domingo, 27 de mayo de 2012

Detrás de estos paisajes


I
Sí, a la casa de la calle del Muro le hace falta un buen repaso. Ya tengo en mente yo, cuando llegue el momento, llamar a Ubaldo, el de Rehabilitaciones Cuesta, para que quiten esa porquería de chapado,  piquen toda la fachada y le pongan un buen revestimiento que deje salir la humedad hacia fuera, en vez de hacia dentro como va ahora. Y lo del calor radiante en el suelo también lo tengo mirado. Pero mientras esté el tío Clemente, aquí no se pueden mover ni las sillas del sitio. Que mira que es duro el cabrón. Al final, nos va a enterrar a todos.
II
La gente habla. Claro que me doy cuenta. Habla sin saber lo que dice. Desde la ignorancia. Desde la envidia. “…blablablá, que sólo nos arrimamos al viejo por el interés, que se nos ve mucho el plumero”. Nadie tiene narices para decirme a mí nada a la cara. Porque entonces me oiría bien clarito. Si no fuera por Antonieta y por mí, a saber qué sería del tío Clemente. A saber. Ahora no le falta de nada. Está cuidadito las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Va aseadito. Come a sus horas. Toma sus medicinas. Va a sus revisiones. Y todo eso por quién. Manda huevos. Al primero que le oiga un mal comentario, es que le vuelan los dientes. Sin anestesia.
III
Me ha llamado Antonieta al móvil. “Que vengas rápido, Hilario”. “¿Es que el tío Clemente está peor?”. “No, no. Es que ha dicho que es momento de arreglar las cosas. Ahora”. ¡Bueno, ya era hora! He cogido la cazadora, y he salido del almacén a escape, “oídme, no sé si vuelvo después”. Al entrar en la calle del Muro, un fuerte viento con briznas de polvo viene de cara. Sacude persianas y balancea farolas. Es otra cosa que tengo pendiente. Hay que arreglar la estanqueidad de las ventanas para evitar los silbidos del aire. Abro la puerta. Silencio y penumbra dentro. Viene Antonieta a mi encuentro. Me recorre una extraña sensación. Sí, bueno, qué. He pensado que estoy entrando en mi casa. Y para eso ya falta mucho menos.
IV
“Vamos, Hilario, que él nos espera en el despacho”, me dice mi mujer. Hay que levantar la voz para que nos oiga. “¡BUENAS TARDES, TÍO!”. El viejo, se espabila de su letargo, levanta la cabeza y nos hace un gesto para que entremos. Los dos pasamos. “¡QUÉ VENDAVAL MÁS MOLESTO SE HA LEVANTADO!”, comento alisándome el pelo alborotado. El tío Clemente va a la suya. Se incorpora pesadamente, y se dirige a la estantería. Algo busca. Sigue con el dedo, de izquierda a derecha y… “aquí, aquí está”. Trata de sacar una caja de cartón. Pero pesa mucho para él. “Espere, tío, que yo le ayudo”. La cojo yo. Y la dejo encima del escritorio. Afirma con la cabeza. “Sí, es esto”. Me tiene en ascuas. “Qué hay ahí”. Las manos le tiemblan. Respira con dificultad. “Ahora verás”. Abre la tapa de la caja. Dentro, dentro… Una cámara analógica del siglo pasado. Y unas cuantas fotografías viejas. Paisajes. Y nada más. “…Tiene mucho, mucho valor para mí”. Ya, ya. “…No hay otra cámara igual en el mundo y éstas son unas fotografías únicas…”. A Antonieta y a mí se nos queda una indisimulable cara de tonto. Dice él: “…son para vosotros, para que tengáis un recuerdo mío”. Recojo la caja. “MUCHAS GRACIAS, TÍO, NO TENÍA QUE  HABERSE MOLESTADO”, acierto a decir. De allí no nos movemos. Por un segundo se me ha pasado por la cabeza, que esto es una broma. Pero no puede ser, esto será sólo el principio para entrar en materia. Ahora hablaremos de la casa. Es lo que toca. Ni Antonieta ni yo nos movemos un milímetro. El tío Clemente ha vuelto a dejarse caer en el sillón. Ha vuelto a su ostracismo. Permanecemos así,   quietos,  petrificados, cinco minutos más, que parecen dos horas. Son los minutos que necesitamos para entender que sí, que de broma nada, que el viejo tirano y cabrón se piensa que nos acaba de dar el tesoro del capitán Flint…con un montón de fotos viejas. Así se las gasta.
