domingo, 26 de agosto de 2012

Soy distinto

  Nebulosa IC59_63. Imagen cedida por OnoR


I
Podría haberme dado cuenta mucho antes. Pero es que tampoco me había parado a pensarlo. Ha sido en este preciso momento. Yo estaba ahí, sentadito en la butaca del cine, cuando se han encendido las luces, la gente se ha puesto en pie, recogía sus chaquetas, se desperezaba, comentaba que vaya pasote de peli, y empezaba a desfilar.  Mientras, en la pantalla subían de abajo a arriba los títulos de crédito, y sonaba una canción: “…Hay un amigo en mí…. Hay un amigo en mí…”. Entonces lo he visto todo claro, muy claro. Me he quedado en estado de shock. “Roque, hijo, espabila, nos vamos a casa”. Es mi madre, que me tira de la manita. Mi descubrimiento es muy fuerte. Así sí que encaja ahora mi rompecabezas. “¡Roque! ¡Vamos!”.  Miro a mi alrededor con otros ojos. “¡Venga, chico, regresa a la tierra!”. Reacciono. Nunca mejor dicho. Acabo de descubrir que yo no soy como los otros. Soy distinto. Como de otro planeta.

II
Practico ahora el ejercicio “Mirarme a mí mismo”. Papel en mano frente al espejo. Cómo me ven. Cómo me veo… Y cómo soy en realidad. Cualidades pictóricas aparte, porque me salen churros de los de mojar con chocolate, mi verdadera silueta es acampanada. Estoy cubierto de pelos verdes ásperos que los demás obviamente no perciben. Tengo los ojos muy rojos. Y la boca pequeña. Con dientecitos de sierra. No tengo piernas, floto. Y mis brazos son cortos pero extensibles. ¿Orejitas? Tampoco. Oigo desde cada uno de mis poros. Voy guardando en el cajón el cuaderno con mis autorretratos para así tener una perspectiva de mi propia evolución. Una vez, que yo sepa, mi madre me ha pillado estos garabatos. Los ha visto uno detrás de otro. Al final, ladeando la cabeza, ha suspirado: “Roque, qué bichos más raros pintas”. Sonrío. Y desde el espejo distingo claramente mis dientecitos de sierra.

III
Deduzco que mis paisanos planetarios, en su momento y tras sesudos estudios previos, determinarían que lo mejor para profundizar en el conocimiento de la raza dominante en este planeta cutrecillo, era enviar a un infiltrado. O sea, al menda. De mí podrían extraer mejor y más directamente informaciones valiosísimas que les ayudarían a tomar decisiones estratégicas en un futuro galáctico. El cómo lo hicieron es un misterio para mí. Y lo que tampoco sé es si habrán mandado a más topillos, repartiéndolos por toda la geografía, o conmigo se les ha agotado el presupuesto. Eso es lo que me faltaba. Proceder de un mundo sin muchos posibles. Desde mi ventana abierta de par en par miro hacia el cielo estrellado, esperando una comunicación nítida y directa. Roque llamando a base. Roque llamando a base. ¿Me reciben? Cuando parecía que sí, que iban a conectar, se ha abierto la puerta de golpe, “¡Roque, mecachis! ¡Cierra inmediatamente! ¡Con el frío que hace vas a pillar una pulmonía!”. “Pero, pero mamáaa…”. No hay peros que valgan. Empujón, cachete y para adentro. Y fin de conexión. Es lo que tiene ser distinto. Que nadie te comprende.

IV
Ella tenía razón. He pillado una pulmonía de campeonato. Estoy muy malito. Ahora los médicos me están atiborrando a pastillas que remueven mi estómago. Estoy machacado. Tumbado en la cama y sin casi poder moverme. Algo ha debido afectar la fiebre a mi cerebro porque, de forma borrosa, voy recuperando imágenes delirantes de mi mundo. Ahí circulan muchos acampanados verdosos como yo por galerías inmensas. Todos hablan el mismo idioma y se entienden. No como aquí, donde hay casi tantos dialectos como personas. Qué maravilla. De repente, otra vez la puerta. Mi madre. La de aquí. “Qué, cómo está el enfermito. Te traigo un zumo y el antibiótico”. Me incorporo. De malhumor. Me cuesta tragar. Si mis paisanos planetarios hubieran querido, me habrían enviado un rayo sensorial y en un microsegundo me habrían puesto bueno. Pero no les debe dar la gana y aquí llevo yo una semana molido. Por favor, por favor, que envíen ese rayo cósmico ya, que yo luego les guardo el secreto.

