domingo, 30 de diciembre de 2012

Cuando las paredes hablan




I
El todoterreno se acerca lentamente. Con las luces encendidas. Se encarama a una rampa, y apaga el motor, dejando las ruedas giradas. Del lado del conductor desciende Marco Antonio. Un viento helado le acartona el rostro. Del asiento de atrás extrae un chaquetón. En tres segundos se lo pone y se lo abrocha hasta arriba. Del lado del copiloto baja Jerry Wall. Él siente todavía más el frío pelón. Tirita compulsivamente, aún poniéndose gorro de lana, abrigo, bufanda y guantes. Y sigue al conductor como un pollito, con el cuello encogido. Ambos avanzan hacia la casa derruida. Cruje la grava bajo sus pies. “Madre mía… Un poco más y no llegamos”, exclama Marco Antonio cuando se posiciona delante de las ruinas, “es ésa: y sólo queda esta pared… espero que sea suficiente, Jerry”. Wall se queda observando impertérrito. Sale vaho por su nariz congestionada. Es un trozo de pared. Con sus desconchados y lo que fueron sucesivas capas de pintura. Con una alacena desvencijada incrustada en el centro, una alacena que conserva lo que fueron sus estantes, restos de tapete de puntilla incluido, y  mantiene el marco de una sola hoja de cada una de sus dos puertas, entre dos cajones medio abiertos en los que aún destacan sus dos pomos blancos. Es un viejo trozo de pared. Con un cable de luz que la atraviesa de parte a parte y termina en un viejo enchufe. Y un hueco lateral que un día ocuparon los cántaros ladeados. “Dime… ¿Podrás extraer información de aquí? ¿Podrás?”. “Hmmm… Veremos qué se puede hacer”. Al tiempo que Jerry Wall se acerca sorteando escombros a lo que queda de tabique, Marco Antonio da dos pasos atrás buscando una mejor perspectiva. Plasss. Cataplasma blanda camuflada. Una mierda. Qué asco. Rasca la suela contra las piedras como puede. Da igual eso ahora. Sigue mirando hacia el muro que queda en pie. Se dibuja entonces en su mente, y se dibuja con una precisión milimétrica, la silueta de lo que fue veinticinco años atrás aquella pequeña casa.

II
El joven Marco Antonio no sabía que su corazón pudiera latir tan deprisa. Se frota las manos con intensidad para entrar en calor. Se acuclilla. Se incorpora. Tampoco sabe cómo ponerse. Y no deja de mirar hacia la casa de Eugenia. Que salga Eugenia, que salga ya. Por favor. Por favor. Reza. Reza lo que sabe. De pie, con el caballete puesto, la Montesa Impala 2 espera bajo el relente. Millones de estrellas rellenan un firmamento sin luna. Sólo la mitad de las farolas permanecen encendidas. Mira, mira el reloj incesantemente. Quedaron así. Así quedaron. Que estarían ahí a las tres de la madrugada. Que no aguantaban más. Que se acabarían todas las prohibiciones, todas las broncas y todos los malos rollos. Que se liaban la manta a la cabeza y se marchaban juntos. Que esta vez iba en serio. A las nueve pasadas, se dieron un beso, y luego tuvieron que hacer un esfuerzo supremo para no engancharse de nuevo. “Vete, Eugenia, sal corriendo, que hoy te van a matar…”. Ella salió disparada, con su pelo ondulando en el viento, y él se quedó aturdido un buen rato, como una estatua. Luego, ya no ha podido pegar ojo. El reloj implacable ha seguido corriendo. Y él, a menos cuarto, ya estaba en la esquina de la carretera, aguardando con confianza. La maleta, bien atada. Con lo justo y necesario. Y la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Pero sólo con lo justo, no con lo necesario. Las cuatro. Nada. Ahora le ha parecido ver luz a través de la ventanita del comedor. No, no es. Falsa alarma. Poco a poco cae sobre él un desasosiego total. Las cinco. Se habrá dormido. Es fácil. ¿Y si se acerca y llama a la puerta? Propuesta denegada. Ay de ella si abren sus padres. Tiene que mover. Arranca la moto a la primera pedalada. El ruido del tubarro rompe el silencio de la madrugada. Le da gas con el pomo. Mira una vez más hacia la casa. Marco Antonio empieza a saber que no saldrá. Ata a la maleta el casco que ella no usará. Se pone el suyo. Sube en su dócil montura. Acelera con toda su alma contra el viento frío del este. Entre la visera del casco y sus ojos, se le escurre un río de lágrimas.

