domingo, 27 de marzo de 2011

Cuatro nubes (II)

I

Por aquel entonces, yo aún no había aprendido a controlar mi genio. Aún hoy me cuesta. Y me ofusqué. Había tenido otra bronca más con mi madre a raíz de la cual me invadió una rabia e ira tal que la proyecté hacia las nubes. Inmediatamente, éstas se concentraron amenazantes esperando un gesto mío. “Puedo”, me dije, “¡puedo!”. Y les pedí que cayeran y al instante descargó una lluvia tal, que reflejaron mi furia. Se asomó mi madre entonces a la ventana, observó el tormentón organizado y me preguntó: “Virginia… ¿así es como arreglas tú las cosas?”. Reflexioné mordiéndome las uñas. No, claro que no. Tenía que apaciguarme. Impulsos míos pueden acarrear graves consecuencias. Me acordé de Higinio, el pobrecito había sacado dos entradas para ir a ver a Carlos Tejeda. Con la ilusión que le hacía… O tal vez no, a lo mejor el teatro era sólo un argumento para estar conmigo. Me sentí muy halagada. Y decidí alargar el temporal para ponerlo a prueba. Mi madre me miró extrañada, por qué no paras estos chuzos, por qué no los detienes ya. “Mamá, tú déjame…”. Pasaron los minutos. Diluviaba. Se fue la luz. Nos quedamos las dos en la sombra. Al rato, escuché el “¡TOC, TOC, TOC!” de sus nudillos llamando a la puerta de la calle. ¡Bien! Salté del sofá. Bajé de seis en seis. Le abrí. Allí estaba, contra viento y marea, hecho una sopa. Empapado. Y con la mano magullada. Con esa carita de lelo estaba para comérselo. Le hubiera dado un achuchón. Pero me contuve para no hacerle daño. Despéjate tormenta, pensé, que este chico me quiere. Y simplemente le dije: “¡Sabría que vendrías!”.

II

“¿A la cima de San Antón? ¿Y no hay una montaña más bajita?”. Higinio protestaba tímidamente. Pero luego aceptaba con resignación e íbamos juntos a disfrutar de la naturaleza. Al principio, se ponía por delante, me tendía la mano caballerosamente para subir un repecho y yo fingía ser ayudada con agradecimiento eterno. Bueno para su ego. Pero poco a poco me iba cediendo terreno y yo, cuando lo perdía ligeramente de vista, ya me adelantaba con mi fuerza contenida, y divisaba los detalles en el horizonte y agrupaba las nubecillas en el cielo. Suficiente para ejercitarme. Luego me dejaba alcanzar por él, que llegaba rojo, sudoroso, demudado. Sin aliento. Aquel día en lo alto de San Antón era el idóneo. Para mostrarme. Para explicarle quién soy y lo que puedo hacer. Dibujé nuestra imagen en nubes blancas. Y él, reventado, sólo me dijo: “Virginia, veo alucinaciones”. De bajada lo tuve más claro. Yo no podía pretender ser normal si no soy normal. Y entender aquello era un trago duro. Porque, entre otras cosas, esta obviedad resquebrajaba cualquier viabilidad a la relación que mantenía con Higinio. Arriba, en el cielo, las nubes se disipaban. Como las dudas.

III

En torno a aquella explanada donde se iban a disparar los fuegos artificiales se agolpaban miles y miles de cabecitas. Acudían en masa desde todos los rincones, calles y avenidas. “Higinio, desde este sitio ya se ve bien, quedémonos aquí, no nos vaya a caer algo encima”. Fingí temor al estruendo y al estallido próximo de la pólvora. “No temas”, dijo en plan protector, “no te va a pasar nada”. Qué figura. Por eso me gustaba tanto, porque vivía en las nubes. Gente y más gente. Amontonados como hormiguitas. De todas las edades y colores. Voces. Ruido. Fiesta. Yo filtré el atronador bullicio. Podía escuchar hasta los latidos de los corazones. POM, POM-POM, POM-POM… Y entre todas aquellas miles y miles de caras, podía distinguir en mi radio de visión perfectamente camuflados los rostros de las dos… tres personas que, como yo, estaban dotados de algún poder sobrehumano. Y ellos me veían a mí. Nítidamente. Como si nadie más existiera en aquella plaza abarrotada. Cruce de miradas. Qué os pasa. Quién es quién en este tablero. Y mientras, Higinio, ignorante, estiraba el cuello para radiarme lo que alcanzaba a ver. El primer aviso subió en el cielo y, zigzagueante, reventó en el aire. El pirotécnico a día de hoy aún se estará preguntando cómo narices consiguió aquel espectacular e irrepetible colorido en sus palmeras, cohetes y filigranas. Yo sí lo sé.

