domingo, 29 de enero de 2012

Penalti y expulsión


I
Los demás jugadores van saliendo, con la bolsa a hombros, en silencio y cabizbajos. Venga, va chavales, que el mundo no se acaba, que hay que levantar la cabeza, que en el próximo partido, arrasáis seguro. Lo de hoy, desde luego, ha sido un ROBO con mayúsculas. No hay derecho. Todos los que estábamos allí nos hemos quedado a cuadros. Moisés tarda. Entro en el vestuario en su busca. Le llamo. Se me empañan las gafas. No queda nadie más, sólo él. Ahí me lo encuentro. Con el chándal puesto. Sentado en el banco. Absorto. Abatido. Me acerco. Ni me mira. Ojos vidriosos, mejillas enrojecidas. Ha llorado. Le hablo en voz baja. “…eh, chiquitín, nos tenemos que ir”. Le toco el hombro. Me rehúye. Qué más le puedo decir. Me siento a su lado. Respiro profundamente. Muerde sus labios. Al final, Moisés suelta: “Yo no lo he tocado… el otro se ha tirado”. Lo corroboro rotundamente con la cabeza, mientras él prosigue: “Y el árbitro lo ha visto claramente. Lo ha visto. Yo te digo que lo ha visto”. El narigudo del árbitro. “…y encima, encima, pita penalti, ¡y me expulsa!”. Qué jeta. Aquí se rompe él, inconsolable. Vale, Moisés, vale, no te pongas así. Exclama: “Si me cruzo con ese tío por la calle, es que no sé qué le hago”. Le tiendo ahora el bocata, lo recoge con desgana, y eso que debe estar traspellado. “¡Es que le parto la nariz a ese… capullo!”. Aquí siguen cuatro adjetivos más. Le ayudo a incorporarse. Ya me pasa un palmo el grandullón éste. Hale, vamos. “Es peor que te tomes las cosas así. No sacas nada. Sales perdiendo más todavía”. Tiro de él, mansamente. Fuera el aire es frío. En el cielo resplandecen las estrellas. Las de Charlot. Esta noche helará. “Que no, que no, que está claro que lo que el árbitro ha hecho hoy no tiene nombre. O sí lo tiene, y es muy feo. Pero que hay que levantarse, Moisés. Y si te vuelves a cruzar con él, no le tienes que hacer ni un mal gesto. Tú, a lo tuyo. Dedícate a jugar, que es lo que sabes hacer bien”. Moisés va a replicar: “Sí, pero…”. “Nada de peros. Las cosas no se arreglan a guantazos”. No sé cómo se arreglan, pero a guantazos seguro que no. “Pasa página”, le insisto. El resto de los del equipo ya se han marchado. Él destapa el bocata y le atiza un tímido bocado. Buena señal. Todo está volviendo poco a poco a su cauce. Salimos por un lateral. Así, de paso, evitamos un posible cruce con el árbitro si es que saliera en este momento de su vestuario. Por si las moscas. Queda un foco encendido en el campo. Proyecta la sombra gigante de Moisés. Qué grande eres y qué orgulloso me siento de ti, hijo…

II
Lunes. Vaya un fin de semana agitadito que hemos tenido. Tendría que empezar con las pilas cargadas, sin embargo no, todo lo contrario. Estoy molido. Cerraría los ojos y daría una cabezadita, pero las sacudidas del metro no me dejan. Por ahí vienen dos. Todo el vagón vacío, y se tienen que sentar enfrente. Ya les vale. Y van de cháchara. Quiero desconectar, pero no puedo. Con ese timbre que tienen, es inevitable oírles. Encima hablan de fútbol. Lo que faltaba. Con el escándalo que tuvimos el Sábado pasado, no quiero ni acordarme… Los miro de soslayo. La cara de ése, del de la derecha me suena. No sé dónde lo habré visto antes. Ahora se ríen. Con mala pata. Esa risita aguda retumba en mis tímpanos. Es lo que pasa: ves una cara en un sitio, en un entorno; y cuando al cabo de tiempo, la vuelves a ver… es difícil relacionar de qué me suena la narizota del tipo que tengo delante… Narizota. Un momento. Ya está. Cooooño, si es el árbitro del partido, el cabrón que expulsó a Moisés. Cómo cambia el tío vestido de calle. Cómo cambia un Lunes por la mañana. Se me va el sueño de un plumazo. Clavo la vista en él, en el narigudo. El tío sigue y sigue hablando con el otro. Le han dado cuerda. Bla, bla y bla. Qué dice. Qué está contando. “…si yo tuviera que vivir de lo que me dan por arbitrar un partido, no podría, ni de coña”. “Ding, dong, ding, próxima parada, Parque de las Angustias”. Ufff, ya vamos por aquí. Casi me toca bajar. “…lo que pasa es que, de cuando en cuando, en partidos que parecen intrascendentes, aparece gente con muchos cuartos, que apuesta muuuuuucho dinero…”. Calla de repente. Me mira. ¿Y yo? ¿Cómo reacciono? Cierro los ojos. Disimulo. Me hago el dormido. El acompañante del narigudo le insta, curioso. “… y qué, qué hacen éstos”. “Pues es que me vienen y me dicen, hoy creemos que tal o cual equipito está muy fuerte. Y yo, recojo el sobre y digo oído cocina”. El metro para. No sube nadie. Silencio en el andén. “¿Y eso no canta?”. “Hombre, normalmente, no. Ya me encargo yo de que no se note nada. Bueno, la verdad es que el Sábado pasado lo tuve un poco más complicado… me tocó inventarme un penalti en el tiempo de descuento…”. Se sonríe. El narigudo se está mofando. “Ding, dong, ding, próxima parada Auditorio”. Yo me levanto. Tengo que bajar aquí. “…estas cosas son así, je, je, je… tuve que expulsar a un pobre panoli que no había hecho nada de nada”. Me sujeto a la barra. Yo tengo que bajar aquí. O no. Ésta es la décima de segundo crucial que separa la impotencia que sentiré del lío con consecuencias imprevisibles en que me meteré. Impotencia si sigo andando y me bajo. Lío si me salto lo que siempre le aconsejo a Moisés, me dejo llevar por un rebote del quince y le estampo a este capullo su narizota en el cristal de la ventanilla de socorro. Ésta es la lenta décima de segundo decisiva, crucial y esta décima está pasando YAAAAAAAAAAAAAAA.

