domingo, 31 de octubre de 2010

Secuelas

I
Entre semana, muchas mañanas nos cruzamos con Águeda al salir de casa. Con una mano abro el portal. Con la otra, empujo el carro, donde ya llevo atadita a Miriam. Con un pie, sujeto la puerta para que no se me venga encima. Con el otro, arrastro la alfombrilla de la entrada que molesta para pasar. En un hombro, cuelgo la mochila de la guardería. En el otro, el bolso, que pesa como un saco. El sol despunta e incide directamente en nuestros ojos. Nos ciega y la nena se tapa la cara con los bracitos. Hay tráfico en la calle. Autobuses. Camiones. Motos. Es atronador. Y cada día, el mismo recorrido. Cuando Águeda nos ve, se detiene, se nos acerca, se agacha y le dedica un cumplido a Miriam. Y, sorprendentemente, Miriam que a esas horas no está para muchas roscas, le corresponde. Y le sonríe de oreja a oreja. Y con lo caros que se han puesto sus besitos, le suelta uno que le deja toda la mejilla llena de baba. Tiene mucha química esta señora con ella. “Que tengáis buen día”, nos dice. Y luego sigue su camino. Y nosotras también el nuestro, pero girando por la otra esquina. Entonces es cuando Miriam se rebota y saca su genio. Y me puede. Y me exaspera que monte estos cuadros en medio de tanta gente. Qué pensarán... “¡Miriam, calla ya, por favor! ¡Cualquier día te dejo en la guardería y no vengo a recogerte!”. Al final, por más que lo intento, siempre se me hace tarde. Odio las mañanas. Suerte que se terminan al mediodía. Mientras los berridos de Miriam me abren paso cual sirena de la policía, voy pensando en Águeda. No me la quito de la cabeza. Con lo que le ha pasado, vaya temple de mujer. Es admirable lo suyo: cómo ha seguido adelante contra viento y marea. Qué entereza. Qué fuerza de espíritu. Cualquier otra en su lugar, estaría derrotada y hundida en la miseria. Pero ella parece hecha de otra pasta. Su drama personal no le ha dejado ninguna secuela.

II
Los Sábados tienen también su rutina. Mientras los demás duermen, yo sigo levantándome casi a la misma hora y apuro unos minutos, no sé cuántos serán, de relativa calma. Me tomo mi tiempo para desayunar. Tostadas con mermelada de fresa. Café con leche bien calentito. Y escucho mi radio con orejeras. “Son las ocho. Las siete en Canarias”. Ahora empieza “Hoy también es Sábado”. Suena la sintonía. “Con Pepote Lafina”. Este hombre habla bien. Me gusta. Es cercano. Mientras, la casa ya espera. Y yo, con los bártulos de limpieza en ristre, preparo el zafarrancho. De punta a punta. “…ambiente lluvioso en la península…”. Entonces no tenderé la ropa en la terraza. Todo está por el medio. Todo por recoger. Todo por repasar. Cada día peor. Me acelero. Me agobio. Publicidad. Pastillas energéticas. Lo que me hace falta a mí. Las señales horarias otra vez. Uf, qué tarde se ha hecho. Me pilla el toro. En cualquier momento, se va a despertar Miriam, y se ha acabado el repaso por hoy.

“Más vale solos que mal acompañados. Ése es el tema que hoy vamos a abordar en plan serio con nuestros oyentes. Como ya es habitual, esperamos sus comentarios y sus opiniones en el teléfono de siempre...” (…) “Amigo o amiga, desde Mediavilla, buenos días, cuéntenos…”

“Enhorabuena por el programa”. Esa voz… esa voz me suena. “Estoy un poco nerviosa”. ¡Ostras! ¡No dice su nombre, pero es Águeda, seguro que es Águeda! He salido de golpe de mi ensimismamiento. Me ha pillado repasando el espejo del cuarto de baño y he visto reflejada mi cara de sorpresa mayúscula. Me quedo quieta. Y ajusto las almohadillas de los auriculares conteniendo la respiración.

“…de repente me he quedado sola, no tengo a nadie. Y estoy desubicada. No soy ya joven. Tampoco soy mayor...”.

Salgo disparada hacia el comedor. Y, tras las cortinas, miro hacia la ventana del piso de enfrente. Su casa. Persiana a medio bajar. Ahí está. Distingo su silueta de espaldas. Habla con un inalámbrico. Habla.

“… Todas las parejas de amigos que antes frecuentábamos tienen su vida hecha. Sus ocupaciones diarias. Sus ocios. Sus historias. Yo lo entiendo. Ahí, ahora que estoy sola, yo no encajo. Es como si tuviera un enorme boquete en el corazón por donde se me escapa la vida, y la poca fuerza que me queda. No, no tengo asumido que el mundo sigue girando y que yo me he quedado fuera de repente…”

Pepote Lafina la interrumpe, “…amiga, cuando menos lo espere, verá cómo se hace de nuevo de día… Le mando un fuerte abrazo”.

Baja la voz del locutor y suena una cuña del programa. “Hoy también es Sábado, con Pepote Lafina”. Y después, otra vez propaganda. La del limpiador definitivo.

Águeda no sabe que la observo desde el otro lado de la calle. De ventanal a ventanal. Desde aquí sí. Desde aquí sí que se distingue claramente el profundo boquete del que ella hablaba. La tremenda secuela que nadie advierte a plena luz del día. Águeda sigue inmóvil, cogiendo el teléfono con las dos manos. Oigo llantos a lo lejos. Apago la radio. Sí, es Miriam. La niña llora. Se ha despertado. “¡Ya, ya va la mami, mi amor…!”.

domingo, 24 de octubre de 2010

Me caes bien

I
“Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá, y cierra la puerta. Me caes bien, hombre. Ya sabes, que si puedo hacerte un favor, está hecho, enseguida. Lo que sea. Bueno, buenas noches, mañana nos vemos por aquí”.

Ismael se queda solo, entre las butacas del viejo Café el Teatro. Resuenan sus pasos. Está cansado. Se sienta en la fila central. Ahora es un espectador. Reprime un bostezo. Reina el silencio. No obstante, suena una música en su cabeza. No queda nadie. Y sin embargo, nota que está acompañado.

II
“¡Ostras, Ismael, qué casualidad y cuánto tiempo! ¡Buuufff, desde el colegio, cada uno ha ido por su lado, y hasta hoy! La alegría que se va a llevar Maria Emilia cuando le diga que te he visto…, que me he reencontrado con el tío que no tiene enemigos y le cae bien a todo el mundo. Oye, un día que no vayamos con prisas tenemos que quedar para contar batallitas… ¿te acuerdas de lo que nos amargaba el Medina? ¿Y de aquel examen que nos fundió a todos? A ti, con un 4’8. Y a mí, con un 4,9. Yo pensaba, esto me lo tiene que arreglar o me jode la media. Y el cabrón no quiso: “Un 4’9 es un 4’9 aquí y en la China”. Y en cambio tú, fuiste para su despacho, le caíste simpático, y sin mirar el examen, te subió tres décimas. ¡Qué morro…!”

Tino, es Tino. Tan cambiado, pero el mismo Tino. Ismael se aturde. Por dónde ha entrado. Por dónde ha salido, si no hay nadie, si todo el teatro sigue tan desierto.

III
No, no tan desierto. No, no puede ser. Son ellas. Ellas. Bajan las escaleritas del escenario.

“¡Ismaeeeeeeel!”. “¡Ismaaaa!”. Begoña y Beatriz. Juntas. Se le acercan. Una le toca un hombro. La otra le alborota el pelo, con la rabia que le da. Y le estampan dos besos en las mejillas que le dejan la impronta de sus perfumes. “Qué haces ahí tan solo”. “Eso, qué haces, si a ti lo que nunca te ha de faltar es compañía”. “Podríamos hacer como en los viejos tiempos, irnos a cenar ahora mismo los tres”. “Yendo contigo, no hay problema aunque no hayamos reservado con antelación”. “Eso seguro: primero el camarero te dirá que está todo completo, y luego, cuando te vea, le caerás bien, mirará a ver lo que pueden hacer y acabaremos sentados en la mejor mesa…”.

Ismael traga saliva. Las ve tan guapas. Tan cerca. Esto no le puede estar pasando.

“Nosotras lo teníamos muy claro, Isma”. “Más tarde o más temprano ibas a elegir a una”. “Así que para qué hacerse mala sangre”. “Nosotras, amigas siempre”. “Cuando te decidiste, que mira que te costó, pues enhorabuena a la agraciada”. “Luego pasó lo que pasó, pero eso ya no importa, ya no tiene vuelta de hoja”. “¡Venga, chavalín, que te esperamos arriba, no tardes!”.

Salen. A Ismael le brillan los ojos. Recuerda que sí. Que por aquel entonces estaba hecho un lío. Que un día se tiró la manta al cuello y tomó partido. Y que luego se arrepintió muchas veces de aquella decisión. Por eso a Ismael le brillan los ojos.

IV
El que faltaba. El señor Romero en persona. Ismael gira la cabeza. También él. Ha aparecido por la puerta basculante, la que da a la cafetería.

“¡La publicidad de ese desodorante que deja encantados a los que pasan por debajo del sobaco de quien se lo pone, sin duda, estaba inspirada en ti…! Vamos, que yo ya tenía decidido a quién contratar aquel día. Después de ver a más de cincuenta candidatos. Un licenciado con un currículum plagadito de matrículas. Un tío preparado. Con experiencia. Con idiomas. Avispado. Que ya le había dicho que firmaríamos por la tarde. Y en ésas, quedabas tú por entrevistar. Un pelagatos. Pero mira, fue verte y cambiar de opinión, quedarme contigo y acertar de pleno…”

A Ismael se le escapa una sonrisa. Su primer contrato. Su primer trabajo.

“…y el caso es que no tenías ni idea del negocio. Yo no sé cómo lo hacías, el asunto es que te metías a todo el mundo en el bote. A todos. Y eso, amigo, es matemáticamente imposible. Llegabas a un cliente, y medio en broma, medio en serio, le anunciabas que tenías que subirle el precio. Y, en vez de enviarte directamente a tomar por saco, que es lo que haría con cualquier otro, ¡te aceptaba el aumento! Luego te pasabas por una empresa que nunca nos había comprado ni pipas, y salías de allí con un pedido bajo el brazo. ¡Un mago comercial, Ismael! ¡Qué tío más grande! Con lo que me diste a ganar en aquella época, yo te pagué generosamente. Y no pude enfadarme contigo cuando me dijiste que te marchabas. De la compañía, saliste por la puerta principal, como un señor y ya te dije muy en serio que ésta sería siempre tu casa…”

Ismael se sonroja. Las cosas del Señor Romero.

V
De repente, todo queda oscuro. La boca del lobo. Crepitan los altavoces y suena la megafonía. Ismael contiene el aliento.

“Ismael Merino, le habla el servicio de voz del ordenador instalado en Xenac para el control de la productividad. Sepa usted que esta conversación está siendo grabada por si hubiera lugar a posteriores reclamaciones. Ismael Merino, le comunico que, desde este momento, cesa usted en sus funciones en la Compañía”.

Ismael siente un zumbido en sus oídos, como si fuera a perder el conocimiento. Respira agitadamente.

“¡Qué cabrones!”, explota, “…han utilizado una máquina porque no han tenido cojones para decírmelo a la cara…”.

VI
El vuelo estaba completo. Él se quedó allí plantado, cara a la ventanilla. Hasta entonces, la empleada de la aerolínea casi ni le había mirado a la cara. Como era de esperar, cuando aquella lo vio, le cayó bien, y entró de nuevo en las pantallas del ordenador. Y tecleó con redoblada insistencia. Consiguió un billete clase preferente a precio turista. “Ha habido suerte, aquí tiene”, le dijo con su mejor sonrisa. Así iniciaba Ismael el regreso a Mediavilla la misma tarde del día que perdió el empleo.

Aterrizó el avión puntual. Todos los pasajeros iban con prisa. A casi todo el mundo le esperaba alguien. Abrazos y besos de reencuentros. Para él no. En la terminal del aeropuerto, Ismael arrastró la pequeña maleta con ruedas hacia la entrada del metro.
Era el último de la noche. Sonó el silbido. Se cerraron puertas. El tren hizo ademán de empezar a moverse. Debió de ser cuando el maquinista lo vio llegar. Por supuesto, le cayó bien. Y le esperó. Ismael entró en un vagón completamente vacío. Sonó de nuevo el silbido. Cerraron otra vez las puertas. Y con un suave
acelerón, el metro inició la marcha.

Había cierta animación en aquella noche de Sábado en Mediavilla. Decidió tomar la calle de la antigua estación, por donde el Café el Teatro. Casualidad. Estaba abierto. Pero la función ya había terminado. Por el cartel de la puerta, supo que acababa de actuar Carlos Tejeda. Accedió a la cafetería anexa. No quedaba ya nadie. Recogían sillas y barrían el suelo. “¡Está cerrado, señor!”. Ismael se quedó quieto. El camarero le miró mejor. Y lo reconoció. Al instante cambió el tono: “¡Hombre, Ismael! ