domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Y tú qué puedes hacer por Kublets?

I
Natalia no sabe qué ponerse. “Voy a una empresa, no a una boda”, se repite a sí misma. Así que ha removido la ropa del armario y ha rescatado una veintena de opciones, alguna de ellas imposible. Las ha visto en perspectiva, en primer plano. Qué rabia, ninguna acopla con lo que ella piensa que necesita. Pero éste es un momento que requiere decisiones rápidas. Elije. Sin vuelta atrás. Suena entonces la voz de su padre. “¡Te espero abajo!”, le ha dicho desde el recibidor. Otro que tal. Se ha empeñado en acompañarla, igual que cuando la llevaba al cole de pequeñita. Le dijo enérgicamente que no hacía falta, que ya iba sola. Pero él es muy testarudo. Y ella, que lo es más, hoy no va a reconocer de ninguna manera que se alegra un montón de tenerlo a su lado.

II
El inalámbrico vibra encima de la mesa y se mueve. Parece que tiene patas. Es la enésima vez que suena. Esta vez Matías Mata, que suspira profundamente porque a este paso no va a terminar nunca, lo coge y pulsa el botón verde. “¿Sí?”. “Matías, tienes una visita. Es una chica que envía la ETT para lo de la entrevista”. Se rasca la mejilla. “Dile que espere un poco. Enseguida que pueda bajo y la atiendo”. Aprieta el botón rojo. Click. Deja de nuevo el teléfono encima de un montón de papeles. “…por dónde iba…”. Suelta un “coño” que retumba. Ha perdido el hilo de la lista que tenía entre manos y tiene que empezar otra vez.

III
“…tienes una visita. Es una chica que envía la ETT para lo de la entrevista”. Mientras habla la recepcionista, Natalia contiene la respiración. Siente un sudor frío en las axilas. La recepcionista cuelga. Se dirige a ella. “Siéntate ahí un momento. Ahora bajará el Señor Mata”. Ella obedece. Se siente infinitamente pequeña, hundida en aquel blando y enorme sofá. Y no, definitivamente no eligió bien aquel pantalón que le oprime el estómago. Tiene que levantar mucho la vista para radiografiar la estancia. La entrada con la puerta automática de cristal ahumado con el nombre “Industrias Medianas”. La planta escuálida y larguirucha con las hojas amarillentas. Y aquellos cuadros, con los Kublets. Representados en todos los estilos pictóricos. Kublets a través de los tiempos. Kublets, no se lo puede creer. Está en la factoría de los Kublets y su mayor sueño en este momento, es meter un pie dentro y, aunque sea barriendo con una escoba partida, entrar a formar parte de esta prestigiosa organización.

IV
Matías es consciente de que se ha vuelto huraño. Y se autojustifica. No queda más remedio. De un tiempo a esta parte elude los saludos, empezando por sus propios vecinos y acabando por el personal de la factoría. Es que lo paran en medio de la calle. En la farmacia. En la carnicería. Hasta en el “desaguador”. Es que no se andan con rodeos. Directamente suplican. Acosan. Le piden imposibles. “A ver si puedes hacer algo por mi chiquillo, que es muy bueno y no encuentra faena”. Al principio, aún se esforzaba por prometer que lo intentaría, advirtiendo que la cosa estaba mal, muy mal. Pero ahora ya es un ser hermético, más si cabe desde que constató que también a su mujer la habían metido en esta rueda de asedios, esperando erróneamente que ella actuaría de catapulta y altavoz para llegar directamente al punto del cerebro donde él toma las decisiones.

V
¿Media hora? ¿Tres cuartos? Natalia no sabe ni el tiempo que lleva allí. Parece que se han olvidado de ella. Pero no. Debe formar parte del protocolo de selección. Probar la paciencia del candidato. Algunos empleados desfilan por delante de ella. Absortos. Van de aquí para allá. Y claro, no reparan en ella. Le entra complejo de florero. De estar sin estar. Y sus pensamientos se desbocan entonces liberando toda la tensión acumulada en los últimos días. Tararea mentalmente sin cesar el estribillo “…tenía tanto que darte…”, y se acuerda de Eduardo. Y traga saliva. Cinco años tirados por la alcantarilla. Mira hacia la talla del techo. Desde primero de carrera compartiendo apuntes y algo más. Esperándose el uno al otro. Dándose la mano. Y ahora ya no. Ahora ya no.