III
Nunca hasta la fecha se había visto nada igual. La irrupción de estos “expertos” está revolucionando el mundo de la Historia con mayúsculas. Hay unos sujetos que se presentan en construcciones emblemáticas tales como castillos, palacios o catedrales, y empiezan a largar lo que, según ellos, les cuentan sus paredes. Eso no puede ser. Eso es imposible. Muros de piedra que hablan. ¡JA! Charlatanes. Charlatanes sí, pero ojo, porque muchas de sus afirmaciones sorprenden y encajan con lagunas que hasta ahora ni los mejores arqueólogos e historiadores han sabido interpretar de ninguna manera. Cosas veredes, amigo Sancho. Por qué no van a quedar registradas en los intersticios de la estructura molecular del granito las palabras que algún día se pronunciaron. Y por qué no va a partir esto de un invento de los servicios secretos de no se sabe bien quién para averiguar lo que se ha discutido en una reunión de un alto mando enemigo sólo con entrar en la sala donde ésta se ha producido dos horas más tarde… Marco Antonio, después de releer “El Románico, según cuentan sus muros”,  levanta la cabeza del ordenador en el despacho de su empresa. Mira hacia la pared, que a lo mejor también escucha, por cierto. Mira hacia donde cuelga una vista panorámica de su querido Gorroperdido y se pregunta en voz alta: ¿Y esto será verdad?

IV
Desde los centenarios muros de las Torres de los York, ha realizado un encuentro con expertos en la Historia de Mardebé el afamado Jerry Wall. Está considerado como uno de los más grandes interlocutores de paredes a nivel mundial. Marco Antonio se ha colado en el acto. Como Santo Tomás. Ha estado escuchando las preguntas. Tiraban a dar. Y se ha quedado atónito ante las respuestas y el lujo de detalles precisos. Esto no puede estar preparado. Aquí no puede haber trampa. Y si la hay, que se la expliquen. El truco desde luego tiene que ser muy bueno.

V
Marco Antonio lo esperaba ya un buen rato en el Hall del Hotel donde se hospeda. A Jerry Wall. Un tipo corriente, pequeñito, que no llama la atención precisamente. En cuanto le ha visto cruzar la puerta giratoria, se ha tirado en plancha a por él. Al grano. Al tema. “Disculpe, señor Wall… necesito que trabaje para mí un par de días”. Wall aparecía ojeroso y demacrado. No tenía aspecto de estar para roscas. “Lo siento, no puede ser. Mi agenda está ocupada completamente”. “Insisto… Podemos llegar a un acuerdo económico. Eso no será problema”. Una manera amable de rehúsar un trabajo ha sido desde siempre pedir el cielo por él. “Le informo que mis honorarios ascienden a veinte mil euros por día, y por adelantado”. “Hecho, Jerry. En cinco minutos le hago la transferencia”. Así, de repente, es como Jerry se ha atragantado a la vez que ha pensado que seguramente ha ofrecido sus cualidades demasiado baratas.

VI
Que va a la de una, que va a la de dos, que va… AAAAAAATCHIIIIIIIIIIÍSSSSS. Estornudo rotundo e imparable el de Jerry Wall. Frío hasta el tuétano. Agarrará una buena seguro. “¡Salud!”, escucha decir. “Gracias”, responde sorbiéndose los mocos, a falta de pañuelo, que le quedan. Luego guarda silencio. Mira hacia detrás. Marco Antonio queda muy, muy retirado.  Pero muy pendiente de sus evoluciones. Por lo tanto… quien le ha hablado es… con toda seguridad es… “Disimule usted, por favor, no me descubra… estoy ya para un derribo, pero aún así, creo respetar la voluntad de Eugenia si no le transmito a ese señor lo que sé de ella…”. Wall no se inmuta. Sigue palpando la cal con la palma de la mano. La conexión está establecida.

VII
Marco Antonio ha estado observando. Cada vez más impaciente. Han pasado veinte minutos. “¿Le cuenta algo ya o qué?”, grita impaciente. Jerry Wall se vuelve hacia él. Se sacude sus manos congeladas Niega con la cabeza. “No dice nada”, le explica encogiéndose de hombros. Es cuando Marco Antonio saca su mal genio. “Sabía. Lo sabía. Eres un farsante. Un vendedor de crecepelos. La historia de la torre de York te la puedes haber estudiado bien… pero la de esta casa… la de esta casa… ¡Menudo vendedor de crecepelos! Espero que tengas la decencia de devolverme el dinero”. “Por supuesto, en cuanto me conecte en internet, le devuelvo la transferencia”. “Vámonos ya de aquí. Estamos perdiendo el tiempo”. Arrastrando la suela pringada y colorada, Marco Antonio regresa al todoterreno. Jerry Wall camina muy despacio. Imagina impactado aquella lejana madrugada en el interior de aquella estancia. Imagina el rostro de Eugenia asomada a la pequeña ventana, mirando hacia la calle. Y la imagina, tal cual se lo ha contado la mismísima pared, diciendo: “No puedo irme con él porque no quiero y no quiero porque no puedo”. Y rememora aquel ruido de moto alejándose. Y aquel silencio posterior. “Señor Wall”, le llaman. Es el trozo de pared. “¿Sí?”. “Gracias por mantener el secreto”. Desde el vehículo, Marco Antonio hace sonar el claxon impaciente. No tiene todo el día. Wall dirige una última mirada  a la pared de la alacena con un “no se preocupe, me hago cargo”. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