V
He esperado pacientemente a que ella entre en el gili-piso en el que malvivimos para escenificar mi cólera. Para desahogarme. Para estallar como una olla a presión. Según abría la puerta, le he hecho el recibimiento: “Mira, mira Antonieta…”, he dejado la cámara analógica en el suelo, y “¡Huy, qué mala pata!”, ésta ha crujido aplastada bajo mi zapato. Mi mujer no ha abierto la boca. “…pero, mira, mira Antonieta…”. He ido sacando de la caja las fotos, láminas tamaño folio, y ras-ras, las he ido partiendo en pedacitos, para luego, zaassss, tirarlos todos al aire, y exclamar: “¡la fiesta del confeti!”. Ahora ya se ha consumado que el viejo lunático ha donado la casa a una organización benéfica. Loco desagradecido. Termino el numerito con una advertencia: “…si quieres ir, Antonieta, a partir de ahora vas tú sola a ver a tu puto tío. Conmigo no cuentes”.
VI
Hoy he llegado un poco antes al gili-piso. No hay mucha marcha en el almacén. Antonieta no ha llegado todavía. Estoy ocioso. Miro en el aparador. Eh, qué es esto. Un paisaje del tío Clemente. Una fotografía superviviente. Pensaba que me las había cargado todas. Qué hace aquí. Mmmm.  Me quedo mirando. Montañas en blanco y negro. Una instantánea tomada hace muchos, muchos años. La miro mejor. Eh, hay unas líneas escritas en el dorso. Leo: “No hace falta que intentes salir en tus fotografías, Clemente. Ya sé que tú estás detrás de estos paisajes, captando el momento”. Mmmmm. Miro de nuevo la imagen. La veo mucho más nítida. Toco con el dedo el papel. Y es cuando mi dedo se hunde, y después mi mano, y detrás el brazo entero. Eeeeeeeeeep,  me veo a mí mismo pasando al otro lado. He cruzado la línea. No sé cómo, me he metido en la fotografía. Y huelo el espliego. Y me da en la frente el sol blanco en un cielo gris. Y tengo esas montañas delante de mí. Y detrás, efectivamente, la figura de… Me froto los ojos. Sí, sí: Es él,  el tío Clemente, con más pelo, más joven, enjuto, apuntando con la cámara. Quieto. Con la mueca justa. Como una estatua. Me dan palpitaciones. Miro alrededor. Estoy dentro de una fotografía mágica. Tridimensional y en todas las direcciones. Corro, salto, me doy un guarrazo. Grito. Hay eco en estas montañas. ¿Acaso eran todas las fotos que despedacé de esta manera? ¿Acaso estaban conseguidas con la cámara que el tío nos regaló? Dios, Dios, qué angustia. Se me revuelven las tripas. Ay madre, lo que me he cargado. Busco una salida, para no quedarme atrapado en este tiempo detenido. Y a trompicones la encuentro. Y doy un salto, y de nuevo, no sé ni cómo, aparezco en el gili-piso. Pero qué zopenco soy. Me pongo a llorar frente a la fotografía. Y las lágrimas pasan al otro lado, el lado mágico del blanco y negro. Esto no lo puedo contar. A nadie. De momento, espero que, cuando Antonieta llegue y me vea, relacione el chichonazo que me he hecho en la frente con el nuevo desconchado del estucado.  