V
Venga, vale, sí, lo reconozco. Me gusta cruzarme con Amy en las escaleras del colegio. Cuando ella baja y yo subo al tropel con la lengua fuera. He llegado incluso a hacer tiempo si veo que aún no ha salido de su clase. “Id vosotros, que ya os pillo”. Lo importante es coincidir y que nuestras miradas se encuentren al menos un segundo. Trato de imponer la razón en mi desordenada cabeza. Mi amigo Ulises hace chufla, “pero cómo te puede gustar esa tía...”. Yo me hago el indignado. “¿A quién? ¿A míiiii?”.  A él le niego la mayor. Pero lo cierto es que los verdosos pelos que me cubren y sólo yo veo enrojecen por momentos. Dónde está esa fina barrera entre el no fijarse yendo a mi bola y el sentir desazón si ella no pasa. Dónde. Yo creo que hace ya tiempo que la he cruzado.

VI
Paso por el escaparate de la tienda de fotografía casi a diario. Me detengo y observo con envidia los telescopios. Con uno de esos, a lo mejor, se ve mi planeta. Aunque sea como una pulguita en el infinito. Emulo a ET. Mi casaaaaaa. Uli me da una palmada en la espalda: qué haces, tío. Yo me recompongo. “Acompáñame dentro,  que voy a preguntar”. Lo normal. A un chiquillo como yo, el dependiente no le hace ni caso. “Oiga, oiga”. Con desgana gira la cabeza. Cuánto vale por favor uno de esos. Cúal. Ése. Me dice una cifra. Astronómica. Por eso es un telescopio. Uf, uf. Salgo sin decir adiós. Uli detrás, “¡eh, espera!”. Concluyo: Soy distinto, sí. Pero en eso, en mi poder adquisitivo, me parezco a la mayoría de los mortales que habitan este planeta cutrecillo.

VII
Difícil de explicar. Lo que hago aquí, sentado en este banco, mirando hacia la luna menguante como un pasmarote. Hace veinte minutos que Amy se ha levantado y se ha marchado sin darse la vuelta.  Y no va a volver. No. Uffff, lo duro que ha sido decirle que no puede haber un “nosotros”. No me salía cómo. “Soy distinto”, le he confesado. La palabra “distinto” le ha bloqueado. Iba a contarle que no soy de aquí, porque me da que ha entendido otra cosa. Pero no me ha dejado. “Todo está dicho entonces”, ha acertado a decir. El aire que mueve mis pelillos verdes en la frente intenta aliviar mi tristeza. A los de las estrellas les digo: “Qué, cabrones, ¿estáis contentos?”. Sólo recibo silencio. El de siempre. Se supone que yo no debo saber quién soy y, en cambio, lo sé. Mierda, mierda y tres veces mierda.

VIII
Será el azar el que me ha llevado a recorrer medio mundo. Mientras tanto, sigo dibujando en las páginas del cuaderno la imagen que devuelve el espejo de mí. Voy evolucionando. Más ancho, más verde oscuro, más amargado. Visito ciudades superpobladas y aldeas desiertas. Mis paisanos planetarios estarán procesando un montón de información, y seguramente me aplaudirán con las orejas que no tienen. La misión estará resultando un éxito. Datos y más datos. Mientras, en esta Tierra cutrecilla, la gente pasa el tiempo cabreada, discutiendo y machacándose entre sí. Se mira al ombligo como si no hubiera nada más. No saben la que les puede caer encima.