IV

Me avisó mi madre: “Virginia, Higinio está aquí…”. Tragué saliva. Apreté la boca y respiré hondo. Decidí que tenía que ser en ese momento para no empeorar las cosas. Intenté no mirarle a la cara para no quedar desarmada. El tío subió por las escaleras y llegó deshecho. “…que ya sé lo tuyo”, me dijo entusiasmado. ¿Lo mío? ¿Sabía que las nubes vienen y van según mi voluntad? ¿y que descargan lluvia donde yo les digo y cuando yo les digo? Menudo alivio y menudo problema a la vez. Le dejé hablar. Y antes de que me saltaran las lágrimas sin permiso, me salió un “mejor lo dejamos estar” y lo planté, dejándole la sensación de que era él quien había hecho algo malo.

V

Mi madre se asomó a la habitación. Me encontró con la cabeza escondida debajo de la almohada. “...Higinio era un buen chico… pero has hecho lo mejor para los dos…”. “Vale ya, mamá, vale ya”. “Ya se ha ido”. ¿Ya? Salté de la cama, me acerqué al balcón, tras las cortinas. Allá se alejaba. No podía imaginarme que esto doliera tanto. Lancé un aguacero sobre él. Se quedó quieto, dejando caer encima toda el agua sin hacer ademán de protegerse. ¡Vuelve, vuelve hacia atrás, ven así, calado hasta el DNI, con esa cara de lelo que tanto adoro! Pareció dudar. Como si fuera a dar la vuelta. Cuando paró la lluvia sobre él, dio un paso titubeante, luego otro y al final siguió andando hasta que lo perdí de vista.

Me hubiera quedado como una estatua de piedra allí, mirando, por si volvía. Pero mi madre, que es mucho más fuerte que yo, tiró de mí hacia dentro de la casa con suavidad, recordándome en flashes que “…el mundo te espera”. Ya. Ahora lo sé. Pasarán años, yo me habré ido y el mundo me seguirá esperando.

domingo, 20 de marzo de 2011

A veces pasan cosas


LUNES

Hoy he soñado con Romero. Hace más de treinta años que no lo veo y no sé nada de él. En mi sueño estaba igual el tío. Jovencito, con melena y greñas. Y yo aquí, haciéndome mayor. Él vestía traje y corbata. Le he preguntado si trabajaba por fin en el Banco Lorines. Y resulta que es el Director. Yo le llevaba mi nómina y la escritura del piso. Y he apelado a nuestra vieja amistad. Ni con ésas. El cabrón no me ha dado el préstamo.

Después del desayuno, he acudido a la tienda. Sí, ya sé que es Lunes, y tras un fin de semana, no voy a vender mucha artesanía autóctona hecha en China, en este pueblecito amurallado del interior de nombre Gorroperdido. Porque aquí hay que venir adrede. Aún así, aparecen algunos curiosos. Entran. Miran. Preguntan. Se quedan pensando. Y dicen que se lo seguirán pensando. Para aparentar mayor interés, incluso me piden una tarjeta. Al final del día he realizado dos ventas.