domingo, 22 de enero de 2012

Y esto a santo de qué





I
No sale. Ya han salido casi todas por la cinta y la mía no. Ya verás. Ya verás cómo la pierden y la liamos buena. De momento, me quedo sin ropa para cambiarme. Y sin la bolsa de aseo. Tenía que haberme dejado por lo menos lo básico en el bolso. Ay, como no salga. Ése de ahí, donde se está formando esa pequeña cola, debe ser el mostrador de maletas perdidas. Ahí me va a tocar ir… ¡Buenooooo… por fin! ¡Ahí está! ¡Menudo susto me estaba llevando! Pero ya verás. Ya verás cómo esos brutos le han metido un viaje y me la han roto.


II
Bueno, aquí estamos. En Mardebé. Y ahora por dónde. Me dijeron que desde aquí mismo sale un metro para el centro. Y que, luego, andando un poco, tengo que coger el autobús. No vale la pena que corra. Me he quedado casi la última. Seguro que lo he perdido y me toca esperar un buen rato al siguiente. Eh…. ¿qué hace ese chico con un cartel que lleva mi nombre? “Inés Giménez”. Lo ha escrito mal. Es Jiménez con “j”. “¿Inés? Encantado. Soy Mauro, de la Agencia. Me envían para recogerla y llevarla al hotel”. ¿Recogerme? ¿A mí? Qué detalle. Éste hace por cogerme la maleta. No, de eso nada. Ya tiro yo de ella. “Tenemos que salir al parking”. Rumiando, rumiando… no recuerdo yo que contratara el servicio de traslado del aeropuerto al hotel. Y Mauro no tiene pinta de ser un guía. A ver si…, ay madre, me estoy metiendo en un buen lío…


III
Vaya coche. De lujo total. De los que llevan los cristales tintados para que no se vea ni quién va dentro ni lo que va haciendo. De los que no se notan los baches ni se oye el ruido del motor. ¿No conduce un poco deprisa este tío? ¿Es que llegamos tarde a algún sitio? Me agarro al asidero con fuerza. No, si, aún se tragará al que va delante. Y encima no para de hablar. De soltar la mano del volante. Y de mirarme. Cómo me mira. No hables tanto, chico, conduce con las dos manos, y mira la carretera. Intento abrir la boca, pero sólo me salen monosílabos. “¿Ha tenido un buen vuelo?”. “Sí”. Y tanto que sí, comparándolo con este trayecto, el avión ha sido un paseo por el parque.


IV
Pedazo de hotel. Las fotos del catálogo no le hacen justicia. Parece otro. Cómo se respira. Oxígeno limpio, con olor a pino y sal. Cruzamos un cuidado jardín. Las puertas se abren. Y dentro, el aire acondicionado muy fuerte, eso sí. Poco tardaré en coger un catarro. En Recepción me atienden dos personas. Me piden el DNI. Aquí estoy horrible. Aún es de los antiguos. Me tienden la llave, de tarjeta. “Venga conmigo, por favor”. Ahora, ahora es cuando se despedirá Mauro. “Bueno, encantada”, le digo. “Inés, ¿le parece bien que le recoja para la cena en una hora?”. Me quedo de piedra. Eh, eh, un momento. Qué es eso de “para la cena”. Mauro repite con su blanca sonrisa y “bueno, hora y media también puede ser, aquí se cena tarde”. El uniformado botones espera. Voy a decir que gracias, pero de cena nada, que ya me apaño yo. Voy a decir que muchas gracias, pero que… “Hasta luego entonces”, me dice el tío. Y me deja con la palabra en la boca. Y se va. El botones me mira como preguntándome si voy o no. Ya me dijeron en la agencia que me iban a tratar mejor que a una reina. Pero pensaba que eso se lo decían a todos.


