domingo, 29 de julio de 2012

El capítulo perdido



I
PLAAAAM. He cerrado el libro con tanta fuerza, que si hubiera atrapado una mosca entre sus hojas, la habría enviado directamente al mundo bidimensional. Bostezo. Me desperezo. Miro el Mapamundi y compruebo el trecho que hay entre los Apeninos y los Andes.  Edmundo tuvo que haber dejado escrito un último fragmento guardado en algún cajón para redondear esta historia. Después de tanto sufrimiento, nos tenía que haber permitido disfrutar un poco más de la compañía de Marco con su reencontrada mamá. “¡Basiiiiiiiii!”. Ya está.  Me llaman. “¡¡BASIIIIII!!!”. Segundo toque. “¿BASIII….?”. Tercero. Sin esperar más, mi madre sube las escaleras. Abre de golpe. “¿Estás sordo? ¿Por qué no contestas? ¿Sabes la hora que es?”. Me encojo de hombros. “No te había oído”, me excuso. Ella prosigue: “¿Aún estás así, en pijama? ¿Cuándo pensabas ordenar el cuarto?”. Ya estamos. “Escucha, Basi, llevas mala marcha: Voy a entrar a saco y lo voy a tirar todo a la basura si no haces tú antes un poco de limpieza en esta leonera…”. Me imagino ahora que yo soy Marco y no Basi. Pienso: “¡Jopeta, mamá, que yo ya me afeito, que no me he cruzado medio mundo sólo para que ahora vengas diciéndome lo que tengo que hacer!”. Ella sigue en su línea: “…y no vengas después con que no te lo he advertido”. PLAAAAM. Portazo. Si llega a pillar a una mosca entre marco y canto, la bidimensiona. Desaparece. ¿Lo ves, Edmundo? A esto me refería. A que me falta el capítulo perdido.

II
Estiro el cuello. Desde mi ático con el tejadillo abuhardillado, en el que ya no sé cuántos coscorrones me he dado, hace ya un rato que me asomo. Intento ver si por fin aparece o no el cartero por el final de la calle con su R8 granate. Eh, ahí viene. Salgo en tromba. Crujen los peldaños de madera. Pulsaciones a mil. Dejadme paso. Abro la puerta de la calle. El cartero ya ha parado justo al lado. “¡Buenos días!”. Me envía una sonrisa amable. Me tiene fichado. Se adelanta a mi expectación. “Hoy no ha llegado nada para ti”. Entonces, mi ansiedad se torna decepción. Hoy tampoco. ¿Habrá mirado bien en todo ese montón de sobres que tiene desparramados en el asiento de detrás? Mira que a mí me da que este cartero es como yo, un poquito desastre. Cierro tras de mí. Y subo muy despacio los escalones. Con las manos vacías. Por el camino, dirijo una mirada sostenida de odio hacia mi madre, que guarda silencio. En qué mala hora nos tuvimos que marchar de allí, dejando mis amigos, mis ilusiones, mi todo; para venirnos aquí, donde no conozco ni conoceré a nadie, ni tengo ni tendré nunca nada de nada.

III
Otra vez. Mi madre. “¡BASIIIIII!”. Abro la puerta de mi celda. “Qué pasa”. “Ven, baja”. Me asomo con desgana. Hay visita. Su cara me suena. “¿Te acuerdas de este señor?”. Vagamente. “Es Polti, de la Compañía Trans Polti, de Gorroperdido”. Al instante lo ubico. Salida del pueblo, hacia Mardebé, a mano derecha. Un vuelco en el corazón. Un tipo que viene de allí, que ha estado allí hace poco. Y trae fotos. Se las quito de las manos. Las miro. Las remiro. Uf, esto está igual. Pero ahí, vaya cambio. Le acribillo a preguntas. Me contesta. Vuelan los minutos. No me he dado cuenta de lo rápido que han pasado. Reaparece mi madre desde la cocina y ofrece a Polti, “si puedes, quédate a cenar con nosotros”. El camionero se encoge de hombros. “Bien, vale”, accede. Que no se pare, que me diga si se sabe ya a qué artistas han contratado para las fiestas del pueblo que, como siempre, empiezan el 15 de Agosto.

IV
“Sal un poco, hijo. Que te dé el aire y el sol”. ¿Sol aquí? Ja, mi madre está de broma. “Ve al polideportivo… al cine… Agradece la oportunidad que tienes… muchos ya quisieran”. Le contesto que sí para que no siga dando la tabarra. Cuando me recluyo en la buhardilla de nuevo, murmuro: “El jilguero no aprecia su jaula de oro”, pongo a rodar el mapamundi, y de nuevo me dejo invadir por la nostalgia de Gorroperdido.

V
Es la primera alegría que me llevo desde que estoy aquí. En el porche de la entrada, me encuentro una vespino rojita de segunda mano, para que me mueva por los alrededores con soltura, aquí que las distancias son tremendas. Mi madre apela a mi responsabilidad y me hincha a advertencias. “Nunca hubiera querido que vayas en moto, pero entiendo que te hace falta…”. Yo, afirmo: “tranquila, mamá, que tendré mucho cuidado, seré cuidadoso y prudente”. Y en mi pensamiento, luce ya una sola pregunta: ¿Hasta dónde podría llevarme este cacharro?

