domingo, 27 de febrero de 2011

Bajarse del burro



I

La línea que separa a un tonto de un bueno es más estrecha que esa acequia. Así que si éste es el lado de los tontos, voy a saltar y cruzar, para que no quepan dudas. Hale hop. Le advierto a Esteban, que me sigue: “¡Cuidado, con cuidado, que esto resbala…!”. Pero al tiempo, yo me voy de culo. Pongo las manos para no darme con la espalda. Uf, suerte, no me he hecho mucho daño. Esteban se asusta: “¿Estás bien?”. Sí, sí, no ha sido nada. Me incorporo y me sacudo un poco. Está todo muy oscuro, sin luna y sin estrellas. Proseguimos la marcha. Y ahora, una piedra en la alpargata. No, no me paro, quiero llegar antes que el otro, si es que viene, que no vendrá. ¡Osssss….! “¡Joder, si es el perro de Lucio!”, grita Esteban. Nos corta el paso. Ladra compulsivamente. Nos enseña los dientes. “¡Chuchoooo! ¿No me conoces? Soy Joaquín… Tente quieto, no gruñas, párate ahí”. “Tranquilo, tranquilo...”. “Como se arrime más, le abro la cabeza con la tranca”. “Mira si es listo, esto sí que lo entiende”. “Ya le diré yo a Lucio, ya, que su perro lo vigila todo menos su campo…”. Me quedo pensando. Entonces le digo a Esteban: “Bueno, si esto sale mal, ya se lo dices tú”. Noto que Esteban murmura: “…aún estamos a tiempo de darnos la vuelta”. Hago como que no le oigo. A la mierda con la piedra que se me clava, al final sí, tengo que pararme para quitármela. Me ato los cordones de nuevo. La tapia del cementerio está recién encalada y es blanca y muy alta. Pero no la hemos intuido hasta que no la hemos tenido a dos palmos. Con el manto de la noche encima, es como si las cosas que no se ven no existieran.


II

Siento escalofríos. Pero tiene que ser del helor. Y del relente. El silencio no es absoluto. Mis oídos se agudizan. El aire mueve las ramas de los cipreses y me parecen pasos. Los bichitos nocturnos me parecen voces. Esteban habla en voz muy baja. Será para no molestar a los que descansan al otro lado de la pared. “Joaquín, aún podemos irnos… no merece la pena… mejor nos olvidamos de todo y nos vamos a casa”. Trago saliva. “Se lo dije. Yo se lo dije delante de todos los que estaban en el nuevo Café el Teatro”. Que se retractara. Que retirara todas sus sucias palabras. “…y no le dio la gana. Así que no tuve otra opción”. En cuanto escuchó que nos veríamos por última vez en el cementerio ya se dio cuenta de que la cosa iba en serio. No está acostumbrado a que le paren los pies. Le digo a Esteban: “Yo no creo que se atreva a venir”. Eso es lo que creo que va a pasar. Se hará de día. Acudirá al Café el Teatro como cada mañana, a tomarse su café y su copa, a leer el periódico y, de pasada, comentará que lo que pasó conmigo fue un malentendido. Y en ese momento, punto y aparte. Y a otra cosa. Aprieto el frío puño del viejo pistolón y le repito a Esteban: “…no vendrá”.


