Mmmm. No sé. Este chiquillo… Le ato de nuevo la bufanda, que ya se le caía. Y le tapo la boquita. Hale para dentro, que ya va a sonar la campana. Yo vuelvo hacia casa. Con las manos en los bolsillos. Al estudio. Frente al piano, por un lado, y a la partitura en blanco por el otro. Sin máquinas por medio. Ésta es la buena. En ésta tiene que salir. Uno, dos, un, dos, tres. Aún no flotan ni cinco notas musicales en el aire cuando suena el teléfono. “¿Señor Ambrosio? Brosito tiene fiebre y lo hemos llevado a la enfermería, ¿puede venir a recogerlo?”. “Voooy”. Cierro la tapa del piano cabreado. Mi música se va a otra parte. Mientras me enfundo con el abrigo, pienso: “me había dicho que estaba bien y no era verdad…. Vaya… casi como en Pedro y el lobo”.
III
Orgullo de padre. Le he dicho cien veces: “Ya sabes, Brosito, que en lo que yo te pueda ayudar…”. Que un hijo se dedique a lo que  haces tú y encima te supere es… lo máximo. Ahí lo tengo, con lo pequeño que es, en el Conservatorio. Con un gran porvenir por delante. Estudiando lo que yo no pude. Me encanta que me pregunten por él. Porque entonces me explayo. La verdad es que últimamente, no lo oigo ensayar mucho. Yo le pregunto: “Hey, ¿todo bien?”. Y él me responde: “Sí, papá, sí, todo bien”. “¿De verdad?”. Tanto insisto que se rebota: “Que sí, pesado, que todo bien”. Bien. Bravo. Mi pequeño tiene madera de músico.
IV
Pensaba que me llamaban para hablar de planes de estudio, de progreso. He acudido presto a la reunión. Cómo han cambiado las instalaciones de cuando yo venía por aquí a ahora. Uau. Atravieso salas de ensayo insonorizadas. Por el rabillo del ojo veo instrumentos relucientes. Así, así sí se puede. Mi amigo y otrora compañero Anselmo me invita a sentarme. Me ofrece café. “No, por la tarde, ya no tomo”. Noto que Brosito, a mi lado, está serio. Qué pasa. Anselmo empieza a hablar. Leo la comisura de sus labios. Mi semblante cambia por segundos. Me está diciendo, claro y raso, que Brosito no sirve. No sirve. No doy crédito. No me lo puedo creer. Me revuelvo: “¿Y tú por qué no me habías dicho nada?”. El niño agacha la vista. “Es que tenía miedo de que te enfadaras…”. “¡Santo hombre de Dios!”, salto llevándome las manos a la cabeza. La despedida de Anselmo es breve. Salgo con el paso acelerado. Creo que él me sigue detrás. Pues sí: estoy enfadado. Ni el aire fresco de la calle calma mi ira. Aprieto mis puños. Que nadie me pregunte ahora por mi chiquillo. Que nadie me pregunte. ¿Lo peor? Lo peor, lo que me ha sentado como una patada en los cataplines es que él me había dicho que iba todo bien y no era verdad.
V
Mati y yo lo hemos hablado a veces. “Esta chica le está sentando la cabeza”. Vicky por aquí, Vicky por allá. Menudo cambiazo ha dado. A mejor. No podemos estar más contentos. Ni él podría haber encontrado a mejor persona. “Ve haciéndote la idea”, le he dicho, “cualquier día nos dan la noticia”. “Todo tiene que llegar”. En ésas, Brosito entra. No sabe que hablamos de él. “¿Todo bien, hijo?”. “Síiii, todo bien”. Brosito sale a reacción. Mati me pide: “…tendrías que ir preparando algo para la celebración que tiene que venir”. Mmmm. Algo resuena en mi cabeza. Música, música, ¡música! Ella matiza: “…algo especial: no hagas experimentos, que te conozco”.
VI
Me ha parecido verla cruzar por el paso de cebra. La llamo a gritos: “¡Vickyyyyy, Vickyyyy!”.  Hace unas dos semanas que no la veíamos. Ella me espera. Paso al otro lado de la calle en dos zancadas. La saludo. La noto muy seria. Me suelta: “¿Es que Brosito no os lo ha dicho?”. ¿Decirnos? ¿Decirnos qué? La chica me suelta: “Lo hemos dejado”. Me quedo a cuadros. Será una discusión, será un calentón, será… Seguro que todo se arregla. Ella es rotunda: “...No, esto no tiene vuelta atrás”. Se despide con un “tengo prisa” y sigue su camino. Me deja quieto como una estatua. Hace cinco minutos, él nos había dicho a su madre y a mí que “todo bien”. Por qué. Por qué. Como en Pedro y el lobo… lo que más me duele, lo que más me joroba, es que la próxima vez, ya me puede decir lo que quiera, ya me puede decir el sursuncorda, que no lo tengo que creer.
