domingo, 24 de junio de 2012

Cerrado por Matemáticas


I
No ha podido dejar de oírlo. Y eso que hay bullicio en las mesas del Café el Teatro. Es Tirso Callao quien así se expresa: “…mi hijo pequeño tiene un examen de matemáticas el mes que viene… como no lo saque bien, no podrá pasar de curso“. Desde la otra mesa, mientras estampa sonoramente el pito doble en el mármol, Luis Aparicio, tercia en una conversación que no era la suya y saca pecho, “para mí las matemáticas no tenían secretos”. Callao, que es dueño de medio pueblo, le coge del brazo, y le espeta: “Oye, Luis… ¿y tú no podrías?”. De repente, el silencio. Luis Aparicio intenta escurrirse: dirá que no tiene tiempo. Pero no cuela. Por el montón de horas que pasa aburrido en aquel local, nadie se lo va a creer. Tirso Callao insiste: “…te estaría muy agradecido”. Balbucea. No va a poder, no va a saber decir que no. Asiente. De acuerdo. Bien, bravo, palmada en la espalda. A Aparicio le suda la frente. Mientras, los contrincantes les han cerrado a blancas. Y con la de puntos que le han cogido, la partida de dominó seguramente ha terminado.

II
La casa debe de ser grande. Luis Aparicio conduce a lo largo del pasillo al joven Jaime Callao. Todas las puertas están cerradas, menos la del fondo, que es donde está el despacho. Montones de libros se reparten sin ningún orden en las estanterías. El mirador que da a la calle tiene los ventanales entreabiertos. La mesa está abarrotada de papeles. Aparicio abre hueco apilando una montaña como las del Himalaya. Con sitio despejado, indica al chico que se siente. Éste saca una carpeta de su bolsa. Y un libro. “Veamos”, dice el señor Aparicio ajustándose las gafas. Relee el primer renglón del temario. Y el segundo. Respira hondo. Está en blanco como un folio sin usar. Pero espera que no se le note.

III
Qué hora más eterna. El señor Aparicio casi empuja al joven Callao para desandar el pasillo de la casa. Le despide apresuradamente. “Nos vemos pasado mañana”, le recuerda el chaval. Cierra la puerta, cierra los ojos, cierra la boca, cierra las manos. Qué mal trago. Esto le pasa por hablar más de la cuenta. Por presumir tantas veces de lo mucho que sabe y de lo bueno que es delante de tanta gente. Por exagerar para destacar. Un momento. Aparicio abre los ojos. Regresa hacia su despacho. De exagerar nada. Enumera con sus largos dedos. Rompió el travesaño de una portería de un soberbio zurdazo. Subió el puerto del Ragudo en un tiempo que nadie ha conseguido igualar. Ganó tres años consecutivos el Torneo Internacional de Ajedrez de Gorroperdido. Obtuvo las mejores notas en el Instituto de su promoción. Sacó sus oposiciones, las que él quiso, a la primera. Le dieron la mención de honor a la fotografía más impactante de Mardebé. Sí,  esa imagen en la que todos pensamos, la hizo él. Escribió poesía de culto en cuatro idiomas. Que también, que domina cuatro idiomas. Ahí están, para quien la quisiera repasar. Desmontó de forma inapelable la hipótesis de los agujeros negros, aunque se siga hablando de ellos. Fue consejero económico del presidente del  gobierno. Que mejor le habría ido si le hubiera hecho más caso. Luis Aparicio para. Es que le faltan dedos. Hoy no tiene ganas de salir de casa hacia el Café el Teatro. Evitará la ocasión de que le pregunten por su primera clase de mates al pequeño de los Callao. Por eso se dirige hacia la nevera. Para cenar se preparará algo congelado. Pero conste, además de todo lo anteriormente expuesto, también sabe cocinar como los ángeles.

