domingo, 5 de agosto de 2012

El señor Mirón



I
Estamos cenando. Sólo se oye la tele y el ruido de los platos. De repente, CLAAAANK, mi padre tira los cubiertos encima de la mesa de golpe. Menudo susto. “Qué pasa, qué”, pregunta mi madre. “¡Esto no puede ser! ¡Ya está el tío cotilla de enfrente mirándonos otra vez!”. Murmullos. Qué impresentable. Siempre igual. Yo casi me atraganto. Él arrastra la silla. Se levanta furioso. Mi hermana Nieves estira el cuello. ”Quitaaa”.  Es que mi padre se ha puesto en medio y le tapa la pantalla. Va hacia el balcón. Grita: “¡Eh, tú…! ¿Por qué no vas y te miras donde yo te diga?”. Donde él dice es una palabra con agujero. Después baja la persiana. Pero con tanta fuerza, que se queda con la cinta en la mano, y como si fuera una guillotina, PLOOOOMMMM, ésta se viene abajo, toda de golpe. “Sabía que te la acabarías cargando”, dice mi madre. Él suelta dos palabrotas. Y se sienta de nuevo a la mesa. Ahora estamos a oscuras, sólo con la luz de la tele, pero, por lo menos el señor Mirón, por mucho que mire,  ya no nos ve. Podemos pues, seguir cenando.

II
Volvemos a casa con los brazos estirados y los hombros caídos de cargar las bolsas del súper. Yo voy diciendo: “¿Y si le cobramos una entrada?”.  Mi madre se ríe con mi ocurrencia. Pues a mí no me parece mala idea. Para empezar, si le dejamos la tele bien encarada, el señor Mirón puede ver hasta el fútbol, que es de pago. Después, lo que nos pase buenamente. Gran Hermano de Mediavilla. Somos una familia que damos mucho juego. Nieves, hija, cómete el pollo. Yo puedo ensayar con la guitarra de cara al balcón. Bordo “Entre dos aguas”, de Paco de Lucía. Y papá puede pedalear con la estática en el comedor con su maillot amarillo. Llegamos al portal. Mi madre registra en el bolso. Registra más. Cierra los ojos. “Mecachis, me he dejado la llave dentro de casa”. Huy, Huy. “¿Y ahora qué…?”, gimotea mi hermana. Hay que pensar rápido. “…pues ahora tendremos que esperar a que venga vuestro padre…”. Nieves propone: “…por lo menos que nos abra Desi, la vecina, y estamos dentro, en el rellano”. Yo reprendo, glup, a mi madre: “Desde luego, mamá, ya te vale…”. Ella me contesta: ”¡Oye, niño, si no me volvierais entre los dos loca, no me pasarían estas cosas!”. Y después me cae un buen chorreo porque mi currículum de despistes no es precisamente manco. Miro hacia arriba. Y claro, detrás de los visillos, ahí está. Como siempre. Atento. El señor Mirón. No puedo evitarlo. Le saco la lengua. Y de propina, le envío una pedorreta.

III
Es de lo peor que nos puede pasar. Que mi madre se encuentre a alguien y se ponga a hablar. Y a hablar. Parece que ya se despiden y qué va… vuelven a empezar. Nieves y yo nos impacientamos. Le estiramos la punta de la chaqueta.  “Mamaaaaá, ¿acabas ya? ¿podemos subiiiiir?”.  Es que estamos en la puerta de casa. Es que lleva así mucho rato. “Sí, Emi, sí, enseguida subimos”. Dice que sí, pero es que no. Venga el bla, bla, bla. De repente, una voz, desde un mirador en la finca de enfrente. “¡EHHHH, CUIDADOOOO!”. Lo he visto. Es el señor Mirón quien grita. Yo doy un pasito atrás. Lo justo. Al instante, CRAAASHHH, una señora maceta se estrella contra la acera en el lugar que yo ocupaba. Saltan cien pedazos. La tierra me salpica. Gritos en la calle. Me quedo blanco, blanco. Y me pongo a llorar. “Emi, Emi… ¿estás bien?”. Qué susto, qué susto. Sí, sí. No me ha pasado nada. Mi madre mira hacia arriba. “¡Desi, mala puta, esta vez sí que te has pasado…!”. “Ha sido un accidente, se me ha resbalado”, escucho que dice la vecina. La amiga de mi madre trata de contenerla porque ella quiere subir a por Desi, a comérsela cruda. Acude gente, mucha,  para enterarse de lo que ha pasado. “¡No ha matado a mi niño de milagro!”. Eh, eh, de milagro, no. Ha sido el señor Mirón, quien, atento a lo que pasaba, ha salido a escena, y me ha salvado.