VII
El ensayo general ha terminado tarde. Quedaban muchas cosas por pulir. Y cruzo los dedos para que mañana todos estén inspirados y en su sitio. Llego a casa reventado. Le pregunto a Mati: “¿Noticias de Brosito?”. Sí. Las hay. Ella me cuenta. Pedazo de multinacional la Chispey&Co. Está contentísimo. Le han puesto ya a la cabeza del departamento de marketing. Le pagan la casa. El coche. Le han duplicado el salario. Y le han hecho fijo. Lo malo es que para Navidad no tiene días para venirse. Mati añade: “ya era hora de que tuviera un poco de suerte”. Sonrío. Le enviaré una grabación del concierto. Mientras, voy poniéndome el pijama… voy rascándome la cabeza… voy… un momento. Pedro y el lobo. El corazón se me sale del sitio. Mati se asusta. ¿Te pasa algo? Voy hablando en voz alta: “¿Cabeza del departamento de Marketing? ¿No será la cola? ¿Le pagan la casa? ¿No será que no tiene ni para una pensión? ¿Coche? ¿No será que no tiene ni para un autobús? ¿Fijo?¿No será que está en la puta calle?  “¡Brosi… me asustas cuando te pones así!”. Enciendo el ordenador. “¡Vale, vale, date prisa sistema operativo, parece que vas en burra!”. Busco un vuelo barato. No lo hay. Busco simplemente un vuelo. Click. Lo reservo. “¡Brosi…! ¿Qué estás haciendo…?”. Suspirando profundamente, y con los nervios hechos una piltrafa, le digo: “Mati, Mati… parece mentira que no conozcas a tu hijo”.
VIII
Anselmo me ha dicho: “No te preocupes, Brosi, tú vete tranquilo, dejas la orquesta en buenas manos”. El concierto es hoy.  Pero lo más importante es lo más importante. Con las piernas encajonadas y un miedo que yo no conocía a las alturas he llegado hasta aquí. No he sido capaz de escuchar un solo minuto de música con los auriculares. Sí me ha venido una música potente a la cabeza. Con sentimiento. “Como en Pedro y el lobo”, la he titulado. ¡Papel, papel, que ésta melodía no se me escapa! Me he conformado con las bolsitas para los mareos. Ahí he escrito las notas. Luego, de la terminal al tren. Fuera ya está oscuro y debe hacer un frío pelón. Preguntando por señas, me he aclarado y he sabido encontrar el andén. Mi “Pedro y el lobo” acabará bien. Encontraré a Brosito, le daré un abrazo, y le diré: “vámonos a casa”. Uffff, qué nervios. Qué lento va este vagón. Qué poco falta ya para que lo encuentre.
IX
Lo mejor de todo ha sido el abrazo del reencuentro. Padre, hijo. Hijo, padre. Lo demás no quiero recordarlo. La secretaria tirando de mi brazo e impidiéndome el paso. Mi hijo levantándose de la mesa en su super-despacho, con su nombre en la puerta. “¿Tú qué haces aquí?”. Mi hijo conduciendo un coche en cuyo equipo de audio suena música de… ¡de su padre! Yo durmiendo sin pegar ojo en una casa rodeada de jardines. Mi hijo llevándome de vuelta al aeropuerto. Aquí estoy, en preferente, la azafata me ha preguntado si quiero otra napolitana, “no gracias, ya llevo tres”. Aquí estoy, con la mesa desplegada, dando los últimos retoques de lo que tiene que ser el embrión de mi nueva sinfonía. Suena bien en mi corazón. Suena… “Como en Pedro y el lobo”.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El tiempo va tan deprisa...

 
I
Ha entrado mi hermana sin llamar a la puerta. Me ha encontrado mirando a través del cristal empañado de la ventana. “Qué haces”. Le he contestado con un encogimiento de hombros. Ha permanecido a mi lado unos minutos. Intentando mirar la misma luna, las mismas estrellas. Cuando su paciencia, que es poca, se ha agotado, ha saltado: “…Noelia, espabila, reacciona… no te quedes así que el tiempo va muy deprisa: tiempo que pasa ya no vuelve…”. Qué raro. Su voz me ha sonado muy rápida, un poquito pitufa, como muy revolucionada. Le he asentido con la cabeza. Luego se ha dado la vuelta con un “bueno, tú verás lo que haces” y me he vuelto a quedar sola. Una no elige de quién se enamora. Y antes de que se acabe este relato, Víctor habrá venido para decirme que me quiere.