III

El tiempo parecía detenido. Pero el cielo ha empezado a clarear por el horizonte, detrás de las nubes grises. Hoy lloverá. Cuando empezaba a sentirme adormecido, he escuchado unas voces que se aproximan por el camino. Roncas, secas. “Esteban, espabila, están ahí”. Sí, es él. Viene con su primo. Al fondo, destaca la silueta del campanario, por encima de las casas del pueblo. Nos quedamos frente a frente. Viene trajeado. Como si hoy fuera fiesta. Yo también me puse la camisa limpia y el chaleco nuevo. Para dar menos trabajo cuando nos recojan a uno de los dos. Parece que íbamos a decirnos un “buenos días”. Pero no procede. Ahora, ahora pienso que es cuando va abrir la boca para decir dos palabras, “pido disculpas”, o “lo siento”, o algo parecido. Ahora, ahora es cuando se bajará del burro. Intento mantener la calma. Pero el corazón se me sale del sitio. Respiro fuerte y hondo. A Esteban le brillan los ojos llenos de pánico. El primo de éste mira el suelo y se rasca el pelo rasposo. Salimos al camino, frente a la puerta del nuevo cementerio inaugurado en 1911, hace cuatro años nada más. Aquí aún cabe mucha gente. Apoyamos la espalda de uno con la del otro. Esteban, lloroso, suplica, “¡coño, pensad que habéis sido amigos, joder, parad esto!”. Ahora tengo enfrente la huerta de alcachofas. Y detrás el pueblo. Ahora me surgen dudas. No estoy seguro si el lado de la acequia en que me puse es el de los tontos, y no el de los buenos.

domingo, 20 de febrero de 2011

Cuatro nubes


I

Por la mañana se había asomado el sol tímidamente. Pero a media tarde, se encapotó el cielo con densos nubarrones, oscureció prematuramente y en cuestión de minutos, empezaron a caer gruesas gotas primero y chuzos de punta después. Se lió una tormenta como nunca se había visto antes en Mediavilla. En los tejados, los canalones apenas daban abasto y escupían agua a borbotones. Y el agua corría calle abajo de parte a parte de la acera porque ni alcantarillas ni desagües colapsados tragaban lo suficiente. Parpadearon las siluetas de las fachadas y durante unas décimas de segundo se hizo muy de día. Luego vino un castañazo. Ese rayo había caído cerca. Igual que en las peores películas de terror. Acto seguido, claro, se fue la luz. El pueblo entero se convirtió en una sombra mojada, silenciosa y fantasmal. Ni farolas, ni semáforos, ni teles detrás de las persianas, ni nada. Sólo yo, tras los salpicados cristales de la ventana, me asomaba, “a ver si paraba”, sujetando mis dos entradas para ver a Carlos Tejeda que aquella noche tenía anunciada una actuación en el “Café El Teatro”.

Con el chubasquero tapándome hasta el cogote, me aventuré a salir de casa a la hora prevista. Los pocos coches que se atrevían por la carretera parecían auténticos fuerabordas, salpicando las aceras a lo bestia a su paso. Con los golpes de viento, el paraguas de la tienda de los chinos cobraba vida propia, cedía y se doblaba por el otro lado, se declaraba en rebeldía y se tornaba ingobernable dejándome al descubierto. Imposible avanzar arrimándome a los portales de las fincas. Jarreaba. El agua caía a chorros y venía por todos lados. No, definitivamente no está esta tierra preparada para las cuatro gotas que caen de golpe al año.

Pero yo llegué. Y a falta de fluido eléctrico para el timbre, aporreé su puerta, tanto que me machaqué el huesecillo pisiforme de la mano izquierda. Y Virginia, cuando me oyó, bajó y me abrió. Con su mejor sonrisa. Las gotas resbalaban por mi flequillo hasta la mejilla. Lo más seco que me quedaba en ese momento era la saliva. Hasta mis Calvinitos Klein estaban calados y los huevecillos escondidos en algún lugar remoto. Sensación de desvalimiento total. “Sabía que vendrías”, me dijo. Toma, claro, entre otras cosas porque habíamos quedado.

Inexplicablemente, aquel tormentón cesó entonces bruscamente. Cuando Virginia se asomó, no caía ya ni media gota y volvió el alumbrado a dibujar calles y casas. Anduvimos juntos de la mano. Yo, con el chof, chof, entre los calcetines y las plantillas. Luego resultó que no hubo representación de Carlos Tejeda. Las goteras habían inundado el “Café el Teatro” y operarios municipales achicaban a cubos el agua acumulada en el foso del escenario. Y eso que lo habían restaurado cuatro días antes, como quien dice. La decena de atrevidos que nos habíamos acercado “por si acaso”, nos dispersamos resignadamente y nosotros terminamos machacándonos los oídos en el Liberto, que es como un bar muy ochentero. Para entonces, mi garganta ya me confirmaba con agudos pinchazos que aquel remojón no me había sentado nada bien. Algunos dicen que yo concentro toda mi fragilidad ahí, en la garganta.