IX
Ha tenido que ser bajando unas escaleras, esta vez las de un centro comercial. Yo subía, Amy bajaba. Nuestras miradas seguramente se buscaban desde hace tiempo y esta vez sí que se han reencontrado. Cuánto tiempo. Nos hemos quedado paralizados unos instantes. Yo por lo menos. Ya no importa a dónde iba ni de dónde venía. Será casualidad, porque no creo en la magia. Pero del altavoz de la juguetería ha emergido esa canción que desde aquella película en aquel cine he escuchado tantas veces. “…no necesitas a nadie más, porque hay un amigo en mí…”. Esta vez sí. No me lo he pensado. Me he puesto a su lado y hemos seguido andando juntos. Entonces he percibido por cada uno de mis poros auditivos una vocecilla metálica que nunca jamás antes había escuchado. Nunca. Y se ha puesto a decir: “Base llamando a Roque… Base llamando a Roque… Base llamando a Roque”. ¿Ahora? ¿Ahora aparece? Haré como que no oigo nada. Estiraré mi brazo, que yo solo sé que es corto y extensible, para abrazar a Amy con todas mis fuerzas. Y después le cantaré a todo pulmón: “Ooooh, sí, hay un amigo en miiiiiií….”.  Y a la base, que le den. 

domingo, 12 de agosto de 2012

Conversaciones con Pispancho




I
“No te lo tomes a mal, Samuel. El  chiquillo no está acostumbrado a verte. Ya verás que, en cuanto te coja un poquitín de confianza, no te lo vas a quitar de encima”. Samuel se muerde los labios y frunce las cejas. Sí, sí, pero no. Está claro que no aparece por casa, que se va cada Lunes cuando aún duerme el niño, y que vuelve cada Viernes cuando ya lo han acostado. Todo eso tiene que ser así. Pero es que es aparecer él, y el crío enchufar la alarma. ¡¡¡UAAAAAHHHH!!! Los vecinos pensarán que lo están matando. Y Sammy ya va para tres años.  Con esa edad, ya sabe bien lo que se hace. Samuel se levanta de la silla malhumorado. Se arrima para dar un beso al pequeñajo en la frente y la reacción es inmediata: “¡¡¡UAAAAAHHHH!!!”. “¡No, tranquilo, que no te toco!”. Gina lo zarandea: “¡Vale ya, Sammy! ¿Por qué le tienes que gritar así al papi?”. Qué le has dicho. Ahora sí que el nano se desgañita del todo. Mientras, Samuel sale del comedor, mueve la cabeza de un lado a otro, es que es eso, que este retaco no se porta así con nadie más, que si se cruza con alguien en la calle, aunque lo acabe de conocer, le hace fiestas. Y a él, en cambio, le suelta berrinches. Samuel va directo a mirarse en el espejo. Y aunque él se ve como siempre, un poco más gordo y un poco más calvo, su hijo lo tiene que ver como a un monstruo. Otra explicación ya no le cabe.

II
Se ha hecho la oscuridad en la habitación de Sammy. Se había aletargado, pero ahora abre los ojitos. Y se incorpora de un salto. En cuanto se percata de que se ha quedado solo, toma aire, que allá va el grito. Pero una milésima antes de que eso suceda, una voz cálida le susurra: “¡Chisssss, Sammy! ¿Qué es lo que te pasa, peque?”. Asustadito, gira el cuello. Mira. Mira más. No ve a nadie. “Soy yooo, Sammyyyy, soy Pispaaaancho”. Ah, bueno, Pispancho. Qué tiene de raro que Pispancho hable. En los dibujos de la tele hablan a todas horas. “¿No tienes sueño?”. “Nooo”. “¿Quieres que cantemos una canción?”. ¿Una canción? Psss. “Bueno, canta tú”. Sammy se chupa el pulgar. Manjar exquisito. Una, dos; un, dos, tres. El niño robot le dijo a su abuelaaaaaaa…
*****
Pispancho es ese pedazo de monigote de león con chistera y sin brazos que encontraron un día en la playa pringado de arena y algas. Estaba un poquito roto. Y seguro que antes había tenido una vida mejor y un nombre de película más conocido. Pero Sammy lo tuvo claro desde el principio. Éste es Pispancho. ¿Pispancho lo quieres llamar? Pues Pispancho. Lo enterró y lo desenterró trescientas veces. Lo tiró al agua para que la corriente se lo llevara y resultaba que  siempre volvía, empujado y acelerado por la cresta de las olas, boca arriba y con una sonrisa feliz. Pis-pancho. Pis-pancho. A la hora de volverse, con arena en los labios, en las orejas, y sobre todo en el culito del bañador, fue inútil intentar explicarle a Sammy que el león se quedaba. Que algún nene bueno lo echaría de menos y lloraría por él cuando, al darse cuenta de que se lo había olvidado, viniera a buscarlo y no lo encontrara. Un tremendo “UUUUAAAAAAAHHHH, yo quiero Pispancho” alertó a los socorristas. Gina miró a Samuel. A sus hombros de color rojito gamba. A su michelín cervecero al aire. A la tumbona en una mano, y la nevera de hielo en la otra. A la sombrilla plegada y sujeta entre antebrazo y costillas. A la bolsa con las toallas colgada de un hombro. Al bolso con cubo, rastrillo y pala que ese día no habían tocado, en el otro. “¿Te cabe algo más?”, le preguntó. Así es como el muñeco Pispancho, con sus treinta centímetros largos, llegó a su posición privilegiada en la habitación. De pie, junto al puf, exhibe para quien la quiera mirar, su sonrisa bonachona.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy. CATAPLOOOOOMMM. Suena un “ay, ay, ay, qué daño me he hecho… Coño, quién ha puesto el radiador en medio”. Y tras entreabrirse la puerta, sale Samuel. La luz del pasillo le ciega. Corre el sudor por su cuello y sus patillas. Hace mucho calor detrás de esa cortina. Se aclara la garganta. Y da una última mirada hacia la camita del niño. Míralo. Sueño reparador. Un bendito que no ha roto nunca un plato.