-IX
Imposible no fijarse en él, si siempre era el último en todo. Lento, lento, leeeento. Entraba tarde en clase. Se quedaba solo recogiendo la bolsa cuando todo el mundo había escampado. Se movía con parsimonia en los pasillos. Hablaba arrastrando las vocales de las palabras. En el comedor, le hacía la digestión entre cucharada y cucharada. Con esa etiqueta, era blanco fácil de los chulitos de la clase. Crueldad infantil. “¡Apartaos, dejad paso, que llega Tortuguito!”. “¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡Nooooo! ¡Es Tortuguito, que viene a reacción!”. La mofa general era diaria. “Hey, Tortuguito… hoy has llegado a tiempo… ¿es que saliste ayer de casa?”. Ja, ja, ja. A él le salía una sonrisa forzada. De verdad, era muy lento, pero tenía una paciencia también muy grande. Cualquier otro, no lo habría resistido.
-VIII
“¿Y por qué yo? ¿Es que siempre me tiene que tocar a mí?”. Fue lo primero que dije. La señorita Montserrat, la tutora,  me miró fijamente. “Noelia, es que sólo tú puedes hacerlo. Si Víctor no mejora el rendimiento, tendremos que abrirle un expediente y tendrá que irse del colegio”. Y a mí qué. Y a mí plim. Repliqué: “…yo tengo cosas mejores que perder el tiempo dándole clases de refuerzo a un compañero lentillo que parece que esté en babia”. Aquí tenía que haberme comido mis palabras. Por prepotente. Al sentir sobre mí el gesto duro de la tutora, carraspeé avergonzada. “Bueno. Vale. Pero sólo un mes. Si no avanza y no se engancha al carro, lo dejo estar”. Siempre me acordaré de esa mano cálida con la que estrechaba las nuestras cuando la señorita Montserrat nos felicitaba por cualquier cosa, siempre.
-VII
Estaba ya a punto de tirar la toalla. Después de la última clase de la tarde, sentados en los pupitres delanteros, uno al lado del otro, iba ya a levantarme. Quedaba demostrado que Tortuguito, por atención que me prestase, no me entendía. “Vaaas muuuuuy raaaaaápida”, me decía. Muy buen chiquito, mucho ojos de búho, pero al final, nada. No avanzábamos nada de nada. En ésas, él vio mi walkman. Sobresalía de mi mochila. ¿Puuueeeedooo?”, me preguntó. Se lo tendí. “Pero no tiene casi pilas”. Se puso los auriculares. Le dio al play. Y su rostro se transfiguró. “¡Peeeerfeeeectooo! Uuuuaaaauuhhh”. Canturreó: “Words don’t come easy to me, how can I find a way …”. Pegué la oreja.  “¿Esto es perfecto para ti? ¿Esto?”.  Es que se escuchaba lento, grave, muy grave, a bajas revoluciones. Víctor afirmó, “Siiií, siiií, siiií”. Di un golpe encima de la mesa. “¡Víctor, te veo mañana!”. Salté de la silla y salí corriendo. Es que si le llego a esperar, hubiera tardado un cuarto de hora por lo menos y me hubieran cerrado las tiendas.
-VI
Me costó encontrarlo, pero di con el artilugio. En la calle Colón. Un reproductor de cintas con variador de velocidad. Me costó una pasta. Ya estábamos los dos de nuevo en la clase. Codo con codo. Enchufé el aparato. “Muuueeeveee aaaaquiií, graaaduúuaaateeelooo”. Tortuguito bajó revoluciones en el equipo. Hasta un punto. “Ahí”. Perfecto. Se le soltaron las lágrimas. A mí casi también. Le estampé un besazo en toda la mejilla. “…How can I find a way to make you see I love you… Words don’t come easy”. Acabábamos de sincronizarnos. A mí me subió la euforia. Me empleé a fondo para explicarle primero la situación y para convencer después  a la señorita Montserrat de que era necesario el que nos dejara grabar sus clases. Después él las escucharía a “su” velocidad y comprobaríamos los resultados.
-V
Aún recuerdo la cara de los chulitos de la clase que no podían creer que Tortuguito hubiera sacado las mejores notas de todo el curso. Era como la historia reescrita de la liebre y la tortuga. Qué mala es la envidia. Qué malo es tener que digerir que alguien a quien consideras netamente inferior te dé lecciones magistrales.
-IV
A partir de ahí, surgieron entre Víctor y yo conversaciones interminables. A mi velocidad, y a la suya, las estrellas en el firmamento siguen siendo las mismas.
- III
Terminamos el colegio. Por qué no decirlo. Con notazas. Y a renglón seguido vino la Universidad. Un día le dije: “Víctor… El tiempo va tan deprisa… que no sé si voy a poder hacer todo lo que tengo pensado”. Esta vez no se lo tuvo que grabar para  reproducírselo después con menos revoluciones. Lo entendió a la primera. Tardó más de una semana en contestarme. Y lo hizo con su habitual tono pausado: “…deeetraaás deee eeesteee tiiieeempo viiieeeneee oootrooo”. No entendí. Qué enigmático mi Tortuguito.