VI
Llaman a la puerta del despacho. Es Héctor. “Matías, ¿puedes venir un momento?”. “¿Qué pasa?”. Matías ya se ha levantado y sigue al encargado, mientras le explica, gestos incluidos, con pelos y señales la situación. Salen a la nave. Y sus voces se diluyen en el fragor de las máquinas.

VII
Convocatoria por correo electrónico en el Hotel Universal para la prueba previa. Tempranito. A las ocho de la mañana. No creía Natalia que iba a encontrarse con tanta gente. Madre mía. Algunas caras conocidas. De la facultad sobre todo. Otrora compañeros. Ahora rivales. Se puso en la cola. Un examen más. Otro. Nervios. Pis. Cuando abrieron las puertas del Salón Magno, y la fila fue moviéndose, reparó en Eduardo. Qué hace aquí. El mundo se vino abajo. Él no le había dicho que pensaba presentarse a la selección. Claro que ella tampoco. A Eduardo le mudó el rostro. Desde detrás, alguien temeroso de quedarse sin sitio empujó a Natalia. Se había quedado parada. Qué ironía. Se escuchaba el hilo musical de fondo: “…tenía tanto que darte…”. Se le clavó en el tímpano. Al pie de la escalerilla del hotel, en medio de un acordeón humano, y sin mediar palabra, se estaba rompiendo una relación inquebrantable.

VIII
Matías acaba de acordarse de que le esperan en la entrada para lo de la entrevista. “Héctor, vengo enseguida”. Y mientras recorre el pasillo de vuelta, abre la carpeta para releer lo que dice el informe de la candidata porque antes no ha encontrado tiempo para hacerlo. Suerte que la empresa consultora actúa de filtro. En selecciones anteriores, la cantidad de gente llegaba a bloquear los accesos a la fábrica. Y él tenía que perder un día entero. Ahora no. Ahora sólo tiene que ver a cinco personas y la de hoy es la cuarta. Cuando irrumpe en la recepción, la chica, que estaba casi aletargada, se asusta. “¿Natalia?”. Es obvio que sí, que es ella. “Soy Matías Mata…”. Pide disculpas por el retraso y la invita a seguirle. Y pasan hacia dentro. Ella parece hipnotizada. Y recorren las instalaciones del mundo Kublets que son visitables. Y mientras van andando, él va dejando caer preguntas cargadas de intención, que tienen que aclarar la potencialidad de la aspirante. Se detienen delante de la máquina de los cafés. Él ofrece. Ella acepta un descafeinado. Si en el mundo todo se mueve por impresiones, él está recibiendo una muy buena impresión de ella. Él se sabe observado. Ella no tiene ni idea de que los pueden estar mirando. Por un segundo, Matías flaquea y está a punto de confesar que a él le toca interpretar un paripé. Que todo el mundo piensa y está convencido de que él, Matías Mata, selecciona al nuevo personal de Industrias Mediana. Pero que no es así. No es así. El que quita y pone a los empleados como si fueran Kublets está ahí arriba, en el mirador. Y maneja todos los hilos según estima conveniente, que para eso es el dueño. Ha sido sólo un flash. Rápidamente Matías vuelve a la realidad, se recompone, recupera su papel de forma magistral y mirando fijamente a Natalia, le lanza la pregunta clave: “¿Y tú qué puedes hacer por Kublets?”.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Páginas en blanco




I
Entraba en un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en aquel Ibiza rojo, enfilando la entrada, la de la rotonda a la salida de un túnel… a eso de las nueve de la mañana. Jaime Solera conducía con precaución y observaba la calle del Conde, con sus edificios sesenteros a un lado y los talleres al otro. Buscó sitio para aparcar sin éxito. Coches en batería, uno detrás de otro. Y los huecos que había se correspondían con vados permanentes. Cuando ya se le antojaba una tarea imposible, atisbó un Megane que salía, y él rápidamente maniobró para estacionar allí. Paró el motor. Estiró brazos y cuello para desentumecerse. Había llegado a Mediavilla.