Mayorcitos



I
A Modesto Primero le ha parecido escuchar el ruido de la puerta. Sentado en su sillón, levanta la cabeza. Y mira el reloj de la pared. TIC-TAC, TIC-TAC. “Cada vez viene más tarde y se va más pronto”, murmura. Efectivamente, resuenan pasos. A los pocos segundos, se abre la puerta de la salita. Y aparece Modesto Segundo. “Qué frío hace en la calle”, dice a modo de saludo. Le pone la palma de la mano en la mejilla. Él contesta, con su voz rota: “Sí que está congelada, sí; pero aquí dentro se está bien”. Se sienta enfrente. Respira hondo. “Qué tal el día”. El padre se encoge de hombros. “Bien, bien”, responde. Mantienen un prolongado silencio. “¿Estabas viendo la tele?”. “No. Escuchaba hace un momento un poco de música. Pero me he cansado”. El hijo mira alrededor. Están las paredes repletas de recuerdos de quien pudo ser un gran cantante lírico, de no ser porque las cuerdas vocales le dijeron basta muy pronto. TIC, TAC TIC, TAC. Se pone en pie, de nuevo. “Mañana, la cena de Nochebuena”. “Sí, tu madre se acaba de ir a comprar cuatro cosillas que aún le faltaban”. “Nos vemos entonces mañana”, Modesto Primero también se incorpora pesadamente. Le acompaña hasta la puerta. Lo que él ya sabe: cada vez viene más tarde y se va más pronto. Cierra la puerta tras de sí, entorna los ojos y piensa que hoy tampoco se lo ha contado. Mejor así. Para qué preocuparle.

II
A las ocho en punto se han encendido las luces del árbol de Navidad. Van temporizadas. Destellan y se reflejan en el espejo del recibidor. Modesto Tercero se asoma al despacho. Acaba de ponerse la cazadora y enroscarse la bufanda en torno al cuello. Modesto Segundo ni se percata. Está absorto, frente a la pantalla de su ordenador. Tercero le susurra: “Me voy, papá”. Éste se vuelve sobresaltado. El hijo se queda inmóvil bajo el marco de la puerta. No quería asustarlo. Mira alrededor. Está la estantería repleta de carpetas con antiguas ocurrencias inacabadas de quien pudo ser un buen escritor, si lo hubiera intentado. Modesto Segundo se levanta. “Pásatelo muy bien…”. Y a modo de recordatorio, añade: “Mañana, cena de Nochebuena con los abuelos”. “Ya, ya”. Cuando sale Modesto Tercero, a Segundo se le escapa un fuerte suspiro. Se ajusta las gafas progresivas. “Que disfrute el chico ahora que puede, que disfrute”. De la que les viene encima, mejor no decirle nada. Para qué preocuparle.

III
Nochebuena. Mesa engalanada. Trajín en la cocina. Ruge la plancha. Se escapa el humo hacia la casa. Anuncios empalagosos en la tele que nadie está mirando. Y de aquí a nada, el discurso del Rey. Tercero coge a Segundo y a Primero del brazo. “Eh, venid un momentito”. Abuelo y padre lo siguen dócilmente. “El chico, que querrá enseñarnos alguno de esos vídeos que salen por internet...”. Los lleva al fondo de la casa, en la salita presidida por el viejo equipo de audio de Primero. Fuera del bullicio. Allí lo tiene todo preparado. Tres generaciones reunidas. La apatía con la que han entrado da paso a la curiosidad. Tercero le da al “play”. Es cuando la curiosidad salta a la expectación. De fondo, surge un chorro de voz… sí, es el canto del abuelo en sus tiempos, remasterizado. La banda sonora del video. Cómo suena y con qué limpieza. Y el abuelo se lleva las manos a sus pelos canosos, “Ah, bandido, para eso querías la cinta TDK de cromo…”. En el argumento, el padre reconoce el desarrollo de una vieja historia suya. La de “Mayorcitos”. Y un escalofrío le recorre de abajo a arriba. “Pero, esto, esto… Cómo lo has hecho, chico”. Modesto Tercero permanece serio, “seguid mirando, seguid mirando”. Les ha costado reconocerse, pero los personajes de la película son ellos mismos. El abuelo hiper-rejuvenecido. El padre también. Y el nieto, pssss, más o menos igual. Los tres con la misma edad. Los tres a sus veintipocos. Parecen hermanos y no abuelo, hijo, nieto. Los tres mirándose a la cara y hablándose de tú. “Esto, esto… cómo lo has hecho”. Al final, con la música in crescendo de nuevo, surgen las palabras: “SOMOS MAYORCITOS”. La peli termina entonces. El silencio se corta. El abuelo se abraza a hijo por un lado y nieto por el otro. Y, tras un arranque de tos seca, con su voz característica y cascada enuncia: “…bueno; tendremos que empezar por el principio…”.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Entrando en el cole




