domingo, 26 de junio de 2011

Por los pelos


I
“Eh, chavalín, ¿me puedes ayudar?”. Nachillo no quiere detenerse. Pero está claro que el hombre ése, sentado en la marquesina de la parada del autobús se dirige a él. “Ven, ven, por favor acércate”. Nachillo se queda paralizado. Es un tipo enorme. Con sus manos gigantes le está haciendo gestos para que se le aproxime. Va sin afeitar. Espeso. “…escucha, mira, me han robado la cartera, y no tengo dinero ni para coger el autobús”. Su voz suena grave, triste, lastimera. “… ¿tú no tendrás algo para dejarme?”. El chico baja la vista. Ni niega ni confirma. Aprieta con fuerza en su bolsillo el billete de diez euros. “… ¿no me puedes dar algo?”, pregunta de nuevo, esta vez con más energía. El niño se explica: “…lo que tengo me lo han dado para ir a cortarme el pelo”. Seguro que esto lo entenderá. Que pida ayuda a alguien más mayor y con más dinero. El hombre ríe y enseña sus dientes estropeados. “¿El pelo? ¡Pero si lo llevas bien! ¡No hace falta que te lo cortes hoy!”. Y le tiende la palma de la mano. “Anda, por favor… es para el autobús… es para poder irme a casa”. Nachillo duda. Aquél prosigue: ”…si te cortan el pelo, te van a dejar sin fuerzas, como a Sansón…”. Nachillo duda más. No sabe qué hacer. Mira. Alrededor. ¿Es que no hay nadie más en la Avenida que pueda ayudar a este señor? Baja la cabeza. Repite: “Lo siento, no puedo, lo que tengo es para cortarme el pelo”. Luego todo ha ocurrido en un segundo. El hombre se ha levantado del banco. Es un gigantón. Nachillo le llega apenas por el ombligo. Se estira y trata de atenazarle por un bracito. “¡Trae acá, nano!”. Le sobra mano. Se le ha transformado la voz dulce en voz la de un ogro. Nachillo se zafa. Y sale corriendo. Corriendo con toda su alma. No mira atrás. Siente que le persiguen y que lo van a atrapar irremediablemente. Nachillo vuela hasta la puerta de la barbería, en la replaceta. Empuja con fuerza. Cierra tras de sí con estrépito. Baldomero, sin dejar de batir las tijeras, no se da cuenta de sus ojitos espantados. Nachillo, sofocado, respira hondo. De momento está salvado. Por los pelos.

II
El sillón de la barbería es robusto, de hierro blanco y frío. Para que Nachillo se pueda sentar y quedar a la altura del espejo, por encima del banco, repleto de cuchillas, peines y lociones, Baldomero tiene que poner uno, dos y tres zancos. “Adelante, caballero”, le indica. Mientras, con la escoba, barre la montonera que se ha organizado con la pelambrera anterior. La acústica de la barbería es como la de un coro en una catedral. Tubos fluorescentes en un techo altísimo. Media docena de sillas arrimadas a la pared, chapada hasta media altura con azulejo azul celeste. Una mesa atestada de revistas viejas y desordenadas. Algunos tebeos, que el niño ya se sabe de memoria. Nachillo se mira en el espejo. Se estudia. Aún tiene el miedo en el cuerpo. Y le cae el sudor por las patillitas. Enseguida, Baldomero está con él. “¿Qué, como siempre?”. Afirma con la cabecita. Agggggg, le aprieta mucho el cuello con la capa de nylon. Para qué ese sufrimiento, si luego los pelitos le van a pasar por debajo del cuello igualmente. Baldomero prepara las herramientas. Los años han modelado su espalda. Con una chepa pronunciada. Una cabeza inclinada cuarenta y cinco grados. Y unos brazos permanentemente horizontales, ingrávidos. Si en vez de tijeras y peine, esgrimiera una batuta, pasaría por un director de orquesta. Sí, es eso. Más de una vez Baldomero se lo ha explicado a Nachillo. “Yo tengo la espalda así, de la de tiempo que me he tirado dirigiendo a las mejores Filarmónicas del mundo”. Y como prueba y testimonio, le ha puesto grabaciones orquestales, que le explica, ha dirigido él.

III
“… Nachillo… ¿te has fijado en ese señor que acaba de irse, el del maletín?”. “Sí”. “¿…sabes quién era?”. Ojos enormes, llenos de curiosidad. “…nada menos que el asesor principal del presidente del Gobierno…” Aaaaaaaah. “…en un país como éste, pasan muchas cosas… y los presidentes están todo el tiempo metidos en reuniones, viajan por el extranjero… y al final acaban no dándose cuenta de lo que de verdad pasa en la calle… No ven cómo están los ambulatorios, ni las carreteras, ni las fábricas, ni nada de nada de nada”. Pausa. Carraspera. Maldita tos que no se quita. Trago de agua fresca. “…entonces tienen un equipo de asesores. De los que van por todas partes. De los que estudian, estudian. Expertos en esto y en aquello. Y le explican lo que pasa al presidente y a sus ministros para que no se despisten”. Nachillo bosteza. Ahhhhh. “Pues este hombre trabaja como asesor de asesores. El presidente Holgado no toma ninguna decisión sin contar con él. Al revés te lo digo, es él quien indica la conveniencia o no de tirar por aquí o por allá, de hacer esto o lo otro. De si interesa o no visitar tal o cual país… O sea, que es una de las personas más importes… del mundo. No te exagero. No sé si te habrás dado cuenta, pero la calle estaba vigilada por escoltas secretos. Que ni se notan. Que a lo mejor parecen abueletes con el carro de la compra, pero llevan en sus gafas de culo de vaso visión infrarroja, para tenerlo todo controlado. Y los satélites apuntan a esta barbería mientras yo le corto el pelo al asesor”. Otra pausa. “No te muevas ahora. Quieto”. Flequillo al ras. Ras, ras. Baldomero sigue contando. “…yo le llamo Pepe, porque tengo confianza con él. Y él la tiene toda conmigo. Cuando no sabe cuál es el camino correcto, viene y me consulta. Que sí, que sí, Nachillo, no te rías, que yo soy el Asesor del Asesor, que en esta barbería hemos discutido los presupuestos generales del Estado, que a ver qué te crees que traía en ese maletín, que con un portátil y un lápiz de memoria, hoy cabe todo dentro, que hace unos años habría necesitado una furgoneta para tantas partidas, tantos gastos y tantos impuestos, pero ahora no… Y lo hemos estado viendo juntos aquí, y yo le he dicho, Pepe, lo que no puede ser es que no se canalice el cauce del río y no se pueda llegar a Mediavilla en barco, con la de gente que vendría. Y él, caramba, no había caído en la cuenta de lo importante que es eso, y ha tomado buena nota, y ya verás cómo antes de que acabe el año, zas, se adjudican las obras, y empiezan de una vez a hacer eso…”. Nachillo se observa atentamente. Con ese pelo tan corto no se reconoce. Esta vez, Baldomero se ha pasado. “Yo, desde aquí, asesoro al asesor”, asegura Baldomero, cepillando el cuello y la espaldita del niño.

IV
De nuevo en la calle, con la cabeza mucho más ligera y despejada, parece que hace más frío. Es hora de volver a casa. Pero Nachillo traga saliva. No se atreve. A lo mejor está esperándole el tipo de la parada del autobús que trató de agarrarle. A lo mejor ahora sí que lo atrapa. Tiene unas ganas tremendas de hacer pis. El corazón le va a cien mil por hora. Piensa. Piensa rápido. Vuelve sobre sus pasitos. Entra otra vez en la barbería de Baldomero. Cierra tras de sí la puerta acristalada con estrépito. Baldomero, sin dejar de batir las tijeras, exclama: “¡Nachillo…! ¿Te has dejado algo?”. Nachillo guarda silencio. Respira agitadamente. Baldomero le pregunta al cliente, al que le repasa los cuatro pelos que le coronan la calva: “Cosme, ¿Sabes quién es este chico? Nieto de Juan el gasolinero”. “Ah, así sí claro….”. “¿Cuántos años tienes ahora, Nachillo? ¿Ocho? Yo creía que casi diez….”. Pausa. Carraspera. Maldita tos. Agua fresca. Baldomero le pregunta de nuevo al calvo: “…pues, ¿tú te acuerdas de Mozart, que a los cinco años ya componía obras maestras?”. Cosme asiente. Cómo no se va a acordar. Menudo niño prodigio. “…pues una mieeeeeeeeeeeerda, al lado de Nachillo”. Ojos desorbitados. “a ver qué te crees, de dónde saca Hollywood tanta música para tanta banda sonora… Nachillo, tararéale la última de Lukas, anda”. Nachillo sonríe. Tiene vergüenza. “No, no hace falta, ya la pongo yo en el cd, no te preocupes…”. Baldomero deja las tijeras sobre el banco. “…él compone desde aquí y lo envía todo por ordenador allá… Es un fiera musical, lo que yo te diga”. Palmadita en la espalda. Le mira abiertamente. Se agacha y se pone a su altura. Baldomero le guiña un ojo y le susurra: “Nachillo, puedes volver tranquilamente a casa, sin miedo, la policía secreta ya me comunicó que se han llevado a ese tiparraco que te intentó atracar cuando venías hacia aquí”. Nachillo respira. Y cómo sabe Baldomero que… Play. Música. De película. Suena bien. Baldomero se incorpora, jo, estoy oxidándome, y pregunta en voz alta: “¿De qué pelí es ésta, Nachillo?”. Y el niño, alucinado, piensa en voz alta: “…mmmm…”, hasta que Baldomero le ayuda: “Cosme, ésta es Por los pelos, pero ya te digo yo que Nachillo las tiene aún mejores”.

domingo, 19 de junio de 2011

Para una vez que me toca algo (II)

V
El kioskero sale del mostrador para cerrar por segunda vez el periódico que, desde el montón, “casualmente” se ha abierto por la página de la cartelera. Mira hacia el conducto del aire acondicionado con evidente mosqueo. Bueno. Ya he visto lo que quería ver. Un Jueves por la noche no hay ofertas culturales que me interesen. Me decanto por el multicine entonces. Alguna película habrá que esté bien. Me sabe mal. Una entrada de cine no es tan cara y me la puedo permitir siempre que quiera. Pero claro, para una vez que me toca algo, si no aprovecho mi circunstancia, que es mi transparencia aquí y ahora, pues tampoco tiene mucha gracia. Subo los escalones del “Pelípolis”. El taquillero aguarda a que vengan acudiendo los rezagados para taladrarles el ticket. Yo paso por sus narices. Ni se inmuta. Ya estoy dentro. Ya me he colado. “¡Eh, eh, espere!”. Me quedo petrificado. Qué susto. Pensaba que se dirigía a mí. Pero no. Es a esa señora, a la que se le ha caído un papel del bolso. Tranquilo, Mateo. Soy invisible. Me vuelvo. Me acerco al señor de la puerta. Le soplo en una oreja. Aquel se da un auto-bofetón al sentir el aire caliente. Me sonrío. Borde que es uno. Enfilo hacia dentro, hacia las salas. Ya veré con qué película me quedo.

VI
Más que medio vacío está el cine. Me he metido en la película del piloto de Fórmula 1. Ahí vienen cuatro más. Entran tarde. Cada uno lleva, sin exagerar, un cubo de diez litros hasta arriba de palomitas. Parece que se dirigen hacia aquí. Vaya, con lo grande que es la sala, y se ponen en esta fila, y…. ¡¡¡¡BUUUUUUFFFFFF!!!! Me acaban de crujir el fémur. Grito: “¡Pero hombre! ¡Tenga cuidado, que se me ha sentado encima!”. El tío se levanta, “disculpe, no le había visto”. Y mira, y sigue sin verme, claro. Y se disculpa, “está tan oscuro todo que no se ve nada…”. Yo me deslizo hacia otra butaca, tengo donde elegir. Y aquél, se frota los ojos, intentando captar dónde anda el muerto por aplastamiento. Suena en “dolby sorround” el escarbar de las rosetas en el pozal y aún más su masticado con la boca llena. Es insoportable. No lo aguanto. Emigro. Me levanto. Cuando paso a la altura del que me ha apisonado hace un momento con su glúteo, me da un pronto. Me sale un manotazo estratégico. Y todas las palomitas, con el cubilete detrás, van por el aire. Entre el desconcierto, la puerta se abre y se cierra sin que aparezca nadie. Soy yo, que me he ido.

VII
Qué dilema. Me invaden los escrúpulos. Ya metido en esta historia en la que, por mucho que me mire, no me veo, tengo que aprovechar al máximo las circunstancias y planificar lo que quiero hacer durante las próximas horas. Accedo en el metro. Con esto cubro el cupo “cleptómano por el morro”. Miro a ése. Se cree solo. Está sacando con un palillo de su oreja derecha cera suficiente para hacer un cirio. Si supiera que tiene compañía, lo dejaría para mejor ocasión y disimularía un poco. O a lo mejor no. Con público delante, pondría un puestecito de velas naturales, y la gente se las quitaría de las manos.

VIII
Ya estoy. En su portal. Calle Comedores, Diez, Segundo derecha. Ahí vive Amalia. Me siento en el escaloncito del patio. Son más de las once. Espero. En algún momento bajará. Y no sé si iré detrás, si seré su sombra. No sé si entraré con ella. No sé si me sentaré frente a ella en el sofá. Ni si seré su espejo en el lavabo. Ni si me convertiré en su aliento. No, no lo sé. Cuando me dijo la tía Fortuna que éste es un premio menor, tenía mucha razón. No he podido elegir ni el momento más adecuado ni la duración. Ha tenido que ser ahora y por tiempo limitado. Ahí baja alguien… Es…, jo, su padre. Ahora ya sé lo que voy a hacer. Ahora ya sé que, poco a poco, me vuelvo hacia mi casa.

IX
No es una sorpresa para los vecinos de la Calle Recibidores, seis. En la entrada, como casi siempre, ya está puesto el salivazo verde misterioso. Alguien ha cogido la costumbre de dejarlo caer para que al entrar, lo pisemos y lo arrastremos hacia delante. Nos llena de indignación, “se necesita ser guarro, como lo pillemos lo limpiará con los morros”, dice el señor Cases hecho una moto, “podríamos llamar al CSI para que analice el ADN de esas babas…”. Cada día, igual. Como ya lo sé, entro mirando hacia el suelo y no hacia el frente. Sorteo la filigrana y me subo hacia arriba. Hoy ha sido un día muy largo.

IX
Amanece. Me dispongo a salir del piso. Como no me puedo ver a mí mismo, esto de no saber si voy suficientemente arreglado me fastidia mucho. Es una invitación al descuido personal. ¿Serán todos los invisibles del mundo mundial unos desarrapados? En ésas estoy. Llamo a la oficina. Contesta Mila. Le digo que hoy no podré ir, que no me encuentro bien. “Así que hoy tam-po-co te vamos a ver el pelo”, me pregunta con sorna. No me cae bien ese “tampoco”. Mis ausencias siempre han sido y son justificadas. Esta mujer me tiene manía. Y yo a ella también.

X
Cuando he entrado en las oficinas de nuestro principal competidor Rotom, me ha debido subir la adrenalina. Vade retro. El enemigo número uno. La gente va, viene, se cruza, se saluda. No sé quién es quién, no me suenan esas caras. Nos habían dicho que aquí no trabajan, que sólo viven permanentemente obsesionados y pendientes de lo que nosotros hacemos para neutralizarnos. Que nos envidian y nos odian. Tengo los oídos bien atentos a cualquier palabra que a mi alrededor se diga. Igual en estos momentos están en la sala de reuniones planificando una estrategia en nuestra contra. Algún plan para hundirnos y sacarnos del mercado. Intento captar conversaciones. Ver caras. Lo mismo me topo con algún infiltrado. Me sugestiona la idea. Nada es lo que es. Ni lo que parece. Por llegar, me he plantado en el despacho del director general, con muy pocos papeles encima de su mesa, todo hay que decirlo y delante de su portátil. Tiene la pantalla protegida. Vaya. Y ahora qué. Curioseo los cuadros. Los garabatos de la pizarra. Nada que recuerde a nuestra Xenak, ni de lejos. Entonces me asaltan mis miedos. Si mi invisibilidad no es perfecta, qué. La estoy liando. Si tienen un detector de temperaturas por infrarrojos, qué. La estoy cagando bien. Me sobreviene un ataque de ética en los negocios y salgo de Rotom a toda prisa, levantando una ventolera que da con algunos folios en el suelo a mi paso.

XI
Me he venido directo a Xenak. Aquí sí. Aquí todo y todos me son familiares. Y a punto ha estado de escapárseme un: “¡buenos días…!” porque se me olvidaba que nadie me ve. Pero sólo he dicho “bu…”, Mila se ha girado, no ha visto nada, y ha seguido a lo suyo. Esto es como presenciar mi vida sin mí. He deambulado como un fantasma. De mesa en mesa. Cotilleando sus quehaceres. He comprobado quién navega mucho por internet. Pero ya lo sabía. Realmente, nada nuevo. De repente, el director ha preguntado por mí. La voz venenosa de Mila se ha aprestado a informar que… “ha llamado para decir que no se encontraba bien y que hoy tam-po-co vendría”. “…quería hablar con él”, ha dicho al paso. Esta Mila no tiene doblez. Cuando no estoy delante, no disimula nada su animadversión por mí. Y cuando estoy enfrente… pues tampoco. Mientras, voy a la carrera hacia el archivo, donde nadie me puede oír. Desde allí, con el móvil, llamo al jefe, quien me coge el teléfono al primer tono y exclama: ¡Mateoooo! Precisamente tenía interés de hablar contigo…”.

XII
Prefiero apurar mis últimos minutos de premio en casa. Volveré en breve a mi carne de burro, que no es transparente. Pero antes, he resuelto el Misterio del Gargajo Verde. Tendría que estar eufórico por ello. Tendría que haber sido una cuestión de lógica, mi querido Watson. Pero no. Mira que yo sospechaba del Señor Cases. En las series policíacas el más lobo es el que parece más corderito. Y este vecino apuntaba maneras por sus voces histéricas para condenar el ataque cochino recurrente. Cases podría estar traumatizado por las cuotas de la escalera y ésa hubiera sido su venganza terrible. Esta tarde, de regreso, ha sido cuando he visto al tipo ése, que andaba como paseando. Miraba aquí, allá. Yo no me había cruzado con él nunca antes. Al llegar a la altura de la puerta, como quien no quiere la cosa, vista a la izquierda, a la derecha, arriba. Nadie alrededor. Bueno, yo sí, yo estaba a medio metro. En un segundo, se lo ha preparado, zassss, qué destreza, qué puntería. Y qué verdor. “¡¡Tio cochino!!”, he gritado. Aparte de ensordarle, le he dado un susto de muerte, porque obviamente, no me veía. Ha salido corriendo, me imagino que a por una coramina. Aún me pregunto por qué ese capullo actuaba así. Y la única conclusión a la que llego es que a esta gente le cuesta muchísimo menos jorobar a un prójimo desconocido. No le hace falta ningún miramiento y siempre queda más impune.

XIII
“Bajo en un cuarto de hora, es que aún no estoy visible”. Se lo digo por el interfono a mi primo Sebastián, que ya está en la calle esperándome. Él lo interpreta como que soy un presumido integral y estoy arreglándome para ir a andar lo mismo que si nos fuéramos a una boda. Yo miro el reloj, falta poco para las siete, y espero aparecer de un momento a otro. Me va a dar una alegría tremenda verme de nuevo. Trago saliva. Me impaciento. Empiezo a pensar, y si no vuelvo, qué. Esto es como cuando retorna el fluido eléctrico a la casa después de una tormenta. Se hace la luz. Todo estaba donde se quedó. Todo recupera su forma. Y de igual manera, ahí, ahí estoy yo de nuevo, ¡bien, bien, bien! Y salgo pitando, que no se impaciente más Sebastián, y bajo de tres en tres los escalones, y le doy un abrazo, ¡primo del alma!, y se extraña de mi efusión, “pero.. ¿a ti que te pasa hoy?”, y le cojo del brazo, y le estiro, “vamos, vamos deprisa…”. Y nos dirigimos hacia la calle Cocinas, por donde ya se pone el sol, y me pongo a mirar, más o menos, a esa altura de la calle, a mano derecha, todos los locales, de uno en uno, era por aquí, o un poco más para allá, cuando se inicia la zona peatonal y me detengo en seco, con la respiración agitada, y caigo en la cuenta: “No está”, digo. La Administración de Loterías Ilusionantes ha desaparecido. “Mateo, ¿se puede saber qué buscas?”. Bajo la cabeza. “No está”, repito absorto. Seguimos andando. A lo mejor no estuvo nunca. Le pregunto a Sebastián: “Tú no conoces a la tía Fortuna, ¿verdad?”. “¿La tía qué?”. Entonces hago un quiebro de lo más ágil, y le digo: “Fíjate, en esa entrada están poniendo cerámica imitación del siglo XVIII…”. Somos de nuevo, como dos auditores de calle. Y a lo lejos ya apenas se nos oye: “¿tú crees que ahí pega ….?”.

domingo, 12 de junio de 2011

Para una vez que me toca algo (I)


I
Bajando por la calle Cocinas de Mediavilla, cuando empieza la zona peatonal, hay un local, a mano derecha que pone “Administración de Loterías Ilusionantes”. Lo que son las cosas, mira que paso veces por ahí, y nunca antes me había dado cuenta. Fue hace unos meses cuando me percaté. Paseaba con mi primo Sebastián al caer la tarde, para estirar las piernas. Arreglábamos el mundo entre los dos. Nos íbamos fijando en las fachadas de las casas, ésta la acaban de pintar y qué bien ha quedado… Mira aquella, como no la arreglen ya, con las grietas que tiene, cualquier día se viene abajo. Es que a mí me gustaría de mayor trabajar de Auditor de Calles. Me sale la vena urbanística. Los pondría a todos firmes. Usted, quite ya ese tendedero, hombre. Fuera esa antena inmediatamente. Las persianas y los toldos, pónganse de acuerdo y que sean según la norma, hagan el favor. El caso es que le pregunté: “Sebastián… y ese local… ¿qué es?”. Creyó que le gastaba una broma. “Pero Mateo… no me puedes estar hablando en serio… las Loterías Ilusionantes están ahí de toda la vida…”. Glup. Si él lo decía, verdad sería. Eso significaba entonces que yo acababa de detectar una laguna amnésica en mi memoria. Aún me propuso más: “Es Jueves… ¿quieres que hagamos una primitiva?”. “Venga. Pero que sepas que a mí nunca me ha tocado nada de nada. Ni en una rifa el jamón. Ni en unas elecciones el ser vocal suplente de mesa”. Mi primo abrió la puerta metálica, y yo, un poco alucinado le seguí, no le iba a decir que de verdad de la buena es la primera vez que me daba cuenta de que eso está ahí. Pero ya se veía, por el terrazo del piso, y por los azulejos setenteros que no es un bajo que hayan abierto la semana pasada precisamente.

II
Fortuna. Tiene guasa que la mujer que nos atendió en la Administración se llamara precisamente así. Me ahorro los comentarios afilados. Sebastián le pidió: “Tía Fortuna, por favor, dos primitivas ilusionante para el Jueves, una para cada uno”. Bueno. Yo le propuse: “Si sale algo, a partir, primo”. “No, Mateo, porque tus ilusiones y las mías seguro que no se parecen en nada”. No le entendí. Esta mujer nos dio un resguardo. Y yo quise preguntarle… “pero, ¿esto es legal? ¿esto cotiza al Estado? ¿Cómo es que los otros juegos, los cupones, quinielas y compañía no han puesto el grito en el cielo…?”. Me callé. No vi que mi primo tirara de monedero, ni que la tía Fortuna nos pidiera ningún euro. “Y esto… ¿cómo se paga?”. Sebastián movió la cabeza, “Jo, macho, pues cómo va a ser, con ilusión, esto se paga con ilusión”.

III
Han pasado, ya digo, meses desde que yo entrara aquella vez, de la mano de mi primo Sebastián, en la Administración de Loterías Ilusionantes. Ahora sí, ahora ya sé que está al final de la calle Cocinas, a la derecha. Esta tarde no ha podido venir mi primo a dar una vuelta. Yo he dejado el coche en el límite de donde empieza el tráfico restringido, y me he encaminado andando hacia allí. He pensado: “Hoy voy a entrar”. No había nadie dentro. La otra vez tampoco. Me he dicho entonces: “Así ¿cómo puede ser rentable un negocio, por mucha ilusión que tenga?”. “Buenas tardes”, me ha saludado la tía Fortuna. He sacado mi cartera. Ahí tenía guardado el resguardo de la primitiva. Arrugadito, pero no roto. “¿Puede comprobar si ha tocado algo?”. Y ya puestos, después pediría otra primitiva ilusionante para el Jueves. La mujer ha cogido el papelito y lo ha pasado por la máquina. Clinc Clinc. Luz verde. Eso qué significa. “Vaya, qué suerte: lleva premio”, ha dicho sin demasiado entusiasmo. A mí se me han disparado las alarmas: “¿Premio? ¿Qué premio?”. “Hay cuatro acertadas… por lo tanto es un premio menor”. “Bueno… ¿y en qué consiste?”. La tía Fortuna mira la pantalla plana de su ordenador. Y lee: “…puede usted, de acuerdo a su listado de ilusiones, ser invisible durante 24 horas”. Alto. Vale ya. Hasta aquí hemos llegado. Me iba a dar la vuelta, “ya vendré, ja, já, a recoger el premio otro día”. La tía Fortuna me explica: “…es que ha venido tan tarde a comprobar el resguardo que éste caduca hoy…”. Ah, claro. Caduca hoy. Miro hacia el techo, hacia las paredes, “Fortuna, dígame, dónde está la cámara oculta”. La mujer no pestañea ni mueve un músculo. Sólo pregunta: “¿lo aplicamos ya?”. Yo le sigo la broma, miro el reloj: “…son las siete, hasta mañana a las siete no me tiene que ver nadie entonces…”. “No, claro que no”. Me río de la poca gracia que tiene. “Pues vale, venga, que empiece la transparencia”.

IV
Se lo tengo que contar a Sebastián. “Macho, esta tía lotera está loca”. Regreso hacia el coche, no tengo ganas de pasear más. De camino, un señor con un carro viene de frente. ¡Frena, frena, frenaaaaa! BROOOOOUUUUM. De frenar, nada. Me ha embestido. Me ha tirado a tierra el muy bruto. “¡Pero hombre…! ¿Es que no mira por dónde va?”. Pone cara de espanto. Mueve los ojos hacia todos lados. No se explica. Yo tampoco. Un momento. Yo sí, yo sí me explico. Pero no puede ser, y además es imposible. Este tío no me ha visto. Le agito las manos, “Eh, eh”. Le pongo caras. “Eh, eh, eh”. Nada. Como si estuviera ciego… Otro momento… es como si yo fuera invisible. Lo dejo tirado en el suelo. Corro hacia el escaparate del “Horno de leña”, repleto de bandejas de pastelitos y saladitos. Corro a mirarme en el reflejo, claro. Pero no estoy. No me veo. Uf, qué efecto. Entonces grito. ¡¡¡¡AAAAAAAHHHH!!!. Y la poca gente que transita por la calle se gira para ver quién ha gritado. Desde las ventanas que dan a la calle Cocinas. Desde detrás de las puertas de las casas. “Hay que llamar a la policía, ya”, ha sugerido una señora, “porque tal y como se oía ese chillido, por aquí cerca están matando a alguien”.

domingo, 5 de junio de 2011

El teatro de las Ocurrencias (II)


I
Cuando la apartaron de la Compañía “Viento y Marea”, Begoña Guimerá sintió que se había quedado sin brújula, sin norte, sin camino a seguir. Sólo conservaba un tremendo vacío que se rellenaba con un enorme resentimiento. Incapaz de nada, dejaba que las horas murieran solas, tumbada en un sofá, atiborrándose de chocolate surtido, delante de un televisor encendido, cambiando compulsivamente de canal. En estas condiciones, el único analgésico que le hacía algo de efecto, era el planificador de venganzas, según el cual, para empezar, acertaba una primitiva. Suculenta. Compraba la Compañía. Imaginaba las caras de sus antiguos compañeros, los que le habían hecho vacío. Ah, cómo sufrís ahora, ingratos capullos. Y se recreaba pensando en la reacción de Nicola Niespera. Lo putearía un poquito, lo humillaría antes de darle la patada. En ese instante, efecto sedante total. Justo entonces, Begoña abría los ojos. En realidad, de saque no había ninguna primitiva acertada, luego lo que venía detrás se desvanecía como el humo. Se iba de golpe el efecto del planificador de venganzas, volvía con más crudeza el dolor y se retorcía entre los almohadones, “pero qué he hecho yo para que estas cosas me pasen a mí”.

II
Correo de Cirilo, el percusionista. Por fin, señales de vida amiga. Muy escueto, decía: “Le he mandado a tomar por culo”. Ojos atónitos. “Me he ido de Viento y Marea”. Con dos narices. El “marcador de ritmos” estaba fuera de la Compañía. El latido del grupo. Qué fuerte. Con otro corazón, con otras pulsaciones “Viento y Marea” se seguiría llamando así, pero con toda claridad ya era otra cosa. La misiva de Cirilo concluía: “Begoña, no te desanimes: siempre se hace de día”.

III
“¿Usted es Begoña Guimerá, verdad?”. Ella se sorprendió al verse reconocida, detrás de esas gruesas gafas, con ese pelo caído hacia delante, y ese sobrepeso incipiente que le rellenaba trasero y cintura, arrastrando el carrito del súper, en el que destacaban las galletas de chocolate. Afirmó que sí, para qué negarlo. El jovencito se explicó: “Disculpe que la moleste, pero…”. Estimados clientes, en nuestra sección de carne fresca pueden encontrar pato al módico precio de un euro el kilo. “…somos un grupo de amigos… estamos preparando una obra en el Café El Teatro… y estaríamos encantados de que viniera a vernos ensayar”. “Lo siento. No voy a poder”. La cara del chico mostró decepción. Ella empujó el carrito zanjando el encuentro. “Yo la he visto a usted actuar en el Teatro de las Ocurrencias”. Begoña se giró hacia él. “Ah, ¿sí?”. “Sí, fuimos adrede desde Mediavilla”. Las manzanas bajan de precio. “Déjeme decirle que usted estuvo impresionante”.

IV
La puertecita lateral del teatrito se abrió chirriando. Begoña no había querido hacer ruido, pero al percatarse de su presencia, los chicos que estaban en el escenario enmudecieron en el acto. “Perdonad la interrupción, seguid, seguid…”. Ostras, qué nervios. Las voces empezaron a gallear. Las memorias a quedarse en blanco. Las piernas a paralizarse. Begoña Guimerá estaba allí y había ido a verles.

V
La tele se preguntaba, ¿pero hoy no me enciendes? Con las gafas de vista cansada ella releía el texto por quinta vez. Había arrimado la mesa del comedor en un lateral para ganar espacio. Daba al “play” y reproducía de nuevo aquella melodía. Aquí le iría bien dar estos pasos. Y uno, y dos, y un-dos-tres. Se sentaba, fatigada. Se había desacostumbrado a aquellos trotes. Subrayaba. Memorizaba. Aquí iría mejor decirlo en un susurro. Probaba. Sí, sí, y en la voz de Saúl, el chico que la interceptó en el Súper, no quedaría mal. Había trascendido en Mediavilla, el pueblo grande donde casi todo se sabe, que Begoña Guimerá estaba ayudando en la obrita de teatro. Era cierto. Y para poder ayudar, antes tenía que conocer al dedillo aquel libreto. Qué ilusión recobrada. Y qué escalofrío al sentir fluir como nunca la interpretación por sus venas.

VI
Correo de Cirilo. “Entro en el Grupo Rapsodia. Estamos ensayando Saturno libre. Te necesitamos ya. Ven cagando leches. El Sábado, aquí”. Los ojos se le humedecieron a Begoña. Qué gran tipo este Cirilo. El Sábado, el Sábado… ¡Mierda! Cayó en la cuenta. Los chavales estrenaban el Viernes. Se llevó la mano a la boca… En su planificador de sueños, había imaginado precisamente esto. Cirilo la reclamaba. En el siguiente paso, ella hacía impactar un corcho de cava contra la talla del techo. Y acto seguido, salía corriendo camino del aeropuerto. De momento, respiró hondo, dio un puñetazo en la mesa, y dejó el cava quieto en la nevera.

VII
Viernes noche. Estaba ya sentada en el avión. Asiento 10A. Quedaban unos pocos pasajeros por ubicarse. No acertaban a encajar maletines y chaquetas en los estantes ya repletos. En eso zumbó el móvil. Aún no lo había apagado porque se le había olvidado. Qué extraño, una llamada a esas horas. Era Saúl. Le dijo: “¡Escucha, escucha…!”. Un sonido familiar. En directo. Aplausos. Ovaciones. Bravos. “¡…que van para ti, Begoña, con nuestro agradecimiento desde el Café el Teatro!”. Nudo en la garganta. “Enhorabuena, Saúl, es vuestro triunfo, es vuestro mérito”. La azafata apareció por allí con malas pulgas. Había que colgar y desconectar ya. No pudo oír que aquellos chavales le gritaban: “¡Mucha suerte, Begoñaaaaa….!”.

VIII
La kilométrica terminal V4 parecía vacía a aquellas horas. Y Begoña la tenía que cruzar de punta a punta para realizar la conexión con su segundo vuelo. A mitad de camino, ante una puerta de embarque donde un nutrido grupo de gente soportaba un retraso, lo vio. Imposible no cruzarse. A Begoña le temblaron las piernas. “¡Begoña!”, exclamó Nicola Niespera poniéndose de pie. Descorbatado, con barba de varios días y ojeras pronunciadas. Ella se detuvo. Le dijo él, a modo de saludo: “…creía que te habías muerto”. En un segundo ella volvió a sentirse acomplejada, descentrada. Pero fue sólo eso, un segundo. “Pues no. Precisamente desde que salí de Viento y Marea, mi salud me lo agradeció enormemente”. Pausa. Se miraron a los ojos. Y ella no los desvió. Los mantuvo. Ya no le tenía miedo. “¿Trabajas?”, le preguntó. “Claro”, respondió ella. “Me alegro”. Nuevo silencio. Nicola Niespera se quejó: “Con la crisis galopante que hay, de lo primero que prescinde la gente es de ir a los espectáculos… y lo estamos sufriendo enormemente”. “¿No será que no sois suficientemente buenos…? La gente nunca prescindirá de las cosas bien hechas”. Toma ya, ahí dejaba el recadito. No tenían mucho más que decirse. “Se ha retrasado mi avión”, explicó él, señalando la pantalla informativa. “…el mío no. Sigo hacia mi puerta de embarque”. Se disponían a despedirse. Pero se activó entonces la megafonía: Parecía que iban a decir: “por su propio interés, rogamos mantengan controladas sus pertenencias”. Pues no. Una música familiar inundó aquel espacio. Y un foco de luz centró la silueta de Begoña. Se transfiguró. Viento. Marea. Fuego. Fue el personaje, su personaje, de nuevo. Como en el Teatro de las Ocurrencias. Actuando para todo el mundo. Intensísima. Ante la cara demudada de Nicola Niespera. Fuera, entre tanto avión arrimado a los fingers, y a pesar de la oscuridad, estaba claro que estaba ya haciéndose de día.