domingo, 20 de mayo de 2012

Aquí no sobra nadie


I
“¡Iros a la mierda todos! ¿Me oís? ¡A la mierda!”. María Elena arroja los cubiertos. Arrastra la silla. “¡Me tenéis harta!”. Nadie osa pestañear alrededor de la mesa. Otro pronto de la niña. “¡Me dais todos asco!”. PLAAAAMMM. Portazo. Las pulsaciones se disparan. La madre se incorpora para ir detrás. El padre la retiene, “deja que se le pase”. El hermano tiene la cabeza clavada en el plato. Desde el comedor se oye: “¡Sois unos capullos! ¡Ojalá desaparecierais!”. Sí, se oye desde el comedor, desde la calle y desde la entrada del pueblo. Ahora parece que la tormenta amaina. De nuevo el cuchillo corta y el tenedor pincha el escalope. La jarra llena el vaso. Y en la tele dan noticias. “¡CA-PU-LLOOOOOOS!”. Sí, parecía que la tormenta se apaciguaba, pero sólo estaba tomando impulso.
II
Uf, qué de día se ha hecho. María Elena levanta la cabeza. ¡Las nueve ya! ¿Cómo es que mamá no le ha despertado? Pues si piensa que ahora ella va a ponerse a correr, la lleva clara. Va a llegar tarde a clase por su culpa y en paz. Y si le aprieta mucho, pues ni va. Así que, ojito con lo que dice y cómo lo dice. Legañosa y descalza, sale al pasillo. Qué raro. Qué silencio. “¡Mamáaaa!”, la voz le sale ultra-ronca. El llamamiento no obtiene respuesta. Nadie en la cocina. Los platos, testigos de la bronca de anoche, en el fregadero. Extraño. María Elena se vuelve hacia la habitación de su hermano. “¿Marcelo? Levanta que hoy no nos han despertado…”. Sorpresa. Nadie dentro. Y la cama sin deshacer. Cuatro pasos rápidos hacia la habitación de sus padres. Lo que veía venir. Tampoco están. María Elena se tapa la cara con las manos. Trata de barruntar lo que ha podido ocurrir. Algo ha pasado, que los tres han salido a escape. Es-ca-pe. Se asoma a la ventana, por detrás de la persiana. El coche sigue aparcado en la puerta. Busca en la mesa del recibidor alguna nota. “Vaya, os habéis conchabado y al escondite jugamos”, exclama. “…cuando os encuentre luego, os vais a enterar”. Hay hambre, que ayer se fue a dormir sin cenar. Acostumbrada como está a encontrarse el desayuno sobre el mantel, se pregunta, “y en esta puñetera casa, dónde están las cosas…”.
III
Algún ladrido. Algún gorjeo. Algún gato agazapándose entre las hierbas. Pero lo demás, silencio absoluto. Y un día espléndido. Tranquilidad en Gorroperdido. La cancela del colegio está abierta. María Elena se afana, porque pasan de las diez y tampoco entrará en la segunda hora. Llama tímidamente a la puerta de clase. Pasa. Huy, huy, muchos huecos en los pupitres. Busca a su amiga del alma, Katia. Se sienta. En voz bajita, Katia le dice: “…han faltado muchos chicos a clase… y algunos profesores… no se sabe por qué… a mí me tenías muy preocupada… ya pensaba que tú tampoco ibas a venir”. Katia le estrecha el brazo a su amiga. María Elena mira en torno a ella. Qué casualidad. Precisamente faltan los sujetos que a ella le caen fatal. Todos. Los que no puede tragar. Chispa en sus ojillos. Empieza a entender de qué va la cosa. “Mi vida sin capullos”, murmura. Katia le pregunta, “eh, qué dices”. “Nada, nada”. Ahora María Elena marca las sílabas, sin ningún sonido: “Mi vida sin capullos… Qué interesante”.
IV
A la salida del cole, el panorama es distinto. En el ayuntamiento hay cierto revuelo. Dos furgones policiales. Un montón de vecinos se agolpan junto a la puerta. Con ansiedad. El buen alcalde intenta mantener el orden. “Se hace lo que se puede”. Es que es mucha gente la que, de repente, falta de sus hogares. María Elena cruza de refilón, bajándose de la acera. No sabe qué hacer. ¿Ponerse ella también en la cola y denunciar que se ha quedado sola? Mmm… Le apetece más llegar a casa, ponerse cómoda y jugar un ratito a la videoconsola.
V
Cualquier ruidito sobresalta a María Elena. En cualquier momento pueden aparecer. Y fin de la broma. Y lección aprendida. Eso espera. No creía que la oscuridad en medio de una casa tan vacía pudiera ser tan aterradoramente desagradable. Desiste de irse a la cama. Se queda acurrucada en el sofá. En la tele dan propaganda en la que venden cosas que no sirven para nada. Y la luz se queda encendida, por si acaso.
VI
Vaya. Otra vez qué de día se ha hecho. Pasan de las nueve. Le duele todo a María Elena, empezando por el cuello. Antes que nada, por si esto era una pesadilla, que lo tiene que ser, lanza voces, “¡mamá, papá, Marcelo, ya os vale!”. Pasa revista a las habitaciones. Siguen vacías. Nada. En la cocina continúan los platos amontonados, que no han tenido la decencia de lavarse solos. Ahora ya sabe dónde están las galletas. Sí, en el mismo sitio que se las dejó. Desayuna con hambre, se arregla y sale. El coche ahí está, aparcado y sin moverse, en el mismo sitio.
VII
Día monótono en el cole. Hoy sí le han preguntado por Marcelo. Con una calma que ni se reconoce, María Elena ha contado al director que se ha ido unos días a la capital, a Mardebé. “Cosas de médicos”, ha explicado según se le ha ocurrido. Katia, que estaba justo al lado, ha puesto cara de sorpresa mayúscula, “no me habías dicho nada…”. María Elena se frota los ojos, porque la cosa se está liando cada vez más.