VI
Plan A. He entrado en el pub para buscar a Polti. Lo pone claramente, aquí no se admite la entrada a menores. Pero es sólo un minuto. En la barra está él dando cuenta de una cerveza.  Mañana vuelve hacia el sur y pasado estará en Gorroperdido. Tengo la intención de pedirle que me lleve con él. Que le pago gasoil si hace falta. Que yo me escondo en la cabecera de su camión. Me mira con cara de lástima. “Me cae el pelo si hago eso”, contesta lacónicamente. Eso es un “no”. Siento mi orgullo herido. Me doy la vuelta, no le digo ni “buen viaje” ni “adiós”. Qué habrá querido decir el muy capullo. ¡Si ya está completamente calvo…!

VII
Plan B. Envuelvo el cerdito de barro en mi jersey y le pido perdón. Luego lo estampo contra la tarima y se parte en cien trocitos, pero sin estrépito. Recojo las monedas que dormían en su panza. Pensaba que había más. Pero buenas son. Pliego el mapa lo mejor que sé. Nunca se queda como cuando era nuevo. Y en la bolsa pongo lo justito. Un par de camisetas. Un par de mudas. ¡Jooooo…. peta!  Me acabo de arrear un coscorrón en la coronilla. Éste ha sonado. Bajo de puntillas la escalera. Los peldaños me quieren delatar. Crujen como si fueran a partirse. Contengo la respiración. Dejo el sobre encima de la mesita de la entrada, para que no se preocupen, para que me entiendan y me dejen ir. Cierro con sigilo. Infinitas estrellas en un cielo despejado. Frío de narices. Quito el caballete a la vespinito. La arrastro calle abajo. Trescientos metros. Ahora respiro hondo. Ya no hay vuelta atrás. Arranco. Me pongo el casco. Acelero. Siento hielo en las mejillas. Deben ser mis lágrimas, congeladas por el viento.

VIII
Sí. En esta Estación de Servicio la Vespino ha hecho “pof-pof”. El gasolinero, ante mi insistencia,  la ha mirado un poco por encima y ha concluido que se ha quemado no sé qué. “¿Y eso se arregla?”. Malo: ha puesto gesto serio. O sea, que la brava motillo ha dicho: “hasta aquí hemos llegado”.  La llevo dócilmente por el manillar hacia el aparcamiento. Le pongo el candado. He reventado a mi fiel corcel después de días y días de galope sin descanso. Cargo al hombro la bolsa. De repente, la silueta del majestuosos tráiler de Trans Polti irrumpe en el área de servicio. Yo tengo tiempo justo para esconderme detrás de unos coches. Por unos carteles que he visto en la cristalera sé que me buscan. El camión no se detiene. He distinguido la distraída cara del calvo Polti. Ha pasado el peligro. Se aleja. Se pierde en la línea del horizonte. Reemprendo mi marcha, ahora andando, por el arcén y con paso firme. Este sol es benévolo: se oculta detrás de unas nubecillas. Cabizbajo, pienso. A Gorroperdido, un avión, dos horas. Un camión, dos días. ¿Y yo? ¿Cuánto? ¿Y qué haré cuando llegue allí? ¿Dónde iré?  PLAAAAMMM. Con mis manos, acabo de bidimensionar una mosca. Ahora es cuando empiezo a creer que lo verdaderamente importante no es llegar a los sitios que más deseas, sino caminar por el trayecto que nos conduce a ellos… Ahora, ahora es cuando empiezo a entender, Edmundo, por qué dejaste guardado en el cajón aquel capítulo perdido.

lunes, 23 de julio de 2012

El guardián de mi secreto



I
“Pero, Lidia… ¿tú estás tonta?”, Tina se lleva las manos a la cabeza. Yo le digo que no, que ni un pelo. Me pregunta con aspavientos que cómo se me ha ocurrido contarle a Guiji lo mío. “¡Si ése es un cofundador de Radio Macuto!”, exclama. Yo niego la mayor. A mí no me lo parece. De verdad que no. Él y yo íbamos por el paseo. Y yo estaba que no podía más. Necesitaba quitarme un peso de encima. Y sí: Guiji me escuchó atentamente. Tina suelta: “¡Y tan atentamente: para no perderse un detalle y luego correr a contarlo!”. Fulmino a mi amiga. Le digo rotunda: “Yo confío en él”. Así de claro. Guiji es el guardián de mi secreto. Tina me pone la mano en el hombro y me dice: “Chica: la has cagado”.

II
Mis ojos están como platos en la madrugada. La luz de la farola se filtra por el troquel de las persianas. Me había dormido. Soñaba con Guiji. Yo ponía la mano en el fuego por él. Pero a los pocos minutos me quemaba. Y de inmediato la gente me señalaba con el dedo. Mírala, mírala: es ésa. La gente mala se reía de mí. Y yo les decía que no, que todo eso que habían dicho de mí era mentira. Ahí Guiji venía hacia mí y me ponía cara de circunstancias. “Lo siento mucho Lidia, era tan tentadora tu historia, que no me he podido contener: el mundo tenía que saberla”. Ahí sí le he dicho de todo. Bocazas. Traidor. Y le he gritado: “¡cabrón!”; pero ese grito se ha salido del mal sueño y ha retumbado en la habitación. Es por eso que, para volver a dormirme y entrar en esas pesadillas, prefiero que mis ojos sigan como platos en la madrugada.