II

Todo era por Virginia. Yo nunca había sido especialmente andarín. Pero por aquella época anduve más que un cartero de pueblo. Porque los fines de semana tocaba caminata masoca. Me recorrí todos los accidentes orográficos de la zona que aparecen señalados en el “google maps” y alguno más. Diría que “con ella”. Pero faltaría a la verdad. Es más propio confesar que fue “detrás de ella”. Y un Sábado de esos, al borde del síncope, con el corazón a mil y la lengua fuera, alcancé incluso la cima del San Antón, que no está mal y no lo hace cualquiera. Ella me esperaba arriba desde hacía minutos, fresca y relajada. “Mira”, me dijo. Que mire qué. Me señaló el cielo, “Higinio, mira allí”. Ya, cielo azul. Con cuatro nubes. Y qué. Aguardó unos segundos. “¿No ves nada?”. Pestañeé. Mi vista entonces se centró. La silueta de las dos nubes centrales concentradas se correspondía con el contorno de nuestros rostros. O eso me parecía. Carraspeé. Me tuve que dejar caer en el suelo. “Virginia, ya consigues que vea alucinaciones”. Lástima no haber contado con una cámara aquel día para dar testimonio de lo que vi. Cuando bajamos, sin muchas ganas de hablar, ya aquellas nubes se habían deshecho y las que quedaban no recordaban a nada ni a nadie.

III

El sol apretaba de lo lindo. Las chicharras daban un conciertazo en do mayor. La cantimplora estaba seca como un esparto. Hacía rato que mis rodillas habían crujido de forma importante. Y mis pies estaban como botas. Me las había prometido muy felices con aquella noche de “tienda de campaña”. Y lo que me había encontrado era una espalda machacada. Cielos, qué suelo tan duro y qué dolor de riñones. Y del ensañamiento de los mosquitos, qué. Mis pobres piernas estaban masacradas. A los mosquitos les había encantado el repelente que me vendieron a precio de oro…

Virginia se detuvo. Será para darme descanso, pensé. Pero partió, crac, una ramita de arbusto y dijo muy preocupada: “fíjate, qué seco está todo…”. Ya. Aliagas, matorrales amarillentos. Tierra cuarteada. Lo normal si hacía cuatro meses que no llovía. “…una chispa y prendería todo como si fuera gasolina”. Y no sería la primera vez. Enfrente, montañas peladas. Negras. Esquilmadas por un incendio reciente. “Tendría que llover un poco para humedecer el terreno”. Y a mí me tendría que tocar la primitiva, pero no juego. Justo entonces, cuando regresábamos hacia el coche, que estaba aparcado donde no llegan ni los 4x4 de los guardas forestales, empezaron a caer unas gotas muy finas de agua. Eran cuatro nubes. Agua, por fin agua. Yo abría la boca, para aprovechar y recoger algo. De dónde venía. Cómo. Por qué. La miré fijamente. No, no puede ser. Mejor no hacerse preguntas. Ella me sonrió. Y me dio un abrazo. Por lo menos, eso que me llevé.