VIII
María Elena, al paso saluda a Conchita, la del supermercado. La mujer aguarda junto a la puerta de su negocio. No tiene clientes. Se lamenta: “Con lo del misterio de las desapariciones, no vienen los autobuses con los turistas a visitar Gorroperdido… y esto es la ruina…”. María Elena piensa, y cae en la cuenta de que los turistas están en su lista particular, la de los que le caen mal, porque van por ahí avasallando, invadiendo las callecitas, y dejándolo todo perdido. Y que por eso mismo, han debido de desaparecer también.
IX
Timbre de la puerta. María Elena ha saltado del sofá. Quién llama. Quién. Detrás, dos señores, uno más alto y otro más bajo. Se han identificado. Son de la policía. Y a ella le han entrado todos los males. “¿Podemos hablar con tus padres?”. María Elena ha mirado hacia dentro de la casa. “No están”. ¿No están? “No, no están, pero no han desaparecido. Se han marchado con mi hermano a Mardebé”. Los polis se miran. Como si no acabaran de creerse lo que la chica les está explicando. ¿Y cuándo se fueron? ¿Y dónde? ¿Y tienes su móvil? ¿Y podemos llamarles? Qué preguntones. María Elena no sabe ya qué decirles. Que se vayan ya.  Educadamente, los dos agentes se despiden. Ahora indagarán. Buscarán y se darán cuenta de que en realidad, ni sus padres ni su hermano están en Mardebé. Y la descubrirán. Presa de una agitación descomunal, María Elena salta a la calle. Y corre. Los polis no pueden haber andado tanto en tan pocos segundos. Pero no están. Ni rastro. Mira. Nada. Risa floja. Estos polis han debido engrosar la lista de la gente que le cae mal a María Elena. Y consecuentemente, al instante, también han desaparecido.
X
Habrá que hacerse el ánimo, ha pensado María Elena, cuando ya no quedaba ningún vaso limpio. Resulta que los platos con un poquito de lavavajillas, un estropajo, y enjuagándolos después quedan más o menos limpios. Anda, lo que son las cosas. Y resulta que, accionando la escoba con las dos manos y con la ayuda de un recogedor, también se barre. Que no se diga, que no se piense. En el momento en que sus padres y su hermano regresen, encontrarán la casa mejor,  mucho mejor, que cuando se la dejaron.
XI
María Elena ya no puede más. Cada mañana, el mismo grito, “¡mamá, papá, Marcelo!”, por si ella despierta de un mal sueño, y ellos aparecen por detrás de la puerta. Cada mañana, la misma casa vacía. En las calles, ya se han pegado los primeros carteles con fotografías de las personas que se han esfumado. El tema es especialmente grave, porque de dos policías que llevaban el caso, tampoco se sabe nada. Esto ya no es divertido. María Elena ve sufrir a gente a la que estima con toda su alma. Ve sufrir a Katia. A ella sí le contaría ya el trasfondo de esta historia. Pero en cuanto se descargue, Katia la mirará como lo que es, una psicópata peligrosa. Y en ese instante se acabará su preciadísima amistad para siempre.
XII
Hoy es más temprano. No ha salido ni el sol. María Elena está hasta las narices de desayunar galletas. Pasa de llamar a nadie, mamá, papá, Marcelo, porque no contestarán. Y pasa de buscar a nadie en unas habitaciones que seguirán vacías. Coge la cámara digital, esa que Marcelo nunca le dejaba, de tropecientos megapíxeles. Y sale a la calle, donde la humedad y el relente, la dejan encogida. Y sube hacia la parte alta de Gorroperdido. Tan deprisa que pierde el resuello. El día despunta. Promete el calor. Algún gallo canta. Las campanas de la Iglesia responden. Ella mira hacia abajo. Murmura un “aquí no sobraba nadie”. Y sin saber cuál es la solución, sigue vagando pueblo adentro hacia ninguna parte.
XIII
“¡Chicaaaaa, a mí no me saques en la foto!”. Ya está aquí la capulla de turno, que viene cargada con la bolsa de basura a deshoras, cuando todo el mundo sabe que la basura se tira por la noche. María Elena va a responder un “no se preocupe, que no quiero romper la cámara”, cuando… cuando… ¡Dios, cae en la cuenta! Está viendo a una capulla integral, una señora que no traga… la está viendo ahí, a dos pasos… ¡Biennnnn! Los  dos siguientes segundos son, uno para abrazarla, qué capulla eres y cuánto te quiero, y otro para empezar a rodar, pueblo abajo, dando zancadas, con cuidado de no darse un guarrazo, pero casi volando. Otros dos segundos más son para enfilar su calle, y para no ver el coche que estaba aparcado justo ahí, porque su padre ya se ha ido a trabajar. María Elena se pellizca porque esto no es un sueño dentro de un sueño y seguidamente recupera el aliento. Dentro estarán su madre y su hermano y ella irrumpirá y con lágrimas que no podrá contener les gritará bien clarito para que lo entiendan: “¡Iros a la mieeeeeerda!”.

1 comentario:

  1. Muchas gracias por tu historia semanal.... me encanta. Un abrazo.

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