I
Podría haberme dado cuenta mucho antes. Pero es que tampoco me había parado
a pensarlo. Ha sido en este preciso momento. Yo estaba ahí, sentadito en la
butaca del cine, cuando se han encendido las luces, la gente se ha puesto en
pie, recogía sus chaquetas, se desperezaba, comentaba que vaya pasote de peli,
y empezaba a desfilar. Mientras, en la
pantalla subían de abajo a arriba los títulos de crédito, y sonaba una canción:
“…Hay un amigo en mí…. Hay un amigo en mí…”. Entonces lo he visto todo claro,
muy claro. Me he quedado en estado de shock. “Roque, hijo, espabila, nos vamos
a casa”. Es mi madre, que me tira de la manita. Mi descubrimiento es muy
fuerte. Así sí que encaja ahora mi rompecabezas. “¡Roque! ¡Vamos!”. Miro a mi alrededor con otros ojos. “¡Venga,
chico, regresa a la tierra!”. Reacciono. Nunca mejor dicho. Acabo de descubrir
que yo no soy como los otros. Soy distinto. Como de otro planeta.
II
Practico ahora el ejercicio “Mirarme a mí mismo”. Papel en mano frente al
espejo. Cómo me ven. Cómo me veo… Y cómo soy en realidad. Cualidades pictóricas
aparte, porque me salen churros de los de mojar con chocolate, mi verdadera silueta
es acampanada. Estoy cubierto de pelos verdes ásperos que los demás obviamente
no perciben. Tengo los ojos muy rojos. Y la boca pequeña. Con dientecitos de
sierra. No tengo piernas, floto. Y mis brazos son cortos pero extensibles.
¿Orejitas? Tampoco. Oigo desde cada uno de mis poros. Voy guardando en el cajón
el cuaderno con mis autorretratos para así tener una perspectiva de mi propia evolución.
Una vez, que yo sepa, mi madre me ha pillado estos garabatos. Los ha visto uno
detrás de otro. Al final, ladeando la cabeza, ha suspirado: “Roque, qué bichos
más raros pintas”. Sonrío. Y desde el espejo distingo claramente mis
dientecitos de sierra.
III
Deduzco que mis paisanos planetarios, en su momento y tras sesudos estudios
previos, determinarían que lo mejor para profundizar en el conocimiento de la
raza dominante en este planeta cutrecillo, era enviar a un infiltrado. O sea,
al menda. De mí podrían extraer mejor y más directamente informaciones valiosísimas
que les ayudarían a tomar decisiones estratégicas en un futuro galáctico. El
cómo lo hicieron es un misterio para mí. Y lo que tampoco sé es si habrán
mandado a más topillos, repartiéndolos por toda la geografía, o conmigo se les
ha agotado el presupuesto. Eso es lo que me faltaba. Proceder de un mundo sin
muchos posibles. Desde mi ventana abierta de par en par miro hacia el cielo estrellado,
esperando una comunicación nítida y directa. Roque llamando a base. Roque
llamando a base. ¿Me reciben? Cuando parecía que sí, que iban a conectar, se ha
abierto la puerta de golpe, “¡Roque, mecachis! ¡Cierra inmediatamente! ¡Con el
frío que hace vas a pillar una pulmonía!”. “Pero, pero mamáaa…”. No hay peros
que valgan. Empujón, cachete y para adentro. Y fin de conexión. Es lo que tiene
ser distinto. Que nadie te comprende.
IV
Ella tenía razón. He pillado una pulmonía de campeonato. Estoy muy malito. Ahora
los médicos me están atiborrando a pastillas que remueven mi estómago. Estoy
machacado. Tumbado en la cama y sin casi poder moverme. Algo ha debido afectar
la fiebre a mi cerebro porque, de forma borrosa, voy recuperando imágenes
delirantes de mi mundo. Ahí circulan muchos acampanados verdosos como yo por
galerías inmensas. Todos hablan el mismo idioma y se entienden. No como aquí,
donde hay casi tantos dialectos como personas. Qué maravilla. De repente, otra
vez la puerta. Mi madre. La de aquí. “Qué, cómo está el enfermito. Te traigo un
zumo y el antibiótico”. Me incorporo. De malhumor. Me cuesta tragar. Si mis
paisanos planetarios hubieran querido, me habrían enviado un rayo sensorial y
en un microsegundo me habrían puesto bueno. Pero no les debe dar la gana y aquí
llevo yo una semana molido. Por favor, por favor, que envíen ese rayo cósmico
ya, que yo luego les guardo el secreto.