IV

Sí, sí, mejor no hacerse preguntas. Los interrogantes sobre Virginia que no abría cuando estaba despierto me asaltaban en sueños en forma de pesadillas. Todo sobre mi “tormentosa” relación con ella. Llovía en los desiertos. Las nubes formaban palabras. Se despejaban lluvias que hubieran tenido que ser diluvios. Até cabos. Saqué conclusiones. Y resolví enfrentarme a la verdad. Recorrí a toda prisa la distancia que separa su casa y la mía. Esta vez el timbre iba. “¿Quién?”, preguntó su madre. Abrió el portal. Y me recibió Virginia en la entrada. “No te esperaba”, me dijo. Las escaleras fatigan. Resoplando, le anuncié: “Que ya he caído en la cuenta, que ya sé lo tuyo”. Se mordió los labios, como pensando, chico, sí que te ha costado, ya era hora. Pero es lo que pasa, que muchas veces tienes la evidencia delante y no la quieres ver.

V

Sigo sin entender lo que ocurrió después, a día de hoy, cuando ya han pasado unos cuantos años. Virginia me dio literalmente con la puerta en las narices, “mejor lo dejamos estar”. Y estuve allí, sin saber qué hacer, en el rellano como un pasmarote, por si volvía a abrirme. Llamé de nuevo al timbre. Como no abría, golpeé con el puño izquierdo y terminé por romperme del todo el hueso pisiforme. “Disculpa si te he ofendido…”. Pero no iba a montar un escándalo. Cuando me cansé, bajé hacia la calle. Y según salía cabizbajo y con una mano apretándome la otra machacada, a la altura de la carretera, me cayó un tremendo e inesperado chaparrón en la cabeza. De los que calan. Otra vez cuatro nubes. Joder, con el cambio climático. Me dio igual mojarme. Pero volví a sentir esa sensación de desvalimiento total.

Durante este tiempo, algunas veces he intentado volver a contactar con Virginia. A la vista está que sin éxito. Ya no ando ni para ir a comprar pipas. Ni he vuelto a dormir tumbado en el duro suelo. Pero cuando miro hacia arriba y veo cuatro nubes en el cielo, aunque no tengan forma definida, me acuerdo de ella con nostalgia. Y pienso que seguro hubiera sido mejor dejar preguntas sin respuestas y respuestas sin preguntas. Yo, nunca, nunca le tendría que haber preguntado de dónde sacaba el yoduro de plata.

domingo, 13 de febrero de 2011

El Banco del Tiempo (III)

LOS SIGUIENTES MESES EN EL CONGELADOR

SEXTO MES

Una helada mañana al levantarse, Diego sintió un ligero picor en la garganta. Durante el día, en el Instituto, aquello fue a más. No tragaba bien. Estaba claro: había cogido un castañazo. Lo sobrellevó al principio con un poco de ibuprofeno. No le remitía. Pero no iba a ir al médico por sólo eso. Por la noche, el tema fue a peor. Registró la caja de las medicinas de Inés para buscar un remedio a lo que se le venía encima. Sentía escalofríos. Debía tener fiebre. No pegó ojo. Pensó que se le pasaría al amanecer. Que igualmente iría al colegio, aunque fuera arrastrándose. Pero después amaneció y no se sintió mejor. Tendría que llamar para decir que no estaba bien. Cómo, cómo era posible que un tío tan sano y fuerte como él se sintiera de la noche a la mañana tan machacado. Se vestiría. Pediría un taxi. Iría al Hospital. Entraría por Urgencias. Le darían un antibiótico. Y volvería a casa. De todo lo anteriormente planificado, él cumplió hasta el punto tres. Cuando, a duras penas consiguió entrar, tambaleándose, los enfermeros lo recogieron al vuelo y lo metieron a todo correr hacia los boxes. Lo siguiente fue una nebulosa. Un dejarse llevar. Una larguísima guerra bacteriana en la que la consciencia no participaba. Sin noción del tiempo. Con sueños inconexos que le repetían, “tío, espabila, no te puedes quedar aquí: Inés te estará esperando y tienes que ir a recogerla”. Aquella autoadvertencia debió de ser el punto de inflexión. Lo siguiente, bastantes días después, fue abrir los ojos en una UCI. Y descubrir a sus angustiados padres al lado, enfundados en batas verdes esterilizadas. Y murmurar con una voz débil: “Joder, casi no lo cuento”.

