domingo, 8 de enero de 2012

La mano del fallero

I
Después de subir por las escaleras, porque el ascensor estaba en paradero desconocido, el pasillo del Hospital se hace interminable. Zancadas. La habitación 325, además, es la última de todas. Con el higadillo saliéndose por la boca, Juan Antonio se da un encontronazo con su hija que amortigua su frenada. Ella le cuenta en voz baja: “…papá, lo acaban de subir de quirófano ahora mismo”. Se abre paso, hay mucha gente, demasiada, dentro de la habitación en torno a la cama: su mujer Nisa, sus dos cuñados y tres amigos que estaban cuando ocurrió el percance. Jose Julián está sedado. Blanco como la cera. El gotero cae lentamente. El padre, aturdido, lanza una ráfaga de preguntas, “cómo está”, “cómo ha sido”, “pero por qué no me habéis avisado antes…”. Y todavía sin creerse lo que ha pasado, explica: “le he dicho, cuando salíamos de casa esta mañana los dos a la vez, Jose Julián, hijo, ten cuidado… se lo he dicho”. Un amigo, el del pendiente, murmura: “la mecha de ese petardo estaba defectuosa, tenía que estar mal para como le ha explotado… Acabábamos de empezar la despertá, no habíamos salido ni de la primera calle y en un segundo, POUMMMM, no ha dado tiempo a nada… a nada”. En alto, colgada y envuelta en un grueso vendaje, lo que queda de mano derecha. Lo que queda de la mano del fallero.


II
Un camillero abre la doble puerta de la 325. Una enfermera le precede, “por favor, salgan, vamos a proceder a un ingreso”. Los congregados en torno a la cama de Jose Julián, desalojan. Vaya, ya podían haber dejado al pobre Jose Julián solo, por lo menos esta noche. La enfermera da explicaciones: “tenemos el hospital a reventar, con enfermos por los pasillos”. Desborde absoluto y permanente. Una cortinilla de parte a parte separa en dos espacios la estancia. El camillero maniobra como si de un carrito de supermercado se tratara. Trae a un hombrecillo enjuto, consumido. Gran mata de pelo gris. Ojos cerrados. Boca abierta. Viene solo. Nadie le escolta. La enfermera trastea con el dosificador del gotero. “Hale, Aureliano, ya hemos llegado. Ahora a descansar un poco”. Arrastrando los zuecos blancos, sale hacia fuera, donde ha quedado tan contrariada la concurrencia del fallero. Ahí dentro, en la 325, hay ahora un nuevo inquilino.


III
Tanto y tan poco. “Tanto” es decir que el móvil no para. Que Juan Antonio hace de secretario. Que todo es un aluvión de mensajes de ánimo para Jose Julián. “…sí, yo se lo digo no te preocupes, gracias por llamar”. “Tanto” es decir que llegan cestas de flores a la 325, como si acabara de nacer. En parte así es. Pero Jose Julián sigue en estado de shock. No reacciona a lo que le ha ocurrido. Esto no va con él. Al mismo tiempo “tan poco” es decir nada. Nada de nada. Aureliano ni pestañea cuando está despierto. “Tan poco” es decir que nadie le llama. Nadie viene a verlo. Nadie se ocupa de Aureliano. Hasta las enfermeras, dependiendo del turno, se olvidan de que está ahí. Tampoco esto va con él. A la habitación llegan ahora los ecos de una banda de música. Cada vez más cerca. Nisa y Juan Antonio se levantan de las butacas. Se asoman. Van describiendo lo que ven. Una comisión fallera. “¡Jose Julián, mira, ven, corre, ven: son los nuestros!”. El convaleciente se incorpora desganado. Acordes de Paquito el chocolatero. Allá abajo, en perfecta formación. Músicos. Falleras. Zaragüells. Estandartes. Ovación cuando el chico accidentado se asoma a la ventana. El bombo y los platillos suenan a romper cuando lo avistan desde abajo. POM-POM-POM, POM-POM-POM. El cristal está frío. Pero él ya no. Él nota el calor. Y le viene un nudo a la garganta. Y le toca saludar con la mano izquierda, la que tendrá que aprender todo lo que hacía con la derecha de ahora en adelante. Y se le escapa una lágrima. Comentarios por detrás de sus padres. Jose Julián se vuelve hacia dentro. Sigue la música en la calle. Sus ojos se cruzan con los de Aureliano, que sigue serio e impertérrito. Tanto y tan poco. Tanto Jose Julián y tan poco Aureliano.