III
Desde la calle, Samuel acaba de llamar a la oficina al director financiero. Le indica: “Retrasamos la reunión media hora. Me ha surgido un imprevisto”. Luego se vuelve sobre sus pasos. Ha visto un letrero, un local, “Academia de la Dicción”. Duda. No duda. Finalmente, se ajusta la corbata, y entra para informarse.
*****
En la habitación de Sammy se escucha guirigay. Y carcajadas abiertas. El nano se suelta a hablar. “Uh, uh, uh, uh”, se oye decir al león manco. “Qué te pasa en la voz hoy, Pispancho: la tienes un poquito rara”. Hm, Hm. “¿A mí? Nada de nada, amiguito… es que lo mismo estoy acatarrado…”. Como loros. Hablan como loros.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy. CATAPLOOOOOMMM. Suena un “ay, ay, otras tú, quién coño ha puesto el radiador arrimado en la pared”. Y tras entreabrirse la puerta, sale Samuel renqueante. Esta vez, la garganta perfecta. Tuvo la precaución de guardar agua mineral detrás de su escondite. Mira con los ojos medio cegados el reloj. Casi la una. Cada vez aguanta más el renacuajo éste. Reflexiona. A los de la “Academia de la Dicción” que les den. Ni una sesión más. A Sammy no le gusta esa voz tan engolada. Ahora le dirige una última mirada. No le puede caber más ternura. Duerme con la cabecita en dirección a Pispancho y a su sonrisa feliz.