II
Se notaba que aquel piso llevaba tiempo cerrado. El propietario le precedía por las escasas dos habitaciones, encendiendo la luz, y subiendo las persianas para que la luz directa inundara la vivienda. Pequeño. Frío. Húmedo. El río quedaba cerca. “Esto es lo que hay”, concluyó esperando un veredicto. Jaime no abría la boca, sólo respiraba profundamente. El dueño lo prejuzgó. Aquel hombre era el prototipo de inquilino que él estaba buscando. Una persona sola. Tal vez un ejecutivo contratado por una de las multinacionales de los polígonos adyacentes a la autovía. Seguramente buscando una vivienda provisional. Cómoda. Seguro que lo mantendría todo en perfecto estado de revista. Tragó saliva. Y, tuvo la convicción, fuera de todo pensamiento políticamente correcto, que no era “de fuera”. Que, pese a lo que estuviera escrito en el contrato, no traería una caterva de gente detrás. Entonces echó el resto: “Creo que llegaremos a un acuerdo”, afirmó. Y así, Jaime, sin decir palabra, vio rebajadas las pretensiones iniciales del arrendador.

III
El curso “El cambio climático en el crecimiento del tubérculo mediterráneo” se impartiría en la Escuela del Progreso Universal de Mediavilla (EPUM) a partir de las tres de la tarde. Los quince matriculados, más o menos desorientados, “¿será aquí?”, fueron llegando a esa hora, e incorporándose al aula designada en los tablones. Las mesas estaban dispuestas en forma de “U”. Lo primero de todo, tras el saludo del docente, fueron las presentaciones. De izquierda a derecha. “Me llamo Tomás. Soy de Mardebé. Y trabajo en Aperitivos La Pera”. Así uno tras otro. Una becaria. Un funcionario. Una meteórologa. Un estudiante de agrónomos. Hasta el último. “Me llamo Jaime Solera. Vengo de Malicia. Y soy experto en tubérculos continentales”. Flotó entre los presentes un “oohhhh”, de asombro y admiración. Menudo nivel. Carraspeó el profesor. “Bueno, ahora que ya sabemos quién es quién, vamos a iniciar la clase”. Borró la pizarra y, por si había alguna duda, aclaró: “…Y vamos a empezar por el principio”.

IV
Así se sucedieron los primeros días. Coincidiendo en la entrada de la Escuela. Familiarizándose las caras unas con otras. Haciéndose de señalar los rezagados, siempre los mismos. Contagiándose bostezos. Iniciando corrillos afines en la pausa del café y tomando como punto de partida el tema que les unía. En uno de estos descansos, Jaime “el continental” se acercó a Anabel “la mujer del tiempo”, y rompió el fuego mostrándole una lámina de una “auténtica patata centroeuropea”. Para no desmerecer, Anabel fingió un interés desorbitado. “Impresionante, de verdad”, le dijo. Satisfecho, Jaime, guardó la imagen en su carpeta y afirmó rotundo: “Ya lo decía yo…”.

V
Entraba Jaime en el “Mercachica” y lo recorría entero pasillo a pasillo arrastrando un carro desalineado. Quienes se cruzaban con él se llevaban la impresión de que iba a llenarlo a reventar. De bebidas. De productos de limpieza. Leches. Zumos. Refrigerados. Al final, después de mucho ir y venir por las estanterías, Jaime cargaba con pan (bolsas de tres barras), fiambre envasado y algunas latas. Poco más. En la caja todos los códigos de barra pasaban en un pispás. Y cuando le indicaban la cantidad a pagar, y le preguntaban de paso si se quería llevar champú de patata que estaba a un euro, él hurgaba y hurgaba en el fondo de su desgastada cartera, conseguía rescatar los céntimos más hundidos y pagaba con la cantidad justa. En una bolsa le cabía todo. Vecinos de rellano se cruzaban con él. Intercambiaban saludos. Ya sabían por Radio Macuto que acudía al curso ése de la EPUM (pum, pum). Pero también que trabajaba en una multinacional. Se lo había dicho el dueño del piso. De buena tinta entonces.