-II
Nadie contrata talentos que van a pedales. Este mundo tan trepidante requiere cerebritos que pisen el acelerador aunque sean mediocres. Nadie, pues, contrató a Víctor. Y me consta que llamó a muchas puertas.
-I
Aquella última tarde, él andaba tan despacio, que era como para no verlo venir. “Meee voooy”, me dijo bajando la cabeza. No le pregunté dónde. A algún sitio donde estuviera solo, probablemente. Donde no escuchara palabras tan rápidas que no le diera tiempo a entender. Le dije a bocajarro: “¿Y si te digo que te quiero y que me haces falta, Tortuguito?”. Tembló su pulso entonces. Tragó saliva, se dio la vuelta y se fue alejando. Parecería que no me había entendido. Pero yo sé que sí. Que por lo menos tiene que volver a decirme qué es lo que ha pensado.
I
Ha entrado mi hermana sin llamar a la puerta. Me ha encontrado mirando a través del cristal empañado de la ventana. “Qué haces”. Le he contestado con un encogimiento de hombros. Ha permanecido a mi lado unos minutos. Intentando mirar la misma luna, las mismas estrellas. Cuando su paciencia, que es poca, se ha agotado, ha saltado: “…Noelia, espabila, reacciona… no te quedes así que el tiempo va muy deprisa: tiempo que pasa ya no vuelve…”. Qué raro. Su voz me ha sonado muy rápida, un poquito pitufa, como muy revolucionada. Le he asentido con la cabeza. Luego se ha dado la vuelta con un “bueno, tú verás lo que haces” y me he vuelto a quedar sola. Una no elige de quién se enamora. Y antes de que se acabe este relato, Víctor habrá venido para decirme que me quiere.
II
¿Ves como sí? Míralo. El rey de Roma. Mi hermana lo deja pasar a la habitación, no sin antes fulminarlo con una mirada. Está casi igual. A mí no me pasa como a la Penélope de la canción.  Yo sí lo reconozco. Y la imagen que el espejo ahora devuelve de mí me recuerda a la de la señorita Montserrat. “Yooo taaambiiieeén teee quiiieeerooo, Noooeeeliiiaaa”, me dice, “Words don’t come easy”. Lo ha dicho sin un ápice de temblor. Le cojo de la mano y nos abrazamos. De repente, me doy cuenta: “Tooortuuuguiiitooo…”, que hablo como él, que escucho como él, que me he sincronizado con él, a sus revoluciones. ¡No lo hago a propósito! Me sale así: “maaás teee vaaaleee queee teeengaaas raaazóoon eeen looo deee queee deeetraaás deee eeesteee tiiieeempooo viiieeeneee oootroo… “… Más te vale, Tortuguito, porque si no, no voy a tener en esta vida minutos para decirte todo, todo lo que te quiero contar.

domingo, 24 de noviembre de 2013

La habitación de los juguetes

 
I
No pensaba yo que, cuando Juanma me preguntó si podía venir un amiguito del cole a jugar con él me iba a traer precisamente a éste, a Omar…. El caso es que ahí están los dos,  metiditos en el cuarto del fondo. Desde luego, fue una buena idea poner allí todos los juguetes. Así, por lo menos, el resto de la casa está presentable y despejada. Lo mismo no se oye ni una mosca y tengo que asomarme a ver si les ha pasado algo, que gritan como descosidos, como si los estuvieran torturando, y tengo que asomarme también porque van a venir los vecinos y nos van a llamar la atención. No, no les pasa nada. Representan y viven con intensidad las historias de los muñecos. Ésta va a ser la tercera vez que entro en lo que va de tarde. Madre mía. Por aquí parece que ha pasado un huracán. “Chicos, ¿no sabéis que hora es? Hora de ir recogiendo. Hora de cenar. Hora de estar cada uno en su casa”. Juanma se lamenta: “Ooooohhhh”, y pide prórroga: “espera un poquito por favor”. Luego negocia: “Mamá.., ¿puede venir Omar otro día?”.  ¿Qué es lo que quiere Juanma que conteste delante de su amiguito? Justamente lo que le digo entre dientes: “Pues que claro que sí, otro día más y mejor, pero por hoy ya vale, que mañana hay cole y no habrá quien os levante”.  