IV
Gira la llave de casa. Las semanas vuelan. Este Viernes viene con migraña. Tendrá que tomarse una pastilla luego. Se asoma a la habitación del niño. Apenas reconoce al espigado Sammy, con ese pelo tan largo. Cumplirá ya… ¿doce? No, trece el mes que viene. El chaval, que está haciendo deberes, no se levanta para recibirlo y apenas lo mira. “¿Y tu madre?”, pregunta. “No sé, por ahí estará, supongo”. No hay más saludos. No hay más nada. Hielo entre hijo y padre. Samuel entorna la puerta y arrastrando los pies, sale hacia el pasillo.
*****
Gina le está enseñando el boceto. “Así quedará la habitación de Sammy”. Samuel lo mira con interés. “Está chulo”, asiente. Lo más importante: esa cama de dos metros. En la que tiene ahora, o se encoge como un ovillo, o saca las piernas a la altura de las rodillas. Gina le pide: “Tendrás que hablar con él. Le he dicho que Pispancho tiene que ir fuera. Y me ha salido con que de eso nada… Yo por ahí no paso, Samuel. No pega para nada un muñecote roto y cutre en una habitación como la que le va a quedar, y con la edad que tiene menos… En la habitación nueva no quiero trastos”. Samuel respira hondo. Y sin decir nada, se levanta en busca de ese paracetamol que le tiene que despejar un poco los pinchazos de su cabeza.
*****
Tertulia en la habitación de Sammy. “Hoy me han puesto un examen sin avisar…”. “No me digas…,¿y qué tal lo has hecho?”. “De pena. No me había mirado nada…”. Minutos y minutos. Son, serán, casi las tres de la madrugada. No hay sueño. “Pispancho, escucha…”. “Qué pasa”. “Oye, lo mismo te tengo que esconder una temporada… A mi madre le ha entrado la manía de que, con la reforma de la habitación tú no cabes, y si yo no te guardo ahora, cualquier día vengo del cole y no te encuentro porque ella te ha tirado a la basura. Me la conozco”. Silencio. Silencio grave. “Haz lo que haga falta, Sammy, lo que haga falta”.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy. Con la botella vacía de agua en la mano y la vegija a punto de reventar, Samuel sale a escape, corre que no llego. Esta vez, cuestión de práctica, no ha tropezado… todavía. CATAPLUUUUUUMMM. La maleta, que había quedado en medio del pasillo.  Gina enciende la luz desde el dormitorio. “¿Te has hecho algo?”. Desde el frío suelo, estirado todo lo largo que es, él responde: “No, no”. Luego le añadirá que a Pispancho que no lo toque. Pispancho no se mueve.

V
Samuel va como un alma en pena. Vienen del aeropuerto. El pequeñín ha cogido un vuelo rumbo a Tondon para iniciar sus estudios en la Universidad. Ya estamos ahí. Hubo que pagar la penalización abusiva porque la maleta pesaba diez kilos más de lo permitido. En medio de la cola para el embarque, todo eran abrazos y efusiones. Entre los demás, claro. Sammy lo arregló con un escueto: “ya os podéis ir”. Y Gina entonces le recordó por enésima vez: “Llama cuando llegues”. Y así los dio por despedidos. Aún no habrá aterrizado el avión allá, y ya pesa mucho su ausencia. Samuel entra en la habitación del chico. Con un nudo en la garganta. Observa el que fuera su escondite detrás de la cortina durante tantos años. Muy mejorado. Con el banquito, que las piernas pesan. Con las botellitas de agua. Con la luz tenue de leds que apunta estratégicamente a Pispancho. Juraría que no sonríe hoy tanto. Se sienta en la cama larga de Sammy. Se tumba. Llevará como mucho cinco segundos mirando al techo, cuando escucha un nítido: “¡Chisssss, Samuel! ¿Qué es lo que te pasa, grandullón?”.  Su corazón le da un vuelco. Gira el cuello bruscamente. “Soy yooo, Samuel, soy Pispaaaancho”. Lo que viene a continuación es una risa floja. Una risa muy floja y una larga tertulia en la habitación de Sammy. 

domingo, 5 de agosto de 2012

El señor Mirón



I
Estamos cenando. Sólo se oye la tele y el ruido de los platos. De repente, CLAAAANK, mi padre tira los cubiertos encima de la mesa de golpe. Menudo susto. “Qué pasa, qué”, pregunta mi madre. “¡Esto no puede ser! ¡Ya está el tío cotilla de enfrente mirándonos otra vez!”. Murmullos. Qué impresentable. Siempre igual. Yo casi me atraganto. Él arrastra la silla. Se levanta furioso. Mi hermana Nieves estira el cuello. ”Quitaaa”.  Es que mi padre se ha puesto en medio y le tapa la pantalla. Va hacia el balcón. Grita: “¡Eh, tú…! ¿Por qué no vas y te miras donde yo te diga?”. Donde él dice es una palabra con agujero. Después baja la persiana. Pero con tanta fuerza, que se queda con la cinta en la mano, y como si fuera una guillotina, PLOOOOMMMM, ésta se viene abajo, toda de golpe. “Sabía que te la acabarías cargando”, dice mi madre. Él suelta dos palabrotas. Y se sienta de nuevo a la mesa. Ahora estamos a oscuras, sólo con la luz de la tele, pero, por lo menos el señor Mirón, por mucho que mire,  ya no nos ve. Podemos pues, seguir cenando.

