domingo, 25 de diciembre de 2011

Gominolas


I
“Abuelo, ¿puedo comer gominolas de las tuyas?” El anciano respira fatigosamente. “¡...claro!”. La casa huele a azúcar. A fresa y a limón. El niño corre disparado hacia la cocina. Se encarama a una silla. Abre los estantes. Uaaaauuuuh. Alineados, decenas de botes y botes transparentes con gominolas de mil colores. Estira el bracito. Alcanza uno. Lo baja. Lo abre. Se llena la manita. Menta. Naranja. El abuelo, que le ha seguido, le observa. “No entiendo, abuelo, no entiendo…”, dice el niño con la boca llena, “cómo teniendo tantas, no te las has ido comiendo ya tú… “. El viejo Leandro hace un gesto de resignación y no le explica que, de tantas que comió en su larga vida, acabó perdiendo el sentido del gusto, y prefiere salvaguardar su tesoro gominolero para que avezados gourmets como este renacuajo sigan viniendo a visitarle con frecuencia en el atardecer de sus días.


II
“Éste es mi hijo pequeño, señor Aguaviva”. “Y tan pequeño, no levanta un palmo del suelo… ¿cuántos años tienes?”. Silencio. “Leandro, el señor Aguaviva te pregunta que cuántos años tienes”. Con voz baja, fina, tímida, casi inaudible, el chico responde: “Catorce”. El señor Aguaviva, que es un hombre tremendo, se levanta. Impone. El niño, piernas enclenques asomando bajo su pantalón corto, tose. “…es muy obediente y trabajador”, tercia su padre. Aguaviva medita. Se estira los pelos del bigote. Segundos de tensión. Las moscas ni se mueven. “Bueno, me lo quedo a prueba”, decide finalmente. Buuuuf, qué peso se quita el padre de encima. “Verá, verá cómo no se arrepiente”. Se despide con reverencias, atolondradamente, gracias, gracias, mil gracias. “Leandro, ya nos vemos a la noche en casa… demuéstrale al señor Aguaviva que tú eres de lo bueno lo mejor…”. Fuera, ha dejado de llover y las calles embarradas lucen sus mejores charcos.


III
No hay ningún segundo más de pausa. El señor Aguaviva levanta con un brazo un saco como si fuera una almohada de plumas. Lo abre por un extremo y lo desparrama por el suelo. Luego otro. Y luego otro más. Un intenso aroma dulzón, afrutado, se esparce por la nave con las vigas de madera. El pequeño está espantado. “A ver, pulguita… recoge todas esas gominolas clasificándolas por sabores”. El señor Aguaviva desaparece hacia otras áreas de la pequeña fábrica, “SABORES ESPECIALES”. Glup. Leandro no sabe por dónde empezar. Pero se agacha. Toma una pequeña gominola. La prueba. No se distinguen por sus colores. Mil sensaciones gustativas. Ha entrado a trabajar directamente en el paraíso. Van pasando entonces los minutos. Fuera, el paso mustio de los carros que vuelven del campo señalan el final de la jornada. Aparece el señor Aguaviva y encuentra a Leandro, en posición firmes. Hacía unos minutos ya que esperaba examinando las gruesas vigas de madera. . Ocho montones. Ocho sabores. Ni un fallo. El señor Aguaviva no da crédito. “¡Qué nano petano, éste!”. Le da una palmada cariñosa en la espalda, que le retumba hasta el esternón. Por fin, parece que el mejor maestro gominolero ha encontrado al mejor alumno.


IV
Es casi un ritual. Una mesa de mobila vieja totalmente despejada. Dos sillas. Un bol de cristal repleto de gominolas y un vaso de agua a cada extremo. El señor Aguaviva y el joven Leandro entran y cierran tras de sí. En ayunas es cuando el sentido del gusto está más despierto. Prueban el prototipo de gominola. Despacio. Desenmarañan el origen de los sabores. Qué te parece, pulga. El chico piensa. Hay algo, hay algo que… “Mucha gelatina 3”, sentencia adelantándose el señor Aguaviva, “se diluye el sabor cítrico”. Ostras, es verdad. Cómo podría habérsele escapado. Leandro trata de buscar una excusa, “yo lo notaba, pero…”. Al señor Aguaviva no le vale. “A ver si a la próxima nos fijamos más”.


V
Leandro se pregunta cómo es posible que una fábrica tan grande de gominolas pueda subsistir si nadie del contorno compra nunca ni siquiera una bolsita de diez céntimos. Todo se remonta, según le ha contado el Señor Aguaviva a Leandro de pasada, a muchos años atrás. La familia regentaba una confitería en el centro de Mardebé. Un buen día apareció de paso un viajante francés, Monsieur Pierre. En el escaparate, las gominolas apenas destacaban entre tanto bombón y dulce como había. Pero aquel señor, sin saber hablar nada de castellano, señaló con el dedo, quiero eso, debió decir, y le dieron a probar una. Y luego otra. Como si no hubiera comido nada en tres días. “C’est magnifique!”. El resultado: cargó con todas las de la tienda. Y al cabo de un mes, pensaron que era una broma, recibieron un encargo de trescientos kilos. Y luego otro más. Todas para el Monsieur Pierre. Hoy en día, dos camiones todas las semanas. Y el resto de las dulcerías marca de la casa habían caído en el olvido. Vuelta a la pregunta del principio, cómo es posible que la fábrica de SABORES ESPECIALES sólo suministre al exterior. “Cuestión de paladar”, sentencia el señor Aguaviva, “los franchutes tienen un paladar distinto al nuestro”. Ahondando en la cuestión, Leandro reflexiona, “a mí, si las gominolas no tuvieran aditivo quince, me gustarían más”. Impacto en la frase. El señor Aguaviva reacciona. Le da una palmada, que como siempre, le hunde el esternón y exclama: “¡Coño con la pulguita!”.


VI
De repente, el silencio. El pedido de gominolas que tendría que haber entrado no ha llegado. El camión no ha llegado tampoco y el almacén está repleto, que se sale. Leandro ha sido testigo de los intentos del señor Aguaviva por hacerse vía conferencia con su viejo amigo Pierre. Infructuosamente. A lo que parece las conexiones telefónicas no cruzan bien los Pirineos. La explicación de la parada en la demanda no tarda en llegar. La envidiosa familia Aguaclara, enemiga de toda la vida de los Aguavivas ha montado una modernísima fábrica, GOMINOLAS ESPECIALES, veinte kilómetros al norte de Mardebé. Con denominación de origen. Y ellos, los Aguavivas, encerrados en su mundo, sin enterarse. Al señor Aguaviva ahora no hay quien se le arrime. Porque quien se le arrime tiene ganada una bronca mayúscula. Por arrimársele. Anda como alma en pena pidiendo a gritos explicaciones a su gente: cómo es que no son capaces de colocar las gominolas (sin aditivo quince) expresamente preparadas para venderlas aquí. Excusas. Inútiles. Qué es eso de que la fama de gominoleros para franchutes nos precede. Pandilla de vagos. Cuando, finalmente, tras casi veinte días, un camión aparece para cargar en la zona del muelle, los empleados casi lo aplauden y le rinden honores. Pero Leandro sabe que los tiempos de dos y tres camiones a la semana han acabado. A partir de ahora vendrá uno al mes. Eso como mucho.


VII
Al señor Aguaviva le han caído veinte años encima de golpe. En una sola semana. Si antes hablaba poco, ahora nada. Su potente chorro de voz se ha secado. Arrastra una afonía crónica. Ha encanecido. Se ha encorvado. En poco tiempo, ha tenido que mirar a la cara a diez de sus mejores trabajadores para despedirlos. En poco tiempo, ha tenido que suplicar a sus proveedores que no dejen de suministrarle. Que él siempre fue pagador puntual y que no piensa dejar de serlo. Leandro y él siguen sentándose en torno a la vieja mesa de mobila. En ayunas. El bol de hoy contiene una gominola delicatesen. Apenas la saborea. “Pulguita”, le dice, “estoy cansado, ya he remado mucho”. A Leandro se le atraganta la gominola. “…es hora de dejar la empresa en manos jóvenes y preparadas”. El señor Aguaviva se refiere a su hijo. Un engreído que ha ido acumulando títulos y másteres. Un caprichoso sin espíritu de sacrificio. Leandro trata de convencerle, “patrón, no deje el barco ahora, que nos hundimos”. El señor Aguaviva arrastra pesadamente la silla, se acerca a su fiel contramaestre de tantos años, su catador de gominolas, y lo abraza. Como siempre, le desatasca el esternón. Con la lágrima fácil, le dice, “por cierto, esta gominola es dinamita pura”.


VIII
El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Leandro se lo repite mil veces al día. Hablando del rey de Roma, ahí viene, cara a él. “¡Leandro!”, le llama. Él se detiene. Frente a frente. “Leandro, ¿tú quién coño te crees que eres para modificar la planificación de la producción que yo había preparado?”. Cajas destempladas. “Pero es que…”. “QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ, ¿ME OYES? LA ÚLTIMA VEZ…”. Leandro agacha la cabeza. Calla. Y sigue hacia delante. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Por mucho que se lo repite, el concepto no se le queda.


IX
“Bah, son sólo rumores”, exclama Leandro. “¿Rumores? Todo el mundo lo sabe. Nos compran”. Leandro no sabe cómo calmar la ansiedad de los operarios. Pero él mismo los ha visto. A los de “Gumdrops de Qualité”, que han venido ya por aquí varias veces. Se dirige como cada mañana a su pequeño despacho. Qué raro. La llave no entra. No lo quiere pensar. Pero… ¿le han cambiado la cerradura? Corriendo por detrás, viene, le llama Rosario, la secretaria, “Leandro, Leandro, el señor Aguaviva que acudas a su despacho inmediatamente”. Leandro deja de pelear con la llave y la cerradura cambiada. La mañana es larga. Aturde. Leandro no digiere bien lo que está ocurriendo. No le han dejado recoger absolutamente nada de sus pertenencias. Cuando sale de SABORES ESPECIALES, “causando baja a todos los efectos”, tiene la sensación de que, después de toda una vida, después de que llegara allí con pantaloncito corto, lo están echando de su casa.


X
Al viejo Leandro le tiembla terriblemente el pulso. “Abuelo, ¿quieres que te ayude yo?”. “No, no, yo solo puedo”. Se ha subido él también a la silla. Vértigo con tan poca altura. Una caída desde esa altura sería fatal. Ha alcanzado un bote, el más grande. Con las dos manos. Apenas puede con él. Ahora viene lo más difícil. Tiene que bajarse. Duda. O tal vez no. Desde ahí arriba. El nieto lo mira. Expectante. Leandro destapa el bote. Desparrama a cámara lenta toooooooodas las gominolas por la cocina. Ruedan y ruedan. Un intenso y dulzón olor se esparce en el aire. El nano le grita. “Pero, ¿qué haces?”. “Ay, pulguita, se me han caído todas… ¿puedes recogerlas y clasificarlas por sabores?”. El pequeño vuela. Fiu, fiu, fiu. En segundos, ocho montoncitos, ocho sabores. El abuelo salta de la silla. “Nano petano”, exclama. No le duele nada. Abraza al nieto. Ojalá no sea demasiado tarde, el titular es que un viejo maestro gominolero ha encontrado por fin un buen alumno en su propia casa.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Nunca es nunca

I
La cola llega casi hasta la puerta. Lázaro ha preguntado quién es el último. Las manos en los bolsillos. No se esperaría. Pero le han dicho en casa que no vuelva sin el décimo. Y el sorteo es pasado mañana. Ya no puede pasar de largo. Tiene que ser hoy sí o sí. Se fija en los carteles de las paredes. Te puede tocar a ti. Sueña loterías. Un querubín con una bola. Él es de los clásicos: echa de menos al calvo. La ventanilla está empapelada con números. Dentro, un señor desganado atiende. “Deme dos de ése”. La sensación cuando uno está detrás en una fila es que los de delante van lentísimos. En éstas, le tocan el hombro. “Hey, Lázaro, qué es de tu vida”. Su viejo amigo Gregorio. “¡Hombre, Gregorio, pues ya ves, siempre me atiborran a lotería por todas partes, de todos los sitios, en cambio, éste es el año que menos tengo… y digo, voy a comprar por lo menos algo, no sea que toque, aunque a mí, lo que es a mí, nunca me ha tocado nada, vamos, ni el reintegro, y eso que voy teniendo una edad, sólo por pura probabilidad, después de todo este tiempo, pues ésta será la mía, digo yo… que me hace una falta que no veas…”. “Pues a mí una vez, hace ya mucho, me tocó duro por peseta”. “Huy, si todavía eran pesetas, tiene que hacer un montón”. “Ya te digo: aún iba en pantalón corto”. La cola avanza lentamente. Va llegando gente nueva y se espesa. Se oye todo. El tópico de la salud que no falte. A ellos los miran como a dos bichos raros. Estos jubilados no son habituales de la administración y eso se nota.


II
“Dame un décimo para Navidad”. El lotero hace un gesto casi como de “tú estás loco o qué”. Lázaro arrima la nariz al cristal separador para oír mejor. Le explica a través del interfono: “…se nos terminaron hace dos semanas… no nos queda ni uno”. Lázaro se aturde. Señala los billetes que cuelgan de los hilos. “¿Y todos éstos?”. “…son para el niño”. Gregorio se percata y estira el cuello, “Qué pasa, qué pasa”. “…que dice el tío que no quedan…”. “¿Cómo que no quedan?”. “…es que hay que venir antes, no se pueden dejar estas cosas para última hora…”. Lázaro se muerde el labio, y ahora qué hago. Gregorio le dice: “…pues yo quería uno también…”. La cola está estancada. Los de detrás se impacientan. El lotero les pide: “…mientras se deciden, dejen pasar a la gente que está esperando….”. “No, no, un momento… mira bien, hombre, mira bien, ¿no te queda nada por ahí?”. No se hizo la paciencia para este lotero. Abre de una sacudida un cajón. Papeles. Sobres. “Ya he dicho que no, que no me queda nada”. Ostras, y ahora qué hago. Lázaro y Gregorio buscan la salida. Lentamente. Con la cabeza agachada y la espalda encorvada. El que iba detrás de ellos va a tiro fijo, “ya era hora, ya me toca…”. Lleva resguardos de primitivas, bonolotos, quinielas… Es un especialista. Cuando están a punto de salir a la calle es cuando les avisan, “eh, eh, esperen”. Ha habido un efecto dominó entre la gente que está alineada, aguardando su turno, que ha ido corriendo la voz del primer aviso del lotero, “eh, eh, esperen”. Y ellos se paran. “¿Es a nosotros?”. Y se giran. Y se vuelven. El lotero esgrime dos sobres cerrados en la mano. Se los muestra a través de la ventanilla. Lázaro y Gregorio se miran. “…aquí tengo un décimo en cada sobre… de un encargo que no han venido a recoger… si lo quieren, para ustedes….”. Lázaro saca de la cartera dos billetes arrugados de diez. Su tabla de salvación. “Trae acá…”. Gregorio le sigue. “Biennnnn”. Con un sobre que contiene un décimo en una mano, apretando el puño de la otra, y con un gesto de victoria, “lo hemos conseguido”, alcanzan la calle. La sensación es triunfante, casi como la del que acaba de ser premiado con el gordo. Y eso que lo único que tienen es un numerito. Falta todavía que salga en el momento justo y en el bombo hay otros ochenta y cuatro mil novecientos noventa y nueve más. Nada menos.


III
Ahora, cada uno a su casa. Viene un viento gélido que no se puede aguantar. “…que me alegro de verte, Lázaro”. “Lo mismo digo, Gregorio, a seguir bien”. Se despiden. Cuidado al bajar de la acera. Los coches zumban. Lázaro respira aliviado. Se ha librado por los pelos. Aunque bueno. Total, nunca, nunca, le ha tocado nada. Nunca. Nunca es nunca. Piensa. ¿Y si…? Se para. Mira al cielo. Las nubes vuelan. Se mueven deprisa. Se vuelve. Aún se ve a Gregorio, no muy lejos, que camina despacio el pobre. Le grita. “¡Gregorioooooo!”. No le oye. Le tendrá que alcanzar. Retrocede deprisa. Le toca por detrás. Le da un susto. Qué pasa, Lázaro. “Gregorio, que así, sin ver el número ni nada, te lo cambio”. Le tiende el sobre. Ah, era eso. Busca en el bolsillo. Había doblado el sobre para que le cupiera. Está un poco arrugadillo. “Bien, vale, toma”. Lázaro lo coge. Con fuerza. No se le escapa, no. Le da una palmada al amigo y se despide de nuevo. “…a cuidarse, señor”. Ahora sí, rumbo a casa, ahora ya todo está bien.


IV
Es el sonido de la Navidad. La banda sonora, que empieza con los niños cantando, mil euuuuuuuuuuuuros. El bombo girando al terminar una serie. SSSSSSSSSSSSSSSS. Los comercios abiertos. El Mercado bulle. Las paradas tienen sus radios en marcha con este monótono soniquete. Frío. Las manos congeladas. Lázaro ultima las compras. De repente, el mundo se para. Cantan un número. Cuatro millones de euuuuuuuuuuuuuuros. Eh, eh, el gordo. El gordo. La gente grita.”¡Acaba en….!”. Dónde habrá caído. Dónde. Confusión. La informática va rápido. Enseguida se sabe. Ha caído en… ¡Íntegramente en Mediavilla! Uffff. La pólvora no corre tan rápido. El mercado se viene abajo. El carnicero se despoja del delantal. La del fiambre mira si sus números coinciden. Revuelo. Revuelo. A Lázaro le sobrevienen todos los males. Toma, toma, toma, yo tenía ese pálpito. Después de todos estos años, ya tocaba. Sale a toda la velocidad que sus pies le permiten. A la Administración de loterías empieza a acudir gente. Es la escena que ya ha visto tantas otras veces en la tele. El lotero, que resulta que es un tío simpático y todo, pega una cartulina en la pared, “EL GORDO VENDIDO AQUÍ”. Encima de la acera, ya hay dos furgonetas unidades móviles, como si supieran ya que ahí caía el premio y hubieran estado esperando en el bar de la esquina. Policía. Risas. Chillidos. Abrazos. Ya ves. Lázaro, que encuentra todo ese tumulto, da un rodeo y se escabulle. Le han entrado todos los temblores y ya no le han parado. Urge, antes que nada llegar a casa. Y comprobar. Por encima de todos los sonidos, percibe uno, POOOF. Es un tapón de corcho que sale disparado por los aires.


V
RIIINNNNNGGGG. RIIIIIINNNNGGGG. Por qué tarda tanto en abrir. Hoy es el día de las pulsaciones a mil. Lázaro mira al cielo. Sin nubes. Sin respuestas. Por fin, Gregorio abre la puerta. Falsa cara de sorpresa. Se miran. “¿Tienes el gordo?”. Gregorio asiente. Su rostro tampoco lo puede disimular. Hoy es hoy y está feliz. Lázaro aprieta el mentón. Espera. Con ansiedad. Un gesto. Una palabra. “Compartiremos”. O tres. “No te preocupes”. O algo. Pero sólo encuentra un encogimiento de hombros, y un “vaya, tú sigues sin tener suerte…”, que pesa como una losa. Y él entonces responde con una mirada fulminadora. Y con un darse la vuelta. Con orgullo. Espalda recta. La dignidad, que no se pierda en estos momentos. Con odio. Que te den. Joder, la de tiempo que tiene que pasar a veces para darse uno cuenta de que lo que creía era un amigo es en realidad un mamarracho.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Tiempo de Superhéroes



I
Será una broma. He recibido un correo electrónico. Como copia oculta. “Distinguido asociado”, dice, “es un placer anunciarte que el próximo cinco de Enero tendrán lugar las XLI Jornadas de Superhéroes”. De qué van. Ya no saben qué inventar. “…en breve te remitiremos el programa con las sesiones que se celebrarán”. A mí me ha entrado una risa floja. “Rogamos su asistencia. Hoy, más que nunca, es tiempo de Superhéroes”. He ido a darle directamente a la tecla “Supr”. Pero no sé por qué en la última décima de segundo me he detenido. Y lo he releído varias veces. Buscándole las vueltas. Dónde dirá eso de “le recordamos que para votar será necesario que se encuentre al día en sus cuotas”. Porque me imagino que querrán hacer caja. Será una broma mala. Desde luego, a mí no me hace ni pizca de gracia.

II
Cumplió su amenaza. Mi madre se atrevió. Me lo había advertido ya varias veces. Se había puesto pesada, “Cayetano, ordena tu cuarto, o entro a saco”. Y yo, “mañana, mami, mañana”. Estaba acostumbrado a andar a saltos en mi habitación, a saber dónde tengo mis cosas, cada una por un sitio… Para mí así todo estaba más que bien. Por eso, cuando esa tarde llegué del colegio, entré en la habitación, encendí la luz… ¡AAAAAAHHHHHHHHH! ¿Aquí qué ha pasado? Pánico, terror, catástrofe. “Te lo dije”, me señaló ella con el dedo. Estaba todo diáfano. Todo despejado. ¿Y mis tebeos? ¿Y mis revistas?“. “Lo más viejo, al contenedor de los papeles”. Otra vez AAAAAAAHHHHH, pero cómo has podido tirar lo mejor que yo tenía. Salí disparado, de rebote, dando traspiés, hacia abajo, para ver si podía aún salvar algo de la masacre. Me planté delante de los tres contenedores, basura, plástico y cartones, alineados. Uuuuuaaaaa, qué rabia, qué rabia. Cómo se había atrevido esta mujer. Si no molestaban a nadie. Mis Supermanes. Mis Superhéroes. Qué expolio. Irrecuperable. Apreté con fuerza mi puño derecho. No pude contener una lágrima. Snifff. Aquello para mí era todo. Justo en ese momento de ofuscación e ira, concentré toda mi fuerza, y solté un puñetazo contra el armazón metálico del contenedor de cartón. Tendría para haberme roto los nudillos en mil astillitas con aquel arrebato. Pero sorprendentemente, lo atravesé como si fuera papel de fumar. Atiza. Caracoles. Ni inmutarse mis dedos. ¿A ver? Repetí golpe. Taladré la chapa, que aunque estaba algo oxidada, no dejaba de tener un espesor de dos milímetros. Vaya. Y entonces la mayoría de mis tebeos quedaron a mi vista. Entre cartones, arrugados y descosidos. Un par de puñetazos más y quedó abierto un boquete en el que me cabían los dos brazos. Aún recuerdo la cara alucinada de mi madre cuando me vio entrar en casa de regreso con la mayor parte de mi tesoro de papel recuperado. No dijo ni mu.

III
Otra vez. Otro correo electrónico como copia oculta. Esta vez, el encabezamiento, pone: “Estimado Super Percutor, adjuntamos el programa de las LXI Jornadas”. No hay duda. Saben quién soy. Me pregunto cómo se habrán enterado de que existo, si hasta ahora he permanecido en el más silencioso de los anonimatos. Vaya pregunta más chorra. A los Super héroes no les cuesta nada reconocerse entre sí. Lo debemos llevar escrito en nuestro código. Vamos, digo yo.

IV
Una de las fases más complicadas para cualquier persona es la de aprender a conocerse bien a sí mismo. Por simple que uno sea, hay quien incluso ni lo consigue. Pues no te quiero contar lo difícil que es para un Superhéroe. Lo digo por experiencia. Cuando descubrí lo que era capaz de hacer con mi derecha, tuve que comprobar si mis superpoderes se extendían también a mis otras extremidades. Resultado, mano izquierda rota. Empeines machacados ¿Y a mi cabecita dura? A la de una, a la de dos, a la de… Resultado, traumatismo craneoencefálico. “¡Hijo mío, pareces el pupas!”. No más probaturas. Con mi puño derecho sí. Lo que se pusiera por delante. Agujeros en ladrillos. Agujeros en hormigón. Agujeros en granito. Agujeros en acero. Super, super Percutor. Ésos son mis poderes. La gente de Mediavilla tenía que andar con cuidado, porque el pueblo empezaba a parecerse a un pueblo “gruyer”.

V
¡Me han enviado la credencial para el Congreso! Lo que no sé es cómo haré para llegar. Muchos lo tendrán superfácil. Vuelo directo con capa, con supernaves, teletransporte, a saber. Yo tendré que mirar ya por internet a ver si hay un avioncillo de bajo coste. Y que mis padres me dejen la pasta. Esto no me lo quiero perder por nada del mundo. Apareceremos por la puerta principal, vestidos de normalitos, porque claro, las Jornadas, a los ojos de todo el mundo, son para tratar “El signo de los tiempos”. Entraré de incógnito, ya digo, para después, una vez traspasada la puerta, en el salón de actos, encontrarme con Super Guay-guay, con el Super Hombre Fuego, con la Super Mujer Fardástica… con todos… eso tiene que ser para que me tiemblen las piernas sin parar… para que me tengan que dar masajes al corazón de la immmpresión. Menudo nervio que me va a entrar al codearme con tanto Superhéroe grande. Saludaré a todo el mundo, “hola, que yo soy Super Percutor”. Espero que me venga bien el traje… De las Jornadas, me interesa particularmente la charla-coloquio: “No hay Superhéroes de primera ni de segunda: todos vamos a una”. Ésta promete.

VI
Autoaprendizaje y disciplina, dos conceptos vitales en la vida que llevo. Me cuesta relativamente poco adaptarme al papel de simple que interpreto cuando voy de incógnito. Sólo sé hablar de tebeos y cómics. Y mi aspecto tampoco levanta ninguna sospecha: Gafas gruesas, bajito, calvito y un poco panzudete. Eso sí, no veas, la fuerza de voluntad que necesito para no soltar un derechazo a algún capullo y reventarlo cuando me está tocando las narices. Eso sería de unas consecuencias inimaginables. Así que me resigno y me dejo avasallar. En momentos de debilidad, me vengo abajo. Vaya una mierrrrrrrda de superpoder que me ha tocado. Para qué sirve agujerear paredes, si ya están las ¨Black Decker”. Todos los Superhéroes necesitamos un psicólogo cerca, me parece a mí, porque nos mortificamos continuamente. Nunca le voy a poder descubrir a Noelia mi identidad percutora… Nunca llevaré bien que “sólo me quiera como amigo” y que suspire por aquel “desconocido” que grabó su nombre en la pared. Y ahora, aprendo billar y a hacer carambolas, mientras espero mi momento, ese momento que me coloque cerca de una farola, para tumbarla con mi puño derecho, de manera que caiga justo encima del coche del malo cuando trata de escaparse.

VII
Cinco de Enero. Cuatro significativas ausencias a las puñeteras Jornadas que deben estar celebrándose en estos momentos. La mía es evidente. Ando paseando por las iluminadas calles de Mardebé. Las otras tres estaban anunciadas. Los Magos, que ya me imaginaba yo que eran del gremio, protestarían porque en la noche de este día precisamente trabajaban. Cualquier otra fecha les hubiera venido bien. Llevo las manos en los bolsillos. La bufanda envolviendo mi cuello. No sé qué me pasa. Veo superhéroes por todas partes. Ése que vuelve a casa y está seguro de que la semana que viene volverá a tener trabajo. Ésa que va hacia el hospital a cuidar a su madre. Aquél que viene cargado con un paquete y que pensaba que los Reyes pasaban de él. Buuuufffff. Cuando los de Patrimonio recuenten los ciento y pico impactos de las balas de cañón en los muros de las torres van a encontrarse con uno más. El más profundo, el más bajito, el que le acabo de hacer con la fuerza de los millones de meganewtons de mi superpuño derecho. Pido disculpas por ello. Tenía que desahogarme.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Valgo para esto




I
Muchas mañanas me lo encuentro. Se abre la puerta del ascensor y el señor Toneu está dentro, porque viene del piso de arriba. Saluda, sonríe. Digo lo justo. Hola, sí, no, adiós. No me saca de ahí. Bajo la cabeza. Miro al suelo del ascensor. A sus zapatos brillantes. A mis zapatillas gastadas. Al maletín de su portátil. Al cable de mis auriculares. Procuro respirar lo mínimo. Para que no se gaste todo el aire si este trasto se para algún día. Pero esta mañana casi me da algo. “Cecilia… perdona que te diga… cantas como los ángeles”. Casi me muero allí mismo. Me escucha, este tío me escucha. “…no, en serio lo digo, tienes una voz prodigiosa… tú vales para esto”. Roja como un tomate. Me he quedado más muda de lo que soy. “...oye, que si quieres, algún día subes a mi casa, grabamos en mi estudio, conozco bien al director de Radio Ritmo, le enviamos una pequeña maqueta, y bueno, quién sabe…”. Clink. Puertas abiertas. Hoy salgo más deprisa a la calle. Corriendo, sin decir adiós. Un gesto con la mano vale. El ruido de los coches, las motos, las voces, todo es música. Yo la interpreto.

II
Compruebo la ventanita del cuarto de baño. Cerrada. Hermética. Doble cristal. Llamo a mi hermana Marga. No viene. Ni caso, para variar. Voy a por ella. Está tumbada en el sofá, con la maquinita. “Qué quieres”. Le estiro del brazo. La llevo. “Qué pasa, pesada, para qué me llevas al wáter”. “Nada, tú ven... ahora, grita cuanto puedas…”. “Pero…”. No le dejo terminar. “Tú grita”. La encierro. “¡Ceciliaaaaa…!”. Cuestión de decibelios. Con el pito que tiene la tía, apenas oigo nada. Y eso que estoy aquí, con la oreja pegada. Mi hermanita sigue aullando. “¡Ábreme, loca!”. Nada, muy bajito. Si es lo que yo pensaba, paredes blindadas. No sé cómo el de arriba escuchará, como no sea por los desagües, no sé. “¡Que me abras, joder!”. Prueba de insonorización acústica superada. Abro la puerta, que ya empezaba a aporrear, y ella sale como un torito bravo. Me suelta un empujón, “estás loca, ésta me la pagas”. La esquivo, hago un quiebro. Entro yo en el cuarto de baño. Paso el pestillo. En un santiamén. Salvada. De momento.

III
Lo mejor de la casa. Definitivamente. El espejo del cuarto de baño. De pared a pared. Ésa que señalo soy yo. Sonrisa. El público me ovaciona. Empieza la música. “¡Buenas noches, Mardebeeeé! Uuuuuhuuuu”. El cepillo del pelo, mi micro. Empiezo. Bajito. “I had a dream…”. Sé inglés. De oído. Igual que música, de oído también. Me muevo. Bien. “It just… a Little love!”. Me hago los coros. La orquesta. Todo. El vecino debe tener la oreja pegada. Espero que la tenga. “A little love!”. Uhuuuu.

IV
A nadie le dicen que no en el coro del cole. Porque lo que faltan son voces. Juan Carlos, el director, me mira. Espera. “Canta, Cecilia”. El pulso se me acelera. No puedo, no puedo. Me entra un no sé qué. Mi voz no es mi voz. Yo no soy yo. “…es que estoy muy nerviosa”. Resopla. No pasa nada, no te preocupes. Pido perdón. Me salgo de la clase. No puedo con mi vergüenza. Dios, esto es como si la mejor nadadora del mundo le tuviera miedo al agua.

V
“Baja la voz”, me pide Marga. “¿Te molesta?”. “Pues claro”. No lo digo, pero lo pienso, “te jorobas”. Estoy escuchando Radio Ritmo. No conocía esta emisora. Pero es buena. Muy buena. “¡…directamente al número uno, viene con gran fuerza un nuevo valor, una voz prodigiosa, Cecilia… y su just a Little love…!”. No, no falta mucho para que eso pase. Uuuuhuuuu, I had a dream

VI
A mitad de canción he abierto la ventanita. Es como si cincuenta mil personas se hubieran sumado a mi ensayo general en este estudio-lavabo. Más o menos. Me miro. No me reconozco. Cecilia. Cecilia. Cecilia. Y me digo, de esto, a mis padres, de momento, ni una palabra. Fijo que no lo entenderían.

VII
He subido por las escaleras. Para hacer el menor ruido posible. No es tan tarde como para que se haya ido a dormir. Ni tan pronto como para que aún no haya llegado. El pulsador del timbre. Me atrevo, no me atrevo. El timbre es de las valientes. Lo pulso una décima de segundo. Lo justo como para que suene, ding-dong, han llamado, quién será. Ya no me puedo ir corriendo. Ya no me puedo echar atrás. Unos segundos. Larguísimos. Mirilla de la puerta. Cerrojo. El señor Toneu me abre su puerta.

VIII
“….mmmm…. yo… venía para ver si grabábamos en su estudio… lo que me dijo el otro día”. Silencio embarazoso. El hombre aprieta los ojos con fuerza y su muerde los labios. Lleva un chándal que es un horror.”…Cecilia… yo… verás… cantas muy bien, esto te lo dije muy en serio… pero…”. Se está haciendo de noche repentinamente. “…lo de grabar en mi estudio era una broma… yo no tengo ningún estudio en casa… ni conozco al director de Radio Ritmo ni nada”. Booom. Mazazo. Esta situación no la tenía ensayada. Ahora qué. Tierra trágame, por favor. Me doy la vuelta. Salgo disparada. Escalones abajo. De tres en tres. A oscuras. Ciega. Siento que me llama por detrás. Rebaso el rellano de mi casa. Pero sigo bajando. A mil. Era una broma. Qué cabrón. Una broma. En mi cerebro empieza la música. Sentimiento. Salgo a la calle. Me apoyo en un coche aparcado. Y canto, con todas mis fuerzas, sí, I had a dream. I had a dream. Sí, tuve un sueño, yo valgo para esto.

“A Little love”, Dionne Bromfield