II
Yo le miro a los ojos y le pregunto: “…pero Juan María, ¿es que sólo tienes a ese amiguito?... es que cada dos por tres lo tenemos aquí en casa… es que parece que no tiene padres que se preocupen por él… es que el otro día hasta se trajo a su hermanito, como si esto fuera una guardería… es que siempre acaba rompiéndote algo, con lo que tú te lo cuidas todo, es que… ”. El muy pánfilo se me encoge de hombros. Creo que no sabe decirle que no a nada. Creo que se apodera de su personalidad y se convierte en su marioneta. Ahora voy directa hacia la habitación de los juguetes. Toc, toc. “Hale, chicos, que ya es hora”.  Juanma me replica cada vez más. Se está haciendo un respondón. Esta vez me salta con un: “¿Yaaaa?”. Él antes no era así. Después, cuando estemos solos,  me va a oír a mí. Me muestro inflexible. “Sí, ya”. Omar se levanta. Mientras va por el pasillo, camino de la puerta, me doy cuenta. Eh, eh. Lo lleva en la mano, fuertemente cogido. “…Omar, deja ese muñeco en el sitio…”. “Me lo ha dado Juanma”, declara.  “¿Cómo que te lo ha dado?”. Miro a mi hijo y lo fulmino. Con la pasta que vale este “destroyer”… cómo se le ocurre. Reconduzco la situación. “No, él no te lo puede regalar…”. “¿Y por qué?”. “Pues porque no”. Vuelvo rápida a la habitación de los juguetes. Me agacho. Cojo el más viejecito que veo, uno que tiene las alas rotas. Regreso corriendo. Y se lo tiendo. “…si quieres uno, llévate éste”. Omar lo recoge con cara de despago. Eso: encima es desagradecido.
III
DINGGGGG, DONGGGGGGG, DINGGGG, DONGGGG. Pero qué manera de llamar es ésa. Por la hora que es… “¿Quién? ¿Omar? Huuuy, Omar, qué mal me sabe, pero Juanma está en la clase particular de inglés… ¿no te lo había dicho? Se le habrá olvidado. Pues acabará un poco tarde… Ya vienes otro rato si eso…. Hombre… claro que Juanma te deja jugar en la habitación de los juguetes aunque estés solo… pero es que justo en este instante, yo tengo que salir también al supermercado y tampoco voy a estar en casa”. (…). Ufffff, qué jeta la de este nano. Desde dentro escucho una vocecilla: “¿Es Omar?”. “No, Juan María, no. Se habían equivocado. ¿Cómo llevas el deber de inglés? A ver, déjame revisar… Bien, bien, y bien. Termina hasta aquí, y luego si quieres ya te vas a la habitación de los juguetes hasta las ocho por lo menos”.
XL
“A ver cuándo arreglas la habitación de los juguetes. No se puede entrar allí ni a saltos. Te advierto: como me dé un día, me pongo y la mitad de las cosas van a la basura. ¿Que ni se me ocurra? Pues ya sabes, Juanma. Pon en orden toda esa montaña de muñecotes con los que ya no juegas”.
L
¿Esta caja con la ropa de verano? Al trastero con ella. Sí. A lo que hace muuuucho tiempo fue la habitación de los juguetes.
CCL
Esperadme un momento, chicas, que voy a saludar. Ehhhhhh...Heeey ¡OMAARRRRRR, OMAAAAR! Pero qué alegría me da verte. Muá. Muá. Qué buen mocetón te has hecho… Cuánto tiempo ha pasado… Parece que fue hace nada…. Nosotros en cambio ya vamos para abajo… ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasabais en la habitación de los juguetes? ¿Juanma? Espera, me tapo la boca con la mano, porque no quiero que mis amigas me lean los labios. Él está allí en casa. Desde luego, no ha tenido suerte. A ver si tú que puedes lo ayudas, Omar. Que es tu amigo de infancia, tu amigo de toda la vida. Acuérdate. Llámalo. Se alegrará. Bueeeeeeno. Heeeey, ¿Sabéis quién es? Venid y os lo presento… es el Subsecretario de Industria… ¿no lo visteis el otro día en la tele?

domingo, 17 de noviembre de 2013

El autobús no espera

 
I
De mis pesadillas, la que más se repite, es aquella en la que pierdo el autobús del colegio. A veces, giro a la derecha en la bocacalle y en la parada no hay nadie: ya se ha ido. A veces,  veo su trasera, le veo poner el intermitente, arrancar, soltar humo negro y alejarse. Ni mis gritos ni mis brazos estirados, ni mi carrera para tratar de alcanzarle sirven de nada. A veces, incluso llegando a tiempo, encuentro la puerta cerrada y la aporreo para que me abra. El conductor, cuya cara veo desdibujada, no me mira. Y la cuidadora, a la que tampoco reconozco, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme subir. Y yo me quedo tirado. Qué angustia. Qué mal. Suerte que me despierto. Y que enseguida me digo, “…eh, eh: esto no estaba pasando de verdad”. Por eso, por la noche me lo dejo todo preparado. Me levanto temprano. Me como las galletas maría, que me caben en la boca enteras, de dos en dos. Me arreglo rápido, aunque los botones no se correspondan. Luego, no sé por qué, me encanto. El tiempo vuela más rápido que yo, “¡ostras, son las ocho!”, y tengo que saltar a la calle a todo meter. Mis pulsaciones vuelven a la normalidad cuando estiro el cuellecito y veo que la gente aún está sentada en la marquesina, esperando. Suspiro aliviado. Al final, pasa lo que pasa, que llegar sí que llego a tiempo, pero casi todos los días se me olvida algo.