II
Volvemos a casa con los brazos estirados y los hombros caídos de cargar las bolsas del súper. Yo voy diciendo: “¿Y si le cobramos una entrada?”.  Mi madre se ríe con mi ocurrencia. Pues a mí no me parece mala idea. Para empezar, si le dejamos la tele bien encarada, el señor Mirón puede ver hasta el fútbol, que es de pago. Después, lo que nos pase buenamente. Gran Hermano de Mediavilla. Somos una familia que damos mucho juego. Nieves, hija, cómete el pollo. Yo puedo ensayar con la guitarra de cara al balcón. Bordo “Entre dos aguas”, de Paco de Lucía. Y papá puede pedalear con la estática en el comedor con su maillot amarillo. Llegamos al portal. Mi madre registra en el bolso. Registra más. Cierra los ojos. “Mecachis, me he dejado la llave dentro de casa”. Huy, Huy. “¿Y ahora qué…?”, gimotea mi hermana. Hay que pensar rápido. “…pues ahora tendremos que esperar a que venga vuestro padre…”. Nieves propone: “…por lo menos que nos abra Desi, la vecina, y estamos dentro, en el rellano”. Yo reprendo, glup, a mi madre: “Desde luego, mamá, ya te vale…”. Ella me contesta: ”¡Oye, niño, si no me volvierais entre los dos loca, no me pasarían estas cosas!”. Y después me cae un buen chorreo porque mi currículum de despistes no es precisamente manco. Miro hacia arriba. Y claro, detrás de los visillos, ahí está. Como siempre. Atento. El señor Mirón. No puedo evitarlo. Le saco la lengua. Y de propina, le envío una pedorreta.

III
Es de lo peor que nos puede pasar. Que mi madre se encuentre a alguien y se ponga a hablar. Y a hablar. Parece que ya se despiden y qué va… vuelven a empezar. Nieves y yo nos impacientamos. Le estiramos la punta de la chaqueta.  “Mamaaaaá, ¿acabas ya? ¿podemos subiiiiir?”.  Es que estamos en la puerta de casa. Es que lleva así mucho rato. “Sí, Emi, sí, enseguida subimos”. Dice que sí, pero es que no. Venga el bla, bla, bla. De repente, una voz, desde un mirador en la finca de enfrente. “¡EHHHH, CUIDADOOOO!”. Lo he visto. Es el señor Mirón quien grita. Yo doy un pasito atrás. Lo justo. Al instante, CRAAASHHH, una señora maceta se estrella contra la acera en el lugar que yo ocupaba. Saltan cien pedazos. La tierra me salpica. Gritos en la calle. Me quedo blanco, blanco. Y me pongo a llorar. “Emi, Emi… ¿estás bien?”. Qué susto, qué susto. Sí, sí. No me ha pasado nada. Mi madre mira hacia arriba. “¡Desi, mala puta, esta vez sí que te has pasado…!”. “Ha sido un accidente, se me ha resbalado”, escucho que dice la vecina. La amiga de mi madre trata de contenerla porque ella quiere subir a por Desi, a comérsela cruda. Acude gente, mucha,  para enterarse de lo que ha pasado. “¡No ha matado a mi niño de milagro!”. Eh, eh, de milagro, no. Ha sido el señor Mirón, quien, atento a lo que pasaba, ha salido a escena, y me ha salvado.

IV
Yo se lo he insinuado a mi madre. Que deberíamos llamar a su puerta y agradecérselo. Después de todo, él me salvó. “…quita, quita, eso es como si le diéramos carta blanca para que nos siga espiando, al tío cotilla ése…”. Bueno, a pesar de su “no” tajante, sigo pensando lo mismo. Me he hecho un poco caguetilla. Será porque me he dado cuenta que la vida depende de unos milímetros. Y porque ahora bien yo podría ser el pobre Emi, el chico que murió de un macetazo.

V
La puerta chirria. Paso del ascensor. Estas escaleras son mucho más viejas y oscuras que las de nuestra finca. Subo de dos en dos. Cuarto piso. Llego con la lengua fuera. Él me espera en la entrada. Lo reconozco por los ojos. Los mismos que nos observan y vigilan infatigablemente a todas horas. Es un señor grandote y muy mayor. Me ataranto. Y ahora qué le digo. ¿Muchas gracias, señor Mirón? Hm, Hm. Él rompe el silencio: “¿Quieres pasar un momento?”. Hombre, una vez ahí, y habiendo hecho el esfuerzo de acercarme, como para decirle que no, que mejor vuelvo otro día.