IV
“¿Jaime? Sí, mira, que soy el señor Aparicio…”. Pone una voz grave, seria, de circunstancias. Le dice que hoy ha tenido que salir, que no está en Mediavilla. Lo siente en el alma, no podrán dar la clase. Que no se preocupe, que ya se verán la próxima semana. Luis Aparicio cuelga el móvil y se lo guarda en el bolsillo. Bueno. Lo que acaba de hacer no está del todo bien, pero al menos ha ganado un poco de tiempo. Deambula por el eterno pasillo de la casa y, al cabo de un rato, se decide a salir. Con tal de no pasarse por el Café el Teatro, para que no digan, lo tiene claro. Gira la llave para pasar el cerrojo. Aún no ha dado diez pasos, cuando en la primera bocacalle se lo encuentra de frente. Al pequeño Callao. Aparicio se atraganta. Le entra tos y se pone de todos los colores. Le han pillado con el carrito del helado. El chico no dice nada, pero lo mira con sus ojos enormes. “Qué bueno que te veo. Ya he vuelto. Vamos si quieres y repasamos las mates, que todavía estamos a tiempo”. Rueda de nuevo el cerrojo en la casa grande de Aparicio. La luz del pasillo se había quedado encendida. Vaya.

V
Hoy la partida de dominó en el Café el Teatro también se ha puesto cuesta arriba. Por detrás, ha recibido una palmada en el hombro. Joder, qué susto. “Qué, Luis, cómo va mi chiquillo”. Aparicio se ha descentrado. Tira la ficha, porque le tocaba. “Va bien, poco a poco, pero bien”. Tirso se da la vuelta, satisfecho. Y Luis, ostras Pedrín, se percata de que tenía el último cuatro, la puerta,  y lo ha tirado sin darse cuenta.

VI
La ecuación se les está indigestando. Es cuando Jaime Callao, levantando la cabeza por encima de los papeles himaláyicos pregunta que si esos altavoces tan grandes van. “¿Que si van?”, exclama Aparicio. Ha dado en una fibra sensible. “La membrana está hecha con el cartílago de la oreja de un elefante de la sabana africana… Escucha cómo suenan, escucha”. Ceremoniosamente ha preparado un vinilo de la ELO. Lo ha limpiado con una gamuza impoluta. Grrrrrrrr. A toda potencia. Las paredes han vibrado. Y los libros casi han salido sacudidos de sus estanterías.  I’m alive. “Estoy vivo”, ha subrayado. “Estoy vivo”.

VII
No hay por dónde coger esa integral. Mejor dejar que se vaya por donde ha venido y contarle de cuando él jugaba al fútbol de delantero. “No, señor Aparicio, no, creo que se hace con este cambio de variable”. El chico apunta. Luis se ajusta las gafas. Déjame ver. Asiente. “Sí, tienes razón, se hace así”. Es la tercera vez en lo que va de tarde que le enmienda la plana. Que el alumno sepa más que el profesor da rabia. Pero Aparicio lo disimula bien.

VIII
Habrá sido un ataque de amor propio. Desde que terminó la última sesión, Luis Aparicio apenas se ha levantado del despacho. Ha revisado sus viejos apuntes. Ha navegado por los embravecidos mares de internet, infestados de millones de explicaciones, pero casi ninguna la que él buscaba. Ha luchado contra el sueño a base de cafeína y lavados de cara. Como si fuera él mismo el que se tuviera que enfrentar (de nuevo) a un examen que quedó pendiente. Es una profunda transformación. De no saber cómo escaquearse ha pasado a contar los minutos que faltan para que suene el timbre de la puerta y aparezca, con ganas de trabajar y de hacer lo que se pueda, el pequeñín Jaime Callao.

IX
Ya se sabe el camino. Hacia dentro, al fondo, al despacho. Precediendo al maestro. Hoy se ha detenido un poco antes de entrar, como quien olvida algo. “Una cosa”, ha dicho el chico. “¿Todas esas puertas siempre están cerradas?”. Luis Aparicio se sorprende.  No esperaba esa pregunta. Ha mirado hacia el pasillo en toda su extensión. Es verdad. No las abre desde… desde que le sobrevino el apagón emocional. “Bueno… se puede decir que están cerradas por Matemáticas”. No comenta nada el estudiante. Aparicio tarda en centrarse unos minutos. Sabe que, lo próximo, va a ser, ya toca, abrir puertas y ventanas y que corra el aire.