SÉPTIMO MES

La recuperación de Diego fue muy lenta. Y muy dura. Tras el alta hospitalaria, lo trasladaron a casa de sus padres, que le atendían infatigablemente las veinticuatro horas. “Con la infección que cogiste, no estás tú para irte solo a casa de la señora ésa”. Tenía que comer sin hambre. Dormir sin sueño. Y esforzarse sin fuerzas. Por aquel entonces la frase más repetida llegó a ser: “No te preocupes por nada”. “Mejor que aquí, no vas a estar en ningún sitio”. Recibió alguna visita inesperada, por ejemplo, la de Raimundo, que le pedía mil disculpas por su comportamiento impresentable, le explicaba que “ahora estoy saliendo del bache” y le repetía mil veces que “siempre estaré en deuda contigo, pase lo que pase”. Qué insufrible. Además, varias llamadas perdidas. Una de Leticia, con “ce”. Diego dejó que aquella llamada perdida se perdiera para siempre. Sí, decididamente tuvo la sensación de que aquel mes estaba siendo el más largo de su vida. Y es que parece que, cuando la salud no acompaña, el tiempo se eterniza.

OCTAVO MES

Dio dos vueltas a la cerradura y empujó la puerta. Por fin regresaba a casa. Después de tantos días fuera. Respiró fatigadamente. Aún estaba muy débil. Penumbra. Fuerte olor a cerrado. Recogió las bolsas del supermercado, repletas de desnatados para cuando Inés volviera. Faltaba ya muy poco. Y ella tenía que encontrarlo todo tal como lo había dejado. Pasó al comedor y dio al interruptor de la luz. Cuando vio el panorama dejó escapar un “Jodeeeer”, que le salió del alma. Paredes desnudas. ¿Y los cuadros? Cajones por los suelos. Todo removido. Libros. Sillas tumbadas. Diego dejó caer las bolsas y se aprestó a entrar en el despacho de Inés, que tenía la puerta entreabierta. Madre mía, madre mía. Por allí había pasado un huracán. Los álbumes desparramados. La sonrisa en blanco y negro de Inés, arrugada por el piso. De entrada, echó a faltar un buen número de cosas. Sintió una impotencia tremenda delante de aquel saqueo. En las siguientes horas sólo dijo dos palabras: “Putos sobrinos”.

NOVENO MES

Cuando el ordenador entraba en modo salvapantallas, desfilaba de forma continua y aleatoria una sucesión de sus fotografías, con sus paisajes y sus retratos. Diego se acercó, movió el ratón y despertó la pantalla. Entró en internet para leer los periódicos digitales. Aquel Sábado la velocidad de descarga iba especialmente lenta. Vaya, por fin. Titulares… ESCÁNDALO. FRAUDE EN EL BANCO DEL TIEMPO. A Diego le entraron todos los males. Una imagen de la sede principal. Bajó a toda prisa con la ruedecita del ratón. Más titulares. MILES DE AFECTADOS POR LA ESTAFA DEL BANCO DEL TIEMPO(…). CONGELABAN A LOS CLIENTES, PERO NO AL TIEMPO (...) SANIDAD INTERVIENE EL BANCO DEL TIEMPO(...) Se le hizo de noche. Saltó de la silla. Buscó la chaqueta. Cerró de un trompazo y las paredes temblaron. Bajó de tres en tres. Cuidado, todavía estaba débil. Casi sin aire, subió al coche. Aceleró derrapando. Todos los semáforos se confabularon y se pusieron en rojo. ¡Vamos, vamos, vamos! Pero… ¿dónde coño tenía la cabeza él, que no se había enterado de nada? Puso la radio… “Conectamos con nuestra unidad móvil, junto a la puerta del Banco del Tiempo, Jacinto Lopera, cuál es la última hora…”. Mierda, mierda. Cruce de avenidas. Pasos subterráneos. Radares encendidos. Aparcamiento encima de la acera. Bajó corriendo. Centenares de personas se amontonaban en torno a la puerta principal del edificio. Un fuerte cordón policial los contenía contundentemente. Diego se abalanzó en la montonera para abrirse paso. Codazos. Gritos. Empujones. Pisotones. ¡Dejadme pasar! ¡Dejadme pasar, cabroneeeesss! A unos metros, el reportero, mirando a la cámara y micrófono en mano explicaba: “…ha saltado la sorpresa en torno al BANCO DEL TIEMPO. Recordemos que esta compañía era pionera en los programas mundiales de hibernación, y recibió el prestigioso Premio Iceberg. Hoy el Gobierno ha decidido intervenir porque para los clientes del Banco, mientras estaban hibernados, también pasaba el tiempo…”.

