domingo, 24 de abril de 2011

Calladitos



I
“Bocazas” es lo más suave que me ha dicho. Bueno, vale, lo reconozco. Se me ha ido un poco la lengua. Y el asunto se ha escampado en el peor momento. Bien que me sabe mal. Pero de ahí a que Cristóbal empiece a increparme, fuera de sí, y de esta manera, dista un abismo. Sobre todo porque él no es el paradigma de la discreción. Por eso me he rebotado. No lo iba a dejar ahí. He contraatacado. Tampoco soy manca: “eh, eh, para un momento… pero qué te has creído, si tú eres la cotorra mayor del reino… si tú no callas ni debajo del agua… si la palabra confidencialidad no está en tu diccionario, si…, si…, si…”, nos hemos ido calentando y arrojando palabrotas a las respectivas yugulares hasta que vencidos por el cabreo y el odio, hemos acabado retirándonos a nuestras esquinas en el cuadrilátero que conforma el comedor de la casa.

II
Dos días sin hablarnos. Ignorándonos. Un cruce en la puerta de la nevera de la cocina. “Mónica, si quieres lo formalizamos”. Me ha pillado a contrapié. Qué propuesta es ésa. “Si lo que estás pretendiendo es demostrar que puedes estar callada más tiempo que yo, te acepto el reto”. He dejado la taza encima del banco.”Igual que cuando éramos pequeñitos: el que primero hable, paga”. Afirmativo. Nos hemos ido hacia el almacén. Por el camino, hemos dejado claras tres o cuatro reglas, para que no quede nada en el aire, “qué es lo que vale y qué descalifica... “. Allí hemos buscado dos chips. Comprobamos que funcionan correctamente. Emitirán una alarma si prescindimos de ellos. Y registrarán nuestros sonidos. Reconocerán nuestra voz. Y lo plasmarán en una gráfica continua que podremos ver por internet en cualquier momento. Así, estemos donde estemos, sabremos quién es el primero que abre la boca.

Nos colgamos el chip en el cuello. Parece un amuleto. “Di tus últimas palabras… por ahora”, indica Cristóbal. Me molesta que me manden. “No, no, mejor di tú las tuyas primero”. “Vas a perder, Mónica”. Sonríe, hace el gesto de la cremallera cerrada y a partir de ahí se sumerge en el mutismo absoluto. Ya no habla. Yo he elegido otras cuatro: “Que te den, Cristóbal”. No puede replicar. El reto está en marcha. Desde esta mañana, no puedo decir ni “mu”. Tengo un pacto de silencio.

III
Ahora me doy cuenta de lo fácil que es meter la pata. Por ejemplo, un golpe con el canto de la puerta, un espontáneo “¡jodeeeerrr!” para aliviar el impacto, y estoy perdida: se habría acabado el juego. Pero no me cabe duda de lo de la boca cerrada no será para mucho tiempo. Ahora necesito concentración absoluta y de momento, no cruzarme con nadie. Escribo un correo a Tamudo, mi jefe, y le informo. Le explico que me he quedado sin voz. Absolutamente. Mientras, mantengo y actualizo la página con la gráfica de Cristóbal, que no sé qué andará haciendo. Nada todavía. Encefalograma plano en la línea “voz de Cristóbal en función del tiempo”. Bueno, sólo han pasado unas horas, ya caerá esa breva. Entra nuevo correo. Es Tamudo. Yo pensaba que me iba a dar carta blanca. Pero no. Dirección y teléfono de un otorrino, amigo suyo. Que se ha permitido pedir cita en mi nombre y que vaya cuanto antes. Que no me lo deje, que estas mudeces repentinas pueden ser serias.

IV
El móvil otra vez. Ahora son mis padres. Cuando se ponen, saben ser los más pesados del mundo. No contesto, obviamente. Pensaba dejarlo para más tarde, para cuando Cristóbal se suelte de la lengua. Pero, mirando el reloj, veo que ya no son horas. Recojo el móvil, escribo un sms, “estoy bien, no os preocupéis, besos, Mónica”. Doy al enviar. Tendré que hacer lo mismo para las otras catorce llamadas perdidas.