X
Los últimos días antes de la fecha del examen, los esfuerzos se multiplican y se elevan a la enésima potencia. A Luis Aparicio le hubiera gustado tener un par de semanas más todavía por delante. Ahora, ahora que empezaban a dominar la materia. “¿Y de verdad se rompió el palo de la portería?”.  “¡Jaime, Jaime, por Dios,  no te me despistes ahora, yo te prometo que te cuento la verdad del travesaño en cuanto pase todo esto!”.

XI
Estaba tan impaciente que no ha podido evitarlo. Dónde se habrá metido este crío. A la tercera, a la tercera ha respondido a la llamada del móvil. “¿Jaime? Sí, que soy Luis. Nada, que como no me llamabas, quería preguntarte si ya sabes la nota”. Silencio. Luis Aparicio no mueve un músculo. Imposible adivinar si ha sido que sí, si ha sido que no, o si ha sido todo lo contrario.

XII
El camarero del Café el Teatro vuelve a la barra del bar, con la bandeja de copas vacías y la sonrisa en la boca. “Qué, qué es lo que te hace tanta gracia”. “…la última de Aparicio, qué va a ser si no”. El interlocutor acerca la oreja, “…cuenta, cuenta”. “¡…resulta que dice que él ha dado clases al Nobel de Matemáticas!”. ¡Pfffffffff!. Sale proyectado el sorbo de cerveza seguido de una carcajada. “…lo que pasa es que lo dice y se lo cree”. “Ja, ja, ja”. Suena en el ambiente el I’m alive, de la ELO. Luis Aparicio, que va a tirar su ficha se queda quieto al escuchar la canción. Un, dos, tres, segundos. Y dice a la concurrencia: “…así, así, suenan mal. Como de verdad se tiene que oír es con un altavoz con una membrana de cartílago de oreja de elefante”. Detrás, detrás de esto, va la caja de gaseosas, el seis doble, sobre el mármol. PLASSSS. Doce puntos menos. 


domingo, 17 de junio de 2012

A ninguna parte



I
Tenía la seguridad de que, una vez aquí, mi intuición me diría claramente hacia dónde dirigirme. Pero no. La estación está que revienta. No sé de dónde ha salido tanta gente al mismo tiempo. Saliendo, entrando, abriéndose paso. Altísima concentración humana. El caso es que esta multitud debe tener claro a dónde va. Y yo no. Lo que no puedo es quedarme quieto. Me empujan. Miro hacia los trenes y sus vagones. Todos me parecen iguales. Tengo una décima de segundo para decidirme. Qué vía escojo. Ésa. La más concurrida. Silba la locomotora. Los que vienen detrás gritan desesperadamente porque se ven fuera. No llegan. No caben. Aprisionan. Machacan. Agarro fuerte mi maleta. No pesa casi. Me abro paso. Me escurro. Me aúpo. Subo. Tercer aviso. Se cierran las puertas. Ayudo a la señora que venía pegada a mí, porque se quedaba atrapada entre las hojas basculantes. Los siguientes golpean desesperadamente. Esos ya no suben. Mueve la máquina. Suspiro. He tenido suerte. Supongo. Ya no hay vuelta atrás. La señora me agradece la ayuda. No ha sido nada. Ahora la sigo, en busca de algún hueco en los asientos del vagón. Eso, seguro, será más complicado.