domingo, 20 de mayo de 2012

Aquí no sobra nadie


I
“¡Iros a la mierda todos! ¿Me oís? ¡A la mierda!”. María Elena arroja los cubiertos. Arrastra la silla. “¡Me tenéis harta!”. Nadie osa pestañear alrededor de la mesa. Otro pronto de la niña. “¡Me dais todos asco!”. PLAAAAMMM. Portazo. Las pulsaciones se disparan. La madre se incorpora para ir detrás. El padre la retiene, “deja que se le pase”. El hermano tiene la cabeza clavada en el plato. Desde el comedor se oye: “¡Sois unos capullos! ¡Ojalá desaparecierais!”. Sí, se oye desde el comedor, desde la calle y desde la entrada del pueblo. Ahora parece que la tormenta amaina. De nuevo el cuchillo corta y el tenedor pincha el escalope. La jarra llena el vaso. Y en la tele dan noticias. “¡CA-PU-LLOOOOOOS!”. Sí, parecía que la tormenta se apaciguaba, pero sólo estaba tomando impulso.
II
Uf, qué de día se ha hecho. María Elena levanta la cabeza. ¡Las nueve ya! ¿Cómo es que mamá no le ha despertado? Pues si piensa que ahora ella va a ponerse a correr, la lleva clara. Va a llegar tarde a clase por su culpa y en paz. Y si le aprieta mucho, pues ni va. Así que, ojito con lo que dice y cómo lo dice. Legañosa y descalza, sale al pasillo. Qué raro. Qué silencio. “¡Mamáaaa!”, la voz le sale ultra-ronca. El llamamiento no obtiene respuesta. Nadie en la cocina. Los platos, testigos de la bronca de anoche, en el fregadero. Extraño. María Elena se vuelve hacia la habitación de su hermano. “¿Marcelo? Levanta que hoy no nos han despertado…”. Sorpresa. Nadie dentro. Y la cama sin deshacer. Cuatro pasos rápidos hacia la habitación de sus padres. Lo que veía venir. Tampoco están. María Elena se tapa la cara con las manos. Trata de barruntar lo que ha podido ocurrir. Algo ha pasado, que los tres han salido a escape. Es-ca-pe. Se asoma a la ventana, por detrás de la persiana. El coche sigue aparcado en la puerta. Busca en la mesa del recibidor alguna nota. “Vaya, os habéis conchabado y al escondite jugamos”, exclama. “…cuando os encuentre luego, os vais a enterar”. Hay hambre, que ayer se fue a dormir sin cenar. Acostumbrada como está a encontrarse el desayuno sobre el mantel, se pregunta, “y en esta puñetera casa, dónde están las cosas…”.
III
Algún ladrido. Algún gorjeo. Algún gato agazapándose entre las hierbas. Pero lo demás, silencio absoluto. Y un día espléndido. Tranquilidad en Gorroperdido. La cancela del colegio está abierta. María Elena se afana, porque pasan de las diez y tampoco entrará en la segunda hora. Llama tímidamente a la puerta de clase. Pasa. Huy, huy, muchos huecos en los pupitres. Busca a su amiga del alma, Katia. Se sienta. En voz bajita, Katia le dice: “…han faltado muchos chicos a clase… y algunos profesores… no se sabe por qué… a mí me tenías muy preocupada… ya pensaba que tú tampoco ibas a venir”. Katia le estrecha el brazo a su amiga. María Elena mira en torno a ella. Qué casualidad. Precisamente faltan los sujetos que a ella le caen fatal. Todos. Los que no puede tragar. Chispa en sus ojillos. Empieza a entender de qué va la cosa. “Mi vida sin capullos”, murmura. Katia le pregunta, “eh, qué dices”. “Nada, nada”. Ahora María Elena marca las sílabas, sin ningún sonido: “Mi vida sin capullos… Qué interesante”.