MARTES

Hoy he soñado que paseaba por el centro de Mardebé y las calles estaban vacías. Qué extraño. No hay nadie con la de gente que siempre pasa a estas horas. Por qué será eso. Enseguida lo he entendido. Un gigantesco león pululaba a sus anchas por la acera. Delante de mí se ha comido a dentelladas a un pobre desgraciado al que no le ha dado tiempo ni para pedir socorro. Entonces me ha visto. Y yo no encontraba la llave. El que la llave de mi piso en Gorroperdido abra una puerta en Mardebé sólo se entiende si estoy inmerso en un sueño. El animal ha venido hacia mí al trote. Rugiendo. Justo entonces he girado la llave. Me he librado por los pelos. Ha rascado con sus zarpas la puerta del patio cuando yo cerraba de un portazo. Casi me meo. Pero de verdad.

Después del desayuno, a la tienda. Lo normal. El Martes tampoco se anima el asunto. Es que ni entran. Miran por el escaparate. Se quedan pensando. No sirve de nada que salga con toda la simpatía que me cabe encima y les pregunte si les puedo ayudar en algo. Al final del día he conseguido una venta. Y gracias.

MIÉRCOLES

Hoy he soñado que tenía dos casas. Por fin. Una, la de toda la vida, pero un poco mejorada. Recién pintada. Con los ventanales más amplios que daban a un parque que no existe. La otra, para los fines de semana. Un poco más pequeña, pero muy cómoda. Tenía que arreglarme la cocina y el cuarto de baño poco a poco. Estaba en mi nuevo refugio muy a gusto. La pena era cuando, llegaba el temido Domingo por la noche, tenía que recoger mis cuatro cosas; y regresar, bajando dos pisos en el mismo edificio, a mi casa de siempre.

Después del desayuno, a la tienda. Como de costumbre. Hoy huele un poco ya a fin de semana. Porque han caído cuatro gotas. Y cuando suele llover casi siempre es Sábado. Hay que relimpiar un poco los cristales por lo de las salpicaduras. Han venido Ramis y Galio. Pienso que me espantan a la clientela. Pero en realidad me hacen compañía. Los dos han empezado con la cantinela de que Gorroperdido se está convirtiendo en un pueblo de viejos. Qué va. A qué santo. Eso lo dicen por ellos que están jubilados y pasan de los setenta. Cuando se han marchado, al bar, a por una cerveza, Ramis me ha preguntado: “¿Cuántos años tiene la canción esa que suena ahora?”. ¿Cuál? ¿La de “Grease”? Le he enviado directamente a tomar por saco. Qué tendrá que ver.

JUEVES

Hoy he soñado que estaba de viaje organizado. El Hotel donde arribábamos la primera jornada era un gran barracón. Y el recepcionista nos asignaba camas, no habitaciones. Pero eso era normal. Había un gran revuelo. Colas y maletas en espera. Muchas camas estaban aún ocupadas, por lo que no nos podían dar la llave, ya que “no estaba arreglada”. A mí me han dado una cama doble. Los demás han protestado, y ése por qué tiene tanta suerte. Yo no estaba contento. El cuarto de baño, común para todo el barracón y todo el autobús entero, quedaba justo en la otra punta. Otros sitios, como Gorroperdido, están mucho mejor preparados y no los visita tanta gente.

Hoy no he desayunado. No me encontraba muy allá. Pero sí que he ido a la tienda. Y menos mal, porque ha llamado mi hermano Fede. Hacía la tira que no hablo con él. Me ha contado que se vuelve a Tondon. Sí, ya estuvo allí. Pero de lo contentos que quedaron con él, lo han vuelto a llamar. Qué lujazo. Un científico de Gorroperdido en Tondon. Me ha contado con pelos y señales cuándo, por cuánto tiempo y dónde exactamente se va. Al cabo de un rato me ha preguntado: “Bueno… ¿y tú?”. Yo acabo enseguida: “…pues igual que siempre, aquí nunca pasa nada”.

VIERNES

Hoy he soñado que Macozo me anunciaba que vendía la tienda. Todo el mundo cree que porque yo me paso la vida aquí el negocio y el local es mío. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. Es de él. Y antes que a mí se la vendía a un chino. Pero, hombre, Macozo… ¿tú te lo has pensado bien? Me ha abierto el libro de cuentas. “Me cuesta dinero la tienda, no saco ni para pagarte, me cuesta dinero…”. Ha entrado acompañado del chino, que era como Macozo, pero con los ojillos rasgados. “¡Macozo, coño, no vendas!”. El “coño” y el “no vendas” se ve que lo he dicho de verdad, en voz alta y clara.

Hoy para desayunar, sólo infusión. He salido hacia la tienda. De camino, el nieto de Ramis, con la mochila al hombro andaba hacia el cole. No sé cómo se llama el chiquillo, pero tiene toda su cara. Con la punta del pie le daba a una botella de plástico tirada en el suelo. Tiene buen toque. Él vería un balón en vez de la botella. Ha chutado con fuerza. El balón o la botella casi me da en el cogote. Ha quedado en medio de la calle. En el cruce. El niño ha bajado de la acera. Para rematar a gol. No ha visto el coche que reculaba. Yo sí. Todo en un segundo. He gritado para advertirle. Me he puesto en medio porque me creía con fuerza suficiente para parar un tanque si hubiera hecho falta. Le he empujado. Mochila por un lado, niño por otro. Pero a salvo. Un golpe seco. Un crujido. Gritos de Ramis. Yo en el suelo. Me duele, cielos, me duele. Voces. ¡Pero, hombre! ¿Qué no me ha visto? Intento incorporarme. No puedo. Se agacha Ramis. Maldice. No te preocupes, no intentes moverte, enseguida llamamos a la ambulancia. El nieto está bien. Llora, pero es por el susto. Y yo pregunto, ¿ha sido gol? Me cuesta respirar. Pero pienso. Ya tengo algo para contarle a Fede cuando me llame. "Fede, he salvado a un niño". Aunque parezca que no, aquí, de vez en cuando, a veces pasan cosas.

domingo, 13 de marzo de 2011

El Método de la torta


I

La furgoneta se detiene junto a la puerta trasera del colegio. Son casi las diez de la mañana. A su encuentro sale Balbina. Hace una rasca importante, pero ella va con delantal y manga corta. “Te has retrasado”, reprende al repartidor, “luego estos minutos a mí me hacen falta”. El hombre no sabe cómo excusarse. Intenta darse prisa. Abre el portón. Y ella recoge un saco de patatas como si fuera una almohada de plumas. Menudo carácter tiene la señora. Él le sigue hacia la cocina cargando una caja de manzanas. Faltan las conservas y el cartón de los huevos, que quedan para el segundo viaje. Balbina firma un albarán, e insiste: “Mañana más vale que vengas pronto, si no, llamaré a tu competencia”. Balbina no gasta nunca bromas.

II

Balbina es una institución en el colegio. Por ella subsiste el comedor. Si no, estaría cerrado o contratarían un catering de fuera. La cocina es pequeña. Pero lo tiene todo organizado. Cada cosa en su sitio. Los azulejos blancos brillan inmaculados. Huele a lejía. Se sienta. A pelar patatas. Con dominio y maestría. Manos sueltas. Cuchillo afilado. Una, otra, otra más. Canturrea. “Quereeeeeerte asíiiiiii….”. Calla. Es que está pendiente del fuego. Del caldero, donde ya empieza a hervir el agua. Todo normal. Sigue. “….es querer ganar el cielo por amooooooooorrrr”. Si alguien la oyera desde fuera de la ventana se taparía los oídos. Pero Balbina se siente como si tuviera el acompañamiento de la Filarmónica de Mediavilla con los Coros de la Ópera Fina.