V
Al abrirse la puerta de la 325, he entrado en el paraíso. Uaaauuu. Un ramo de flores espectacular, dándome la bienvenida. He pasado la mano por encima de los muebles inmaculados. Con lo maniática que soy, está todo impoluto. Me he tendido en la cama. Comodísima. No sé si aquí se podrá soñar. He descorrido las cortinas. He salido a la terraza. Tengo justo frente a mí el mar, que se funde con el cielo. No me canso de mirar. De aquí no me hace falta salir. Y el cuarto de baño… parece una plaza de toros. Me preparo un baño. Un chorro de agua. Grande. Me sumerjo. Qué delicia. Me relajo… Me amodorro… Ya verás, ahora me dormiré, me tragaré toda el agua y me ahogaré. Que paren el tiempo, por favor. Qué hora será. ¿YAAAAAA? Choofffff. Chooof, Para fuera. Ahora es cuando me doy un resbalón y me rompo la crisma, y hasta que mañana no vengan a arreglar la habitación no me encuentran ahí tirada, de parte a parte. Vaya facha hago. Los dedos como pasas. Bueno, lo que es seguro, es que llego tarde. Espero que Mauro no se canse, no interprete que no voy y se vaya a cenar él solo.


VI
Este arroz está de muerte. Pero Mauro me mira tanto que me da corte atacarlo a dos carrillos. Ay, cómo me estoy poniendo. Seguro que luego me sienta mal. Que me conozco, que me tendría que contener. Otro sorbo. El vino es espectacular. Floto un poco. Y Mauro habla, y cuenta. La formación que tiene, que ahora que dice, se le nota y mucho. El tiempo que lleva aquí. Qué trabajo más interesante. Guía. Pero bueno, de tanto en tanto, seguro que tendrá que lidiar con personas insufribles. Tikismikis. Agotadoras… ¿Postre? No, postre, no, que no me cabe nada más. Bueno, pero sólo para probarlo. Ya verás. Después no me voy a poder abrochar ni el pantalón.


VII
Me ha propuesto un paseo. No, que estoy muy cansada y es tarde. Insiste, la cena paseada. Bueno, pero por dónde. Mira que, con la poca gente que pasa, ahora viene cuando nos asaltan unos desaprensivos y nos amargan la noche. Ríe. “Este aire embriaga”, le digo, “me suelta la lengua… No, tonto, no es el vino, ya te digo yo que es el aire”. De repente, rebobino. Quién me iba a decir a mí, veinticuatro horas antes, apretando la maleta para poder cerrarla, que ahora iba a estar paseando, al lado de una persona que me resulta tremendamente próxima. Ya verás por dónde sale. Me temo, lo veo venir, que esconde un turbio pasado.


VIII
Mauro me ha dejado frente a la puerta giratoria del hotel. Me ha arrancado una sonrisa, lo cual, viniendo de mí, es inimaginable. Mañana, a las diez. He estado a punto de seguir girando, huy qué tonta. La recepción del hotel está a estas horas prácticamente vacía. Avanzo. Estoy agotada. Casi muerta. Mira, esa mujer venía esta tarde en el mismo vuelo que yo. Se ve que aún acaba de llegar ahora. Voy a preguntar los horarios del desayuno. Un saludo. Hola, hola. El conserje, teclea y teclea y mira la pantalla del ordenador. “No me sale su reserva, pero esto lo arreglamos enseguida, no se preocupe”. La señora intenta disimular su irritación. Aún está el DNI encima del mostrador, no lo ha guardado. De los nuevos. No lo puedo evitar. Sale mi vena chafardera y leo su nombre. Inés Giménez, con “g”. Sonrío. Mira qué casualidad, ésta se llama, anda, casi como yo. “De siete a diez”, me dice el de recepción, atento al sistema de reservas. Yo ya no escucho. Miro fijamente a esa mujer. Empezar a encajar un rompecabezas y sentirme al mismo tiempo peor que fatal es todo uno.


IX
Tú sabes lo que es no pegar ojo. Pues eso. No, si yo no tengo ninguna culpa. Yo ya me decía, esto a santo de qué. Eso de que me recojan en el aeropuerto, me traigan a este hotel, me alojen en esta suite, me pongan ese ramo de flores que se sale del megaflorero, me lleven a cenar… ¿todo eso lo había contratado yo en la agencia? No, claro que no. Todo eso era para la otra Inés. Que ya debe ser una tía importante, un pez literalmente gordo. Aunque volar, lo que se dice volar, ésa iba en clase turista, como yo. Las diez ya. Abajo estará Mauro esperando a la “auténtica”. Vamos, eso si a Mauro no le han dado ya la patada, por torpe, por confundirse, por recoger a otra y por liarla parda. No he tocado la maleta. Ahí sigue, cerrada. Espero que, de un momento a otro, me llamen para decirme que “lo sienten, que me tienen que dar otra habitación”. Ah, Santa Rita, Rita, haberse fijado. RIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNNNNG. Ahí está. El teléfono de la habitación. Dejo que suene. Que suene hasta que se canse. Salgo a la terraza. Miro al mar, por donde se ha levantado el sol. Cierro los ojos y respiro hondo. Lo peor, lo que me temía, ya me está pasando.