II
El tren avanza perezosamente. No hay nada que echarse a leer. Así que sólo queda dormitar y mirar las caras que, poco a poco, van haciéndose familiares. La señora que subió conmigo in extremis, de tanto en tanto, me va haciendo preguntas y confecciona un traje con la que supongo es mi historia. “¿Estudiante?” Sí. “¿Has acabado el curso?” Sí. “¿Bien?”.  Más o menos. “Y ahora, irás a ver a tu novia”. No, no tengo novia. (Aquí he dado más información de la solicitada). Aún. (Y aquí, mucha, mucha más). Una parada. Varios pasajeros se apean. Otros nuevos aparecerán en unos segundos. Silencio en el andén. Silbido. En marcha de nuevo. “¿Y qué decías que estudiabas?” No, no lo había dicho. Físicas. “Ah. Qué casualidad. Mi marido es físico”. Qué bien. Tampoco le he dicho que un puto profesor me ha hecho odiar esta disciplina a muerte. Hasta dudo que vuelva en Septiembre. Me ha amargado de verdad. “Mi marido da clases en la Facultad. Lo mismo lo conoces. Se llama Isidro”. Supongo que ahora que menciona al innombrable es cuando me cambia la cara. “¿Y a dónde dices que ibas?”. Lo digo rotundamente, me sale del alma: A ninguna parte, señora. A ninguna parte.

III
Me he movido para estirar las piernas. Me sudaba el trasero al contacto con el escay del asiento. Discurro a través de un enorme espacio en una enorme unidad de tiempo. Bajan gentes. Suben. Bajan más. Curioso: las personas mayores cargan con mochilas y equipajes pesados. Los más jóvenes van casi de vacío. Busco mi maleta. La acerco a mí, que no se me despiste. Me parece que pesa un poquito más que cuando me subí a este tren. Figuraciones mías.

IV
Ejercicio para el aburrimiento. Voy a crear artificialmente un momento imborrable. A la próxima persona que aparezca detrás de la plataforma que conecta los vagones, no la voy a olvidar por mil años que viva. Aunque sólo la vea unos segundos y nunca más vuelva a cruzarme con ella. Atento. Es… es una niña. Grabo su rostro. Chiquita, no sé quién eres ni quién serás. Pero acabas de entrar en mi historia por la puerta grande.

V
Viene el revisor. Me busca a mí directamente. Muy educadamente me indica que yo, y estos dos señores grandotes que le acompañan, debemos bajar en la próxima parada. “Pero…”.  No hay peros. La compañía ferroviaria habilita un taxi, que nos trasladará a la otra estación, donde enlazaremos con la otra línea con la que proseguiremos nuestro viaje. Dicho y hecho. Es una sensación muy rara verme descendiendo de ese tren que tomé inicialmente, sabiendo que muy probablemente no me encontraré más a todos esos viajeros que han compartido conmigo tantos kilómetros. Cuando el último vagón se pierde en el horizonte, y el apeadero queda en silencio, una voz nos llama. Es el taxista convenido, que nos espera.

VI
Verdaderamente, ahora mi maleta pesa un huevo (con perdón). Bastante más que las de mis compañeros de conexión de vías. Ocupa casi todo el maletero. El taxi no es muy grande que digamos y nos apretujamos en el asiento de detrás. Siento sus alientos. Nos ponemos en marcha.

VII
“Ésta es la situación”, nos explica el conductor del taxi. “Son las seis y diez. A menos cuarto pasa el próximo tren. Si ustedes quieren asegurar el tiro, tendrán que abonarme tres mil euros para que yo me dé más prisa. De lo contrario, seguiré por el itinerario previsto, y ya no les garantizo que lleguen a tiempo”. Los mudos viajeros que me acompañan se alarman y tiran mano de su cartera. Eh, nada de eso. Esto es un chantaje en toda regla. Ni un céntimo para este cabrón. Me niego. “Además, yo conozco el terreno, y sé que estamos muy cerca de la próxima estación”. Por el retrovisor advierto una sonrisa borde del conductor del taxi. Y lo siguiente es que así, sin saber cómo ni de qué manera, habiendo salido de un apeadero solitario y fantasmagórico, nos encontramos ahora parados en un atasco de Domingo por la tarde.