III
Hoy tenía que salir de dudas. Ir a su encuentro. Y directamente, y sin tapujos soltarle: “Oye, Guiji, sé una tumba en este tema, ni media palabra a nadie, por lo que más quieras”. Pero de entrada, al acabar las clases, el tío ha salido zumbando. Y me ha tocado correr detrás de él por toda la avenida para poder pillarle. “Eh, eh, chavalín, dónde vas con tanta prisa”. Se ha vuelto hacia mí. Él no me miraba directamente a la cara. Mala señal. Creo que me ha dado una excusa. Y tartamudeaba. “Lo siento, Lidia, me espera mi madre y ya llego tarde… hablamos en otro momento”. Me ha dejado con la palabra en la boca el muy… No he tenido tiempo  ni de mentar lo de la tumba ni nada. Eso sí, según él se alejaba, a mí se me han encendido todas las alarmas.

IV
Es evidente que éste me esquiva. Hoy hemos estado en la playa por la tarde y él no ha aparecido. Después de mucho pensarlo y  repensarlo, me he decidido y le he llamado al móvil. Sí, se han cumplido mis peores presagios. No ha contestado. Todo el grupo está de juerga sentado en corro sobre la arena y yo aquí en la orilla queriendo que el mar me trague. A mi rescate han acudido Tina y Lara. Las dos tiran suavemente de mí,  “Anda, Lidia, vamos con el resto de la peña… ¿se puede saber qué te pasa?”. Sí, a vosotras os lo voy a decir, para que me repliquéis que aún me pasa poco y que ya me lo habíais advertido. 

V
Asumámoslo. Lo dicho, dicho está. Y a partir de ahora, a cuidar y medir mucho mis palabras. Le he dicho a Tina que a mí no me gustan las despedidas. Que yo paso. Ella ha contestado que vale, pero que igualmente viene a por mí para dar una última vuelta. Bueno, bien. Pero que sea cortita, que tengo aún mucho por recoger. “¡Chicaaaaa, que es para hoy!”, me grita desde el recibidor. Genio y figura. Aparezco arreglada y compuesta. “¿Qué tal?”. “¡Arrebatadora!”. Salimos a la calle. Hoy, para variar, Tina me propone ir hacia arriba, en vez de hacia abajo. Me da igual. Dentro de unos días no estaré por aquí; así que me lleve por donde me lleve Tina en este último paseo para mí estará bien.

VI
“¡Cabrones, cabrones…!”, es lo más fino que me ha salido. Parecía que no había nadie en el Bar. Ni el camarero siquiera. “Oye, ¿y tú aquí para qué me traes?”, le he preguntado a Tina. Entonces, todo  ha ocurrido a la vez; los compañeros han salido de detrás de los biombos. Aplaudiéndome y dándome vivas. A mí. Yo, roja como un tomate y con nudo en la garganta, no sabía dónde meterme. Cómo me hacéis esto. Os mato, yo os mato. Y al instante, casi en medio de todos, lo he visto. A Guiji. Y entonces lo he entendido. El porqué de su repentino distanciamiento. A él sí se le hubiera escapado, o yo se la habría adivinado, la sorpresa que se traía la peña entre manos. Me ha mirado largamente sin saber qué decirme. Y a mí no se me ha ocurrido otra cosa guiñarle el ojo, como quien dice, “oye, que ahora lo entiendo todo”. No lo ha cogido por ese lado la intempestiva Tina… “¿Lo veis? ¿Lo veis todos como el bocazas de Guiji había largado y nos ha reventado la sorpresa?”. Para bocas, la suya, la de Tina. Le he metido todo un canapé dentro, de una pieza, y no he tenido bastante para tapársela entera. Luego, he cogido la mano a Guiji, y he tirado de él para salirnos hacia la calle. Aire fresco. Ya que puedo elegir, escojo pasar el tiempo que me queda hasta mi partida con el fiel guardián de mi secreto. 

lunes, 16 de julio de 2012

Gymkana




LUNES
Con los ojos cerrados mejor. Tanta curva, tanta curva, que los jugos gástricos ya me están queriendo salir huyendo por arriba y por abajo. No es que yo tenga muchas ganas de hablar, pero la conversación del chófer éste que me han asignado es de nota. No dispara una el tío. Ahora mismo me zumba la cabeza. Debe ser por la mucha altura que hemos subido en tan pocos kilómetros. Y no dejo de darle vueltas a lo que hago aquí. A por qué me quedé en blanco. Yo. Sin reaccionar. Suerte que Leo se dio cuenta y estuvo al quite. Por eso no pasó nada. Luego, desde la Dirección, me recomendaron una cura de reposo. “Necesitas desconectar”. Tan sutil, tan sutilmente lo insinuaron que no he podido decir que no. A Jose Manuel también le pasó lo mismo. “Ante todo, no te preocupes lo más mínimo de nada, tómate el tiempo necesario”. Eso fue lo que le dijeron de forma balsámica. Él hizo caso. No se preocupó. Y ahora hace un mes que ya no está con nosotros porque le han dado puerta.
*****
Definitivamente, le tendré que decir al piloto de rallyes que conduce este todo terreno que pare un momento, porque tengo que despapillar. “¡Oiga…!”. Éste me mira y frena en el acto con derrapaje incluido en el precio. “¿Qué?”. “¿Puede parar un momento?”. “Sí, claro. Pero ya hemos llegado. Ya estamos”. Hace un ademán para que me apee. “¿Aquí?”.  Sí. Aquí. En esa  casita de abajo tengo que vivir los próximos días. “Que vaya bien. Nos vemos la semana que viene”. El cuatro por cuatro maniobra en un palmo de terreno. Se da la vuelta. Digo adiós con una mano. Con la otra cargo esa mini maleta que no hace falta facturar. Respiro hondo, todo el centrifugado estomacal me vuelve poco a poco al sitio. Mientras observo cómo se aleja, serpenteando camino abajo, justo por donde hemos subido, caigo en la cuenta, coño, la bolsa con el portátil y echo a correr. “¡PAREEEE!”. Las montañas me devuelven el eco de mi voz. Acelero el paso como si pudiera volar y alcanzar a quien me ha traído hasta aquí. Hasta que entiendo que no puedo más porque mis piernas pesan como jamones ibéricos y mis pulsaciones están al límite. Miro al móvil. Llamaré para que me lo traigan cuanto antes. Mierda. Sin cobertura. Tengo que subir a patita todo lo que he bajado. Lentamente asciendo. Snif, yo sin mi móvil y sin mi portátil, soy menos que nadie.
*****
La puerta estaba atrancada. Giro la cerradura. Chirrian las bisagras. Dónde están los interruptores. Enciendo la luz. Una simple bombilla cuelga de un cordón en un minúsculo pasillo. Huele a cerrado. No hace falta que inspeccione mucho. Un salón con cocina office y un minúsculo baño. Eso es todo. Dejo caer mi gili maleta en el suelo. Los armarios vacíos… ¿Dónde está entonces la comida en esta casa? ¿Para qué me pidieron una lista de lo que era de mi gusto? Me sobresalto. Miro hacia arriba. Hacia los rincones. Busco, no me extrañaría, alguna cámara. A lo mejor me están mirando. Veo una nota en la puerta. “La cisterna gotea”. Agudizo el oído. Ploc, ploc, ploc. Vaya, no me había dado cuenta. No tengo tele. No tengo radio. No tengo internet. No tengo nada. Me siento y cierro los ojos. Esto se me hará muuuuuuy largo.