X
Las diez y media. Toc, toc. Nudillos en la puerta. Ahora sí que sí. Toca dar la cara. Voy. Abro un palmo. No sé qué me da ¡Ostras, es Mauro! Vendrá a disculparse. Y a despedirse. “Buenos días, Inés, ¿te encuentras bien?”. No le contesto. “…te esperaba abajo, pero como no venías…”. “¿Seguro que me esperabas a mí?”. Pone una sonrisa en su cara. No entiende. O lo disimula muy bien. Niego con la cabeza. Ya ha durado bastante el tema. Le doy las gracias por todo. Y le digo que ya me apaño. Que ya me organizo yo sola. Le voy a dar con la puerta en las narices. “….entonces, ¿te espero en recepción a las once?”, me suelta. Segundos de tensión. Ay madre, ay madre. Estoy descuadrada. Éste se cree que sigo siendo la otra Inés. Éste es tonto. O se lo hace. Le repito bien clarito: “¿Seguro que me esperabas a mí?”. Responde con un gesto afirmativo. ¿Me basta con eso? “Bueno…., estoy abajo esperándote”. Se me nubla un poco la vista y se me quiebra la voz. Cuando va a darse la vuelta, le estiro de la manga y le empujo hacia dentro. Esperar, es mejor que esperes aquí arriba. Yo estaré lista en un periquete y no quiero que en el mientras tanto aparezca la Giménez con “g” y te toque irte con ella. Reabro la maleta, con Mauro a mi espalda, en busca de lo que me voy a poner. Estoy indecisa. “Ya verás. Ya verás como en cuanto salgamos a la calle, se pone a llover”.

domingo, 15 de enero de 2012

El negro



I
“¡Un café con leche, por favor!”. Aleluya, por fin me hace caso el camarero. Con el guirigay que hay en el bar el tío se hacía el sordo. Cloc, cloc, golpetazo del filtro para vaciar la carga del café anterior. Brrrrr. Vengo tiritando. Me desenredo la bufanda. Aquí hay un hueco. Junto a la barra. En esta silla alta. “Por favor… ¿me deja pasar?”. “Sí, claro…”. Esa voz, esa voz. “¡Remigio!”. “¡Hombre, Isaac, cuánto tiempo!”. Le sonrío. Me da un poco de vergüenza que me encuentre en este estado, de bajón. Me aprieta la mano. No la suelta. Miro al café con leche, que ya espera. Se me enfría. Ésa tiene que ser mi cena. “Y qué, Isaac, ¿sigues escribiendo?”. Le pongo cara de circunstancias. Sí, sonrío por no llorar. Las vueltas que da la vida. “Las palabras no se comen”, le acabo diciendo. Me ha soltado la mano y ahora me coge del hombro. Muy paternal. “…pues es una lástima hombre, porque me gustaba mucho tu retranca”. Mira unos segundos al techo y resuelve. “Oye, ya que nos hemos encontrado…. ¿a ti no te importaría revisarme una conferencia que tengo que dar la semana que viene en la Cámara del Comercio? Va sobre los emprendedores y todo eso… como voy de cabeza, pues no he podido ni repasármela... ¿no tendrías un ratito para darle un vistazo?”. Así, de sopetón. Igual que antes, cuando yo le corregía los deberes en el cole. Igual. Tengo un ratito y todas las horas del reloj. Me pide el correo electrónico. Se lo apunta. Se lo guarda en el bolsillo. Luego me da una palmada. “Esto sólo se lo puedo decir a alguien de muchísima confianza. Ya te lo mando”. Y da tres pasos para reintegrarse con el grupo que le espera, con sendas cañas de cerveza en la mano. Ahí sigue mi café con leche. Efectivamente, un poco frío. Sorbo a sorbo. Despacio. Mientras, no sé dónde mirar para no verle. Está igual el cabrón. Lo mismo se ha puesto un implante en el pelo. Ahora se gira. Salen todos. Viene hacia mí. “Que no tardemos tanto en volver a vernos”, exclama. Me siento un poco liberado. Con más tranquilidad, apuro la taza. Pero ya no entraré en calor. “¿Me dice qué le debo, por favor?”. “Nada, ya está pagado”. Guardo la cartera. Jo, Remigio Renta cómo se estira.

II
Ya ni me acordaba. Pensaba que sería una fantasmada más de las suyas. Ayer por la tarde me encontré con dos correos extraños. Iba a borrarlos porque parecían basura. Pero me pudo la curiosidad. ¿Y si…? Qué enrevesado. Hasta que descubrí que el primer correo contenía la clave, y el segundo la puerta para entrar en un servidor donde me aguardaba un fichero encriptado pasaron horas. Después me sentí halagado en mi ego. Cómo este tío, después de tantos años, se atreve a confiar en mí. El texto que me encontré era infumable. No cuadraba para nada con lo último que yo le tengo visto y oído en la radio y en la televisión, que es bastante decente, dicho sea de paso. Cogí el bisturí. Primero una operación quirúrgica ortográfica. La necesitaba. Y eso que los procesadores de hoy, la traen incorporada. Leí en voz alta el texto. A la tercera vez que repetí “en España y fuera de ella” para significar “en todas partes”, ya me he puse malo. Para entonces, las tres de la madrugada. Qué. Me ponía o no me ponía al tajo. Me limitaba a revisar, tal y como me había pedido, o reescribía el discurso completo. Porque este tema me lo sé. De sobra. Junté mis manos. Soplé para calentarlas. Me tiré una manta encima. Acabo ahora mismo de salir del servidor dejando mi propuesta de discurso hecha. Modestamente, no se pueden decir mejor las cosas para que calen en quien las escucha. Son las siete pasadas. Me pesa el sueño. Pero sobre todo me pesan las telarañas de mi estomaguito.