VI
Aquel Viernes se acercaba el curso a su ecuador. Y ya con algo más de confianza ganada, después de tantas horas compartidas en torno a la fécula, que hay que ver lo que daba de sí, Anabel se animó a proponer, a quien se quisiera apuntar, salir a tomar algo. Hubo bajas, porque siempre había quien, tras la clase, prefería irse directo a casa. Pero quedaron cinco. Entre ellos, claro estaba, Jaime Solera. Y acabaron en el Liberto. Hablándose al oído, entre trago y trago de cerveza, para neutralizar el sonido de la música. Ella le explicó que “la licenciatura no es el final, sino el principio”. Y a continuación le preguntó: “¿en qué empresa trabajas tú?”. Con esa percha, lo imaginaba líder, director general. Él dijo sin inmutarse: “En ninguna”. “Anda ya… y de qué vives…”. Entonces él se lo dijo. Tampoco era un secreto. “…recibo los derechos de autor de las obras que escribió mi padre….”. La cara de asombro de Anabel fue total. Hubiera querido preguntar más, preguntarlo todo. Pero eran demasiadas preguntas para ir todavía por la segunda cerveza. “…y entonces ¿tú qué haces?”. Hubo un cambio de ritmo en la música del local. Por eso no pudo oír cómo él le explicaba que escribía “sobre páginas en blanco”.

VII
Al siguiente Lunes, al terminar la clase, ya fueron ellos dos solos a dar una vuelta. Y se perfiló un poco más el dibujo que cada uno se había hecho del otro. Y se amplió el horizonte de las cosas que se fueron contando. Anduvieron por las calles peatonales, saludos incluidos de Anabel con gente de Mediavilla. Adioooooós. Adiós. “Ésta nos ha retratado. Mañana saldremos en la gaceta, ja, ja”. Había buena química. Las mejores y más bonitas palabras fueron rellenando esas primeras hojas inicialmente en blanco. Al menos aquel día, ambos tuvieron la sensación de que aquella historia merecía seguir escribiéndose.

VIII
Jaime Solera cerró la cremallera de su maleta. Ya lo tenía asumido. Todo va recto y bien hasta que se joroba y se mancha. Y viene el primer borrón. Esta vez por un “¿tú no pagas nunca?”. Pues qué creía ella. La sociedad de autores no daba para tanto. No valía la pena ya seguir llenando folios con resentimientos y miserias. Eso es lo que todo el mundo mediocre hace. Y esto es lo que él había dejado de hacer desde que, años antes saliera de Malicia, harto ya de que parientes y falsos amigos lo tacharan de vago y desequilibrado. Desde entonces se había dedicado a empezar historias nuevas. Y a hacer borrón y cuenta nueva si los renglones se torcían.

Dejó la llave dentro del piso. Y cerró con fuerza. Había quedado hecho una auténtica pocilga. Bolsas, latas vacías, papeles, mugre pringosa en el fregadero obstruido y un hedor que procedía del baño difícilmente soportable. Tal vez una imagen de sí mismo.

Se encaminó hacia la calle del Conde, donde dejara el Ibiza rojo varias semanas atrás, la mañana en que llegó. Allí estaba, cubierto con una capa de polvo denso. Tendría que pasarle la manguera. Descargó el equipaje en el portón. Antes de subir al coche, abrió la carpeta. Apartó los apuntes del curso que acababa de dejar inconcluso y buscó el comprobante de matrícula del nuevo máster “La patata caliente de la economía”. Su próxima página en blanco.