II
Vamos subiendo de uno en uno. Sin atropellarnos. Poveda, el conductor, y Carmela, la cuidadora, reparten sus “buenos días” para todos. Ellos parecen despiertos y a nosotros aún nos quedan bostezos. Dentro, los cristales están empañados. Sobran las bufandas y las cremalleras de los chaquetones hasta arriba. Carmela, de pie, sujetándose en un asiento hace recuento. “¿Falta alguien?”. Nadie contesta. Pero sí. El de siempre. Harpo. El rubito del pelo rizado. Ella mira el reloj. Poveda (Poooooveda cuando pisa el acelerador) espera instrucciones. “Nos vamos”, le dice, “…seguro que lo recogemos a la vuelta”. Poveda obedece. La ruta atraviesa nuestro pueblo de parte a parte. Pero luego se mete en Pieses y, diez minutos después, vuelve a pellizcarlo para buscar la autovía. Efectivamente, cuando pasamos de nuevo por Mediavilla, ahí se ve al diminuto Harpo, envuelto en su gabardina amarilla, que hasta en eso se le parece al hermano Marx. Está apoyado en la repisa de Muebles Vivó. Poveda se arrima. Se le abren las puertas. Y sube, sin aparente sofoco. Carmela le tira un poco de las orejitas, y le dice un: “Ay, Harpo, ay Harpo,  cómo se te pegan las sábanas”.
III
Los minutos del autobús son preciosos. Aprovecho para sacar el libro y dar un último repaso. Hoy toca la propiedad conmutativa. Sí, ésa que dice que el orden de los factores no altera el producto. Trato de encontrar excepciones. Pero no las encuentro. Cuatro por tres siempre será lo mismo que tres por cuatro. Mmmmm. Ahí estamos. Pasando de nuevo por Mediavilla. Ahí se arrima Poooooveda. Y ahí sube Harpo, el eterno rezagado, con su sonrisita cautivadora. ¡Ya tengo un ejemplo donde la conmutativa no se cumple!: Carmela revuelve los ricitos de Harpo, según sube los escaloncitos. Yo pienso: que no se le ocurra a Harpo revolver el pelo cardado de Carmela, porque no es lo mismo, y además,  peligraría su cara si lo hiciera.
IV
Hoy, al arrimar el bus a la altura de muebles Vivó, Carmela ha llamado a Harpo. Le señalaba con el dedo. Con el traqueteo del motor y los anuncios de la radio, no se oía lo que le estaba diciendo. Pero yo he interpretado que era como un: “Harpo, espabila, madruga más y sube en la parada como todos… imagina que todos los demás hicieran lo mismo”. Harpo ha asentido muy seriecito. Y luego ha avanzado, pasillo abajo hacia su sitio.
V
Pues allá que vamos otra vez acercándonos a la tienda de Muebles Vivó. Los que vimos cómo hablaban ayer Carmela y Harpo abrimos los ojos. Qué pasará. Qué pasará. Poooveda señala el intermitente y se para. Harpo sube, igual que siempre, dando los buenos días. Ufffff. Respiro aliviado. Vuelvo a mi libreta, que me faltan todavía tres ejercicios. Eso sí, hoy Carmela no ha revuelto sus ricitos rubios, como acostumbra.
VI
Poooveda siempre pone la misma emisora. Diez minutos de anuncios. Compro oro. Precios siempre bajos. Tres minutos escasos para una canción dedicada. Se nota cuando suena una que le gusta al conductor. Porque sube el volumen  a tope aunque el respetable proteste. Ésta, de John Lennon, se lleva la palma. Starting Over. Una canción que no termina cuando se acaba. Bien por Poooooveda.