CASI TRES
Dame la manita, Andrea. Vamos, corre, ven, que ya llegamos tarde. Que no pasa nada, no seas tonta. Venga, la mamá te acompaña hasta la puerta. Mira, mira cuántos nenes y nenas. Halaaa, cuántos amiguitos vas a tener, ¿eh? Menuda suerte. Vale, mi chica. No hagas que me ponga triste. Ahora te doy un besito grande. Y en un momentito, que se pasa muy rápido, estoy viniendo otra vez a por ti y entonces ya me cuentas lo bien que te lo has pasado… Hacemos una cosa. Me quedo aquí esperando. Viendo cómo entras en clase. Desde la puerta. Yo me pongo donde tú me veas. Te miro todo el rato. Te saludo con esta mano. Y no me muevo nada, no te preocupes.

CASI OCHO
Si sé que me haces esto, llamo a la grúa municipal para que te levante, Andrea. Esto no puede ser, no. Lo de acostarse tan tarde para que por la mañana me montes el numerito de siempre no se va a repetir más. Hasta aquí ha llegado mi paciencia. Porque es que no vas cara al aire. Mírate, parece que vas a cámara lenta, hija. Ufff, qué horas se han hecho. Yo llego tarde ya. Empezarán sin mí la reunión… con la rabia que me da que luego me señalen… Pero después, en casa, arreglaremos cuentas tú y yo. Caramba con la niña ésta. No se me va a olvidar, no. Porque eso que me has dicho, que yo soy una “adicta al trabajo”,  eso, seguramente se lo has tenido que oír decir a alguien. No lo has aprendido tú por ciencia infusa, desde luego. Hale, venga, corre, que ya han debido entrar todos. En la puerta no queda nadie. Y arréglate el cuello de la chaqueta, que lo llevas torcido.

CASI TRECE
Bueno. Ya estamos aquí, Andrea. No te preocupes. Ni se me había pasado por la cabeza darte un beso en la puerta del colegio para despedirme de ti. Ahí, delante de todos. Una madre que besa a su hija. Qué horror. Hasta ahí podíamos llegar. No, claro que no me molesto. Tampoco quiero que te señalen tus amigas del alma porque te sigo acompañando cada mañana. Si quieres, de ahora en adelante, me quedo yo una calle más arriba, y así parece que vas tú sola. Bueno, ahora no hace falta que me digas mirando al suelo: “Mamá, por favor, no levantes la voz… que te oyen”.  Si oyen, que oigan. No estoy diciendo nada malo. Bueno, hija, que tengas muy buen día. Y escucha: Luego, te quiero directa en casa. Nada de entretenerte, ni ir a casa de nadie. Que nos conocemos. Mucho.

CASI DIECIOCHO
Madre mía, madre mía, lo rápido que ha pasado el tiempo. En un suspiro. Ahora sí que puedes decir que terminas una etapa. A partir de ahora sí que lo vas a notar. Sí que te vas a acordar de tu cole donde quiera que vayas… Si parece que fue la semana pasada cuando te traía de la manita al Jardín de Infancia. Y, mira,  esta tarde, tu graduación. Bufff, mi niña Andrea, cómo has crecido. Perdona, ¿llevas un pañuelo? No esperaba que me fueras a dar ese abrazo tan largo. Me has pillado desprevenida. Y me ha dado sentimiento. Ya ves. Tonta que es una. Bueno, hija, nos vemos luego. Hoy, al trabajo, que le den. Un acto como éste no me lo perdería por nada. Ya te aviso yo cuando salga de la pelu.