MARTES
Ploc. Ploc. Ploc. La gota de los cojones no me ha dejado pegar ojo.
*****
Lo primero que hago, mirar el móvil. Por si hubiera cobertura aunque fuera pequeñita. Nada. Está muerto. Lo peor es que languidece la batería y entonces sí que va a estar muerto del todo. Si afuera, el mundo se para, yo no voy a saberlo.
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Lo segundo, al baño de la cisterna goteante. No tiene espejo. Será para no deprimirme con el careto que tengo y pongo. Me lavo las manos en agua congelada. Brrrrrr.  No hay toalla, claro, pero esto ya no me sorprende.
*****
Lo tercero, es que tengo hambre canina. Y esto ya es un tema muy serio. Por enésima vez, registro la casa, de arriba abajo. Tampoco hay tanto donde buscar. Y no encuentro ni una mísera miga de pan. Salgo fuera. Siento un frío importante. Doy un rodeo a la casita. Las hojas secas crujen bajo mis pies. Y mis intestinos rugen bajo mi estomaguito. A unos cincuenta metros, mi salvación. Almendros asilvestrados con frutos sin recoger. Corro como un desesperado. Me lleno las manos. Me lleno los bolsillos. Me procuro una piedra plana. Me machaco los dedos porque no estoy fino de puntería. Me machaco las muelas. Por lo demás, me doy un atracón y estas almendras verdes me saben a gloria.
*****
Sólo una vez el tiempo transcurrió más lento que ahora. Fue en la reunión con el presidente de la Compañía que me pilló entre retortijones. Cada segundo, como si fuera una hora. Sí, me acuerdo de todo lo malo que me tengo que acordar. Y concluyo que, si el mundo no fuera tan cabrón, a mí no me pasaría lo que me pasa.

MIÉRCOLES
Ploc, ploc, ploc. Gota cabrona, has colmado mi paciencia. Te vas a enterar.  
*****
Estoy satisfecho. Porque me he arremangado. He levantado la tapa de la cisterna. Y me he puesto manos a la obra. Ya no gotea la puta boya… Ahora lo que pasa es que cae el agua a chorro limpio. Me lo he terminado de cargar. Chapucillas que es uno. Pero lo más importante es que, dentro de la cisterna, y protegida por un sobre de plástico, he encontrado una nota que reza: “arriba huele que alimenta”. He salido de nuevo al exterior. He dado una, dos, tres vueltas a la cabaña. De puntillas, mirando el techo. Hasta que he visto una puertecita en el altillo del tejado. Ahí debía de estar. Después me he rascado el cogote. Cómo narices subir ahí sin una escalera. Sin una cuerda. He entrado de nuevo al interior. Una mesa. Y arriba una silla. Y encima un taburete. Hale hop. He arrastrado un trasto detrás de otro. Los he asegurado. Y con la seguridad de mi tembleque, me he encaramado. Cuando con la piedra con la que me machaqué ayer las uñas he movido el pestillo y la puerta se ha abierto, casi me voy de culo. El tesoro de Ali Babá no me habría hecho tanto impacto como esa bolsa de Mercachica llena de galletas, queso y fiambre. Por eso digo que ahora estoy satisfecho. Y del atracón que me he pegado, estoy que no me puedo ni mover.