III

Ya es la hora. La una. Ya pueden pasar. En tropel irrumpen cuarenta nanos. Los mayores pasan por encima. Empujan. Saludan a Balbina. A gritos. ¿Qué has hecho hoy? ¿Lentejas? ¡Puaggg! Cuatro mesas alargadas, con sus bancos, para diez niños en cada una. Las jarras de aluminio, llenas de agua ya están preparadas. Una vez en sus sitios, hay un cierto silencio. Balbina es mucho Balbina y todos han aprendido que durante la comida se come y se habla lo justo. Aún así, hay algún músico, con el clink-clink de los cubiertos al golpear el cristal del vaso. Algún poeta en la clandestinidad, que marca en la parte inferior del tablero de madera, “Balbina me contamina”, ji, ji, ji. Y varios jugadores de baloncesto, que hacen canastas de tres puntos, lanzando migas de pan hasta el centro de los platos de las mesas colindantes, jo, jo, jo, “ha sido éste…”. Balbina los conoce a todos. Por ejemplo, sabe de sobra para quién aquellas lentejas serán la casi única comida del día. Y entonces, como quien no hace nada, a estos niños, les carga el plato hasta arriba.

IV

Bueno, y luego está Suso. El enclenque, el palillo, el más menudo con diferencia de todos, aunque no por edad. Las piernecitas, con las rodillas rascadas, casi no le llegan al suelo. Se sienta en el rincón y espera. Ese crío pasa del aire. No abre la boca. No come. No le gusta nada. Ay, pero qué malcriado tiene que estar en su casa. “A ver, Suso, qué excusa vas a poner hoy…”, le pregunta Balbina. La estrategia de Suso es cambiante. Es un maestro en remover el plato para que aparente haber menguado. Es un artista en poner caras de lástima. “Es que no tengo hambre…”. “Es que almorcé muy tarde…”. Los enormes ojos brillantes le ayudan. Y el chico demuestra paciencia. “¡Venga, Suso, que es para hoy!”. Espera, espera y espera. Se distrae con las moscas que pasan y buscan el canto de los platos. Se queda el último. Entonces se hace la hora de volver a clase, y Balbina no tiene más remedio que liberarlo, con dos advertencias: “Acabaré mandando una nota a tu casa y acabaré un día por no dejarte salir del comedor”. No, ya dijimos que Balbina no gasta bromas.

V

Pues hoy, oh sorpresa. Suso se ha vuelto a quedar el último, para variar, pero cuando Balbina ha ido a reprenderle una vez más por su lentitud, “las tortugas te ganarían”, ha encontrado su plato de lentejas casi vacío. Eso es un triunfo. Un gran paso. El niño la mira, todavía con cara de lástima, y ella le felicita, “¡Muy bien, Susito! ¿A que no estaban tan malas?”. Y se da la vuelta, y abre la despensa. Y saca, no se sabe de dónde, un trozo de chocolate de barra. Qué bueno. “Toma, campeón, te lo has ganado”. Suso lo coge. Directo a la boca, esto sí que lo mastica requetebién. Tiene el paso libre. Hoy aún le quedan, antes de entrar a clase, casi diez minutos de recreo en el patio. Eso, para quien está acostumbrado como él a no tener nada, es mucho.

VI

El que tuviera la ocurrencia de poner Matemáticas después de comer, se cubrió de gloria. Media clase bosteza y la otra media dormita con los ojos abiertos. De repente, llaman y se abre la puerta. Y todos espabilan. Quién es. Quién es. Es Balbina. Con su delantal, su manga corta. Qué hace allí la cocinera, interrumpiendo. Ella puede, ya quedamos en que es una institución. “Perdón, Agustín ¿puede salir Suso un momento?”. Suso se encoge en el pupitre. Agustín da la venia. Ante la curiosidad de todos, salen juntos, Balbina y Suso. Como todos los alumnos están en las aulas, en el silencio del corredor sus pasos tienen eco.



VII

Están en el comedor de nuevo. Balbina levanta la tapa del cubo de la basura. “Suso, ¿qué es esto?”. El niño se asoma. Chapapote de lentejas. Guarda silencio. “¿Qué es?”, pregunta ella de nuevo. “No sé”, contesta él. Balbina suspira. “Dos cosas no soporto”, dice marcando con el dedo, “…una; que se tire comida con el hambre que hay por ahí fuera; dos, que se digan mentiras…”. Él repite de nuevo, esta vez con voz temblorosa: “…yo no he sido…”.

VIII

Balbina enjuaga platos. Las manos regordetas agrietadas. Del agua fría y del jabón. Suso está sentado. Los bracitos cruzados. Desde la distancia, ella le pregunta: “Suso, ¿tienes algo que decirme?”. El niño se muerde los labios y niega con la cabeza. Ella, va colocando los platos en el escurridor, y canturrea: “…quererte así…. es querer ganar el cielo por amoooooooor”.

IX

Suso sentado. Balbina barre. La canción crece, no termina nunca: “…es luchar contra nadie en la batallaaaaaaa…”.

XL

Suso sigue sentado. Balbina con la fregona. E insiste con el estribillo: “…quererte a ti… es callar y esperar….”.

CCLI

No ha pasado mucho tiempo. Pero a Suso le parece que sí. La llama, “Balbina…”. Balbina se le acerca. “Qué, hijo”. Y Suso en voz muy baja, apenas audible, reconoce: “Balbina, he sido yo”. ZAAAAAAAASSS. Le ha cruzado la cara con un guantazo. “Ya te puedes ir, Suso”. Con la mejilla enrojecida y un ligero pitido en el oído, Suso sale. Balbina ya no canta.

MCMXII

“¡Susito! ¿No te acuerdas de mí?”. Suso, que salía de una tienda en Mardebé, se gira. Claro, por supuesto que se acuerda. Aunque han transcurrido un montón de años. Se dan dos besos. “¡Estás enorme, la de tiempo que hacía que no te veía!”. En cambio, a él Balbina le parece mucho más pequeña. Está mayor. Ahora es al revés: carga una almohada de plumas como si fuera un saco de patatas. Se quedan hablando unos minutos. Luego se despiden. Los dos tienen prisa. Antes de reemprender la marcha, Suso ve cómo ella se aleja. Y piensa. Conserva un afecto enorme por aquella mujer tan dura en apariencia, tan dulce de corazón. Sin resentimiento ni rencor. Sin embargo, él sigue a día de hoy sin probar una sola lenteja. Ya la ha perdido de vista. Reinicia el paso, tararea con nostalgia “quereeeeeeerte así”, y concluye que el Método de la Torta (a tiempo), al menos en su caso, funcionó sólo a medias.

domingo, 6 de marzo de 2011

En el banquillo

I

A Irízar le cuesta acostumbrarse. Sobre todo porque durante años siempre ha sido de los fijos e indiscutibles. La grada ruge cuando el Supermardebé salta al campo. Son los gladiadores de nuestro tiempo. Él sale también. Esta vez tampoco es de la partida. Discretamente y por la zona de banda, se dirige hacia el banquillo, se sube el cuello de su inmaculado chándal y busca acomodo, al lado de Güime, el portero reserva, que tampoco es que juegue mucho que digamos. El gesto en el rostro de Irízar se torna impenetrable. Cualquier mueca que le traicione, seguro que en cuestión de minutos da la vuelta al mundo de las televisiones porque hay media docena de cámaras que le apuntan directamente. Así que sigue con aparente interés el partido. Celebra con los puños cerrados los muchos “huuuuy” que se van sucediendo. Salta cuando se rompe la lata del equipo contrario y los suyos meten un gol. Está en primera línea y escucha las indicaciones y los gritos del nuevo entrenador, de Petrus. Está pendiente de una mirada suya. Los minutos pasan. Ahora sería el momento adecuado de un revulsivo. Ahora sería cuando correspondería que le llamara a él, “¡Irízar, a calentar!”. Él sí tiene clara la visión de juego. Y ve con claridad los puntos vulnerables del equipo rival. Petrus se vuelve. Él se tensa. “¡Cajete, a calentar!”. Otro jarro de agua fría. Era el tercer cambio, el último. Irízar queda impertérrito. No se le tiene que notar que la procesión va por dentro. Mira hacia el suelo. Traga saliva. Por lo menos, por lo menos, de momento, él sigue entrando en todas las convocatorias.

II

Le quedan los entrenamientos. Y es escrupulosamente puntual. Para Irízar, cada sesión es una final. Y va a muerte. Corre a mil. Llega a casi todas. Le pega al balón y lo clava. No se le ha olvidado jugar. Y destaca. Y sabe que destaca. Y que va mejor que muchos compañeros. Pero no es él quien lo tiene que decir ni decidir. En los vestuarios no ríe las bromas porque no está para risas. Se abrocha en silencio la camisa. Algunos compañeros cantan en la ducha. Unos simulan el trombón. Otros la guitarra. Y el tambor, porrompompón, también hay muchos que hacen el tambor. Eso es porque a Petrus, en el césped, hoy se le ocurrió decir que este equipo es una gran orquesta. Y que cada uno tiene su partitura. Y que no quiere instrumentos desafinados. Y no ha mirado a nadie, Irízar. Él guarda las botas en la taquilla. La pandereta, seguramente ahora es la pandereta del grupo.

III

Gorteli, su representante, ha pagado las consumiciones y se ha despedido con una palmadita en la espalda, “ya hablaremos, piénsatelo, que yo te llamo la semana que viene”. Tenía que hacer unas gestiones en el banco y ya casi eran las doce y media. Irízar queda solo y resopla. Aún está impactado. Le ha dejado caer que tiene una oferta para él del Kaspia. ¿Del Kaspia? Madre mía, del Kaspia. Un equipo hundido en el pozo de la segunda división. Gorteli se lo ha vendido muy bien y le ha lanzado mensajes calculados: “Necesitan un tipo de tu nivel y tu valía”. “Allí respiran un ambiente sano”. “No hay envidias”. “Y la gestión económica es acertada”. “Para nada, de ninguna manera recalar allí es rebajarse”, le ha subrayado. Irízar está confuso. “¿Y no te ha llamado nadie más?”. “No”. Eso extraña y duele. Que no se acuerden de uno duele. Entonces es cuando él le ha pedido un tiempo para reflexionar. Y cuando a Gorteli le han entrado las prisas porque hoy cierran los bancos a la una. Ahora, camino del coche que dejó en el parking, toca el relieve del escudo del Supermardebé, en la camisa que lleva debajo de la chaqueta. Es más que un sentimiento. Es su vida. Si no, a santo de qué aguantaría tanto.

IV

Lo ha imaginado ya mil veces. Y de mil maneras. De nuevo, Irízar se ve sentado en el banquillo. El partido no va bien. Otra vez se consume el tiempo. Y Petrus se vuelve hacia ellos. “¡Irízar, a calentar!”. Cajete se queda cortado, con dos palmos de narices. Petrus lo coge del hombro y le da un par de indicaciones. Donde las dan las toman. Él tiene ahora en sus botas el futuro de Petrus. Corren rumores de que otra derrota más y Petrus va a la calle. El público increpa a todo el equipo. El árbitro autoriza el cambio. El linier revisa los tacos. Él sale disparado. De él puede depender que el tirano que lo recluyó siga o caiga. Sí, Irízar lo ha imaginado ya mil veces. Y en cada una de ellas, termina ocurriendo algo diferente.

V

Es por la mañana. Irízar aguarda al ascensor en el rellano de la escalera. Ha dormido mal. Anoche tuvo pesadillas. Justo en ese momento sale el vecino. Se saludan. Entran. Aprieta el botón de la planta baja. “Qué, sigues con el ERE temporal en la empresa”. Irízar afirma y le explica: “…de momento nos envían a cursos de formación… pero Petrus, el gerente, nos advirtió que estuviéramos preparados, que esperaban nuevos pedidos y cualquier día nos volvían a llamar…”. “La cosa está jodida”, sentencia el vecino. Ya. Es evidente. Se despiden en el patio. “…que vaya todo muy bien”. Irízar saca de la cartera una tarjeta. “Industrias Kaspia”. Hoy tiene la entrevista que le concertó Gorteli, el de la ETT. “Si te cogen en Kaspia ganarás menos, pero al menos es un trabajo”. Y no está el patio como para ir eligiendo. Irízar pasa por delante de un kiosko. En el lateral cuelgan los periódicos de hoy que destacan, en titulares, otra derrota del Supermardebé en casa.