III
Jose Julián no duerme. Hace mucho que es de noche, pero al paso cansino que van ahora los segundos para él, tardará todavía en amanecer. En medio del falso silencio, siente un fragor interminable. Disecciona los ruidos. El agudo pitido que nace en sus propios oídos. Los taconazos de la enfermera de guardia por el pasillo. La sinfonía de ronquidos. Los de su padre, Juan Antonio, en el sofá. Resopla, resopla, hasta que de lo más profundo de la nariz el aire se abre paso como la bocina de un camión. “No he dormido nada”, dirá después. Y al lado, el diminuto Aureliano, que de día parece ausente, pero con nocturnidad disipa energía en forma de quejido, en series de tres, ay, ay, ay, pausa, y vuelta a las series de tres, ay, ay, ay. Jose Julián ya no duerme. Le parece que aquella despertá donde le reventó la mano derecha le ha dejado despierto para siempre. De fondo, empieza a percibir los tímidos estallidos de los primeros petardos. De una nueva despertá. Es normal. Estamos en Mardebé. Estamos en Fallas. Y en Fallas el silencio lo tiene mal para esconderse.


IV
Nisa ya le ha dado la vuelta tres veces a la revista y no sabe cómo ponerse encima de ese incomodísimo sofá. Llaman a la puerta. Aureliano ni se vuelve. Para qué. Sabe que no preguntarán por él. Una chica se asoma tímidamente. “¿Jose Julián?”. Al escuchar la voz, los auriculares con los que escuchaba música van al suelo y él da un salto. No, la madre no sabe quién es esa chiquita. Pero cuando escucha a su hijo exclamar: “Hey, Isabel”, de repente se acuerda que tenía un recado urgente por hacer, ay qué despiste, y que vuelve enseguida. Recoge el bolso de la taquilla y se despide. Y quedan él y ella de pie frente a frente. Y no saben qué decirse. Él sólo le enseña el vendaje de la mano, “mira”. Y ella, llevándose las manos a la cara, “menudo susto me diste”. Y él, “no fue el petardo el que estaba mal, no… Fui yo que me encanté, te vi, me quedé mirándote fijamente y entonces me explotó en la mano”. “Yo también te estaba mirando a ti. Quise advertirte, pero no me dio tiempo…”. Se abrazan. El brazo izquierdo aprende rápido esta maniobra. Permanecen así bastantes segundos. Cuando se separan, Jose Julián repara en Aureliano que sigue pareciendo ausente. “¿Has estado escuchando, Aureliano?”. No recibe contestación. Claridad en sus ojos diminutos. Esboza una imperceptible sonrisa. Y al poco, suena por fin su voz. Una voz desacompasada, como sus torpes y limitados movimientos. Con gran esfuerzo, Aureliano, ha juntado palabras y le ha dicho: “Ánimo, chico, que de ésta vas a salir más fuerte”.


V
“Aureliano, ¿quieres escuchar la música que yo tengo?”. Aureliano apenas se mueve. Casi no puede decir que no. Tampoco que sí. Jose Julián se acerca a él y le encasqueta los auriculares. Al instante, Aureliano se apacigua. Lobo Hombre en París. Auuuuu, cae la noche y amanece en París... Hecho esto, Jose Julián se dirige a su padre: “Le he puesto la música para que no nos oiga… si no, está con la antena puesta”. “¿Y…?”, inquiere Juan Antonio. “…pues que no quiero que se entere cómo te cuento que los médicos han dicho esta mañana que le dan el alta, decían que aquí ya no le pueden hacer nada, que corresponde a otros centros la atención a este tipo de pacientes… Mira: darle el alta es como volver a dejarlo tirado en la calle… no tiene dónde ir… aquí los servicios sociales van como van… y…”. Aureliano escucha la canción al tiempo que los mira. Jose Julián mueve la mano izquierda. Señala. Hace gestos. Pide. Suplica. Empuja. El padre queda caviloso, coge la chaqueta y sale de la 325. La luna llena sobre París. Ha transformado en hombre a Denís. Auuuuuu, lobo hombre en París.


VI
Son dos hombres de uniforme. Vienen a recoger a Aureliano. Éste al verlos entrar, ha puesto una terrible cara de espanto. Juan Antonio abre paso. Jose Julián se levanta de su cama. Aureliano lanza gritos, habla. Palabras ininteligibles para casi todos. Pero Jose Julián ya le entiende. Se lo pilla todo. Aureliano se encara con Juan Antonio. Con furia. “¡Eh, eh, tú, santurrón, ya te crees que has hecho la buena obra del día!”. Juan Antonio, claro, imagina, pero no capta ni una palabra. “¿Y a ti quién te ha dicho que yo quiero que me ayuden?”. Jose Julián se queda aturdido. Su padre, al lado le sostiene del brazo izquierdo. Mientras se llevan a Aureliano, es evidente que contra su voluntad, éste sigue dando voces desacompasadas en el corredor. La 325 queda tremendamente vacía. Han pasado Fallas. Ha pasado el tiempo de las llamadas telefónicas interesándose por él. De las visitas masivas. Es cuando Jose Julián siente que la perjudicada mano derecha vuelve en sí. Doliendo tremendamente se reivindica. La mano del fallero es casi en sí misma una falla… ambas, como el ave fénix, con muchísimo esfuerzo y lentamente, acabarán resurgiendo de sus cenizas.

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