III
El de la Cámara de Comercio fue el primero. Después han ido viniendo más. Remigio ni se molesta en esbozar nada. Indica tema, lugar y fecha. Hay veces que son casi de hoy para mañana. Yo me encierro en este cuartucho reconvertido en cocina de las ideas. Me desdoblo. Procuro pensar en lo que pasa por la cabeza de Remigio Renta. Y procuro pensar en las inquietudes de quienes le van a escuchar. Después me regodeo en el eco digital que reciben sus intervenciones. “El impulso de Remigio Renta”, “El giro dialéctico de un líder”. Durante unos minutos acabo creyéndome que este cacao se arregla sólo con discursos bien escritos. Que son mis palabras las que resuenan y trascienden, aunque las pronuncie Remigio Renta. Que soy yo yo y yo quien hace Historia con mayúsculas. Que habrá un “antes” y un “después” de mí. Esa fase se pasa muy pronto. En un periquete. Basta con abrir la puerta y cruzarse con la casera del piso en la escalera. Este mes, por lo menos, no me saludará con un “a ver cuándo me pagas”.

IV
Ni un discurso más. No le escribo ni una línea más. Se acabó. Estoy como una moto. Estoy que muerdo. Estoy que rabio. Hoy, Remigio alteró el último texto que le preparé. Lo puede hacer. Claro que lo puede hacer. Y de hecho, lo ha hecho. Omitió que “se ha acabado el tiempo de los que procrastinan”. Ignorante. Con eso, se ha cargado sin enterarse la esencia del mensaje. Falso. Adulterador… Vaya. Me entran ahora dos correos simultáneos. La clave para entrar en el servidor, como siempre. Clic, clic, clic. La tecleo. El tema propuesto es, es… las prioridades en el control del gasto. Mmmmmm. Aquí yo, diría, veamos…

V
Esta tarde, cuando salía del Colegio Cénit (mi “supercontrato” de quince horas semanales), me ha abordado Nicanor, el coordinador de estudios. “Isaac, Isaac, quería hablar contigo”. Nos hemos parado en la entrada. Un montón de chicos en tropel, arriba y abajo, pasaban en desbandada. “Tú dirás”. “…verás. Tú conoces la línea ideológica del centro”. “Sí, claro”. “Nada de política. Nada, ni siquiera subliminal”. Sí, claro. Normal. Nada de política. Nada de religión. Nada de nada. “¿Y?”. “Pues, hombre, Isaac, que esta vez te has pasado de la raya…”. No sabía a qué se estaba refiriendo. ¿Yo? ¿Pasarme de la raya? Nicanor me ha advertido: “Mira, Isaac: no puedes recomendar a tus alumnos los textos de los discursos de Remigio Renta como modelo estructural a seguir. De ninguna manera”. Ah, era eso. Me he carcajeado en sus morros. “Tomo nota, no te preocupes”. Luego, ya camino de casa, ay madre qué cosas me pasan, he vuelto a tener la sensación de que alguien me sigue. Y eso que no he visto muchas películas de espías últimamente. Serán figuraciones mías. Enseguida he vuelto a barruntar cómo abordaré el tema de hoy, que se las trae.

VI
En ésas, me pareció que entraba un doble correo nuevo. La clave por un sitio, la puerta por otro. Esta vez, contenía una pregunta sorprendente. “Qué le escribirías a Nuria Donaud si la quisieras impresionar positivamente, Isaac”. ¡Nuria Donaud! Barrunté evocándola. Pero pensar, pensé poco. “La verdad, le escribiría la verdad. Que eres un capullo, un engreído. Y un chupóptero que se alimenta de ideas de otros que se calientan la cabeza por ti”. Imaginé una respuesta rebotada: “Qué cabroncete eres, Isaac, qué cabroncete”. Es cuando de una cabezada, me he dado la frente con la mesa y me he despertado de golpe. Otra madrugada aparezco sentado en el cuartito de las ideas. No. Aunque lo espero, no ha entrado hoy ningún doble correo con clave secreta. Y menos de ese estilo. Remigio Renta no necesita ese asesoramiento. Y menos, a la vista está, de mi parte.