VIII
Me bajo del taxi. Los dos mudos agigantados vienen detrás. Se fían de mí. Mi maleta me lastra. Me duele el hombro de tirar de ella. Si la soltara, seguro que iría más ligero. Pero no quiero. Ya he entendido que guardo todos mis recuerdos ahí dentro. Intento orientarme. Ahí, ahí hay unos letreros. Se me cae el mundo encima. Estamos mucho más al norte de lo que yo pensaba. En un promontorio. Y allá abajo se ve la vieja estación. Y ruge el silbido del tren. Se carcajea el taxista. “¡Las siete menos cuarto! ¡Teníais que haberme pagado!”. Vienen hacia mí los gigantes. Me van a hacer picadillo. Porque no llegamos. Porque el tren no pasa dos veces. Se me vienen los dos encima. Entonces grito. ¡¡¡NOOOOOOOOOO!!!

IX
Ha sido muy rápido. Me zarandean. “¡Isidro, Isidro!”. Doy un salto. Todo está oscuro. Aterrizo empapado en sudor. “Estabas gritando”. Sí, supongo que sí. Han desaparecido los mudos, el taxista. El tren que perdimos se ha quedado sin vías y se ha precipitado al vacío. Yo hubiera tenido que estar dentro. Tiemblo. Poco a poco vuelvo a mi realidad. En la habitación contigua duerme la niña del rostro angelical imborrable. Y aquí, al otro lado de la cama, tengo a la señora a la que ayudé a subir en aquel tren abarrotado. “…Isidro, siempre que vas a salir de viaje duermes muy mal o tienes pesadillas”. Es verdad. Tengo Congreso. Me levanto sin encender la luz. Tropiezo con la maleta, que pesa mucho. “Son los recuerdos, que me los llevo conmigo”, me digo. Ella me reprende: “Pero… ¡son las cuatro!… ¿se puede saber dónde vas a estas horas?”. No lo digo, pero lo tengo tan reciente, que me sale del alma: “a ninguna parte, mujer, a ninguna parte”. 

domingo, 10 de junio de 2012

Papel



I
Desde detrás de la cristalera de la cafetería Luna puede uno entretenerse a estas horas mirando la gente que transita por la acera. Circula un hormiguero humano en todas las direcciones posibles. Resuena un bullicio del que se escapan palabras sueltas que pueden formar parte (o no) de conversaciones interesantes. ¡Yeropaaaa!. Hay prisas. Corre, que llegamos tarde. Hay roces. Eh, a ver si miramos por dónde vamos. Caras comunes. Caras nuevas. Caras hostiles. Caras desconocidas. Sí, con todo eso puede uno pasar el rato si se sienta en una de las mesitas que se encuentran pegadas a la cristalera de esta céntrica cafetería.

II
Mal sitio pues es ése para quedar. Guadalupe lleva ya bastantes minutos esperando fuera. Respirando fuerte. Dando paseítos cortos. Estirando el cuello, porque parece que ya viene. No, falsa alarma. Se observa en el reflejo del ventanal. Va bien. El collar. El vestido. El bolso. Los zapatos, que le quedan un poquito altos. En ésas está, mirándose a sí misma, cuando por detrás aparece él,  Efrén. Uf, qué susto. Saludo frío. Intercambian unas palabras. Él mira su reloj y seguramente está disculpándose por el pequeño retraso. Ella es posible  que le conteste que no pasa nada, que también acaba de llegar ahora mismo. Segundos de indecisión. Él sugiere e indica la entrada de la cafetería. Y ella concede y afirma. Bien, vale, entramos. Empieza a sonar de fondo una canción de Mocedades, ésa que se titula, “Como Siempre”.

III
Desde la calle de las Olas, si los transeúntes que discurren ahora cargados con sus bolsas, o tirando de la correa de sus perros mirasen fugazmente hacia la Cafetería Luna, verían al camarero uniformado con su chaquetita blanca y su pajarita negra, depositando sobre la mesa un café largo para él y una taza de té con una jarrita de leche para ella. Y al lado un ticket, con la cuenta. Guadalupe se aferra a su bolso. Efrén no sabe qué hacer con las manos. “No has cambiado, sigues siendo tú… y yo sigo igual que siempre”, dice la canción.