DÉCIMO MES

La praxis para la reanimación y recuperación de la temperatura corporal, según le explicaron a Diego, conllevaba riesgos con las tecnologías existentes, por lo que ésta había tenido que llevarse a cabo muy lentamente Una vez advertido de forma tremendista por un sesudo psicólogo, éste después le quitaba importancia, “porque todo está controlado y va a ir bien”. Pero él ya tenía el miedo metido dentro. “Venga conmigo, por favor”. El facultativo abrió la puerta de la habitación en el hospital. Diego lo siguió. Al fin. Al fin. Había esperado tanto ese momento… Se había repetido mil veces, calma, mucha calma. Le temblaban las piernas. Allí, en la cama, ella, Inés. Inmóvil. Prácticamente en los huesos, muy demacrada, y con una palidez extrema. El pelo largo, lacio, completamente gris. Destacaban sus enormes ojos. Y brillaron de alegría al verlo entrar. Y a él parece que una descarga le recorrió de parte a parte, dejándole la piel totalmente erizada. Inés apretó los labios para no llorar. Diez meses perdidos. Acertó a decirle a él: “Estás horrible, yogurín”. Largo, era muy largo de contar. Diego le cogió las dos manos con suavidad y le advirtió: “si crees que voy a dejarte hacer experimentos otra vez, vas lista…”. El médico, visto lo visto, se dio la vuelta, “…yo les dejo solos…”, e hizo mutis. Y desde fuera, desde la habitación de al lado, probablemente por culpa de un paciente sordo que tenía la tele muy alta, entró con nitidez la letra de aquella canción de los Beatles que decía, más o menos, “…cada uno cree que el amor nunca muere, mirando sus ojos y esperando estar siempre allí… estaré con ella aquí, allí, o en cualquier parte…”. (*).

(*)Here, there and everywhere.

domingo, 6 de febrero de 2011

El Banco del Tiempo (II)


LOS PRIMEROS MESES EN EL CONGELADOR

PRIMER MES

Se dieron un beso y un abrazo, por ese orden. Luego Diego se dirigió a la salida del centro sin darse la vuelta y respirando hondo. Inés sí se quedó mirándolo hasta que lo vio desaparecer, doblando el corredor. Diez meses pasan rápido. Diez meses vuelan. Salió del Banco del Tiempo, y retomó el coche que había aparcado en zona ORA. Ya al volante, puso música. Fue puñetera casualidad que sonara “Si tú no estás aquí”, de Rosana. No tuvo fuerzas para cambiar de emisora. Después vino “Te echo de menos”, de Kiko Veneno. Y el remate llegó con “Desde que tú te has ido”, de Mocedades. Él conducía absorto, en estado de shock. Al principio, tenía la sensación de que aquella despedida había sido sólo un “hasta luego”. Estaba convencido de que se encontrarían de nuevo a la hora de cenar. Y de que hablarían de cómo había pasado cada uno aquella jornada. Pero fue girar la llave de casa, entrar en el vacío recibidor, y no poder soportar aquel silencio. Entonces se enfrió y fue consciente. Despertó bruscamente de su aturdimiento, se cagó en todo, y tirado en el suelo estuvo llorando un buen rato.