CASI VEINTITRÉS
He salido un poco a pasear para que me dé el aire en esta mañana de Domingo. No, no es casualidad que mis pasos me hayan traído aquí, a la puerta de tu antiguo cole. Está todo prácticamente igual en el sobrio eficio. Qué silencio más extraño. Sin griterío de niños por el medio. Cierro los ojos, y veo nítidamente cómo entrabas corriendo, con tu uniforme. Ahora los abro. No hay nadie en la plaza. Esta tarde, cuando me llames y hablemos unos minutos, te preguntaré qué tal ha ido tu semana. Pero no te diré que he venido hasta aquí. Ni tampoco que te echo terriblemente de menos, Andrea.

CASI TREINTA Y TRES.
Dame la manita, Andrea. Vamos, corre, ven, que ya llegamos tarde. Que no pasa nada, no seas tonta. Tu mami que diga lo que quiera, pero yo soy la mami de tu mami y sé muy bien cuál es el mejor camino para llegar a la puerta del cole. Mira, mira cuántos nenes y nenas. Halaaa, cuántos amiguitos vas a tener, ¿eh? Menuda suerte. Vale, mi chica. No hagas que me ponga triste. Ahora te doy un besito grande. Y en un momentito, que se pasa muy rápido, no te puedes ni imaginar lo rápido que se pasa, estoy viniendo otra vez a por ti y entonces ya me cuentas lo bien que te lo has pasado… Hacemos una cosa. Me quedo aquí esperando. Viendo cómo entras en clase. Desde la puerta. Yo me pongo donde tú me veas. Te miro todo el rato. Te saludo con esta mano. Y no me muevo nada, no te preocupes. 

domingo, 9 de diciembre de 2012

Chiquillero



I
Niego la mayor. A quien me diga que no soy chiquillero. Porque me ven casi siempre muy serio. Porque me voy por una punta en cuanto veo aparecer a los críos por la otra. Porque no soy muy de dar la manga para que luego me cojan el hombro. Porque, antes de que se pongan a jugar en la puerta de casa y den un balonazo al cristal, que me los conozco, ya estoy yo levantando la persiana y saliendo al balcón para que se vayan a otro sitio. “¡Con lo grande que es el pueblo y tenéis que venir aquí!”. Será por el caso que me hacen. Después de cerrar el ventanal, entro dentro, me siento junto a la mesa del despacho, trato de concentrarme y a los dos minutos justos, ya los tengo otra vez ahí, dando gritos y voces. Y entonces es cuando me pongo a buscar por los bolsillos ese imán que debo tener escondido sin saber dónde, ése que atrae hacia mí a los críos como el azúcar a las moscas. Dónde habré puesto los tapones para las orejas. Sí, dicen que no soy chiquillero. Los que lo dicen, para cambiar de opinión, seguramente esperarían que, ahora, me pusiera las botas de fútbol, los pantaloncitos cortos, y saliera a la placeta a regateármelos a todos.

II
EL ABUELO DE ALLÁ ARRIBA // -IBA!! // ES UN ABUELO MUY TONTO // -ONTO!!//  POR LAS TARDES QUIERE HACER SIESTA // -ESTA!!!// Y POR LAS NOCHES QUIERE JUERGAAAAA//.

Qué rebordes son. Mira qué serenata me están dedicando. Ni entonan ni tienen rima ni nada. Esto es cosa de alguno de sus padres, que estarán mirando por los quicios de las ventanas, aguantándose la risa, a ver si salgo. Van listos. Dónde había puesto yo los tapones para las orejas. No estarán muy lejos.

III
A Lucía no le podía decir que no. Me ha dado un beso en la mejilla, que no sé cómo no se ha puesto roja, (mi mejilla, no ella). Después se ha agachado y le ha dado otro a la niña, “pórtate bien, peque, que no me entere yo que le haces hablar a Nicolás”, se ha ajustado el bolso en el hombro, y ha salido bajando los escalones de dos en dos. No tenía con quién dejarla. Y ahí está la niña. Durante un par de minutos estamos los dos mirándonos, sin saber qué decirnos. Parece que, de un momento a otro, va a hacer pucheros. Ya va, ya va. Parece que se va a dar la vuelta, va a intentar abrir y va a salir a escape. Ya va, ya va. Y si hace eso, yo qué hago. Carraspeo. Le hablo alzando la voz y con falsete: “¿Quie-res di-bu-jar, Lu-ci-i-ta?”. Como si estuviera sorda o no entendiera el castellano. Se ha encogido de hombros, que es como decir que sí. Mientras he entrado en el despacho a por los folios, ha sonado un PLAAAAAAAM en toda la persiana. Son esos pequeños delincuentes que, si encalan la pelota, que no se molesten en venir a recogerla, porque se quedan sin ella.