Salía de un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en que su Ibiza rojo, viraba en la rotonda y tomaba la vía de servicio hacia la autovía… a eso de las nueve de la mañana.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El triste

I
Cada Viernes, a eso de las seis, abría yo el Liberto. Arriba la persiana. Luces en la barra. Ponía la música que a mí me gustaba. Relajada. Me preparaba un café largo con hielo. Desplegaba el periódico. Y leía. A eso de las seis el Liberto estaba ya abierto. Pero si a esa hora entraba alguien, me jorobaba uno de los mejores y más tranquilos momentos del día.

II
Luego, ya a partir de las siete y media, aparecían los fijos. Los que iban directos a “su” mesa. Los que no necesitaban que yo llevara conmigo una libretita para tomar nota, porque ya me sabía lo que van a pedir. Los “trina” piña. Las “schweppes” de limón. El “yo nada, gracias, Alfredo”. Y el que se lo pensaba cada semana para sorprender. “Un té verde tocado con anís del búho y azúcar moreno”. A esa hora ya aumentaba un puntito la música. Subían los decibelios. El humo empezaba a expandirse. Y tenía la baraja preparada para cuando me la pidieran.

III
Sin embargo, aquella tarde entró Carlos Tejeda muy rezagado. Raro. Venía solo y sin su guitarra. “Qué, chaval, dónde te has dejado a Laura”. Al instante, entendí que mi inocente pregunta no procedía. Respiró hondo. Pensó la respuesta. Y tragando saliva, me contó: “…Alfredo, lo hemos dejado estar…”. Joder, qué mazazo. Me quedé de piedra. Los de la mesa ya debían de saberlo, porque, aunque aparentaban normalidad, habían bajado la intensidad de las voces que estaban dando. Y cómo reaccionaba yo ante una situación así. Le dije: “…tío, ya verás como todo se arregla…”. Porque no hacía falta ser un lince. Carlos aparentaba estar entero y normal. Pero yo, que lo conocía un poco, sabía que anímicamente estaba hecho polvo. Me volví a la retaguardia. Detrás de la barra. A limpiar vasos. Profundamente impactado. Es que estas historias con un final tan repentino, después de haberlos visto tan unidos y tan felices durante tanto tiempo, a mí me tocaban mucho la fibra sensible.

IV
Sucede que cuando uno está de duelo, al principio los demás suelen mostrarse más comprensivos con él. Pero también pasa que si el duelo se pasa, entonces se produce un efecto rebote. Esto le ocurrió a Carlos Tejeda, que empezó a ser conocido, al menos en aquella época, como “El triste Tejeda”.
Él me esperaba cada Viernes, a eso de las seis, cuando yo iba a abrir el Liberto. Con su guitarra acústica dentro de aquella funda azul a cuadros. Me ayudaba a abrir el garito, “¡A la de una, a la de dos, a la de tres, aaaap, arriba persiana!”. Y varié mis esquemas. Ya no leía la prensa. Ya no preparaba un café largo con hielo, sino dos. Ya no ponía la música que a mí me gustaba. Porque Carlos afinaba las cuerdas, y de su garganta y de su tristeza, salían las melodías más sentidas e inspiradas que jamás haya podido escuchar oído humano.

V
“¿Tienes cambio, Alfredo?”. A esas horas, mal estaba la caja, pero reuní monedas suficientes. Él se fue a la esquina, donde estaba el teléfono público con la carcasa de plástico verde, y lo cargó clink, clink, clink. La música muy bajita. Vi cómo contenía el aire mientras sonaban los tonos de la llamada. Y cómo cambiaba su gesto cuando decía: “Hola…”. Cómo sonreía y cerraba los ojos. Concentraba su atención. Hablaba. Escuchaba. Se mordía el labio inferior. Afirmaba con la cabeza. Soñaba despierto. Carlos Tejeda en esencia pura. Y yo, le observaba, sin perderme detalle. “…se acaban las monedas… se va a cortar… que se va a cortar…”. Vino primero un pitido agudo y un clock inmisericorde. Ya. Se cortó. Colgó el auricular. Su primera intención fue gestual: “¡más calderilla!”. Pero, a cámara lenta, regresó al mundo real. Ensombrecido. Me explicó: “Hoy es el cumpleaños de Laura…, y la he llamado para felicitarla… podría haberle enviado una carta, pero más vale una frase mal dicha que cuatro palabras mal escritas”. El triste Tejeda guardó su acústica en la funda. Se arrinconó en el fondo de la barra. Y ya no volvió a tocar en toda la tarde.