SEGUNDO MES

Aunque suene a perogrullada, todo en la casa de Inés recordaba a Inés. Él tuvo que dar buena cuenta, antes de que caducaran, de los desnatados que compraban especialmente para ella. Luego, en la reposición, la nevera se fue llenando de natillas, su punto débil, y comidas preparadas. Él no era nada cocinero y eso se notaba. Al principio mantenía la puerta del despacho de Inés cerrada para que todo quedara tal como lo había dejado ella. Pero pasados unos días, tuvo la necesidad de abrir y entrar. Y ver sus fotos en los estantes, delante de un montón de libros simétricamente apilados. Repasó los títulos. Y de ahí a la vitrina de los álbumes, un paso. Ordenados, por fechas. Con la infancia de Inés. En blanco y negro. Con su momento progre. Con todos los viajes. Raro era el sitio donde ella no hubiera estado. Miraba con detenimiento todas las fotos. Algunas las había visto antes. Otras no. Perdía la noción del tiempo pasando páginas y páginas. Rostros que se repetían en determinadas épocas. Personas importantes en la vida de Inés. Él no, él todavía no. Él ya estaba en formato “jpg”, al fin y al cabo acababa de llegar como aquel que dice. “Nunca, nunca se termina de conocer a una persona del todo, aunque convivas con ella…”. De repente, miraba el reloj, y se alarmaba. “Ostras, si ya casi es de día”. Entonces se daba una ducha rápida, se arreglaba e iniciaba una nueva jornada camino del instituto habiendo dormido prácticamente nada. Ya faltaba un día menos para volver a verla.

TERCER MES

Aquel Sábado, Diego ya regresaba a casa, enfundado en una sudadera y con el periódico sujeto por el hombro. En ésas, un señor y una señora, lo abordaron en el portal. “¿Eres Diego?”. Él ya había reparado en ellos antes, al salir, porque no formaban parte del decorado habitual. Y ahora, mira por dónde, lo buscaban a él. “…somos los sobrinos de Inés”. Ah, bueno. Familia. Él se relajó. Pasad, pasad. Los invitó a subir. Y ellos le siguieron. Era verdad, que los dos hermanos le daban un lejano aire a Inés. Cuando entraron en la casa, empezaron a mirarlo todo con ademanes de inspector. Les ofreció café. Y aceptaron. Hablaron poco. Sin medias tintas, empezó él: “Oye, si te piensas que vas a quitarnos lo de nuestra tía, estás muy equivocado”. ¿Qué? ¿Cómo? Ella prosiguió: “… ya te estás largando de esta casa, porque te hemos puesto una denuncia como una catedral…, a ver si te crees que te va a resultar tan fácil”. “A mi tía la engañas, pero a nosotros no”. Diego resopló. Contó hasta cinco. Abrió la puerta de la entrada. Les señaló la salida. Recalcó: “Iros a la mierda”. Aquellos entendieron el gesto a la primera. Hicieron bien en hacerle caso. Caso contrario, los hubiera sacado a patadas. Con la puerta cerrada, aún escuchó: “Nos vemos en el juzgado, ladrón”. Dentro, en la cocina, el café humeante empezaba a salir.

CUARTO MES

Salía del Instituto con la maleta a reventar. Se llevaba los exámenes para corregirlos en la quietud de la noche. Pero antes hizo una visita a los lavabos de los profesores. Y en ésas, topó con Raimundo, el de inglés. Arrimado al espejo, levantando la cara, se estaba afeitando con una maquinilla. A Diego le chocó. “¿Qué haces?”. “…largo de contar. Me han tirado de casa”. Uf, vaya papeleta. Con ese drama, a Diego se le iba la concentración y no le salía el chorrito. “…una putada, Diego, me han gastado una putada”. Raimundo, compungido, resumió su historia en dos minutos. Terminaba con un: “…no tengo dónde ir”. Diego se secó las manos con papel contínuo. Le dijo: “Mañana nos vemos”. Entonces, Raimundo subrayó: “que-no-tengo-dónde-ir”.