IV
Qué cielo de niña. No dirás que da guerra. TOC-TOC. “¿Pasa algo, Luciita?”. Viene con un folio en una mano. Un boli en la otra. Y dos garabatos. “Me aburrooooo”, exclama. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres que te ponga un poco de merienda?”. Se encoge de hombros, que hemos quedado que es como decir que sí. Voy hacia la cocina, a ver qué hay por ahí que sea de su gusto.

V
Qué cielo de niña. TOC-TOC. “¿No te gusta el pan con chocolate?”. Ni dos bocaditos le ha dado. “Me aburrooooo”, dice de nuevo, “¿cuándo va a venir mi mami?”. Miro el reloj. No han pasado ni veinte minutos. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres ver la tele?”. No sé qué hacen. No sé qué dan. Ella dice que sí. Es decir, se ha encogido de hombros.

VI
Qué cielo. TOC. “Me aburrooooo”. Arrastro la silla y me levanto. Me paso la mano por la cabeza. A ver qué se me ocurre. Miro alrededor de mí. “¿Quieres que te enseñe el telón que tengo?”. ¿Un telón?”. Bueno, telón lo que se dice telón… Es un tapete. “El telón del millón de caras”. Luci abre sus ojos desmesuradamente. Se cree que estoy un poco chalado. “No estoy”, me escondo tras el telón. “¡Ahora sí estoooooy!”. Y pongo cara de payasete. Espero. Vaya. Le ha hecho gracia. Le ha chocado que un tipo tan serio como yo tenga esa vis cómica. “Otra vez no estoy”. Pausa. Expectación. “¡Ahora sí estoooooy!”. Vaya juego de cejas el mío. Luciita se  parte. Se troncha. A ver si se mea encima. La siguiente cara que pondré…  es total. Hincharé los mofletes. Allá voy. “Ahora no estoy”. Redoble de tambores, por favor. Intuyo que la peque contiene la respiración, estará pensando: “por dónde me saldrá el tío éste”. “¡Y ahora sí que estoooooooy!”. Menudo impacto. Carcajada total. Chispean sus ojitos. Vaya éxito. Después, a la noche, haré un autoshow ante el espejo. Debo de estar para no perderme.

VII
“Vámonos peque, que se hace tarde”, dice Lucía. La niña se queja: “Me duele la tripita”. “Eso es que tienes hambre, ahora enseguida mami te hará la cena”. “No, no: eso es de tanto reírme”. Yo estoy en mi línea, con mi cara de palo. “Anda, Luciita, anda, que tú también tienes unas cosas con el pobre Nicolás…”. A Luciita, le guiño un ojo sin que su mamá se dé cuenta. La chiquilla, bajando la escalera, se descuajaringa de la risa. Para que luego digan que no soy chiquillero.

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XCV
He estado al quite. Según los he visto venir por el fondo de la placita, he salido a su encuentro. El joven, al verme ha intentado esquivarme cruzando al otro lado de la calle, estirando la manita del pequeño. “Eh, un momento”, les he pedido. Se han quedado entonces quietos los dos. “Toma, chico…”, le he dado una pelota. Está ahora un poco deshinchada. “…este balón lo encaló tu padre hace unos cuantos años y no se había atrevido a pedírmelo”. Están petrificados. Cortados. El nano ha recogido el balón con entusiasmo. Al mayor, otrora niño gamberrete y cantor, le ha salido un atragantado: “grrrracias, señor”. Y yo me he dado la vuelta. Con una satisfacción de deber cumplido. Arriba, en casa, sólo me quedan ya por devolver tres balones. De reglamento.

XCVI
Es inconfundible. Es Luciita. Qué cielo. Qué mayor y guapa se ha hecho. Como su madre. Está manejando el móvil. Voy por detrás hacia ella. No me ha visto. Aunque hace frío, desanudo mi bufanda. Será mi telón. Me tapo, me acerco, y le digo: “¡NO ESTOOY!”.