IV
A la salida del cole, el panorama es distinto. En el ayuntamiento hay cierto revuelo. Dos furgones policiales. Un montón de vecinos se agolpan junto a la puerta. Con ansiedad. El buen alcalde intenta mantener el orden. “Se hace lo que se puede”. Es que es mucha gente la que, de repente, falta de sus hogares. María Elena cruza de refilón, bajándose de la acera. No sabe qué hacer. ¿Ponerse ella también en la cola y denunciar que se ha quedado sola? Mmm… Le apetece más llegar a casa, ponerse cómoda y jugar un ratito a la videoconsola.
V
Cualquier ruidito sobresalta a María Elena. En cualquier momento pueden aparecer. Y fin de la broma. Y lección aprendida. Eso espera. No creía que la oscuridad en medio de una casa tan vacía pudiera ser tan aterradoramente desagradable. Desiste de irse a la cama. Se queda acurrucada en el sofá. En la tele dan propaganda en la que venden cosas que no sirven para nada. Y la luz se queda encendida, por si acaso.
VI
Vaya. Otra vez qué de día se ha hecho. Pasan de las nueve. Le duele todo a María Elena, empezando por el cuello. Antes que nada, por si esto era una pesadilla, que lo tiene que ser, lanza voces, “¡mamá, papá, Marcelo, ya os vale!”. Pasa revista a las habitaciones. Siguen vacías. Nada. En la cocina continúan los platos amontonados, que no han tenido la decencia de lavarse solos. Ahora ya sabe dónde están las galletas. Sí, en el mismo sitio que se las dejó. Desayuna con hambre, se arregla y sale. El coche ahí está, aparcado y sin moverse, en el mismo sitio.
VII
Día monótono en el cole. Hoy sí le han preguntado por Marcelo. Con una calma que ni se reconoce, María Elena ha contado al director que se ha ido unos días a la capital, a Mardebé. “Cosas de médicos”, ha explicado según se le ha ocurrido. Katia, que estaba justo al lado, ha puesto cara de sorpresa mayúscula, “no me habías dicho nada…”. María Elena se frota los ojos, porque la cosa se está liando cada vez más.
VIII
María Elena, al paso saluda a Conchita, la del supermercado. La mujer aguarda junto a la puerta de su negocio. No tiene clientes. Se lamenta: “Con lo del misterio de las desapariciones, no vienen los autobuses con los turistas a visitar Gorroperdido… y esto es la ruina…”. María Elena piensa, y cae en la cuenta de que los turistas están en su lista particular, la de los que le caen mal, porque van por ahí avasallando, invadiendo las callecitas, y dejándolo todo perdido. Y que por eso mismo, han debido de desaparecer también.
IX
Timbre de la puerta. María Elena ha saltado del sofá. Quién llama. Quién. Detrás, dos señores, uno más alto y otro más bajo. Se han identificado. Son de la policía. Y a ella le han entrado todos los males. “¿Podemos hablar con tus padres?”. María Elena ha mirado hacia dentro de la casa. “No están”. ¿No están? “No, no están, pero no han desaparecido. Se han marchado con mi hermano a Mardebé”. Los polis se miran. Como si no acabaran de creerse lo que la chica les está explicando. ¿Y cuándo se fueron? ¿Y dónde? ¿Y tienes su móvil? ¿Y podemos llamarles? Qué preguntones. María Elena no sabe ya qué decirles. Que se vayan ya.  Educadamente, los dos agentes se despiden. Ahora indagarán. Buscarán y se darán cuenta de que en realidad, ni sus padres ni su hermano están en Mardebé. Y la descubrirán. Presa de una agitación descomunal, María Elena salta a la calle. Y corre. Los polis no pueden haber andado tanto en tan pocos segundos. Pero no están. Ni rastro. Mira. Nada. Risa floja. Estos polis han debido engrosar la lista de la gente que le cae mal a María Elena. Y consecuentemente, al instante, también han desaparecido.