VI
No sé por qué me imaginaba una casa vacía, sólo con unos enormes telescopios, con mirada infrarroja incorporada para la visión nocturna. Y con micrófonos capaces de captar hasta una leve ventosidad. Eso sería lo propio en el caso de mirones profesionales. Pero no. Ése es un piso normal. Con muebles normales. Con cuadros en las paredes. Feos, pero normales. Nos sentamos en el mirador. Uauhhhh. Vaya panorama. Yo, con mi afán de protagonismo, creía que el señor Mirón sólo nos espiaba a nosotros. Pero, dentro de su ángulo de visión, domina también perfectamente el piso de Desi, desprovisto ahora por orden judicial de su jardín botánico balconero. Mira por dónde, paso un rato entretenido. ¿Qué hace mi hermanita Nieves con las cuerdas de mi guitarra? Ya le diré, ya. Me armo de fuerzas para decirle al señor Mirón: “…esto, yo, quería agradecerle el grito del otro día. Creo que me salvó la vida”. El hombre sonríe. “No tiene importancia”. Para cuando mi curiosidad vence a mi vergüenza, me atrevo a preguntarle que a qué se dedicaba de más joven. Pero es ya muy tarde. Tengo que salir, si no, mi madre que es muy sufridora estará a punto de llamar a la policía. Me cuenta: “A mí me pagaban por mirar”. Jopeta, qué suerte. Qué interesante. Qué trabajo más bonito. Ahora me explico que tenga que seguir matando el gusanillo. Ya voy a bajar las escaleras, esta vez de tres en tres, cuando me añade: “…ten en cuenta esto: todo aquello que puedas haber hecho no existe si nadie ha visto cómo lo hacías…”.

VII
Pasan los días. Vuelve el buen tiempo. Regreso hacia casa. Repaso mentalmente todos los oficios que consisten en mirar. Un vigía en la almena. “¡que viene el enemigooooo!”. Bueno, el señor Mirón es mayor, pero no tanto. Un controlador que pasa las horas viendo puntitos en el radar que en realidad son aviones cruzando el cielo. Mmmm… Qué más, qué más. Llamo al timbre. Levanto la cabeza. Ahí está el tío. Siempre en guardia. De pie tras la ventana. Ahora, ni le saco la lengua, ni le envío pedorretas. Ahora, le sonrío. Cierro las manos. Y las levanto con el pulgar hacia arriba. Y él desde su atalaya, me devuelve el saludo. Claro que sí.

VIII
Mis padres me abren la puerta. Los dos. Dejo caer la mochila en el suelo. Mi padre me suelta: “¿Emi, sabes qué? Esta mañana la policía ha entrado en la casa del señor Mirón y lo han encontrado frito…”. A mí me pinchan ahora y no me sacan sangre. “…se ve que le dio un ataquito y llevaba así un par de semanas…”. Mi madre añade: “…los vecinos, al no verlo en tantos días, lo habían denunciado…”. Acudo presuroso al balcón. Me asomo. De puntillas. No puede ser. No puede. Mi padre resopla. “Era un pobre hombre. Pero, jolines, por fin vamos a poder cenar tranquilos con la persiana hasta arriba y el balcón de par en par”. Busco mi guitarra. Por dónde iba. ¿Entre dos aguas? Los dedos me tiemblan. No sé qué tal me saldrá.

IX

Qué sensación. Volver en Verano a encontrarme con el mar. Mi hermana me reta a una carrera hacia la orilla. Le saco a Nieves diez metros. Me quedo quieto. Absorto. Ni una ola. Ni una brizna de aire. La silla de los vigilantes de la playa está vacía. Nieves me tira ahora agua mezclada con la arena. “¡Vamos Emi! ¿Se puede saber a qué esperas?”. Inspiro profundamente. Aire con salitre. A qué voy a estar esperando. No se lo digo, pero lo pienso. A que llegue el Sr Mirón, se suba a esa silla y nos vigile. Entonces sí estaremos más seguros. Claro.