XCVII
Osti tú, qué leche. Qué genio. No me ha dado ni tiempo a exclamar: “¡SÍ QUE ESTOOOOY!”. Gafas por los aires y ojo a la funerala. Me quedo aturdido. Ella, al percatarse de que soy yo, me ayuda a incorporarme, toda azorada: “Pero hombre, Nicolás, ¿cómo se te ha ocurrido? ¡Menudo susto me has dado”. Noto el escozor. Y la hinchazón me sube por momentos. “Disculpa, Luciita, esto me pasa por ser tan chiquillero… sólo quería sorprenderte con el telón del millón de caras… y la verdad es que lo he conseguido… porque esta cara que se me está quedando, seguro seguro, que nunca te la había puesto antes…”. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

Calcetines



I
Ya era hora. Casi no me lo puedo creer. Me embarga la emoción, me embarga. El señor Botate, subido a esa desvencijada escalera de madera que cruje bajo su peso y cualquier día se partirá, se ha encaramado a lo más alto del estante de la mercería, y a la palpa, con la mano, nos ha cogido. Luego, ha bajado en un difícil equilibrio, que no sé cómo no se va de morros, y con esa sonrisa confiadora que le sale, le ha dicho a la señora: “Llévese éstos. Hilo de Escocia. No aprietan. Son comodísimos. De ejecutivo. Y además, ahora, están muy bien de precio”. Por fin hemos salido a la palestra. La señora nos ha cogido con la yema de los dedos. Ha comprobado si el tacto que tenemos le gusta. Y ha dudado un poco. Pero menos mal, se ha decidido: “Bueno, va. Me los llevaré para que mi hijo los pruebe”. Hurra, hurra y tres veces hurra. Es algo que nunca había conseguido entender. No somos chillones. No tenemos rombos. No hay tejido como el nuestro. Y sin embargo, ahí estábamos. Mientras, entraban y salían cientos y cientos de imitaciones chinas mal acabadas a nuestro alrededor. Baratas. Minúsculas, para los pies que aquí se llevan. Y nosotros, ahí parados y olvidados, sin que nadie nos ofreciera ni nos solicitara durante un montón de tiempo. Por lo menos, desde que la gente contaba el dinero en pesetas. Mira tú si hace.

II
Se acerca el momento de la verdad. Hay que dar el callo. Cuando he visto ese pedazo de tío que mide casi dos metros, casi me deshilacho del susto. Tiene dos pies como dos barcas de remos. ¿Y ese portaviones lo tengo que enfundar yo? Viene directo a nosotros. Nos saca del plástico celofán que nos envuelve. Nos va a estrenar. Madre mía, yo me quiero ir corriendo.

III
Buenooooo,  no era para tanto. Cupe mejor que un guante de cirujano en una mano. Y ahora estoy en mi papel. Con una responsabilidad enorme. De interlocutor entre un pie y un zapato. De aduanero. No dejo pasar el frío hacia dentro. Ya se sabe que los peores catarros empiezan por los pies. En cambio sí permito la salida, puagg, de las sales sudodíparas. Comprimo pero no estrangulo. En un equilibrio perfecto. Cómo anda este chaval. Hay que ver, qué porte en la zancada. Aooop, aooop, marcando el paso. Cualquiera diría que llega tarde. A su mejor cita.

IV
No, si ya lo sabía yo. Tengo buen ojo clínico para estos temas. Después del gran paseo, que hasta perdí la cuenta de los kilómetros recorridos, ha venido el gran plantón. Por suerte para él, venía conmigo. Con otro cualquiera, le hubiera sobrevenido un hormigueo y una hinchazón de tobillo que le habrían obligado a buscar un punto de apoyo irremisiblemente. De repente, se ha puesto de puntillas y… momento histórico. Sí, de repente, un beso. Que cómo lo sé. Muy fácil. Con un beso se estremece desde la punta del pelo más tieso en la cabeza hasta la punta del dedo gordo del pie. Y ahí mismo, en torno a la punta del dedo gordo del pie, estaba yo para notarlo.

V
Glu, glu, glu. Vaya mareo, cuánta vuelta y  vuelta dentro de un mar de agua y espuma. Brrr, brrrr, brrr, tirito de frío, qué sensación de desvalimiento, empapado, aquí colgado de esta cuerda.  Jooooo, qué calor ahora. Qué tieso me estoy quedando. Cómo quema este sol atraído por el color negro de mi piel. No soy yo solo. Mis colegas también pasan por esto. Ufffff, vaya. Por fin nos recogen. Y me reúno con mi compañero de andanzas, hecho un ovillo. Hmmmmm, ahora huelo a fresquito. ¿Alguien me puede explicar de qué va todo esto?

VI
Cada vez que se abre el cajón, yo grito. “¡Eh, eh…  que estoy aquí! ¡Hola, hola! ¿No me ves?”. Una mano remueve por allí dentro, como buscando la bola premiada en un bombo. Finalmente, el cajón se cierra de nuevo. Hasta la otra. Esta vez tampoco he sido el afortunado. Porque soy muy competitivo, no acepto que no me elijan. Quiero ser el favorito. Siempre. Para estar así, estaba mejor en la tienda del señor Botate. Y me enrabieto. Pero con eso me quedo.