X
Habrá que hacerse el ánimo, ha pensado María Elena, cuando ya no quedaba ningún vaso limpio. Resulta que los platos con un poquito de lavavajillas, un estropajo, y enjuagándolos después quedan más o menos limpios. Anda, lo que son las cosas. Y resulta que, accionando la escoba con las dos manos y con la ayuda de un recogedor, también se barre. Que no se diga, que no se piense. En el momento en que sus padres y su hermano regresen, encontrarán la casa mejor,  mucho mejor, que cuando se la dejaron.
XI
María Elena ya no puede más. Cada mañana, el mismo grito, “¡mamá, papá, Marcelo!”, por si ella despierta de un mal sueño, y ellos aparecen por detrás de la puerta. Cada mañana, la misma casa vacía. En las calles, ya se han pegado los primeros carteles con fotografías de las personas que se han esfumado. El tema es especialmente grave, porque de dos policías que llevaban el caso, tampoco se sabe nada. Esto ya no es divertido. María Elena ve sufrir a gente a la que estima con toda su alma. Ve sufrir a Katia. A ella sí le contaría ya el trasfondo de esta historia. Pero en cuanto se descargue, Katia la mirará como lo que es, una psicópata peligrosa. Y en ese instante se acabará su preciadísima amistad para siempre.
XII
Hoy es más temprano. No ha salido ni el sol. María Elena está hasta las narices de desayunar galletas. Pasa de llamar a nadie, mamá, papá, Marcelo, porque no contestarán. Y pasa de buscar a nadie en unas habitaciones que seguirán vacías. Coge la cámara digital, esa que Marcelo nunca le dejaba, de tropecientos megapíxeles. Y sale a la calle, donde la humedad y el relente, la dejan encogida. Y sube hacia la parte alta de Gorroperdido. Tan deprisa que pierde el resuello. El día despunta. Promete el calor. Algún gallo canta. Las campanas de la Iglesia responden. Ella mira hacia abajo. Murmura un “aquí no sobraba nadie”. Y sin saber cuál es la solución, sigue vagando pueblo adentro hacia ninguna parte.
XIII
“¡Chicaaaaa, a mí no me saques en la foto!”. Ya está aquí la capulla de turno, que viene cargada con la bolsa de basura a deshoras, cuando todo el mundo sabe que la basura se tira por la noche. María Elena va a responder un “no se preocupe, que no quiero romper la cámara”, cuando… cuando… ¡Dios, cae en la cuenta! Está viendo a una capulla integral, una señora que no traga… la está viendo ahí, a dos pasos… ¡Biennnnn! Los  dos siguientes segundos son, uno para abrazarla, qué capulla eres y cuánto te quiero, y otro para empezar a rodar, pueblo abajo, dando zancadas, con cuidado de no darse un guarrazo, pero casi volando. Otros dos segundos más son para enfilar su calle, y para no ver el coche que estaba aparcado justo ahí, porque su padre ya se ha ido a trabajar. María Elena se pellizca porque esto no es un sueño dentro de un sueño y seguidamente recupera el aliento. Dentro estarán su madre y su hermano y ella irrumpirá y con lágrimas que no podrá contener les gritará bien clarito para que lo entiendan: “¡Iros a la mieeeeeerda!”.

