domingo, 1 de abril de 2012

Sin freno y cuesta abajo



I
“¿Mi hijo? De casa al trabajo, del trabajo a casa. Siempre tiene muuuucha faena. Se va muy pronto y vuelve tardísimo. Es que es de los que no les gusta dejarse nada para el día siguiente…. Ah, ¿Lo viste ayer? Sí, sería Sixto… Se ha comprado hace poco un deportivo. Chica, sí, le ha dado por ahí. Ni sale, entre otras cosas porque no tiene mucho tiempo. Ni gasta en vicios. Todo lo que gana es para él. Y lo único que le hace ilusión al pobre, eso sí, son los coches. Pues también tiene derecho, caramba, que no todo es trabajar y trabajar. Al final, lo pidió, porque ese tipo de coches no lo fabrican hasta que no lo pides. Y nos explicó que era una gran inversión, que esos son modelos tan buenos, que, en vez de devaluarse, cada vez valen más y el día que lo quiera vender se lo quitarán de las manos. Ah, yo no sé cómo se llama esa marca. Sé que es blanquito. Sí, él me ha dicho que suba, que nos vayamos a probarlo, pero yo no quepo ahí dentro. Dónde voy yo con eso que parece un cohete… “. Las dos mujeres se han encontrado donde se estrecha la acera, y conjuntamente con sus dos carros de la compra, forman una barricada. Los transeúntes bajan a la calzada para rebasarlas en un sentido y otro. Cinco, diez, veinte minutos. De un momento a otro, las suelas de sus zapatos planos parece que empezarán a sacar raíces. Ha sido cuando la amiga ha calculado la edad del chico. “Debe tener ya unos taitantos”. Y cuando ha mencionado que “…ha perdido el pelo a la carrera… desde la última vez que lo vi”. La madre ha mirado el reloj y ha zanjado repentinamente el encuentro: “Huy, chica, qué tarde, me voy corriendo que tengo aún la comida sin hacer”.

II
Cada “Broummm, Broummmm” tragará un litro de gasolina. O casi. Deslumbrando, el coche espectacular aparece tras la esquina de la calle del Marqués, y enfila la cuesta del Lavadero. Sixto aparca en la rampa. Gafas oscuras. Venía con el asiento tan tumbado, que tendrá que darse impulso para salir. Es cuando se percata, a través del retrovisor lateral. Es ella. Valeria. Se queda clavado. Inmóvil. Sudor frío en las manos que aprietan el volante de cuero. Parapetado tras los cristales tintados. La observa. Empuja un carrito de bebé. Y lleva otro crío de la mano. Él espera. Murmura: “Madre, madre mía: está igual, igual, igual”. Será posible, es posible, que estén tan cerca el uno del otro, y no se digan nada. Que finjan no verse. Sí. Será mejor, es mejor, pensar que ninguno de los dos se ha dado cuenta. Porque de toparse frente a frente y sin posible escapatoria, después del primer “hola”, se hubieran bloqueado las palabras y un silencio así habría sido insoportable.

III
El portón del Fura azul hace las veces de barra de bar. Y por ahí se escapa la música desde los cuatro altavoces de dos vías que Sixto instaló por la mañana. “La fuerza del destino”, de Mecano. El sonido del casete les llega hasta la repisa de la ventana donde llevan sentados un buen rato. Con un vaso de tubo en la mano. “Es muy chulo tu coche”, acierta a alabar Valeria. Él bebe. Y se siente más ancho que ancho. Y le repite en voz baja, como quien confiesa sus sentimientos, “…podemos llegar a donde queramos, al fin del mundo si hace falta… con ese motor de 903 centímetros cúbicos que gasta seis y poco, con ese pedazo de maletero, donde podemos meter de todo, con los asientos que se tumban… Sí: podemos llegar a donde queramos…”. La gente acude en masa hacia la playa, a mojarse los pies en la noche de San Juan. Bullicio. Desde allí se ve el resplandor de las primeras hogueras. Él le ha dicho que mejor se quedan ahí, porque luego no hay quien termine de limpiar la puñetera arena de las alfombrillas. Sixto coge de la mano a Valeria. “…Es cuestión de decidir dónde y cuándo. Luego, el Fura nos lleva”.

IV
Al fin del mundo, al fin del mundo. Se caga en todo. El camino estaba bien, el camino estaba bien. Y por esa senda no pasan a gusto ni las cabras. Piedras, baches. Va en primera. Como los caracoles. Y ha rascado los bajos del Fura dos veces. CRASSSSSS. Tres ya. Se vuelve a cagar en todo. Y en este trozo, qué: han crecido las zarzas. Y por ahí tienen que pasar. Y rasssss. Raya segura. Joder, joder. Y no puede estar más seco el terreno. Menuda polvareda, por los cristales, por la luna trasera, por los pelos crispados. Tensión. Sixto y Valeria no hablan. Ella dijo que, desde arriba, la puesta de sol era maravillosa. Un lugar inolvidable para empezar una hermosa historia. Y él le contestó: “¡vamos a verla!”. La temperatura del radiador sube. La del habitáculo sube más. Y luego, tela, hay que bajar. Llegan a la cima. Por fin. Arriba sopla un viento racheado molesto. Juega con su pelo a capricho. Nubes rojas. El sol empieza a buscar acomodo por detrás de las montañas. “Vamos a ver ese atardecer tan maravilloso”. Aún no han dado cuatro pasos. Ella se vuelve y le grita: “¡Sixtooooo!”. Él se gira entonces. Si le pinchan, no le sacan sangre. Es el Fura, que ha cobrado vida propia, y ha empezado a rular hacia detrás, terraplén abajo. Cada vez más deprisa. Pim, pam, pum: salta como una pelota de playa, sale rebotado, y crashhhh, acaba estrellado contra un risco, el más grande que había, con gran estrépito, mostrando hacia arriba, sus cuatro ruedas, su negra panza y su tubo de escape. Al tiempo, es verdad, el sol marca un haz de luz anaranjada, entre las nubes, las montañas, y la puesta de sol se presenta incomparable.

V
Seguro que este fabricante de automóviles patentaría hasta el ruido compacto de la puerta al cerrar. PLOOOM. Robusto. Rotundo. Hermético. Sixto empuja una, dos veces. PLOOOM. Sólo por el placer de escuchar cómo tiene que sonar una puerta-puerta al cerrarse. Luego la llave pasiva hace el resto. Da cuatro pasos. De fondo, cuánto tiempo sin escucharla, no sabe de dónde, puede que de alguna ventana abierta, le viene el sonido de “…pero la fuerza del destino… nos hizo repetir…que si el invierno viene frío… quiero estar junto a ti”. Y en una milésima de segundo, escucha la voz de Valeria que aún está allí y le advierte: “¡Sixtooooo!”. Él se gira. A cámara lenta, es el deportivo que se va, se va de culo para abajo, directo a la esquina donde se inicia la cuesta del Lavadero. Sixto cierra esta vez los ojos. Está seguro de que cuando los abra, estará con ella en la cima de la montaña, unos cuantos, muchos, años antes. Al Fura que le den. Se cogerán de la mano. El sol proyectará antes de ocultarse la sombra de su abrazo, y vive Dios, que empezará una hermosa historia. “…quiero estar junto a ti”. No puede ser de otra manera.

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