IV
Bueno. Empieza a romperse el hielo. Efrén cuenta algo. Y ella lo corrobora sonriendo. Y lo apuntala con detalles. “¡Ah, claro, ahora me acuerdo!”, parece que exclama él. Algo le distrae. Un mensaje en el móvil. Lo mira apenas de soslayo. Pero ha perdido el hilo. Su gesto expresa un: Disculpa, Guadalupe. Por dónde íbamos.

V
Ahora hay bullicio en la cafetería Luna.  Voces, gritos, risas desde las mesas que están a reventar se unen al ruido estridente de los platitos que, una vez enjuagados, caen unos sobre otros y saturan acústicamente las canciones del equipo de música que al principio destacaban en el fondo de la cafetería. Ellos se han aproximado. Guadalupe habla, cuenta, se explica en un susurro y entorna los ojos. Él se muerde los labios. Participa con palabras cortas. Sí. Vaya. Traga saliva. Bufff. Hay follón, lo que se dice follón, y da la impresión de que en este momento, ellos están absolutamente solos en este ruidoso mundo.

VI
De tanto ir y venir, como si dirigiera una filarmónica, la mano ha dado de lleno en la tacita causando el desparrame absoluto. Clinc, clanc, catacrás, al suelo. Efrén se sofoca. Glup. Lo siento, lo siento. Se le ve el apuro en la cara. Busca servilletas de papel para contener la riada. No, no ha sido nada. Pero seguramente sí ha sido. Una mancha así de oscura sobre un vestido tan claro no es algo que pase desapercibido. El camarero de la pajarita ya está ahí mismo con un paño en la mano. Se ve que se lo veía venir y ya estaba preparado.

VII
A pesar la insistencia de Efrén, con elocuentes expresiones de: “no, que no, que de verdad que no”; el de la Luna ha traído otro café largo, que eso le puede pasar a cualquiera. A partir de ahora, él se cruza de brazos, para esconder sus desmanotadas manos. Y ella se retira un poco, por si acaso.

VIII
Oscurece en la calle de las Olas. Se han encendido los halógenos del luminoso. Guadalupe consulta el reloj. Huy, qué tarde. Hora de irse. Se levanta. Se alisa el vestido por detrás. Efrén le cede el paso. Paga ella. Él se queda en segundo término. El camarero devuelve el cambio. Una sonrisa amable, que los clientes son los clientes, y un hasta la próxima. Fuera en la calle, empieza a soplar un viento que se lleva volando el encantamiento que les poseía y les devuelve de un plumazo a la realidad de aquel Sábado que termina.

IX
Efrén ha sacado unos folios del bolsillo de la cazadora. Se los da a Guadalupe. Y le pregunta orgulloso: “¿Qué? ¿He estado bien en el papel?”. Ella le perdona la vida con la mirada. “De verdad, no. Has estado de pena”. Efrén se queda contrariado. Cómo que de pena. Y ella se explica: “Mira: para empezar, él nunca habría tomado café después de mediodía… y eso lo tenías bien explicitado en la primera página…”. Efrén se excusa: “…bueno, ya, pero…”. Guadalupe ya no se corta: “…además, estando conmigo, él no se distraería con el móvil”. Efrén, ahí,  no tiene excusa. “Y bueno, chico, lo del acento te lo has trabajado bastante bien… pero te doy un suspenso en la expresión corporal… has estado más tieso que un palo, y cuando te has movido ha sido para tirarme el café por encima”. Silencio. Ambos están en el paso de peatones, esperando la luz verde. Efrén encoge el cuello. Apenas le sale un hilillo de voz entrecortada, parecería que puede empezar a hacer pucheritos, “…entonces… ¿no me darás otra oportunidad? ¿no me volverás a llamar?”. Semáforo verde. Avanzan. Ella dice escuetamente: “No sé”. Sus caminos se bifurcan ahí. Más silencio. Con la de gente que pasaba hace un buen rato, ahora no queda un alma. “Guadalupe”, le dice él, “yo, a diferencia de ese capullo, te hubiera dicho que SÍ”. Ella encaja la frase como si no la oyera. Gira la cabeza y empieza a andar y no dice ni adiós. Seguirá sin entender por qué él se fue por mil veces que intente reconstruir aquel episodio. Efrén se queda quieto como una estatua mientras ella se aleja. Al tiempo, a Guadalupe le viene a la memoria ese final de la canción de la tarde, con coro incluido, in crescendo: “un segundo, y después, tú a lo tuyo y yo también, como siempre, igual que aquella veeeez”. 