domingo, 13 de mayo de 2012

En bandeja

I
“Nano, no vayas tan deprisa”, le pide Didier a Fredi. Si andan despacio, a los dos amigos les da más tiempo de ir hablando, en el camino que tienen en común a sus respectivas casas: desde la puerta del colegio hasta el paso a nivel. “¿Tú tienes pensado lo que vas a hacer para el día de la madre?”. “No, ni idea”. “Yo estoy igual y lo malo es que es la semana que viene”. Ése es el trabajo del mes. La profe evaluará originalidad y esfuerzo. Ya han llegado donde se bifurcan sus recorridos. Justo cuando baja la barrera. Se acerca un tren. “Didier, ¿Puedes venirte hoy a mi casa un rato a jugar?”. Tentador. “Espera aquí, que lo pregunto.  Si cuentas hasta cien y no he venido es que no, haz marcha”. Didier sabe que no es fácil que le dejen. Pero le hará una propuesta a su padre. Hoy se va a casa de Fredi, y lo que queda de semana, estará el doble de tiempo ayudándole. El doble. No es mala la oferta. Empuja la puerta acristalada del taller. Vidal el carpintero encola el marco de una puerta. Se saludan. Didier va a hablar. “Oye, papá”. “Corre, Didier, sujeta ahí”. La mochila va al suelo. Didier coge de ahí para que su padre pueda apretar con el gato. Luego ayuda a llevar allá las molduras. Noventa y ocho. El tren ya ha pasado. Noventa y nueve. La barrera ya ha subido otra vez. Y cien. Fredi entonces suelta un “joder, hoy tampoco” tres veces más grande que él,  y cruza la vía sin mirar y con la cabeza agachada.
II
Entre listones y tableros, Didier busca atentamente. Algo que le sirva. Retales de madera. Coge una chapa cubierta de polvo. La observa. Piensa. La devuelve al sitio. Mmmm. No sabe. Se sacude. Tiene que venir un día, es cuestión de tiempo, en el que pueda construir todo lo que pasa por su imaginación. Le falta esa correa de transmisión. Ese traductor de ideas. El día que pueda, el día que sepa plasmar sus pensamientos, él, Didier, será de los grandes entre los grandes.
III
Ahí le han pillado. Su padre le pregunta: “¿tú dónde vas con eso?”. Se queda mudo. Lo dice o no lo dice. Enseña la tabla y explica titubeante: “…quería hacer una bandeja para la mamá… la semana que viene es el día de la madre y yo…”. El señor Vidal, con su camisa remangada hasta el antebrazo, queda pensativo y respira hondo. “…Anda, trae para acá”. Le recoge la chapa, la deja donde estaba, y busca otra, más grande, más limpia, más nueva. En el rostro de Didier, dos grandes ojos. Atónitos, por cierto.
IV
“¡Nano, no vayas tan lento!”, grita Didier a Fredi. Y Fredi le pregunta extrañado: “¿A ti qué mosca te ha picado hoy?”. Él apenas le cuenta, “…ya te enseñaré, me está quedando de cine…”. El regalo de la madre, se sobreentiende. Otra vez están en la vía del tren. Bueno, piensa Fredi, con esas prisas, lo de quedar hoy para que Didier vaya a jugar a su casa, entonces ni se pregunta.
V
Didier se sujeta en la oreja el lápiz de carpintero, rojo y elíptico, como su padre. Toma medidas con la cinta métrica amarilla plegable, y marca las cruces como su padre. Sabe las herramientas que tocan y dónde se guardan. Lo ha aprendido de su padre. Ahora empuña la sierra. Empieza. Rassss. Rassss. La de veces que se lo ha intentado enseñar su padre: “Con la zurda no”. “Es que con la derecha no me sale”. Vidal el carpintero pierde pronto la paciencia, “anda, trae para acá”, y le recoge el serrucho. Ras, ras, ras. Ahora sí, la hoja dentada obedece y encima va recta sobre la línea. Pero será por otra cosa. Es imposible que la hoja dentada distinga entre manos izquierdas y derechas. Este acero templado no puede ser tan borde.
VI
No está el señor Vidal. Hoy ha ido a montar unas ventanas en una casa. “Pasa, pasa”, le dice Didier a su amigo. Fredi anda con cuidado por el taller vacío. Teme hacer ruido. Con complejo de intruso. Didier destapa ante él una tela. Debajo, una bandeja. La bandeja. Fredi queda boquiabierto. La toca. La levanta. Simplemente perfecta. Una obra de arte. Todavía huele el barniz de la última pasada. No sabe qué decir. No tiene palabras. Resopla. Bueno, sí, con voz muy baja, y cubierto de sana envidia, se le escapa un: “yo quiero una así para mi madre”.