VII
Nos aproximamos a Muebles Vivó. Una vez más, la figurita de Harpo espera apoyada en la repisa del escaparate. Se arrima al bordillo en cuanto nos avista. Poooooveda pone el intermitente. “NO”, dice Carmela, “SIGUE ADELANTE, POR FAVOR”. Poveda duda, pero escucha de nuevo un tajante: “NO TE PARES”,  y tragando saliva endereza el rumbo. Durante un segundo, veo el semblante desencajado de Harpo cuando el autobús no se detiene. Veo el rostro serio, mirando hacia el frente, de Carmela. No parpadea siquiera. Los que estamos dentro del autobús y nos damos cuenta del lance enmudecemos de golpe. Me levanto de mi asiento. Me giro. Estiro el cuellecito. He visto cómo Harpo ha intentado correr un poco detrás de nosotros. Luego se ha parado. Su silueta va quedando atrás, atrás,  hasta que, cuando el transporte escolar Poooooveda se incorpora a la autovía, desaparece. Después, nadie osa a abrir la boca hasta la misma entrada del colegio.
………
CCXXX
TOTOTOTOTOTÓ. Como si empezáramos otra vez. Resurge con mucha fuerza la canción de Lennon. De mis pesadillas, la que se sigue repitiendo más, es aquella en la que pierdo el autobús. Aporreo la puerta para que me abran. El conductor,  al que reconozco con la cara del de Recursos Humanos, no me mira. La cuidadora, que es claramente la Directora General, hace como si yo no existiese. Mueven sin dejarme subir. Qué angustia. Qué mal. Me dejan tirado. Me quedo fuera. Lo peor de mi pesadilla es que no recuerdo que nunca antes me advirtieran como Carmela a Harpo que el autobús, este autobús, no espera.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Nadie hará los deberes por ti

 
I
Me duele, me duele y me duele. Mi madre dice que soy una torpilla. Por qué he tenido que poner mis deditos en la puerta del coche cuando se cerraba. Ayyyy. No lo sé. Me riñen. Dicen que no ganan para sustos conmigo. Que los mataré a los dos un día de un disgusto. Podría haber sido peor. Ahora tengo un vendaje que me envuelve la mano. Parece un guante de boxeo. “Oh, oh. No podré hacer los deberes”, me lamento. Y añado: “Qué pena más grande”. Mi padre es tajante: “De eso nada. Nadie hará los deberes por ti. Escribes con la izquierda y en paz”. Lloro, protesto. “¡Es que es imposible escribir con esa mano! ¡No me salen las letras!”. Lloro más fuerte. Enseguida viene mami en mi auxilio. “No te preocupes. Hasta que te pongas bien, yo escribiré lo que tú me dictes. Con los acentos, las “bes”, las “uves” y las “haches” que tú me digas. Con todo”. Biennn. Ahora estamos las dos sentaditas, una al lado de la otra. “Mamá”. “Qué, hija”. “¿Tú tienes la letra bonita?”. Ella se revuelve enfadada. “¡…Pero bueno! Mi profe me decía que mi letra no le disgustaba…”. Yo le explico: “Hazla bien, que no quiero que me riñan por eso”.
II
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas. Respira. Me mira otra vez. “Desiré, dile a tu madre que ha hecho muy bien los deberes”. La clase se ríe. Yo me pongo de morros. Lo que le diré a mi madre es que la profe no se cree que los deberes los he hecho yo. Sin ayuda.
III
El médico ha dicho que los deditos están ya bien. Que ahora sólo me falta empezar a moverlos otra vez. Que apriete una pelotita de goma. Hay alegría en casa. Vuelve la normalidad. Qué es la normalidad. Que me siente yo sola a hacer las tareas. Yo sola. “Mami… ¿tú no vienes a ayudarme?”. Ella, que va hacia la cocina, dice que no, que yo ya puedo. Pataleo un poco. Pero me siento. Delante de la libreta. Casi no me acordaba de cómo se coge el lápiz. Trago saliva. Miro la lámpara. Miro la ventana. Cuando me llama para la cena, aún no he escrito ni media palabra.
IV
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas, que son las de la vista cansada. Me mira. “¿Cómo tienes la mano, Desiré?”. Yo le digo: “Casi bien del todo”. Le doblo y le estiro los dedos, para que lo vea, a modo de demostración. Me sonríe. “Me alegro”. Me devuelve el cuaderno. En el encabezamiento, en rojo, un diez muy grande, más grande que un sol.
V
Aquí hay misterio. Llegamos a casa. ¿Tienes deberes, Desiré? Sí, claro.  Vaya pregunta. Yo siempre tengo deberes. Ya sé lo que me toca. Sentarme a hacerlos. Abro la libreta, el libro. Hoy toca Conocimiento del Medio. Pero luego me pongo a hacer sombras con la luz de la lámpara. Al rato, me llaman para cenar. Y, como mucho, habré hecho medio ejercicio. ¿Dónde está el misterio? En que, por la mañana, cuando me arreglo la mochila, abro mi libreta y allí está: Por orden y todo resuelto y contestado. Y esto me está pasando todos los días. Sí, aquí hay misterio. Y yo estoy convencida de que mi madre tiene que ver con este misterio.