IV
Yo se lo he insinuado a mi madre. Que deberíamos llamar a su puerta y agradecérselo. Después de todo, él me salvó. “…quita, quita, eso es como si le diéramos carta blanca para que nos siga espiando, al tío cotilla ése…”. Bueno, a pesar de su “no” tajante, sigo pensando lo mismo. Me he hecho un poco caguetilla. Será porque me he dado cuenta que la vida depende de unos milímetros. Y porque ahora bien yo podría ser el pobre Emi, el chico que murió de un macetazo.

V
La puerta chirria. Paso del ascensor. Estas escaleras son mucho más viejas y oscuras que las de nuestra finca. Subo de dos en dos. Cuarto piso. Llego con la lengua fuera. Él me espera en la entrada. Lo reconozco por los ojos. Los mismos que nos observan y vigilan infatigablemente a todas horas. Es un señor grandote y muy mayor. Me ataranto. Y ahora qué le digo. ¿Muchas gracias, señor Mirón? Hm, Hm. Él rompe el silencio: “¿Quieres pasar un momento?”. Hombre, una vez ahí, y habiendo hecho el esfuerzo de acercarme, como para decirle que no, que mejor vuelvo otro día.

VI
No sé por qué me imaginaba una casa vacía, sólo con unos enormes telescopios, con mirada infrarroja incorporada para la visión nocturna. Y con micrófonos capaces de captar hasta una leve ventosidad. Eso sería lo propio en el caso de mirones profesionales. Pero no. Ése es un piso normal. Con muebles normales. Con cuadros en las paredes. Feos, pero normales. Nos sentamos en el mirador. Uauhhhh. Vaya panorama. Yo, con mi afán de protagonismo, creía que el señor Mirón sólo nos espiaba a nosotros. Pero, dentro de su ángulo de visión, domina también perfectamente el piso de Desi, desprovisto ahora por orden judicial de su jardín botánico balconero. Mira por dónde, paso un rato entretenido. ¿Qué hace mi hermanita Nieves con las cuerdas de mi guitarra? Ya le diré, ya. Me armo de fuerzas para decirle al señor Mirón: “…esto, yo, quería agradecerle el grito del otro día. Creo que me salvó la vida”. El hombre sonríe. “No tiene importancia”. Para cuando mi curiosidad vence a mi vergüenza, me atrevo a preguntarle que a qué se dedicaba de más joven. Pero es ya muy tarde. Tengo que salir, si no, mi madre que es muy sufridora estará a punto de llamar a la policía. Me cuenta: “A mí me pagaban por mirar”. Jopeta, qué suerte. Qué interesante. Qué trabajo más bonito. Ahora me explico que tenga que seguir matando el gusanillo. Ya voy a bajar las escaleras, esta vez de tres en tres, cuando me añade: “…ten en cuenta esto: todo aquello que puedas haber hecho no existe si nadie ha visto cómo lo hacías…”.

VII
Pasan los días. Vuelve el buen tiempo. Regreso hacia casa. Repaso mentalmente todos los oficios que consisten en mirar. Un vigía en la almena. “¡que viene el enemigooooo!”. Bueno, el señor Mirón es mayor, pero no tanto. Un controlador que pasa las horas viendo puntitos en el radar que en realidad son aviones cruzando el cielo. Mmmm… Qué más, qué más. Llamo al timbre. Levanto la cabeza. Ahí está el tío. Siempre en guardia. De pie tras la ventana. Ahora, ni le saco la lengua, ni le envío pedorretas. Ahora, le sonrío. Cierro las manos. Y las levanto con el pulgar hacia arriba. Y él desde su atalaya, me devuelve el saludo. Claro que sí.

VIII
Mis padres me abren la puerta. Los dos. Dejo caer la mochila en el suelo. Mi padre me suelta: “¿Emi, sabes qué? Esta mañana la policía ha entrado en la casa del señor Mirón y lo han encontrado frito…”. A mí me pinchan ahora y no me sacan sangre. “…se ve que le dio un ataquito y llevaba así un par de semanas…”. Mi madre añade: “…los vecinos, al no verlo en tantos días, lo habían denunciado…”. Acudo presuroso al balcón. Me asomo. De puntillas. No puede ser. No puede. Mi padre resopla. “Era un pobre hombre. Pero, jolines, por fin vamos a poder cenar tranquilos con la persiana hasta arriba y el balcón de par en par”. Busco mi guitarra. Por dónde iba. ¿Entre dos aguas? Los dedos me tiemblan. No sé qué tal me saldrá.

IX

Qué sensación. Volver en Verano a encontrarme con el mar. Mi hermana me reta a una carrera hacia la orilla. Le saco a Nieves diez metros. Me quedo quieto. Absorto. Ni una ola. Ni una brizna de aire. La silla de los vigilantes de la playa está vacía. Nieves me tira ahora agua mezclada con la arena. “¡Vamos Emi! ¿Se puede saber a qué esperas?”. Inspiro profundamente. Aire con salitre. A qué voy a estar esperando. No se lo digo, pero lo pienso. A que llegue el Sr Mirón, se suba a esa silla y nos vigile. Entonces sí estaremos más seguros. Claro. 

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