VII
Lo han ido hablando desde la salida del cole hasta el paso a nivel. “Tú no tengas miedo”, le ha dicho Didier, “mi padre, que se sepa, aún no se ha comido a nadie”. La barrera baja. El pitido del tren que se acerca taladra sus oídos. Fredi sigue a Didier. La puerta acristalada del taller chirria. Dentro, los muchos decibelios de la sierra trifásica. El tablón partiéndose en dos longitudinalmente. La nube de serrín taponando las narices. Fredi espera plantado. Didier avanza seguro hacia su padre, que no pierde concentración y, con sus brazos remangados, empuja la viga con firmeza. Fredi sólo ve que su amigo habla. Y seguramente el padre de su amigo estará escuchando,  pero no se inmuta. Sí, Didier habla un poco más. Es cuando advierte que el señor Vidal ha pronunciado unas palabras. Y Didier ha quedado pensativo. Se ha sacudido la viruta del pelo. Y viene directo a él. “No hay problema, Fredi”. Uauuu, fenomenal. Fredi sonríe aliviado. No ha querido confesarle a su amigo que, con las cosas que ha escuchado por ahí del señor Vidal, no las tenía todas consigo.
VIII
Primer Domingo de Mayo. Didier le tiende un paquete a su madre. “Felicidades, mamá”. Al papel de regalo hubo que hacerle algún injerto porque se quedaba pequeño. La madre recoge el regalo. “Gracias, cariño”. Y le revuelve el pelo, con la rabia que eso da. Ella lo abre con cuidado. Intrigada. Qué es esto que pesa tanto. Lo destapa de un lado. De otro. “¡Ohhhhhhh!”, exclama, “¡una bandeja!”. Didier está un poco encogido. Serio. La madre no repara en que el rectángulo es asimétrico, el corte irregular, los clavos de las asas están torcidos, y el barniz está puesto a rodales. La madre sí repara en el dedo chafado por algún martillazo mal apuntado. Sí repara en el esfuerzo. En la voluntad. En la intención. En el detalle. Y le da un beso. A Didier no le sale ni una media sonrisa. Algún día, sigue pendiente, será capaz de plasmar fielmente todo lo que imagina. Entonces ya verán, ya. De momento, ahora traga saliva, y espera a que llegue su padre, a ver qué cara pone y a ver qué dice.

domingo, 6 de mayo de 2012

Por venir a verte

I
Hay empresas en las que es difícil encontrar compañeros de aventura. Nemesio se acerca a Luismi. Le habla bajito en el oído. Éste escucha. Y cuando Nemesio termina la propuesta, Luismi se carcajea enseñando unos dientes que piden a gritos una ortodoncia. “Tú estás loco, chaval”. Pero Nemesio no es de los que se arredran. Prueba con Joaqui. El resultado es el mismo. Un “no” rotundo grande como un campo de fútbol. Y a la tercera, Nemesio cambia de estrategia. Va directo a Sento. Se pone de puntillas, porque este tío es un pino de alto. Y tras, aguantar una media sonrisa, Sento dice que sí. Bravo. Por qué Sento ha dicho sí, mientras que Joaqui y Luismi habían dicho que no. Fácil. El planteamiento inicial era: “acompañadme por favor a ver a Noemí”. Treinta kilómetros. Con cuestas. Por carretera. Bajo un sol de  Julio inmisericorde. Ese proyecto ha sido cambiado por un “veinte duros a que no me ganas”. Eso es pasta. Y Sento tiene una bici nueva. Con marchas. Ligera como una pluma. Mientras que la de Nemesio es pequeñita. Con piñón fijo. De hierro macizo y ruedas de cross. No importa el cómo ni el por qué. Nemesio ya tiene quien le acompañe.