V
Venga, vale, sí, lo reconozco. Me gusta cruzarme con Amy en las escaleras
del colegio. Cuando ella baja y yo subo al tropel con la lengua fuera. He
llegado incluso a hacer tiempo si veo que aún no ha salido de su clase. “Id
vosotros, que ya os pillo”. Lo importante es coincidir y que nuestras miradas
se encuentren al menos un segundo. Trato de imponer la razón en mi desordenada
cabeza. Mi amigo Ulises hace chufla, “pero cómo te puede gustar esa tía...”. Yo
me hago el indignado. “¿A quién? ¿A míiiii?”. A él le niego la mayor. Pero lo cierto es que
los verdosos pelos que me cubren y sólo yo veo enrojecen por momentos. Dónde
está esa fina barrera entre el no fijarse yendo a mi bola y el sentir desazón
si ella no pasa. Dónde. Yo creo que hace ya tiempo que la he cruzado.
VI
Paso por el escaparate de la tienda de fotografía casi a diario. Me detengo
y observo con envidia los telescopios. Con uno de esos, a lo mejor, se ve mi
planeta. Aunque sea como una pulguita en el infinito. Emulo a ET. Mi casaaaaaa.
Uli me da una palmada en la espalda: qué haces, tío. Yo me recompongo.
“Acompáñame dentro, que voy a
preguntar”. Lo normal. A un chiquillo como yo, el dependiente no le hace ni
caso. “Oiga, oiga”. Con desgana gira la cabeza. Cuánto vale por favor uno de
esos. Cúal. Ése. Me dice una cifra. Astronómica. Por eso es un telescopio. Uf,
uf. Salgo sin decir adiós. Uli detrás, “¡eh, espera!”. Concluyo: Soy distinto,
sí. Pero en eso, en mi poder adquisitivo, me parezco a la mayoría de los
mortales que habitan este planeta cutrecillo.
VII
Difícil de explicar. Lo que hago aquí, sentado en este banco, mirando hacia
la luna menguante como un pasmarote. Hace veinte minutos que Amy se ha
levantado y se ha marchado sin darse la vuelta.
Y no va a volver. No. Uffff, lo duro que ha sido decirle que no puede
haber un “nosotros”. No me salía cómo. “Soy distinto”, le he confesado. La
palabra “distinto” le ha bloqueado. Iba a contarle que no soy de aquí, porque
me da que ha entendido otra cosa. Pero no me ha dejado. “Todo está dicho
entonces”, ha acertado a decir. El aire que mueve mis pelillos verdes en la
frente intenta aliviar mi tristeza. A los de las estrellas les digo: “Qué,
cabrones, ¿estáis contentos?”. Sólo recibo silencio. El de siempre. Se supone
que yo no debo saber quién soy y, en cambio, lo sé. Mierda, mierda y tres veces
mierda.
VIII
Será el azar el que me ha llevado a recorrer medio mundo. Mientras tanto, sigo
dibujando en las páginas del cuaderno la imagen que devuelve el espejo de mí. Voy
evolucionando. Más ancho, más verde oscuro, más amargado. Visito ciudades
superpobladas y aldeas desiertas. Mis paisanos planetarios estarán procesando
un montón de información, y seguramente me aplaudirán con las orejas que no
tienen. La misión estará resultando un éxito. Datos y más datos. Mientras, en
esta Tierra cutrecilla, la gente pasa el tiempo cabreada, discutiendo y
machacándose entre sí. Se mira al ombligo como si no hubiera nada más. No saben
la que les puede caer encima.
IX
Ha tenido que ser bajando unas escaleras, esta vez las de un centro
comercial. Yo subía, Amy bajaba. Nuestras miradas seguramente se buscaban desde
hace tiempo y esta vez sí que se han reencontrado. Cuánto tiempo. Nos hemos
quedado paralizados unos instantes. Yo por lo menos. Ya no importa a dónde iba ni
de dónde venía. Será casualidad, porque no creo en la magia. Pero del altavoz
de la juguetería ha emergido esa canción que desde aquella película en aquel
cine he escuchado tantas veces. “…no necesitas a nadie más, porque hay un amigo
en mí…”. Esta vez sí. No me lo he pensado. Me he puesto a su lado y hemos
seguido andando juntos. Entonces he percibido por cada uno de mis poros
auditivos una vocecilla metálica que nunca jamás antes había escuchado. Nunca.
Y se ha puesto a decir: “Base llamando a Roque… Base llamando a Roque… Base
llamando a Roque”. ¿Ahora? ¿Ahora aparece? Haré como que no oigo nada. Estiraré
mi brazo, que yo solo sé que es corto y extensible, para abrazar a Amy con
todas mis fuerzas. Y después le cantaré a todo pulmón: “Ooooh, sí, hay un amigo
en miiiiiií….”. Y a la base, que le den.