Seis minutos después, por la acera, sorteando los excrementos caninos, caminaban juntos Diego y Raimundo. “…sólo serán unos días. Te debo una, amigo. Una muy gorda”.

Así se le metió un “okupa” en casa. Un día. Otro. Otro más. Era duro porque los víveres de la nevera menguaban a una velocidad alarmante. Sobre todo las natillas. Era duro porque Raimundo era un tío espeso en las cosas del aseo. Y era duro porque no paraba de hablar, en inglés, en castellano, porque se deshacía en elogios, agradecimientos eternos, parabienes. Qué gran persona eres, Diego. No sé cómo te voy a devolver este gran favor. Era un pesado.

Llegó la madrugada del undécimo día de ocupación. A Diego le vencía el sueño por cansancio. Raimundo, el apalancado, le dijo: “…voy a entrar en internet con tu ordenador, así leo ”. Bueno. Vale. Diego se aletargó. Minutos tarde escuchó un: “qué estómago tienes, tío, no sé cómo pudiste enrollarte con esta matusalén”. Aquél se había atrevido a abrir la carpeta de las fotos digitales. En la pantalla, aparecían Diego e Inés en una puesta de sol. Y aquello fue suficiente.

Los vecinos oyeron un “¡largo!” y un “¡fuera!”. Y luego, otra voz distinta con un: “…pero tío, ¿qué te he hecho? ¿estás loco?”. Y después, ya desde la calle, unos insultos impronunciables, ahogados por el ruido del camión de la basura.

QUINTO MES

En nochevieja y año nuevo a Diego le pesó el recuerdo de la ausencia de Inés. Lo mejor era que ya enfilaba el quinto mes de ausencia y que todo ese tiempo había pasado en un suspiro. Ni loco, ni harto de vino, en cuanto la tuviera delante la dejaría meterse de nuevo en aquella puñetera urna congelada. Por éstas.

Casi nunca recibía llamadas en el móvil. Por eso se extrañó tanto cuando sonó la musiquita, “Sin ti no soy nada”, de Amaral. Un número desconocido. “¿Diego? Diego, que soy Leticia”. Leticia con “ce”, recordó él. Ostras, Leticia. Quién le habría dado su número. Qué hacía ella en Mardebé. Cómo estaba. Mil preguntas amontonadas. Se le pasó en un segundo el aletargamiento, y accedió a tomar un café con ella. Después de todo, no le iba a hacer un feo, había pasado mucho tiempo. Qué sensación, cuando estuvieron frente a frente. Se cruzaron palabras como: estás igual, igual. Te veo muy bien. Un torrente de frases en ambos sentidos, contándose sus historias desde el punto en que la habían dejado allá por su época de estudiantes. Tras la cafetería, convinieron en que se les había quedado corto el lapsus de tiempo y acordaron ir a cenar para seguir hablando. “…con lo que te gustaban, aquí deben tener unas natillas fabulosas”, dijo ella al franquear el restaurante donde entraron. Y él, “está muy claro, en eso no he cambiado…”. Se contaron muchas, muchas cosas, y eso le sirvió a Diego para liberar tensión. Sin embargo, quedaron en el aire preguntas sin respuesta del tipo “qué nos pasó”.

De regreso a casa, con la bufanda en la mano y la parka desabrochada, bajo un cielo plagadito de estrellas, multitud de recuerdos se agolpaban en la cabeza de Diego. Curioso, de Inés, apenas ninguno, por primera vez en todos estos meses, Inés se difuminaba y perdía detalle en el conjunto de su memoria.

De lo que aconteció después en esta historia se da cuenta en la siguiente Entrada. Para el lector hay tres opciones: 1)Me da igual; 2)Me espero; 3)Reclamar ya la siguiente Entrada.