VI
Mi madre, que me conoce bien, me pregunta si me pasa algo. Yo le digo tajante que no. Ahí viene mi padre otra vez soltándome el mismo sermón, el de la cultura del esfuerzo. “Hay cosas que sólo puedes hacer tú, hija”.  “Sí, papá, sí”, le digo para que se calle. Qué pesadito se pone a veces. Vuelvo hacia mi madre, y le digo en bajito: “¿Podemos poner una cámara en mi habitación?”. Se extraña. No le cuento que quiero pillar in fraganti al duende que me hace los deberes. Suena por lo bajini “El ramito de violetas”, de Cecilia. Quién le escribía versos, dime quién era… Quién le hacía los deberes por primaveeeera…. Y miro por el rabillo del ojo a mi padre, abducido por su ordenador. ¿Y si…? “Qué rara eres, Desiré”, suelta mi madre. Sí, sí, pero yo sé lo que me digo.
VII
Y ahora qué. Aquí, delante del papel en blanco, con las preguntas del examen, y bajo un silencio absoluto, porque “al que le pille hablando ya sabe que tiene automáticamente un cero”, aquí no van a venir ni mi madre ni mi padre a salvarme. Qué nervios. No tengo ni idea de nada. Glup. Glup. Glup. Es que no me acuerdo ni de media pregunta. Me levanto. Pido permiso a la seño para ir al servicio. Al salir de clase, el aire frío me da en la cara. Voy encogida. Qué catástrofe. No tenía casi pipi. Regreso a mi sitio. Sentenciada. Vuelvo a mirar el papel. Qué veo. No, no puede ser. Esto es demasiado. Todas, todas, las preguntas están ya contestadas, con la letra de mi madre. Miro al lado. Mis compis están concentrados con las cabezas agachadas. Quién, quién ha sido. Esto que es. Qué. “Id acabando”, anuncia la profe. Ruido de bolis encima de las mesas. Toses. Murmullos. Esto sí que es un misterio y de los gordos. No entiendo nada.
VIII
No sé cómo mirar lo mío. Como un chollo. O como un problema gordo.
IX
Será un chollo.
X
No, no. Es un problema gordo. Muy gordo.
XI
Han pasado los años. Y aquí estoy, a las puertas de la Universidad con un expediente que quita el hipo… pero sin tener ni pajolera idea de nada. Esto queda más patente cuando me toca salir a la pizarra, o cuando Dámaso, viene a preguntarme dudas de Mates. Me lo quito de encima con un: “Dámaso, a mí no me preguntes eso… yo soy muy mala, malísima, explicando”.
XI
A Dámaso lo quiero muchísimo como para no contarle lo mío. En el Liberto, con una clarita delante y sin más testigos. “Que sepas que, desde que era pequeñita, a mí me hacen los deberes y los exámenes”. Traga saliva. Se frota los ojos. Se cree que estoy loca. Ahí es cuando me enfado. Si no me toma en serio, me levanto y me voy. Me retiene. “¿Y a tus padres se lo has dicho?”. “No. Ni se me ocurriría”. Se muerde los labios. Se pellizca. Yo me pongo a llorar. No quiero que mi vida se convierta en una mentira. Me toma de la mano. Trata de calmarme. “Eh, eh, Desiré… seguro que hay una explicación racional a todo esto”. Seguro, pero yo no la encuentro. Por lo menos, compartir mi secreto con él, hace que me sienta mejor y que la carga no me pese tanto.
XII
Otra cañita. En el Liberto. El, a bocajarro, me explica: “Tengo una teoría. En tu cerebro, la parte del entendimiento y la del conocimiento no se llevan bien. Y han levantado un tabique que las separa, para que de lo que hace una no se entere la otra”.  Dámaso espera mi reacción. Exclamo: “¡Eooooo! ¿hay algún albañil por ahí que me escuche y que sepa cómo tirar abajo ese puñetero tabique?".  
XIII
Nos hemos quedado solos en clase. Dámaso, que es el cabezota mayor entre los cabezotas, me pide que me siente. “Te voy a poner un examen, Desiré”. “Venga, tío, no tengo ganas de bromas. No ahora”. “Tienes treinta minutos”, me dice. Retira mi bolsa. Y me deja sólo con un folio. Y un bolígrafo. “Ésta es la pregunta”. Me da un papelito. La leo en voz baja. Como siempre, no tengo ni idea de cómo contestarla. Él se retira hacia la tarima. “…si te pillo copiando, o hablando… ya sabes: tienes un cero automáticamente”. Respiro hondo. Me entran ganas de llorar. La pregunta es: “Quién, por qué y cómo hace los deberes por ti. Razona tu respuesta”.