domingo, 3 de junio de 2012

El cometa Diana


I
“¡Gaspar, sal a jugar al patio!”. Gaspar no quiere. Y si dice que no es que no. Se aferra a la pierna de su madre, tambaleándola. “Sí, mira, Gaspar, vete fuera, que allí está Diana”. ¿Diana? Palabra mágica. El niño estira el cuello para ver a través de la ventana. Pero no le hace falta ponerse de puntillas. Ni que se lo digan dos veces. Rápidamente, se da la vuelta y sale corriendo, Diana, Dianaaaa. Ahora quedan frente a frente la cuidadora de la Guardería y la mamá de Gaspar que, visiblemente enfadada, le recrimina: “Vosotras lo veis muy grandote, os creéis que es más mayor y así lo tratáis… pero por favor acordaos de que Gaspar tiene sólo tres añitos y tratadlo como lo que es: un pequeñín de treinta y seis meses…”.
II
Empieza la temporada de Verano. El grupo de chavales entra en tropel en el edificio de la piscina. Uno tras otro van dejando sobre el mostrador una moneda, son cinco pesetas, recogen la entrada y van; ellas por la izquierda al vestuario de las chicas; ellos por la derecha, al vestuario de los chicos. Es cuando llega el turno de Gaspar, que pasa tres cabezas a todos los demás. “Eh, eh, dónde vas tú grandullón… No cuela. Tú ya me tienes que pagar entrada de adulto. Son quince pesetas”. El chico no sabe cómo reaccionar. “Yo, eh…”. Por suerte, desde dentro, al percatarse, Diana ha vuelto sobre sus pasos. E interviene: “...Oiga, que él tiene nuestra edad”. “Ya, ya: es vuestro primo el de Zumosol”. “Gaspar… anda, enséñale tu carné de identidad”.  Sus dedazos apenas caben en los bolsillos de ese pantalón que ya le va quedando pequeño. Encuentra el documento, algo perjudicado. “Mire”. El conserje pone ojos de “si no lo veo, no lo creo”. Pero sí, con esa evidencia, le tiende el ticket, el infantil. Y le deja el paso franco. Gaspar se queda alelado mirando a Diana. Ella lo espabila de un grito. “¡Venga, chavalín, que se nos hace tarde!”. Con paso trascendente, el chico entra por la puerta de la derecha, murmurando: “Diana, te debo una, te debo muchas, te debo la vida”.
III
Lo tenían ya hablado. Él siempre le ha dicho que estudiará lo mismo que ella. Para estar más tiempo juntos. Para poder hablar más de lo mismo. Cuando ya atardece y el cielo se torna anaranjado, Diana, subida en un banco de cemento, para ponerse a la altura de sus ojos, le ha revuelto el pelo, y le ha dicho, “Gasparini, déjate de historias y no te obceques, tú tienes que estudiar lo que a ti te guste”.
IV
Luego ha transcurrido el tiempo. Y él ha tenido unas pesadillas de lo más extrañas. Juntos empiezan la escalada en bicicleta a un puerto de primera categoría. Como él es tan grande y tan pesado, ella pronto se va de rueda, en los primeros repechos, y le saca unos metros. Bastantes. Es verdad que en cuanto ella se percata, afloja y le espera. Él va reventado. Se ahoga. No llega a su altura. No le alcanza. Y entonces, envuelto en sudores y taquicardias, despierta sobresaltado. Y en medio de la oscuridad en su cama extralarga comprueba que el puerto de primera son un montón de apuntes que, por más que lea,  no sabe entender. Y que con los dos metros y pico que mide él ya, lo suyo nunca han sido las pedaladas.
V