VII
Mi capacidad de adaptación es enorme. He tomado la forma de su forma. No soy lo flexible que era y no he vuelto a recuperar mi silueta apolínea. Puestas así las cosas, cabría exigir una correspondencia. Hemos recorrido mucho camino juntos y nos conocemos a fondo. Tanto, que con toda la fuerza del mundo, me atrevo a gritarle: “¡Córtate ya esas uñas, tío cochino!”. Falta que me oiga.

VIII
Yo estoy bien de milagro. Pero mi simétrico no pudo resistirlo. Sucumbió bajo el filo afilado del pesuño de la pezuña. Y acabó con una patata atomatada. O un tomate apatatado. Según se diga. Por mi parte, me sumo en la tristeza ante tamaña pérdida, irreparable porque no la han querido remendar. Eso sí, me niego a reconocerme como un viudo. Rotundamente. Si he de ser algo, prefiero que me llamen mejor desparejado.

IX  
Increíble. He tenido otras parejas de baile. Algunas ni se me parecen. Pero dentro de un zapato, y cubiertos por una pernera, eso ni se nota. El ritmo de cada día, lo llevamos igual. Bien o mal, pero igual.  

X
La habitación, con tanto trasto por el medio, necesitaba orden. Entonces ha entrado él y lo ha puesto a patadas. Menudo despeje. A mí me ha enviado de un puntapié al otro extremo, detrás de la pata opuesta de la cama. Donde no se me ve. La habitación, ahora, no tiene tanto trasto por el medio. Lo tiene por los cuatro lados.

XI
Sigo donde nadie me ve. ¡EEEEEEOOOOOOO, que alguien me ayude y me saque de aquiiiiiiií!

XII
Por cómo ha entrado. Por cómo anda. Por cómo resopla. Por cómo se deja caer en la cama. Le pasa algo. Pasan bastantes minutos. El chico suspira. Y exclama gimoteando: “Ay de mí, me siento como un calcetínnnnnn”. ¿Oigo yo bien? Éste, desde luego, no sabe lo que dice.

XIII
Aquí sigo, olvidado debajo de una cama. Tiempo, tiempo y más tiempo. Y mientras,  repaso mi vida, desde aquel día en que  las máquinas aquellas me tejieron. Si algo me sabe mal  a estas alturas es... es, por ejemplo, no haber estado un tiempecito más en la Mercería para poder disfrutar del guarrazo seguro del señor Botate el día que la escalera hubiera dicho basta. Ese momento, que a buen seguro se habrá producido ya, tiene que haber sido memorable. Y se me sacuden las fibras de risa al imaginarlo.

XIV
No soy yo de asustarme por nada a estas alturas. Pero te aseguro que casi me ha dado un síncope. Unos ojillos se han asomado. No, un gato, no. Y menos aquí. Unas orejillas puntiagudas. Un sombrerito de felpa. Una carita con los mofletes sonrosados. Un enanito. Un elfo. Un duende. Las tres cosas a la vez. Ha inspeccionado. Me he puesto en guardia. Tenso. Que ni me toque. Que no se le ocurra. Se ha deslizado por debajo de la cama. Iba en cuclillas para no darse con el somier. Es pequeñito, pero no tanto. Se ha fijado en mí. Me mira. Qué hago yo ahora. ¿Concentro el sudor de pies que acumulo y se lo tiro de golpe para anestesiarlo? Él me sonríe. Con dulzura. Y eso me desarma. Bajo de golpe la guardia. Lástima que yo sea tan grandote y no sirva para sus minúsculos piececillos. Lástima que yo no pueda hacer por lo menos de saco para irme con él, cargando dentro de mí su magia. Tira de mí con su manita. Y me arrastra suavemente. Me deja al pie de la cama, donde, sin duda, me verán, me rescatarán, y entraré en la rueda de la vida de nuevo. Luego me guiña un ojo, dejándome patidifuso. Me dice adiós, extendiendo su brazo, y después, desaparece, metiéndose por detrás del chifonier.

XV
Qué pasa, por qué pones esa cara escéptica. Si has asumido sin pestañear que soy un calcetín que piensa y tiene sentimientos, también podrás aceptar sin estridencias que quien me ha puesto de nuevo en la brecha haya sido un enanito, un elfo, un duende con las orejitas puntiagudas.  Mmmm. De acuerdo, a lo mejor no eran tan puntiagudas. No sé. No estoy ahora tan seguro de eso. Mira, aquí vienen a recogernos al tendedero a todos los desparejados. Biennnn. Ya era hora. Con el sol que cae y con lo negrito que soy, empezaba a estar socarradito.