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Ya no le queda sudor. En vez de darle ánimos a sus piernas, Nemesio anima a la bicicleta, que es quien le lleva. Como si fuera un caballo con vida propia. Arre, venga, adelante,  que falta poco. Una pedalada de Sento, cuatro de él. Ése es el promedio. No se acordaba de aquellas subiditas tan empinadas. Y en las bajaditas no tiene tiempo de recuperar el resuello. Luego están los putos coches que pasan dando pitadas y sin respetar la distancia de seguridad. No, no le queda sudor. Y saliva tampoco.
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Cuando se apea de su montura de pedales, lleva las ingles escaldadas al infiernillo. Tardará días en andar como Dios manda. Pero han llegado. Y la sorpresa es mayúscula cuando lo ven (los ven, porque son dos los expedicionarios) aparecer en aquel chalet de verano. “Noemíiiiiiii… ¡mira quién ha venido!”.  Los ojos lo dicen todo. Ella está guapísima, morena, recién salida de la piscina, alguna gotita de agua resbala aún por su hombro Él se huele el antebrazo. Auténtico tigre de bengala. Y dirigen a los inesperados huéspedes, “pasad, pasad”, hacia la terraza, donde se dejan caer derrengados en los sillones de mimbre. La tía de Noemí les recibe con una bandeja y refrescos fríos. “…estarás contenta, Noe, la de kilómetros que se han hecho tus amiguitos por venir a verte”. Jo, qué corte. Cualquiera dice nada. Sensación indescriptible. “…Nemesio, ¿saben tus papis que estás aquí?”. El gas de la cocacola se va por otro camino. De las gestas, es siempre mejor contar cómo se culminan, no cómo terminan.
 (...)
XXXIII
Nemesio se asoma a la puerta de casa. Por quinta vez. Estira el cuello. Pasan vecinos. Saludan, llamándole por el nombre: “Nemesioooooooo”.  Él devuelve el saludo. “Holaaaaa”. Pero no viene nadie. Mira el reloj. Cada vez más tarde. Da paseítos. Va. Vuelve. Se sienta. Inquieto. Agitado. Por fin, ese coche rojo que entra en la calle del Muro le es conocido. Es su nieto Neme. Bueno es. Le sirve. Baja la ventanilla. Baja la radio. Saluda. Y Nemesio le pide, le suplica: “Oye, ¿tú me harías el favor?… ¿a ti te importaría llevarme?”. El nieto no cambia el gesto. Se baja del coche. Le abre la puertecita del copiloto, y cogiéndole por el brazo, “con cuidado, abue, no te vayas a dar en la cabeza”, le ayuda a subir.
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Cuidado que ése no frena. Ahí lo mismo te vienen embalados. Lo ve tan joven, tan niño, que Nemesio no se explica cómo le han dado ya tan pronto el carné de conducir. Se sujeta con las dos manos al pasador. Suena una música moderna, demasiado chunta chunta. “¿Puedes bajarla un poquito?”. Claro. Le explica que se titula “No me gustan los Lunes”. En otro momento, le haría un chiste de eso. Suerte que el trayecto es corto. Ya han llegado. Y no les ha pasado nada.
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El viento de poniente le quema la piel. Nemesio se sujeta la gorra y avanza arrastrando los pies en la grava. Huele el sudor de su antebrazo. A tigre de bengala. El nieto le sigue unos pasos por detrás. Ha crecido imparable la ciudad del ladrillo silencioso. “…Noe, disculpa, he hecho por venir a verte, pero he estado un poquito pachucho y ahora las piernas casi no me van…”.  Pasan unos minutos más. El nieto se cobija en la sombra de las casetas. Finalmente le llama y le dice: “Abue, vámonos que los papás no saben que estamos aquí”. De las mejores historias es siempre mejor contar cómo se culminan, no cómo terminan.