Gaspar va con la intención. Le dirá: “Diana, por favor, por favor, no estudies cosas tan difíciles”. Cree que se lo puede pedir. Pero después, delante de ella, desde su altura, desde donde casi se tocan las estrellas más próximas, las cosas se ven con mejor perspectiva, por lo que ha agachado la cabeza, y con lágrimas en los ojos, le ha dicho: “Diana, sigue tú, que yo no sirvo”. Ella entonces, le ha revuelto el pelo, como le gusta hacer, y le ha dado un beso en la mejilla.
VI
Por lo menos, por lo menos, aunque ella empiece a alejarse de su órbita, él siempre estará ahí. Para protegerla. Para que nadie le haga daño. Como ahora, por ejemplo. Gaspar ha llegado justo a tiempo. “Tranquila, Diana, que a este tiparraco se le van a ir las ganas de molestarte para siempre”. Super-Gaspar lo ha cogido de la chaqueta, lo ha zarandeado como si fuera un pelele, y lo ha arrojado, tres metros más allá, de morros contra el suelo. “¡Gaspar! ¿Qué haces, bruto?”. Qué pregunta más rara ante un lance evidente. “¿No te estaba incordiando éste?”. Glup. La respuesta es “no”. Diana corre para auxiliar e incorporar al catapultado, “…pobrecito, ¿te ha hecho daño este cafre?”. Gaspar, ante la metida de pata, trata de sacudir al magullado el polvo a la manga de la chaqueta perjudicada. “Mis disculpas”, murmura. Y se aleja, parque abajo. Sin despedirse ni mirar hacia atrás. Uf, ni eso le queda. Diana no necesita desde luego el tipo de protección que él le puede dar.
VII
El tiempo, imparable, ha caído a capazos enterrando la memoria de lo que fueron. Él ha seguido teniendo sueños de lo más extravagantes. En el último, lee un titular de periódico. “El cometa Diana, visible con telescopio, regresa de nuevo”. Diana, Diana. Él espera entonces donde aquellos atardeceres anaranjados a que caiga la noche. Y, merced a su prodigiosa altura, avista un destello de luz. Brillante. En el horizonte. Inconfundible. Es Diana. Diana,  qué larga ha sido tu ausencia.
VIII
Empieza ahora otra temporada de Invierno. Un grupo de mayores entra en el edificio del balneario de la piscina cubierta. Uno tras otro van dejando en el mostrador un billete, son cinco euros. Es cuando llega el turno de Gaspar, que por fin se ha decidido a probar esas instalaciones. “Eh, eh, dónde va usted, grandullón. No me quiera pasar como jubilado que no cuela. Si quiere entrar, saque el ticket de adulto. Son quince euros”. Desde dentro, una señora menuda y encogida ha vuelto sobre sus pasos. “Oiga… este señor tiene nuestra edad”. “Ya, ya: seguramente es que se acabará de estirar la cara”. “…oye, enséñale tu carné de identidad”. Los dedazos de Gaspar, nerviosos,  escarban en los bolsillos. Encuentra el documento, que está muy perjudicado. “Mire”. El conserje alucina. Con esa evidencia, “dígame usted el secreto”, le tiende el ticket, efectivamente, el de jubilado. Y le deja el paso franco. Gaspar se queda alelado al reconocer a Diana. Ella lo espabila de un grito. “¡Venga, chavalín, que se nos hace muy tarde!”. Pero él, en vez de dirigirse hacia el vestuario, se acerca a ella, se encorva con gran dolor de lumbago, se pone a tiro para que Diana le revuelva el pelo, cosa que efectivamente sucede, y entonces exclama: “…a partir de ahora, iré a donde me lleve el cometa”.