V
Llevo una libreta pequeña y un rotulador. Entro en la consulta. Escribo: “Me llamo Mónica”. Se me queda mirando, como replicando, “y qué”. Yo le doy al rotulador de nuevo: “Creo que tenía cita”. Entonces cae en la cuenta: “Ah, sí. Siéntese un minuto ahí y ahora la llamaremos”. La sala de espera está a reventar. Caras serias, caras largas. Me dejo caer en un hueco libre, entre una señora mayor y un chaval de unos veinte. La señora me sonríe y saluda. Cierra la revista. “Qué calor hace aquí dentro”, me dice, “con este tiempo, no sabe una qué ropa ponerse”. Silencio. “Es bonita su chaqueta, ¿de dónde es?”. Mutismo. Gesto de circunstancias. La señora se ofende. El joven interviene, “…es que me parece que no puede hablar, yo he visto cómo le escribía en una libretita a la enfermera…”. Gracias por el rescate, chico. “Ah…, pobrecita. Yo lo pasaría muy mal si no pudiera decir nada. En una ocasión me acuerdo que…”. Me desconecto. Respiro hondo. Y me pregunto, yo qué hago aquí. Suerte que los pensamientos no se registran.

VI
¿Desde cuándo te pasa? ¿Te duele? Vamos a ver. Me ha puesto una microcámara por la boca. Qué angustia. Ha ajustado la resolución de la pantalla. Miro de reojo. Esa laringe es la mía. Me asusto. ¿Y si de una mentira saca una verdad, con lo hipocondríaca que soy? El médico no habla. Sólo sigue atento a las imágenes que procesa. Me da la sensación de que si participara él en este reto del mutismo, tendría muchas probabilidades de quedar ganador. Transcurridos unos minutos eternos, extrae la cámara, y concluye: “…yo no veo nada. Estás perfecta”. Uf, menos mal. “…no hay ninguna lesión que te provoque esa mudez…”. Escribo en mi libreta con mayúsculas enormes: “¿ESTRÉS?”. He recordado que alguna vez, cantantes ilustres, han padecido afonías en los momentos clave de sus carreras. Resopla. “Estrés o cuento: una de las dos cosas”.

VII
Me dijo adiós con la mano. Y se fue de casa. A dónde habrá ido. Pues si cree que le voy a llamar va listo. Son las cuatro de la mañana. Me he levantado porque no puedo dormir más. Y he ido directa al ordenador. Con lo dado que es Cristóbal a hablar en sueños, a lo mejor, en ese punto débil tengo mi victoria en bandeja de plata. Rastreo su gráfica. Nada. Silencio total. Sí, es madrugada. Tengo que replantear mi estrategia, porque, contrario a lo que pensaba, esta guerra va a ser muy larga.

VIII
Hugo Casinofumo tiene una pequeña consulta en el centro de Mardebé. Mediante sesiones de hipnosis, este señor triunfa entre los fumadores que quieren dejar de serlo. He solicitado cita previa, por correo electrónico. Ya voy por la tercera libretita, “Soy Mónica. Tengo hora a las seis y cuarto”. “Ah, sí, claro, pase, pase, pase”. De salida, me cruzo con un señor con los dedos amarillos y las uñas casi desaparecidas. Casinofumo le despide, “esta vez, están bien fijadas las ideas, pero ándese con cuidado con los sustos e imprevistos…”. Es mi turno. El hipnotizador cree que yo también quiero dejar de fumar. No, eso no, por ahora. Sólo me faltaba con los nervios que estoy pasando. Letra grande y clara: “Quiero estar muda”. Abre los ojos, esta tía está loca. “…de forma temporal”. Le entran los mil picores. Se rasca la nariz. Las orejas. “Yo no sé si puedo hacer eso”. Me levanto entonces para irme. Me retiene. “…pero podemos probar, eso sí, sin compromiso”. Luces de ambiente. Cobra un sonido gutural. Se repite. Me entra somnolencia. Pierdo la noción del tiempo. Será muy tarde ya. De repente, Hugo Casinofumo hace un chasquido con sus dedos. Qué susto. “Intente, intente decir algo”. Ja, si abro la boca pierdo. Le pago con tarjeta. No es barato precisamente. No ha funcionado la sesión, pero tenía que intentarlo. Eso sí, de regreso a casa, he sacado el paquete de tabaco del bolso y lo he tirado a la basura. Qué cosas.

IX
Tamudo, el jefe, me envió un correo. “Algo te traes entre manos. Pero sea lo que sea, ya está bien. Espero que tu explicación sea convincente. Y que vuelvas a la oficina mañana mismo. De lo contrario, me veré obligado a tomar medidas”. Me pongo a llorar. De rabia. Entro de nuevo en internet, a ver si este capullo por fin ha abierto la boca para decir lo que sea. Nada. Ni una palabra. Ni una sílaba. Ni una letra.

X
Suena el móvil. Se me olvidó apagarlo para evitar tentaciones. Pero miro por el rabillo del ojo. Es él. Es Cristóbal. Sin pensar, le he dado al botón verde. Y prometo que he estado a una décima de segundo de exclamar “¿Sí?”. Pero he frenado en seco. He aguardado con la oreja pegada. Esperaba un “¿Mónica? ¿Mónica?”. Hubiera sido su capitulación. No. Nada de eso. En su lugar, he sentido su respiración. A mil. Como si viniera de correr una maratón. Yo he acercado el auricular a mi corazón. También palpitaba a toda velocidad. Hemos estado así unos minutos. Después, he colgado. La guerra sigue.