VI
Se lo dije claro. Que así no podía seguir. Y le pedí que pasara página. Que espabilara. Que no se anclara ya más. Me escuchó cabizbajo, como si fuera un niño pequeño. “¡Reacciona, tío, reacciona! ¿qué parte del ya-no-estáis-juntos no entiendes?”. Con la cabeza apoyada en las manos, me dijo: “No sé, Alfredo, no sé… Más o menos, he aceptado ya que no vamos juntos. Lo he aceptado. Lo que no llevo nada bien, es ella que esté saliendo ahora con un capullo. Un capullo integral”. Cogió un dardo. Se pinchó un dedo. Para que el dolor confirmara que aquello no era una pesadilla. “Un tío aún más capullo que yo”, recalcó. Tiró entonces el dardo con todas sus fuerzas hacia la diana. Pero lo suyo nunca fue la puntería. Hubo que recoger el proyectil con una escalera. Y míralo: aún hoy se puede ver el agujero que quedó en el estucado.


VII
Estaba yo inmerso en la tarea más ingrata que tiene el Liberto, o sea, limpiando los aseos, que hay que ver lo guarra que es la gente cada vez que sale de casa; estaba yo, como digo, en pleno fregado, cuando vino Carlos Tejeda a despedirse. Un detallazo por su parte. Se iba de Mediavilla para Tondon City, a estudiar Arte Dramático Universal. Como el tiempo se encargó de demostrar, tenía buena madera.

“¿Sabes que Laura va ahora con Arturo?”, me preguntó. Le iba a replicar: “¿y a ti qué más te da?”. Pero me contuve y le dije: “…ese Arturo es buen chaval. Un tío normal con los pies en el suelo. Era lo que tú querías, ¿no?, que ella no saliera con un capullo integral… deberías estar contento y alegrarte por ella…”. Se mordió el labio, en gesto muy característico suyo, y su cara fue un poema. Ya, ya advertí que por dentro no saltaba precisamente de loca alegría.
Entre guantes de nitrilo, botella de lejía, fregona, cubo, y el meódromo a medio limpiar, le deseé toda la suerte del mundo. Y mi amigo Carlos Tejeda me dio un abrazo.

VIII
Yo sigo, cada Viernes, a eso de las seis, abriendo el Liberto, el superviviente de los antros ochenteros. Arriba la persiana. Joder, lo que pesa. Un día de éstos pensaré en poner un motor automático. Luces en la barra. Pongo la música que a mí me gusta. Empiezo con las irrepetibles baladas de Carlos Tejeda. Las he digitalizado. Ahora no tomo café, bebo agua mineral. Despliego el portátil. Y leo la prensa en internet. A veces entra a tomar un cortado la prima de Laura. Sí, sí, Mari Cruz. Y resulta que me cuenta que se acuerda de un concierto, “memorable” afirma ella, que dio Carlos hace mucho tiempo. Y me señala justo el sitio donde estaba la tarima. Y me tararea una canción, ¿ésta la tienes? Yo la busco. La calidad no es muy allá, pero no importa. Me impresiona y me alucina que alguien sea más experto que yo en este tema. Luego, me paga, se despide y se va al ayuntamiento. Y yo tengo ganas de que sea mañana para que venga de nuevo. Entonces me quedo mirando el agujero en lo alto de la pared, sí el del dardo, que ahí sigue. Y pienso en lo obvio. A la primera que pueda se lo contaré al triste Tejeda. Desde muy al principio, esta chica respira nuestra misma sensibilidad y nosotros, que no vemos más allá de nuestras narices, no nos habíamos dado ni cuenta.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El "chafa huevos"