JUEVES
Uff… Qué sueñoooooo. Ostras, qué de día es. He dormido como un tronco. Ya era hora. De un tirón y sin pastillitas. Por fin empiezo a entender cómo funciona esto. Una Gimkana. Alguien se ha encargado de escribirme papelitos, “la cisterna gotea”, “arriba huele que alimenta” y yo tengo que seguir la pista… Brrrrrr. Agua congelada para mi cara, a ver si me espabilo, caramba.
*****
Gymkana, Gymkana… Con lo malo que era yo para esto cuando era nano… Me he dado cuenta un poquito tarde… Hoy ya es Jueves y mañana me recogen… ¡No sé si completaré las pruebas! Pero, entonces… ¿dónde está el papelito con el que sigue el juego?
*****
Sí, soy yo. El que rebusca en la bolsa de la basura los envoltorios de lo que me zampé anoche.
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Arrugado, roto y manchado de aceite de lata de atún, el reverso del ticket del súper reza: “…en el atardecer desde el punto rojo a doscientos metros al sur de la cabaña”. Como con un resorte, he saltado, y he salido trotando, dónde narices estará el sur, si a mí todas las direcciones me parecen iguales.
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La montaña me ha devuelto mi voz. He gritado: “¡EU-RE-KAAAAAAA!”. Suerte que éste es un punto rojo para miopes. Quien lo pintó, lo pintó bien de veras. Quepo yo dentro. Al rico papelito, que aguardaba repleto de hormigas, dentro de otra bolsita. “…en el árbol que señale el sol al ponerse, esconde tu mejor recuerdo”. Siento la piel de gallina. El sol inicia su declive. El cielo se incendia y se oscurece a la par. Madre mía, aquí tendrían que poner entrada para presenciar tamaño espectáculo. De mi interior saltaría una ovación. Pero me contengo. Porque al mismo tiempo estoy pendiente, muy pendiente, del árbol señalado por el cual, hoy, se esconde el astro rey.

VIERNES
Hoy he visto cómo desaparecían las estrellas ante mis ojos. Im-pre-sio-nan-te.
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He ido corriendo hasta el árbol que ayer tarde despidió al sol desde mi perspectiva. Allí estaba el siguiente papelito. Y allí he escondido mi mejor recuerdo. Toda la noche en vela para elegirlo. Pensaba que no tenía ninguno. Y resulta que lo he tenido muy, muy difícil.
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Luego he vuelto hacia la pequeña cabaña. El móvil no está tan muerto. También sirve para pelar almendras. CLOC, CLOC, CLOC. Ricas, ricas.
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Han debido ser las gotas de agua de la bendita cisterna las que han agudizado mis oídos. Hace unos minutos que escucho nítidamente el motor diesel del cuatro por cuatro que se acerca a recogerme.
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Me he agazapado entre las hierbas. Corretean bichitos por mis antebrazos. Chissss. ¡No me descubráis!
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Suenan sendos portazos del coche. De un lado, el rey de la conversación, el sacapapillas. De otro, y esto sí que me sorprende, el mismísimo Leo, con unas gafas de espejo destellante. Qué detalle del compañero de trabajo. Me llaman a voces: “¡Brito, Brito!”. Yo, desde mi escondite, ni respiro. Se acercan a la casita, cuya puerta abierta chirria movida por la corriente de aire. Ahora verán mi nota escrita en la pared con carboncillo. Entran. Es mi turno. Corro hacia el vehículo. Menos mal. Abierto y con las llaves puestas. BROOOOM, BROOOOM. Con grandes zancadas, los dos tíos salen y corren tras de mí. Que corran, que corran. Yo sé lo que es ir detrás de este cacharro y no me han de pillar. Van empequeñeciéndose en el espejo retrovisor. Por cierto, vaya careto luzco. Cuando los pierdo de vista, freno. Derrapando, por supuesto. Miro hacia el asiento de detrás. Ahí está. Mi portátil. Bajo con cuidado. Cojo la bolsa. A la de una, a la de dos, a la de tres. Sale volando por los aires el puto portátil. Me sacudo las manos. Vuelvo al volante. Ahora lo que tengo que hacer es seguir la próxima pista. Tengo una curiosidad inmensa por conocer a quien escribiera su mejor recuerdo antes que el mío. Y en saber cómo prosigue mi vida, mi Gymkana. 

domingo, 8 de julio de 2012

Tus ojos hablan por ti




I
He salido a pasear a ver si me despejo, pero no. Cada vez estoy más embotado. Está peor que mal la cosa. Sólo hay que fijarse un poco en la cara de amargados que llevan todos. Cada uno va a su bola. Esto es un sálvese quien pueda y a los demás que les den. Y así no puede ser. Así no vamos a ninguna parte. Lo que yo digo: estamos tan crispados que, de cualquier roce, salta una chispa; y de tan secos que estamos, la violencia, que es inflamable,  prende enseguida. Y luego ese incendio se aviva con los vientos del odio. Y ya no hay quien lo apague hasta que todo se ha quemado. Jo, estoy seguro de que todo empieza con un poquito de amabilidad. Que costaría bien poco. Por ejemplo: Esa chica de ahí. Su cara me suena. Está mirando el mapa y por la expresión que pone, no se aclara. Seguramente no sabe dónde está, ni a dónde va. Y no hay nadie que se percate. Ni un alma caritativa que se ofrezca para ayudarle. Ostras, si es bien sencillo. Ejem. Allá voy. “Perdona, ¿te puedo ayudar? ¿buscabas algún sitio en concreto?”.  Bufff. Ella salta. Qué susto le he dado. Claro, no me esperaba. Sonrío con las manos abiertas, yo voy en son de paz. “Déjame ver, ¿dónde querías ir?”. Vaya, el mapa está escrito en oriental. Y ella no parece que hable mucho. “Veamos… ahora estamos… estamos aquí…y esta calle que cruza es ésta y tienes que tirar por esa otra”. ¡Bravo, Fito, qué bien te explicas!

II
Así tendría que ser siempre y entre todos. Pues que pase el siguiente. Que venga otro, que yo le tiro un cable si hace falta. Dentro de un orden razonable, se entiende. La tarde tiene que estar llena de gente que necesita pequeños favores. Oh, oh. Es esa chica otra vez. Si aparece por aquí es que no ha seguido mis indicaciones. Ésta se ha perdido, fijo. La llamo. “¡Eh, eh!”. Se gira. “…no te asustes, que soy yo… no tengo nada mejor que hacer… si quieres, yo mismo te hago de guía”. Me está poniendo un gesto que significa: “…no entiendo nada”. Y entonces, claro, me cuadra más. Hablaré más alto y más despacio. Y me ayudo para ello de las palmas de las manos. “YO, GUÍA. TE EN-SE-ÑO TO-DO ES-TO”. Anda, ven.

III
Hasta los recovecos por donde no transita nadie en Mardebé. Que no diga que no ha hecho un recorrido completo. No hay monumento que se precie al que no le hayamos dado tres vueltas. “¿TÚ TU-RIS-TA?”. La mudita me dice que “no” con las dos manos. “¿TÚ TRA-BA-JO?”. De nuevo un “no” gestual como respuesta. Por eliminación, sólo queda que sea estudiante. Yo la hago un poco más mayor, pero todo puede ser. “HAS VE-NI-DO A A-PREN-DER CAS-TE-LLA-NO”. Sonríe. Porque me entiende será. “SI QUIE-RES, YO TE EN-SE-ÑO”. No responde. Sólo me mira. “No te preocupes”, le digo de un tirón, “tus ojos hablan por ti”.

IV
Y yo a esta santa mujer cómo le explico lo que es una horchata. Si empiezo con que viene de  la chufa, me voy a meter en un jardín morrocotudo. Y lo de sorber con la pajita, pues tampoco ayuda mucho. Después de dos horas pateando la ciudad, llamando a cada cosa por su nombre, bien vale la pena sentarse en esta heladería y beberse algo fresco. Me extraña, eso sí, que ella no lleve un pedazo de cámara como toca. Nuestra conversación ahora es brillante, como no puede ser de otra manera. O hablo yo solo, por los codos, o nos limitamos a mirarnos con intensidad y escuchar el sonido ambiente que nos envuelve. Jugamos, sin haberlo pactado, a ver quién pestañea antes. Y me gana. Viene, ya está ahí, la camarera. Pido yo: “DOS LI-MO-NES GRA-NI-ZA-DOS, POR FA-VOR”. Así no hay lío.

V
Es tarde. Vaya, cómo ha volado el tiempo. Mudita ha señalado el reloj. Cae la luz del sol sobre nuestras sombras paralelas. “BUE-NO, ES-PE-RO QUE LO HA-YAS PA-SA-DO BIEN”. Ella sonríe. Esto sí lo ha pillado. Trago saliva. Me duele porque no habrá entendido cosas que le he dicho desde el corazón. Pero bueno, por otro lado me alegra porque seguramente tampoco habrá entendido cosas que le he dicho desde los pies, o sea, con muy mala pata. Del dispensador, estiro una servilleta. Escribo. “FI-TO”. Ése soy yo, me apunto con el pulgar. Y mi número de teléfono. “POR SI QUIE-RES, PO-DE-MOS RE-PE-TIR… DAR MÁS CLA-SES”. Aquí enfrento mis dedos índices paralelos y en horizontal, dando vueltas. “EN TRES TAR-DES, A-PREN-DES”. Tengo entendido que, para una guiri, que no habla ni jota de castellano, lo mejor es tener un novio nativo. Mmm…, no sé por qué pienso eso. Yo no soy un novio. Mientras, ella ha cogido otra servilleta. Y ha escrito. Con agilidad. Me la da. Leo. “RUTH”. Y un número de teléfono. Me lo guardo en la cartera. A la primera que pueda lo grabaré en mi móvil. Y será la prueba intangible de que la tarde de hoy ha existido.

VI
Pasan los días. Cada vez que el móvil ha sonado, mi corazón ha dado un vuelco, por si era Ruth. Yo estoy seguro de que me llamará, y escucharé su voz, y chapurreando tres palabras nos entenderemos: “Fito, más clases”. Mientras tanto, yo sigo con mi política activa, en plan Fito Amable. Espere, que ya le ayudo yo a bajar el escalón. Un momento, nene, que te ato el cordón del zapato. Siéntese usted, por favor. Hay quien lo agradece. Hay quien pasa, por supuesto. Pero llegará un día, más pronto que tarde, en que la amabilidad será altamente contagiosa. Y entonces la gente no entenderá cómo, en un tiempo pasado, pudo ser tan borde.

VII
No. Ya no estoy tan seguro de que me vaya a llamar. Lo mismo se ha ido. Cómo saberlo. Me atrevo. No me atrevo. Me atrevo. Marco los números. Da tono. Sí. Uno. Dos. Tres. Al cuarto contesta. Silencio al otro lado del móvil. Natural. Es ella. “¿MU-DI-TA?”, ¡Glup, menos mal que no me entiende!, “…SOY FI-TO”. No es cuestión de extenderme. Al tema. “MA-ÑA-NA, A LAS CIN-CO, EN EL MIS-MO SI-TIO”. Diez segundos más de silencio. Cuelga. Me pregunto si me habrá entendido. Espero que sí.

VIII
Pasan de las cinco y media. Estoy en el “mismo sitio”. Ahora pienso que no me entendió. Llamo a su móvil. Salta el buzón. A mi alrededor, pasa gente y más gente, con la misma cara agria de todos los días.

IX
 Al final me he decidido. A las seis y pico me he puesto a andar como si ella viniera a mi lado, por los lugares que me había propuesto mostrarle. Nos faltaban los espacios abiertos. Los extensos jardines de Mardebé. Me había aprendido para quedar bien incluso los nombres de algunos árboles. “A-CA-CIAS,  MI-MO-SAS…”.  Allá al fondo, donde el paseo de las Palmeras, distingo las casetas de la Feria del Libro. Queda un poco lejos, pero a falta de nada mejor que hacer, hacia allí encamino mis pasos.

X
No miro por mí. Busco algún libro sencillo, con letra grande, clara y palabras sencillas. Algo que Mudita pudiera leer sin excesiva complicación. Esto está bastante concurrido. Gente con bolsitas. Ociosos que miran mucho y no compran nada. Público variopinto. La gente se arremolina en torno a la caseta de la librería “Palabras”. Quién estará ahí firmando libros. Me puede la curiosidad. Me acerco. Me abro paso. Una fila de lectores enfervorizados se me tiran encima, “¡¡Eh, oiga, no tenga morro, a la cola!!”. Voy absorto. Delante de un gran cartel, una gran fotografía. Y entonces… ya decía yo que esa cara me sonaba.

XI
Es de noche. Llevo andando sin rumbo fijo unas cuantas horas. Vaya numerito he montado. La he llamado: “¡MU-DI-TA!”. Y al instante, ella, Ruth Amigo, la escritora del momento, ha dejado de firmar el ejemplar que tenía en la mano, y me ha mirado. Y la gente que había amontonada esperando el autógrafo, se ha vuelto en bloque hacia mí también. Quién es el tipo éste, habrán pensado. En un segundo, es como si la Feria del Libro se hubiera quedado quieta. En ese instante no daba tiempo a jugar a ver quién pestañeaba antes. En ella he interpretado una profunda tristeza. “TUS O-JOS HA-BLAN POR TI”, he dicho. Y ya me he dado la vuelta. El bullicio de la Feria, la música de la megafonía, todo ha vuelto a rodar. Me ha parecido escuchar un ahogado “Fitooo”, como si me llamara alguien. Pero, primero, no sé si era su voz porque casi no la conozco, y segundo, no sé si me llamaban de verdad. Yo, por si acaso, he seguido andando sin volver la cabeza.

XII
Sí, pasan los días. Supongo que me he recuperado algo del shock. Esta tarde, en una pequeña librería de barrio he comprado su libro. Y me he sentado en la misma heladería donde vine con ella. “HOR-CHA-TA, POR FA-VOR”. La camarera me ha mirado mal. Por qué habla este tío así. “Y U-NA PA-JI-TA”. Inmediatamente, me he enfrascado en la lectura. Escribe bien la condenada. Buuuf, cada vez que lo pienso: A una maestra del lenguaje pretendía yo darle clases. Resoplo. Sigo zambulléndome en el texto. No lo puedo dejar. Me interrumpen: “Disculpe, ¿para ir a la plaza de la Virgen?”. Me recorre un escalofrío. En el fondo esperaba que fuera ella, mi mudita. Pero no. Entonces, encendido por una chispa invisible, replico con fuerza: “¡Y a mí qué narices me pregunta… búsquese la vida!”. 

domingo, 1 de julio de 2012

El primer día después del último



I-A
Es el primer día después del último. Que no se note. Que no se diga. Millán lleva un buen rato despierto. A decir verdad, no ha pegado ojo. Tic, tac, tic, tac. Y ahora faltan unos minutos para las cinco. Se levanta como siempre, antes de que suene el despertador. Respira con fatiga. El corazón le late como si se le fuera a salir del sitio. Anda descalzo hacia el cuarto de baño. No, esas ojeras reflejadas en el espejo no las reconoce como suyas, aunque allí no hay nadie más que él. Siempre ha sido un poquito mal hablado, así que, hoy con más motivo, suelta un ronco y furioso: “Me cago en la puta, no me voy a quedar quieto, ni encerrado, ni voy a cambiar mis costumbres a estas alturas, joder”. Aunque ayer fuera su último día, terminara su contrato y hoy sea el primero en el paro, Millán se da una ducha casi fría y, como siempre,  antes de las cinco y media cierra la puerta de su casa y baja las escaleras camino del Bar Lo que tiene que venir. Efectivamente, que no se note, que no se diga: él no se tiene que quedar quieto.

I- B
Juan Sebastián no sabía cómo. Juan Sebastián, el Zurdo, no sabía cuándo. Mientras, el tío Millán no paraba. No callaba. “Zurdo, mira quién viene por ahí: la mujer del Tieso, que no sé qué le vio para juntarse con él”. Y el Zurdo, apenas levantaba la vista dos segundos, era verdad, ahí iba la mujer del Tieso. Dos segundos sólo porque ellos estaban a lo que hay que estar, terminando aquel tabique. “Ay, Zurdo, Zurdo, voy a encargar en Lo que tiene que venir una cazuela de conejo al ajillo y nos la tenemos que arrear mano a mano entre tú y yo dentro de dos Sábados”. A Juan Sebastián le pesaba la llana. Ya estaba bien por ese día. Dentro de dos Sábados… dos Sábados. Entre los dos se pusieron a limpiar bien las herramientas y a ordenarlas en las respectivas cajas. “Millán, escucha un momento”. “…A ti te tiene que gustar cómo preparan allí el conejo al ajillo.  El pan lo traes de tu pueblo, que como ese pan no  he probado en ningún sitio”. Ni caso. Insistió: “Millán…”. A ver cómo se lo decía. A la tercera, el tío Millán sí cambió el semblante: “Qué coño pasa” Fue cuando el Zurdo, los malos tragos de un sorbo, le soltó a bocajarro: “… que no te renuevan, Millán, que acabas dentro de dos semanas”. La mano izquierda, de normal firme haciendo honor a su mote, temblaba mostrándole un papel doblado. Entonces sí, Millán se quedó sin lengua y sin habla. Eran muchos años trabajando codo con codo, hombro con hombro. Tantos, que hasta a él se le había olvidado que el Zurdo era el jefe. Y que al jefe le tocaba decir “tú te vas a la puta calle” con buenas palabras. Se limpió el sudor con el antebrazo y sin esperarle, ni despedirse, salió de la obra. Y así, con la boca cerrada quien tanto hablaba,  dejó pasar los siguientes días.

II-A
El carajillo de anís quema. Pero no importa. En la tele, las noticias. “Joder, cómo están poniendo el patio estos hijos de puta”. El del bar está extrañado de la parsimonia que hoy muestra el tío Millán. Es que son casi las seis. Mientras, va disponiendo las sillas en torno a las mesas. Lo entiende todo cuando Millán, que apura hasta la última gota, le pide sin moverse del sitio: “Anselmo, ponme otro cuando puedas, haz el favor”.

II-B
A través de la claraboya de la puerta, Aurora lo vio venir hecho un toro. Era Juan Sebastián, que entraba sin llamar. “¡A mí, no me volváis a hacer esto, conmigo no contéis!”, bramó. La gerente alzó la cabeza de la pantalla del ordenador. “¿Se lo has dicho ya?”. Afirmativo. “Y qué”. “Pues no querrás que nos aplauda. Se ha quedado de piedra. No se lo esperaba”. El Zurdo se mordía los labios. “¿De verdad era necesario?”, levantó la voz. Aurora midió entonces sus palabras, evidenciando que su paciencia estaba acercándose al límite: “Lo hemos hablado ya unas cuantas veces… ¿a quién hubieras despedido tú? La plantilla tiene que adelgazar o nos vamos todos al pozo…”.  El maestro de obras permaneció un tiempo inmóvil, por si surgía un milagro, alguna solución no pensada antes por nadie. “…y ahora, Juan Sebastián, si me disculpas, tengo un montón de trabajo pendiente”. Salió el Zurdo aturdido del despacho, con la cabeza agachada y la moral tocada, “yo, para esto, no sirvo”.

III-A
Me cago en todo, a mí faena no me ha de faltar. No ha salido el día que me pille sin nada que hacer, joder. “¿Montero?(…) ¿No está?(…) ¿Y cuándo puedo encontrarle?(…) Sí, dígale que soy Millán. Me conoce. Somos amiguetes. Que me llame, o si no, ya le vuelvo a llamar yo. Venga, gracias”. Este Montero me lo dijo bien claro, “Millán, quiero que te vengas a trabajar conmigo”, porque sabe cómo trabajo. Pero yo soy un tío de palabra, aquí estaba bien y ya le contesté que por ahora no, gracias, que si eso ya le llamaría. Lo mismo me sale con que tiene la faena fuera de aquí. Ya ves tú. Donde sea,  donde me mande, a mí me da igual. La maleta ya la tengo a punto. “¡Anselmo…, coño, ponme otro chupito, que estoy seco!”.

III-B
Después de tantos años trabajando al lado del locuaz tío Millán, donde ni los tapones contra los decibelios conseguían amortiguar su verborrea, estas dos últimas semanas estaban resultando un suplicio para Juan Sebastián. Ni una palabra. Sólo gestos. Con la cabeza. Con las manos. Ni un hola. Nada. Mudo. Y había llegado la última tarde en la obra. Hora de terminar. De recoger. Y de no volver para Millán. Salió el Zurdo con un nudo en el pecho hacia los vestuarios, cuando, de nuevo, después de tantos días,  sonó la voz enérgica del tío Millán, que le llamaba: “Eh, Zurdo, quédate con mis herramientas. Tú las cuidarás”. Lo siguiente fue un rudo abrazo, y un sentido: “qué hijo de puta, que hijo de puta”.  

IV-A
Anselmo, el del Bar Lo que tiene que venir se lamenta. No sabe cómo lo hace, pero su clientela se compone de parados, separados, deprimidos y reprimidos. “Eh, tú, cabrón”, le replica el tío Millán, “¡eso no lo dirás por mí!”. Es cuando entra Juan Sebastián, con un carrito y dos abultadas cajas de herramientas. Sorpresa general. Pregunta: “¿No era hoy lo de la cazuela de conejo al ajillo? Aquí traigo el pan”. Millán se queda impactado. “…y a ver si encuentras sitio para nuestras cajas de herramientas, que de donde vienen no han de volver…”. Millán resopla. Al pronto no entiende. “Las cosas importantes no cambian”, le dice el Zurdo. El tío Millán reacciona. Salta de la banqueta. Grita: “¡Coño, Anselmo, coño, ¿aún no has hecho ni el sofrito?”. Y para Juan Sebastián, también tiene: “¡Joder, zurdo, sabía que eras tonto, pero no me imaginaba que tanto!”.