XI
Me quedo frente a la estatua del mimo. Lleva dos horas inmóvil. Dejando pasar una oleada de gente que va y viene, sin reparar en su figura enhiesta. Qué bien hecho está. De tanto en tanto, cae una moneda, y él, hace una reverencia. Lleva puesto hasta un caballito. Se inclina con gracia. Y poco a poco vuelve a su posición inicial. Le deben doler los músculos. Casi como a mí. No he visto cuándo ha llegado y cómo se ha instalado. Pero me voy a quedar. A ver cuánto dura. Aún no he terminado mi segunda infusión, cuando, lo he visto bajar de su pedestal, dirigirse a mí, un poco enojado y preguntarme: “¡Señora! ¿Le pasa algo? Me pone usted nervioso y así no puedo trabajar”. Es lo que hay. Hasta los mimos hablan.

XII
Suena el timbre. Qué extraño. Pensaba que sería el cartero, que se había equivocado. Pero no. Detrás de la puerta, me he encontrado con Josito, el sobrino de Cristóbal. Qué sorpresa. Le he sonreído y con el gesto le he invitado a pasar. Anda muy serio el chico. Encima de la mesa encuentra los apuntes de la lengua de signos. Soy un poco torpe, pero después de casi seis meses sin soltar prenda, no he tenido más remedio que ponerme a ello. Josito se aclara la garganta: “No sé en qué ocurrencias habréis estado metidos el tío Cristóbal y tú…”. Pongo cara de no haber roto nunca un plato. ¿Ocurrencias? ¿Yo? ¡Ninguna! Suerte que cuando gane voy a restablecer mi prestigio perdido. Después de haberme quedado sin trabajo por estar sin hablar, es lo único en lo que pienso día y noche. Josito prosigue: “…pues sea lo que sea, Mónica, para ya, por favor. El asunto ya ha terminado…”. Entonces Josito se explica. Según progresan sus palabras, cada vez con más esfuerzo, he comprobado en el espejo cómo mi cara se ha ido desencajando y mis ojos se han inundado de lágrimas.

XIII
Escucho que alguien pregunta: “por favor, ¿sabe dónde vive la muda?”, y alguien, le indica, que aquí, en el cuarto piso. Vienen a por mí. Cuando llamen, no pienso abrirles. Muy baja la estrategia de Cristóbal. De lo peor. Casi caigo en su trampa. Morirse de repente garantizaba su silencio. Pero esta es la hora en la que yo no he dicho ni pío. Ni pienso. De momento, tablas, querido Cristóbal. La de cosas que te hubiera querido decir y ya no puedo, por mucho que me empeñe. Sigo entrando de forma obstinada en la página de internet. No serías el primer difunto que se manifiesta. A mí no me extrañaría. Tampoco me sorprende que alguien siga abriendo también de forma obstinada mi propia página y examine mi gráfica, de momento siempre plana, buscando que yo rompa mi silencio. A lo mejor eres tú. Estés donde estés. ¿Qué no lo sabes? ¿En qué quedamos, Cristóbal? En lo que estamos. En estar calladitos.

domingo, 17 de abril de 2011

El pintor de escaleras


I

Es un callejón estrecho por donde no caben ni los coches. Ante la puerta de una planta baja, dos personas esperan. Ella está nerviosa. Llama otra vez. “Qué raro, Domingo siempre suele estar en casa”. Él mira el reloj con impaciencia. “Bueno, mejor lo dejamos para otro día”. Suena entonces un cerrojo. Y otro. Y un tercero. “¡Por fin!”. Chirrían las bisagras. “¡Domingo, hombre, ¿no oías el timbre?”. La persona que les abre tose. Parece un espectro. Impresiona. Barba de días. Encogido en un albornoz mugriento. Pelo gris alborotado y sucio. La tos sigue. No puede parar. Le queda un hilillo de voz: “Assumpta, perdona, no me encuentro muy bien”. Ella se abre paso, “tú no te preocupes, no te molestamos ni un minuto, venía con el señor Ericksen a ver tu obra… Señor Ericksen, le presento a Domingo de Bic, el pintor de escaleras”. Obviamente, no se dan la mano. Domingo vuelve arrastrando las zapatillas hacia el interior de la casa. Siente escalofríos y apenas se tiene en pie. Se deja caer en el sillón. Dentro Assumpta maneja, como si estuviera en su casa. “¡Qué peste a disolvente, y a pintura…!”. De dos estirones, sube la persiana, y un chorro de luz inunda la casa proyectándose en el desorden. A Domingo le cuesta respirar. “Lo que yo le explicaba, señor Ericksen, aquí tiene cuadros que son una maravilla”. Mujer desnuda en una escalera. Mujer en una escalera desnuda. Mujer en una escalera menuda. Menuda mujer en una escalera. Mujer menuda en una escalera. Assumpta exclama: “Son impresionantes. Buenos de verdad. Hiperrealismo en estado puro. Parece que cada mujer se va a levantar de esos escalones y va a entrar en nuestra conversación”. Hundido en el sofá, Domingo arranca a toser de nuevo. Busca agua, pero la botella de plástico está vacía. En esas, escucha perfectamente cómo ella explica en voz baja: “Señor, Ericksen, Domingo se está muriendo…”. Y entonces la tos cesa, para de golpe, porque esta vez Assumpta se ha pasado cuatro pueblos.

II

“Hombre, no te pongas así… yo lo hice por bien, sabes de sobra que las pinturas de autor muerto se cotizan más que las de un pintor vivo… si el tío se entera de que pintas escaleras de forma obsesiva como si fueran churros y si no le llego a decir que estás grave, yo creo que se va sin hacer el pedido… Bueno ayudó mucho aquel gripazo que tenías… estabas mal, para morirte de veras…”. En las paredes del despacho de la marchante no queda un centímetro cuadrado libre. Los cuadros cubren toda la superficie. “…por cierto, que me pidió el de la mujer que lee el libro de las ocurrencias en una escalera…, sí, ya sé que ése no lo querías vender, a mí no me parece para tanto, pero no sé qué le vio, que se encaprichó, y ya no se lo pude quitar de la cabeza…”

III

Una decisión así no se improvisa. Se macera poco a poco, va tomando forma. Entre tantos cientos de millones de seres humanos, uno más, uno menos no se nota. Y mientras deja los pinceles en un bote, salpicado de pintura hasta las cejas, Domingo siente que esta vida no es la suya, que ya no le motiva pintar dieciséis horas al día, que le aburren los escalones. Y que no siente por ningún rincón el reconocimiento que, está convencido, merece.

Así que ha aguardado a que caiga la noche cerrada, ha recogido una bolsa pequeña, ha cerrado los tres cerrojos y antes de coger el coche que tiene aparcado en la plaza, ha depositado un sobre en el buzón de correos. Después se ha sentado al volante. Sí que está sucia la tapicería, sí. Todavía tiene los asientos traseros tumbados de cuando llevó la semana pasada el último cuadro, el de Mujer leyendo el libro de las ocurrencias en una escalera, a la Galería de Assumpta. Ése, precisamente ése.

No hay ni un trocito de luna, ni más de cuatro estrellas en el firmamento. No se ve ni torta. Domingo conduce con cuidado. Veinte minutos, hasta el parking de la playa Sabrosa. Casi clava el coche en la arena. Con la bolsa en la mano, anda y remonta las pequeñas dunas. Los pies se le hunden por encima del tobillo. Aire salino le humedece la cara. Fragor de olas llegando a la orilla. Oscuridad. Respira hondo. Se descalza. Se quita la ropa. La deja tirada. Siente el frío. Siente un nudo en la garganta. Ahora, precisamente ahora. Se despide de sí mismo, “Adiós, Domingo de Bic, adiós”. Y con paso titubeante, se mete en el agua, que está helada de narices.

IV

Parece que ha pasado una eternidad. Y no, sólo han pasado unas horas, una caminata, un tren y cientos de kilómetros. Domingo, bueno ya no es Domingo, en su carné trucado se llama Galio, tiene los pies aún húmedos. Atisba el letrero del pueblecito, “Gorroperdido”, y murmura: “aquí estaré bien”. Está reventado. Pero aún le falta un poco más. En el bar Menta del pueblo se presenta, y recoge la llave del pisito que alquiló desde el locutorio de internet. Es aún mejor de lo que imaginaba. Sube unas escaleritas estrechas. Y arriba le parece el paraíso. Deja caer la bolsa que le unía al pasado en el suelo y se tumba en la cama. Y entonces duerme, y duerme, y casi como en aquella película, murmura: “ya pensaré más mañana”.

V

No quería entrar tan pronto en contacto con la realidad del mundo. Pero al cabo de diez días, la curiosidad le ha vencido. Ha encendido aquel viejo ordenador de sobremesa con el XP y ha entrado en la página de “Primer Diario”, el digital más leído. La velocidad de conexión es muy lenta, pero las pulsaciones se le han disparado. En portada: “Detenida la marchante Assumpta Genio, acusada del asesinato de Domingo de Bic, el pintor de escaleras”. Domingo, perdón, Galio se ha levantado y ha deambulado por el pisito como alma en pena. El show tiene que terminar. La pobre Assumpta. Assumpta. Assumpta. Da igual a partir de ahora lo que le ocurra a él. Un poco de escándalo. Un poco de vergüenza delante de todo el mundo. Y una temporada, quién sabe, en un psiquiátrico. Porque lo suyo es de locos, por lo menos.

VI

Es lo que le pasa a los diarios digitales, que se actualizan continuamente. Cuando ya Galio, perdón, Domingo, está a punto de escribir un correo electrónico, “eh, que estoy aquí, que todo era una broma, lo siento, pido perdón”, cuando ya estaba a punto, el botón actualizar ha cambiado los titulares: “Domingo de Bic dejó una carta manifestando su intención de quitarse la vida. Puesta en libertad sin cargos Assumpta Genio. La galerista declara a la salida de la comisaría: “Lucharé por la memoria del gran pintor Domingo de Bic”. Y entonces Domingo, perdón Galio, se enternece. Ya no va a escribir nada. Domingo de Bic ya es historia, otra historia.

VII

El tiempo casi no pasa para los habitantes de Gorroperdido. Allí nadie hace preguntas. Galio pasea por las mañanas. Disfruta de un paisaje incomparable. Y por las tardes, pero no todas por no abusar, se junta con Ramis, al que conoció en el bar y ambos visitan la tienda de antigüedades, al frente de la cual está Felipe, un buen elemento. Galio se sorprende. Un pueblo tan pequeño, lleno de personas tan interesantes.

Las comidas también las tiene resueltas. La cuenta que abrió con el nombre de Galio le da de sobra para ir todos los días a comer y cenar a la Fonda Tibia. Platos caseros, caseros. Hoy, garbanzos con callos. Mientras espera, Galio garabatea con un boli en el mantel de papel. El camarero se acerca a retirar el plato y se fija: “anda, mira, como el pintor de escaleras ése”. A Galio le da un tembleque. El camarero remata el comentario: “Ya quisiera usted, ser como él y pintar como él, ya quisiera…”.

VIII

Internet es una ventana al mundo, por la que Galio se asoma cada día. Curiosea continuamente, casi al borde de la obsesión. “Tondon. Museo de Arte Moderno. Exposición Antológica de Domingo de Bic. Del 2 de Marzo al 30 de Octubre”. Sonríe. Assumpta tenía razón de todas todas. Los cuadros de pintores muertos se cotizan más. Trascienden. Y en la portada del catálogo, cómo no, su queridísima Mujer leyendo el libro de las ocurrencias en la escalera.

IX

Es un éxito. Debido a la afluencia de público que llega a Tondon desde todos los rincones del mundo, Galio ha sabido que la Exposición Antológica se prorroga dos meses más, veinticuatro horas al día los fines de semana. Con tal motivo, Peter Ericksen, (sí el Ericksen que estuvo en su casa cuando él pilló aquella gripe “A”), ha publicado un trabajo titulado “Domingo de Bic, pintor de escaleras, ese desconocido”. Se ve que se vende como rosquillas. Galio lo lee con sumo interés. En fragmentos notables se destaca que “para el pintor, la escalera simboliza el camino a la perfección”. Galio se rasca la cabeza. “Ostras”, murmura, “esto no lo sabía ni yo”.

X

Cuatro años, y parecen toda una vida, han pasado desde que llegó Galio a Gorroperdido para quedarse. Es Domingo, día por excelencia de turistas que visitan el pueblo, hacen mil fotos, comen en la Fonda Tibia y en otros restaurantes en cuyas entradas anuncian que allí “también se come como en la Fonda Tibia, pero más barato”. Galio viene de vuelta. Ha estirado las piernas. Al girar una esquina, se topa con ella de cara. Assumpta. Ella lleva la cámara réflex al cuello. Fotografiaba las escaleras jalonadas de flores que conducen hacia la plaza central. El mundo es pequeñito. En menos de un segundo, una sacudida les recorre el cuerpo. Shock. Al principio no le sale la voz. Pero al final sí: “¿Domingo?”. Él balbucea, sonríe, “hola, Assumpta”. De repente, todo se desencaja y descuadra a la vez. Las lágrimas afloran. No hay preguntas. No hay respuestas. En lo que tarda un flash, ella no sabe si abrazarlo fuertemente o darle un guantazo. Finalmente, se acerca para darle un abrazo, pero le sale un ostión tremendo que da con Galio, perdón, con Domingo, por los suelos en medio de la calle. “Disculpe…”, dice Assumpta azorada, “…le confundí con otra persona…”. Se ajusta la correa de la cámara. Y se va. Él recoge las gafas dobladas a tientas y, tumbado como está, contempla cómo se aleja. Con un dolor más moral que físico cae en la cuenta de que ése es el cuadro que le falta por pintar. Mujer de espalda subiendo las escaleras.

domingo, 10 de abril de 2011

Lo que nos unía, lo que nos separa

I
Terraza del café Liberto. Mes de Julio. Chicharras. Cae la tarde. Y se levantan los mosquitos. Por fin se mueve un poco de aire que refresca el ambiente. Se respira. Sentados en las sillas de plástico inyectado. Amodorrados. Las gafas de sol cubren las ojeras. Los botellines topacio de cerveza vacíos. Suspira Horacio. Bosteza Narciso. Estira los brazos. “Ostia, nano… no me lo puedo creer… hace cuatro días, como quien dice, empezamos y hoy hemos acabado el último examen…”. “… pues créetelo. A mí no se me ha hecho tan corto…; que han pasado cinco añitos, tío, que hemos tenido nuestros ratos muy jodidos, que un montón de gente se ha quedado por el camino… ”. “Es que casi casi ya lo tenemos, en cuanto salgan las notas… yo ahora me pienso pasar un verano de puta madre… no voy a dar ni golpe….”. “…sí, hay que aprovechar, no creo que tengamos otro como éste, se nos acaba una etapa”. “Señor licenciado, con el título en la mano, ¿usted tiene idea de algo?”. “¿Yo? Ni pajolera”. “Un trago para celebrarlo”. “¡Venga!”.

II
Terraza del café Liberto. Mes de Octubre. El sol cada vez tiene más prisa por esconderse. El viento levanta algunas hojas secas. Hace fresco. Sentados en las sillas de plástico inyectado. Los focos del local proyectan destellos sobre los quintos de cerveza. Horacio todavía mantiene el bronceado del verano que ha terminado. Narciso sigue tan blanco como la porcelana. “La entrevista, un cague, nano”. “Yo tampoco he salido muy contento de la mía”. “Mientras me dicen lo que sea, yo no pienso quedarme en casa, voy a hacer inglés, alemán o chino, me da igual”. “Yo voy a seguir enviando currículums… pero ya fuera de Mardebé”. “¿Cómo se llama la empresa donde has ido tú…?”. “Xenak… ¿y la que te ha visto a ti?”. “Rotom”. Segundos de silencio. “Vámonos para dentro, que aquí ya no se puede estar”.

III
Terraza del café Liberto. Mes de Diciembre. Día nublado, frío y húmedo. Las sillas de plástico inyectado están apiladas, sucias, cubiertas de polvo, arrimadas en la pared. Brazos arriba, señal de victoria. “¡Nano, me han cogido!”. “¡Joder, qué bien, yo también empezaré el Miércoles!”. Horacio y Narciso se abrazan y se palmotean las espaldas, PLOF, PLOF, PLOF. “Desde luego, lo que nos está pasando a nosotros es de privilegiados…”. “…con la que está cayendo, la de peña que está tirada en la calle buscando sin encontrar, trabajando en cualquier cosa, por no hablar de los que se han tenido que ir al quinto pino…”. Están radiantes. “¿En qué nos gastamos la primera paga?”. “Vamos dentro a por un calentito, hay que hablarlo. En un fiestón que te cagas”.

IV
Terraza del café Liberto. Mes de Abril. Flota en el ambiente polen de plátano de sombra. Congestión para los alérgicos. No queda ni una silla de plástico inyectado libre. Horacio viene calle abajo. Va departiendo con otra persona. Narciso es el copiloto que baja de un vehículo que acaba de aparcar. Trajeados. Casi irreconocibles. Imposible que los cuatro no se crucen y se detengan. “Hola”. “Hola”. De entrada, fríos. “Qué tal”. “Aquí estamos”. “Andamos con un poco de prisa”. “Nosotros también”. “Bueno, me alegro de verte”. “Y yo. Que vaya bien”. Y cada uno sigue al frente, con su interlocutor. Le preguntan a Horacio: “¿Lo conoces?”. “Bueno sí, estudió conmigo”. “…esos tíos son de Xenak: muy peligrosos”. Veinte metros más allá, le preguntan a Narciso: “¿Conocías a ése?”. “Un compañero de facultad… pero hace mucho que no lo veía”. “…ésos, ésos son de Rotom… lo peor de lo peor”. Los dos están convencidos de que ninguno va a echar la vista atrás. Por eso Horacio y Narciso se giran. Sus miradas se encuentran. Y se mantienen por dos segundos. Algo les entra en los ojos. Será el polen. Luego, lentamente, vuelven la cabeza al frente y murmuran a la vez a sus respectivos acompañantes: “sí, sí… ¡menudos cabrones!”.

domingo, 3 de abril de 2011

A veces pasan cosas (II)



OTRO LUNES
Hoy he vuelto a soñar con el león de la metro. Me sentía familiarmente extraño andando solo por las calles vacías de Mardebé. Otra vez he topado con ese bicho suelto delante de mí, amenazante. Suerte que llevo las llaves de Gorroperdido que abren puertas en Mardebé. Rápido como un mal pensamiento, me he metido en el primer portal. He cerrado de un trompazo. Mi corazón en un puño. Casi me pilla esta vez… Pero justo cuando empezaba a respirar tranquilo, ¡GROAAAARRRRRGGGG! Joder, qué susto. Lo tenía detrás. Rugiendo. De dónde había salido. Ahora sí que no tenía escapatoria. La alimaña se ha abalanzado sobre mí directamente. Sin florituras. Y ha empezado a morderme y morderme en la cadera. Aunque ahí no tengo casi chicha. Me dolía. Yo gritaba. Me dolía. Y gritaba.

El grito, un “¡noooooo!”, ha sido auténtico. He despertado bruscamente a Berta, que dormitaba entre ronquiditos a la vera de mi cama. “¡Felipe! ¿Te pasa algo o tenías una pesadilla?” Al abrir los ojos me he acordado de dónde estoy. En la habitación del hospital. Con la persiana bajada. El gotero en el brazo. La operación, hace sólo unas horas, en la cadera. El atropello del otro día. Se me saltan las lágrimas. “Qué hora es”. Berta ha dirigido la muñeca hacia la luz de emergencia y ha mirado el reloj: “Las cuatro. Tienes que intentar dormir un poco más….Voy a llamar a la enfermera para ver si te ponen más calmante”. Dormir, dormir. Si me pudieran dar a elegir ahora, escojo dormir. Y prefiero hacerle mil veces compañía al león, leoncito, mucho antes que despertar, abrir los ojos y encontrarme así, postrado en esta cama metálica y con este dolor tan agudo.

OTRO MARTES
Hoy he soñado que conducía de noche. Sin luces. No veía tres en un burro. Me salía de la carretera. Y avanzaba campo a través. Por la nada. Por un camino de baches. Y me resentía. De la cadera, claro. El caso es que yo tenía que llegar. A donde fuera. Como fuera. Pero no sabía cómo. La oscuridad era mi laberinto.

Mis horas de convalecencia tienen más de sesenta minutos. Por la tarde ya no sabía cómo ponerme. Entonces han llamado a la puerta de esta habitación, la 343. Yo pensaba que el señor que se ha asomado se había equivocado. “¿Se puede?”. Berta ha cerrado la revista y se ha levantado. “buenas, esto… yo… venía a ver… ¿cómo se encuentra?”. Por extraño que parezca, ha venido a verme el individuo, por llamarle de alguna manera, que me atropelló. Berta ha actuado como maestra de ceremonias. Ha dado todas las explicaciones pertinentes, “… y hoy ya ha empezado a andar un poquitín con las muletas…”. A mí me han entrado unas ganas repentinas de ver con atención la película de la tele. Lo cierto es que se le notaba derrotado. Acaso venía a quitarse un peso de encima. “…bueno…esto… espero que se mejore pronto…”. Ante mi incómodo silencio, ha concluido: “los accidentes existen”. Y yo, sin dejar de mirar la de vaqueros, cuando chica le dice a chico que le quiere mucho pero lo suyo es imposible, le he contestado: “…y las imprudencias también”.

OTRO MIÉRCOLES
Hoy he vuelto a soñar con Romero. Tiene narices. Qué obsesión. Qué habrá sido de él. Treinta años sin verlo, y la de veces que aparece en mis sueños como director del Banco Lorines. “Quiero mi dinero”, le exigía. El banco era rojo. El dinero era líquido. Sangre exactamente. Yo necesitaba urgentemente una transfusión de dinero para seguir viviendo. Me lo negaba afablemente. “¡Pero si te estoy pidiendo lo que es mío!”. “El cajero no va. Los ordenadores tampoco. Y así, por mucho que queramos, por ahora no te podemos dar ni diez mililitros”. Era una excusa. Y los dos lo sabíamos.

Mejoro. Esta mañana, el buen humor ha acudido a mí a ráfagas y he sido capaz de gastar una broma, estoy en un taller de plancha y pintura, je, je, y no en un hospital. Después de comer ha venido Macozo en persona. Qué alto honor, recibir la visita del dueño de la tienda donde trabajo. Ha venido con la impronta que deja su penetrante colonia en todo lo que toca. Para eliminar ese tufillo es necesario lavarse las manos después con estropajo y lejía. Sus estribillos han sido: “No te preocupes de nada”. “Lo importante ahora es que te recuperes”. Lo de no preocuparse lo ha subrayado tanto que he empezado a calentarme la cabeza. Un negocio como éste no lo lleva adelante cualquiera. Tiempo. Dedicación. Entrega. A lo mejor a estas alturas estoy en el paro. Las partículas de buen humor que se habían asomado al principio del día se han esfumado sin dejar ni rastro.

OTRO JUEVES
En el sueño de hoy, le he dicho a Berta que sé nadar. No se lo creía. Se lo he querido demostrar. Ante mis ojos ha aparecido un gran lago para la ocasión. Agua fría. Piedras en el fondo. Avanzaba pues descalzo con inseguridad, ay, ay, ay, clavándomelo todo. El agua cubría mis pies. Pero nada más. He buscado profundidad. Pero por más que me he alejado, todo era una lámina que no ha superado la altura de mis tobillos. La orilla donde me esperaba Berta apenas se divisaba. Berta, cree en mí: sé nadar, pero ante tanta superficialidad me es imposible.

Berta me ha reprendido. Dice que me paso el día dormitando y que luego, por la noche, no pegaré ojo. Que todo tiene su tiempo. Ha sonado el móvil. La musiquita de la abeja maya. Todo el día igual. No hay problema que no solucione Maya. Le he advertido a Berta que no estoy para nadie. Ella explica mil veces mejor que yo cómo estoy. Ha mirado la pantalla, “...es tu hermano Fede…”. ¿Fede? Trae para acá. “¡Fede…! Sí, hombre, cómo te va…”. Ya está en Tondon. De momento, en un hotelito, mientras busca un apartamento que esté bien. Llueve mucho por allí. Y hace frío. La gente le trata de maravilla. Tres. Cuatro. Cinco minutos. “¿Yo? ¿Que cómo estoy? Mejor, mucho mejor. No, no ha sido tan grave. Ahora, un poquito de rehabilitación. Todo normal, como siempre. No te preocupes, no pasa nada, tampoco era tan preciso que estuvieras aquí. Bueno, vamos a cortar que luego esta conferencia te sube un pico…”. Alargo el móvil a Berta, que me lo recoge. Con un gesto lo dice todo, “…es tu hermano, por lo menos, podría haber venido…”. Entonces, me he ajustado la almohada que se escurría, y le he dicho tajante: “…yo no paso lista”.

OTRO VIERNES
Hoy he soñado que el médico me daba el alta, “hale, Felipe, despacito, con buena letra, sigue las instrucciones para la rehabilitación y te quiero ver en la consulta la semana próxima”. Inmediatamente después han venido Ramis y su nieto a verme. Con esa camisa nueva abrochada hasta el último botón y ese pantalón almidonado, Ramis estaba raro. Es lo que tiene salir de Gorroperdido, se arregla uno un poco, tanto que hasta parece otro. “Cómo se te ha ocurrido traer al niño a este sitio”. “Es lo menos, Felipe… de no haber sido por ti, ahora estaríamos todos llorando”. He mirado al chiquillo que, tímido, no sabía qué decir. “Bueno, bah, no tiene importancia”. Ramis ha abierto una bolsa. Quesos del terreno. Pan de huerta. Y vino. “Qué bueno, con el hambre que se pasa aquí, porque no me gusta de nada… “. “…esconde eso, que no te lo vean las enfermeras”, ha dicho Berta. “¿Por qué? Está mal de la cadera, no del estómago”. Qué pinta tenía todo. Me han sacudido los jugos gástricos. Ramis ha sacado la navaja, ha cortado el pan en rodajas. Migas sobre las sábanas. En el sueño, me he pellizcado para asegurarme de que estaba despierto.

Pero sí, luego ha pasado que hoy me acaban de dar el alta. Y también ha venido a verme Ramis con su nieto. Y sorprendentemente ha traído de Gorroperdido una bolsa llena de quesos, pan crujiente y una botella de vino. Cómo no, Berta ha dicho alarmada: “Esconde eso, que no te lo vean las enfermeras”. Con la boca llena, me he pellizcado. “Qúe te pasa, Felipe”. A veces los sueños tienen eso, que cruzan la barrera y confluyen. “Gracias, Ramis, por el detallazo”. Y Ramis, que no sabe guardar un secreto, ha hecho un gesto con la mano: “Pues no sabes la que te hemos preparado cuando vuelvas al pueblo”. En esas, el niño, que se ha hecho con el mando a distancia de la tele, ha apretado un botón, y ha entrado como un cañón el sonido de un video con una vieja canción de los Beatles(*), no sé cuál, pero es bonita, venía al pelo, hasta que Berta, que es muy mirada, ha bajado el volumen porque “vamos a molestar a las otras habitaciones, hay más enfermos y nos van a llamar la atención…”.


(*)Here, there and everywhere.