I
El “chafa huevos” cree que ha venido a verme. Sopla un viento helado y desigual que arrastra y dispersa nubes de polvo, papeles y hojarasca. Él lleva subido el cuello de la chaqueta para tratar de protegerse. Y anda encogido. Quién sabe si por el frío, o porque no deja de escuchar ruidos sospechosos donde reina tanto silencio. Igual es que ahora no duerme bien y le cuesta descansar, porque parece muy desmejorado. Las ojeras le hunden el rostro. Y tiene más blanco el poco pelo que le queda.

II
“…Si tú eres feliz, yo soy feliz…”, decía la cantante. Sonaban los trece altavoces, cada uno con sus matices. Y al tiempo, conducir con el coche nuevo era una gozada. Como en el anuncio. Montañas onduladas bajo un horizonte anaranjado y una alfombra de asfalto puesta encima por donde me desplazaba a velocidades de vértigo. Resultaba imposible sentir cansancio a los mandos de aquel volante. Qué trazadas en las curvas. Qué nervio al acelerar. Aquel vehículo era una prolongación de mí mismo. Tragar y tragar kilómetros sin mostrar un atisbo de cansancio y con la espalda intacta. Y no había radares por la autonómica de dos direcciones, en aquella tierra extensa, ni guardia civil en los cruces. Barra libre a la rapidez. A la carrera de obstáculos. Entre frenazos, adelantamientos y acelerones transcurría el trayecto. Entonces fue cuando di alcance al iceberg. Al “chafa huevos”.



III
Es que circulaba tan lento que parecía que iba de camping playa. Como si la carretera fuera sólo suya y de nadie más. Tan gran auto para qué. Al situarme detrás de él, en zona de curvas, fue como si la magia se hubiera venido abajo y la música ya no se escuchara igual. Dejé pasar un minuto de cortesía. Eterno. Y luego ya le lancé unas ráfagas. Para que me dejara pasar. Que yo iba con cierta prisa. Que me esperaban para cenar. Ni caso. La paciencia no tiene ruedas. Y a mí se me agotaba pronto. Lo siguiente fue achucharle. Arrimar el morro hasta que sintiera mi aliento en el cogote. Pedazo de tortuga. Pues ni con esas. No se desvió un milímetro de su trayectoria. Y lo que me incendiaba es que a través de su retrovisor yo veía que el “chafa huevos” ni pestañeaba siquiera. Bueno, basta. Ya estaba bien. No venía nadie por detrás. Señalicé la maniobra. Y me dispuse a adelantar. Al “chafa huevos”.
Es posible que mi vehículo llevara una velocidad inadecuada. Ya se encargó de señalarlo. Y también es cierto que atravesé una línea continua. Lo subrayó bien en la declaración. Cuando mi coche y el suyo estuvieron a la misma altura, le lancé una mirada. Y grabé en mi retina su cara para siempre. Fue justo cuando el “chafa huevos” pisó su acelerador a tope. Y, ante mi estupor, cerró mi reincorporación al carril de la derecha. Esto no lo contó. Esto se lo calló como una puta.

IV
El “chafa huevos” murmura: “…ya han puesto el mármol…”. Permanece unos minutos inmóvil. El aire alborota sus cuatro pelos. Respira fatigado. Tiene los ojos llorosos y parpadea continuamente. A lo mejor es que se le ha metido una brizna. Luego se vuelve sobre sus pasos arrastrando casi los pies. Atraviesa de nuevo columnas de flores secas y artificiales a izquierda y derecha. Sale a la calle, hacia donde tiene su gran auto aparcado. Ahora lo tiene muy sucio y dejado. Acciona el mando a distancia y sube. Dentro está a cubierto del vendaval. Ajusta el retrovisor. Le corre un sudor frío por la frente al mirar a través del espejo. Es porque el “chafa huevos” cree que va a volver a verme.