VII
Salgo por la puerta lateral del super, que no es la mía habitual. Doy un rodeo. Miro hacia detrás, pero de soslayo. Alargo el paso. Calles cortas y cruces abundantes. Paso semáforos en rojo. Me pita un camión y me llama de todo menos bonito. Se me acelera el pulso. La bolsa pesa. Cambio de mano. Sigo mirando hacia detrás. Ahora estoy seguro. No es casualidad. Freno. Giro la esquina. Me arrimo a la pared. Qué estoy haciendo. Contengo la respiración. Y en el segundo justo, grito. “¡TÚUUUUUU!”. Una mujer se echa para atrás. “¡AAAAAHHHHHHH!”. Susto de muerte mutuo. “¿Por qué me estás siguiendo?”. Trata de negar la mayor. ¿Quién? ¿Yo? Repito la pregunta por si no me ha entendido. Se da la vuelta para marcharse. Le cojo la muñeca. Intenta zafarse. Puedo estar haciéndole daño. Agacha la cabeza entonces. Y es cuando mirando al suelo explica: “…yo… quería saber quién es el nuevo negro de Remigio Renta”.

domingo, 8 de enero de 2012

La mano del fallero

I
Después de subir por las escaleras, porque el ascensor estaba en paradero desconocido, el pasillo del Hospital se hace interminable. Zancadas. La habitación 325, además, es la última de todas. Con el higadillo saliéndose por la boca, Juan Antonio se da un encontronazo con su hija que amortigua su frenada. Ella le cuenta en voz baja: “…papá, lo acaban de subir de quirófano ahora mismo”. Se abre paso, hay mucha gente, demasiada, dentro de la habitación en torno a la cama: su mujer Nisa, sus dos cuñados y tres amigos que estaban cuando ocurrió el percance. Jose Julián está sedado. Blanco como la cera. El gotero cae lentamente. El padre, aturdido, lanza una ráfaga de preguntas, “cómo está”, “cómo ha sido”, “pero por qué no me habéis avisado antes…”. Y todavía sin creerse lo que ha pasado, explica: “le he dicho, cuando salíamos de casa esta mañana los dos a la vez, Jose Julián, hijo, ten cuidado… se lo he dicho”. Un amigo, el del pendiente, murmura: “la mecha de ese petardo estaba defectuosa, tenía que estar mal para como le ha explotado… Acabábamos de empezar la despertá, no habíamos salido ni de la primera calle y en un segundo, POUMMMM, no ha dado tiempo a nada… a nada”. En alto, colgada y envuelta en un grueso vendaje, lo que queda de mano derecha. Lo que queda de la mano del fallero.


II
Un camillero abre la doble puerta de la 325. Una enfermera le precede, “por favor, salgan, vamos a proceder a un ingreso”. Los congregados en torno a la cama de Jose Julián, desalojan. Vaya, ya podían haber dejado al pobre Jose Julián solo, por lo menos esta noche. La enfermera da explicaciones: “tenemos el hospital a reventar, con enfermos por los pasillos”. Desborde absoluto y permanente. Una cortinilla de parte a parte separa en dos espacios la estancia. El camillero maniobra como si de un carrito de supermercado se tratara. Trae a un hombrecillo enjuto, consumido. Gran mata de pelo gris. Ojos cerrados. Boca abierta. Viene solo. Nadie le escolta. La enfermera trastea con el dosificador del gotero. “Hale, Aureliano, ya hemos llegado. Ahora a descansar un poco”. Arrastrando los zuecos blancos, sale hacia fuera, donde ha quedado tan contrariada la concurrencia del fallero. Ahí dentro, en la 325, hay ahora un nuevo inquilino.


III
Tanto y tan poco. “Tanto” es decir que el móvil no para. Que Juan Antonio hace de secretario. Que todo es un aluvión de mensajes de ánimo para Jose Julián. “…sí, yo se lo digo no te preocupes, gracias por llamar”. “Tanto” es decir que llegan cestas de flores a la 325, como si acabara de nacer. En parte así es. Pero Jose Julián sigue en estado de shock. No reacciona a lo que le ha ocurrido. Esto no va con él. Al mismo tiempo “tan poco” es decir nada. Nada de nada. Aureliano ni pestañea cuando está despierto. “Tan poco” es decir que nadie le llama. Nadie viene a verlo. Nadie se ocupa de Aureliano. Hasta las enfermeras, dependiendo del turno, se olvidan de que está ahí. Tampoco esto va con él. A la habitación llegan ahora los ecos de una banda de música. Cada vez más cerca. Nisa y Juan Antonio se levantan de las butacas. Se asoman. Van describiendo lo que ven. Una comisión fallera. “¡Jose Julián, mira, ven, corre, ven: son los nuestros!”. El convaleciente se incorpora desganado. Acordes de Paquito el chocolatero. Allá abajo, en perfecta formación. Músicos. Falleras. Zaragüells. Estandartes. Ovación cuando el chico accidentado se asoma a la ventana. El bombo y los platillos suenan a romper cuando lo avistan desde abajo. POM-POM-POM, POM-POM-POM. El cristal está frío. Pero él ya no. Él nota el calor. Y le viene un nudo a la garganta. Y le toca saludar con la mano izquierda, la que tendrá que aprender todo lo que hacía con la derecha de ahora en adelante. Y se le escapa una lágrima. Comentarios por detrás de sus padres. Jose Julián se vuelve hacia dentro. Sigue la música en la calle. Sus ojos se cruzan con los de Aureliano, que sigue serio e impertérrito. Tanto y tan poco. Tanto Jose Julián y tan poco Aureliano.


III
Jose Julián no duerme. Hace mucho que es de noche, pero al paso cansino que van ahora los segundos para él, tardará todavía en amanecer. En medio del falso silencio, siente un fragor interminable. Disecciona los ruidos. El agudo pitido que nace en sus propios oídos. Los taconazos de la enfermera de guardia por el pasillo. La sinfonía de ronquidos. Los de su padre, Juan Antonio, en el sofá. Resopla, resopla, hasta que de lo más profundo de la nariz el aire se abre paso como la bocina de un camión. “No he dormido nada”, dirá después. Y al lado, el diminuto Aureliano, que de día parece ausente, pero con nocturnidad disipa energía en forma de quejido, en series de tres, ay, ay, ay, pausa, y vuelta a las series de tres, ay, ay, ay. Jose Julián ya no duerme. Le parece que aquella despertá donde le reventó la mano derecha le ha dejado despierto para siempre. De fondo, empieza a percibir los tímidos estallidos de los primeros petardos. De una nueva despertá. Es normal. Estamos en Mardebé. Estamos en Fallas. Y en Fallas el silencio lo tiene mal para esconderse.


IV
Nisa ya le ha dado la vuelta tres veces a la revista y no sabe cómo ponerse encima de ese incomodísimo sofá. Llaman a la puerta. Aureliano ni se vuelve. Para qué. Sabe que no preguntarán por él. Una chica se asoma tímidamente. “¿Jose Julián?”. Al escuchar la voz, los auriculares con los que escuchaba música van al suelo y él da un salto. No, la madre no sabe quién es esa chiquita. Pero cuando escucha a su hijo exclamar: “Hey, Isabel”, de repente se acuerda que tenía un recado urgente por hacer, ay qué despiste, y que vuelve enseguida. Recoge el bolso de la taquilla y se despide. Y quedan él y ella de pie frente a frente. Y no saben qué decirse. Él sólo le enseña el vendaje de la mano, “mira”. Y ella, llevándose las manos a la cara, “menudo susto me diste”. Y él, “no fue el petardo el que estaba mal, no… Fui yo que me encanté, te vi, me quedé mirándote fijamente y entonces me explotó en la mano”. “Yo también te estaba mirando a ti. Quise advertirte, pero no me dio tiempo…”. Se abrazan. El brazo izquierdo aprende rápido esta maniobra. Permanecen así bastantes segundos. Cuando se separan, Jose Julián repara en Aureliano que sigue pareciendo ausente. “¿Has estado escuchando, Aureliano?”. No recibe contestación. Claridad en sus ojos diminutos. Esboza una imperceptible sonrisa. Y al poco, suena por fin su voz. Una voz desacompasada, como sus torpes y limitados movimientos. Con gran esfuerzo, Aureliano, ha juntado palabras y le ha dicho: “Ánimo, chico, que de ésta vas a salir más fuerte”.


V
“Aureliano, ¿quieres escuchar la música que yo tengo?”. Aureliano apenas se mueve. Casi no puede decir que no. Tampoco que sí. Jose Julián se acerca a él y le encasqueta los auriculares. Al instante, Aureliano se apacigua. Lobo Hombre en París. Auuuuu, cae la noche y amanece en París... Hecho esto, Jose Julián se dirige a su padre: “Le he puesto la música para que no nos oiga… si no, está con la antena puesta”. “¿Y…?”, inquiere Juan Antonio. “…pues que no quiero que se entere cómo te cuento que los médicos han dicho esta mañana que le dan el alta, decían que aquí ya no le pueden hacer nada, que corresponde a otros centros la atención a este tipo de pacientes… Mira: darle el alta es como volver a dejarlo tirado en la calle… no tiene dónde ir… aquí los servicios sociales van como van… y…”. Aureliano escucha la canción al tiempo que los mira. Jose Julián mueve la mano izquierda. Señala. Hace gestos. Pide. Suplica. Empuja. El padre queda caviloso, coge la chaqueta y sale de la 325. La luna llena sobre París. Ha transformado en hombre a Denís. Auuuuuu, lobo hombre en París.


VI
Son dos hombres de uniforme. Vienen a recoger a Aureliano. Éste al verlos entrar, ha puesto una terrible cara de espanto. Juan Antonio abre paso. Jose Julián se levanta de su cama. Aureliano lanza gritos, habla. Palabras ininteligibles para casi todos. Pero Jose Julián ya le entiende. Se lo pilla todo. Aureliano se encara con Juan Antonio. Con furia. “¡Eh, eh, tú, santurrón, ya te crees que has hecho la buena obra del día!”. Juan Antonio, claro, imagina, pero no capta ni una palabra. “¿Y a ti quién te ha dicho que yo quiero que me ayuden?”. Jose Julián se queda aturdido. Su padre, al lado le sostiene del brazo izquierdo. Mientras se llevan a Aureliano, es evidente que contra su voluntad, éste sigue dando voces desacompasadas en el corredor. La 325 queda tremendamente vacía. Han pasado Fallas. Ha pasado el tiempo de las llamadas telefónicas interesándose por él. De las visitas masivas. Es cuando Jose Julián siente que la perjudicada mano derecha vuelve en sí. Doliendo tremendamente se reivindica. La mano del fallero es casi en sí misma una falla… ambas, como el ave fénix, con muchísimo esfuerzo y lentamente, acabarán resurgiendo de sus cenizas.

domingo, 1 de enero de 2012

Cosas que no son importantes



I
Allí arriba, sobre las gruesas ramas del árbol milenario, los dos amigos se sienten a salvo de imaginarias alimañas. Silvestre se encarama con la agilidad de un felino y puede quedarse colgando de un brazo y balancearse al tiempo con la gracia de un primate. A Bruno le cuesta más. Toma carrerilla, a la de una, a la de dos, y a la de... Plooof. Se queda clavado, se le encienden las mejillas, se le sale la camiseta y se le baja un poco el pantalón. Enseña la hucha por detrás. Se está escurriendo irremisiblemente de nuevo hacia abajo, cuando aparece oportuna la mano férrea del amigo, “eh, que cada día te pesa más el culo”, y lo iza hasta donde el tronco principal se bifurca. Allí arriba, sobre las gruesas ramas del árbol milenario, los dos amigos hablan hasta la caída del sol. “Oye, Bruno, esto que me has contado, fuera de aquí que no salga: no te mirarían bien”. El chico levanta la mirada. “Y por qué, si es la verdad”. Es verdad que puede decidir sobre las cosas que no son importantes y no trascienden. Lo tiene comprobado. Puede. Y eso no es cualquier cosa. “Nano, porque yo te conozco y sé cómo eres: pero los demás… los demás van a tomarte por loco y eso es lo peor… te harán la vida imposible”. Bruno se queda contrariado. Pensativo. Tira ramitas de madera seca hacia el vacío. En medio de la caída, las detiene en el aire. Se quedan quietas, como pendientes de un hilo, como en una foto fija. Porque eso no es importante y no trasciende. Silvestre no se da cuenta del fenómeno. Y Bruno vuelve al ataque: “¿Y a Melania tampoco?”. “A Melania menos que a nadie, hombre”. Buff, eso sí que joroba. Melania lo es todo para él. Es hora de bajar. Como si fuera de goma, Silvestre aterriza de un salto. Bruno no. Baja de espaldas, rascándose la barriga. Consigo mismo no funciona el “efecto ramita seca”. Por lo visto, eso sí sería trascendente. Mientras se alejan del árbol milenario, Bruno aún hace alguna probatura más. El cielo se tiñe de fucsia, de turquesa. Explota en colores el cielo. Lo que pasa es que Silvestre va a lo suyo, y no se percata. Todo el mundo sabe que un cambio de color más o menos en el cielo ni es importante ni va a ninguna parte.


II
Han pasado años. Aquellos tres que se acercan hablando animadamente son… sí, son ellos. Bruno, Silvestre, Melania. “¡El árbol sigue igual!”, exclama Silvestre. “Vaya: no se ha movido”, ironiza Melania. “Seguro que ahora ya no te subes arriba como te subías antes”, provoca Bruno a su amigo. “¿Que no?, vas a ver…”. “Quietecito”, detiene Melania, “no queremos que te rompas nada”. Se acercan. Buscan la sombra. Se sientan. Cuidado, hormigas: traseros aterrizando. “Bruno… ahora que ha pasado tiempo, si me dejas, le cuento a Melania lo que tú te creías cuando éramos nanos…”. Melania lo mira intrigada. Bruno se encoge de hombros, “bueno, cuéntaselo si quieres”. Silvestre empieza a hablar: “el muy ingenuo estaba convencido de que decidía sobre cosas sin importancia”. Risas. “Ah, pero que lo decía muy serio y se lo creía… menuda imaginación”. Ya ves. Cosas de Bruno. En éstas, Bruno tira una piedra que se queda suspendida en el aire. Nadie lo advierte. Y empieza a recitar en voz baja. “Qué murmuras, nano”. Nada. No tiene importancia. Ayer le dio por hojear una guía caducada de Minnesota y ahora la está repitiendo apellido por apellido, número por número. Se la sabe porque aprenderse eso ni es importante ni tiene trascendencia. Se acerca hasta el tronco del árbol milenario. Mira hacia la copa. Y Bruno piensa con amargura, que él ahí está de más, que no pinta nada, que se va a quedar con las ganas de decirle a Melania lo que siente por ella, porque intuye que, en cualquier momento éstos dos, éstos dos… Antes lo piensa, antes sucede. Al girarse, los ha encontrado enroscados, Silvestre y Melania, Melania y Silvestre, tumbados sobre las hormigas, ojos entornados, labios con labios. Al punto, se viene abajo. Pero luego recapacita. Suelta una risa floja. No todo está perdido. Aún hay esperanza para él. Si sus amigos están así, retozando bajo la gruesa sombra del árbol milenario, es porque él lo ha decidido. Entonces lo tiene claro: Está segurísimo de que este revolcón es una cosa que no va a ser importante, no tendrá ninguna trascendencia y por supuesto no irá a ninguna parte.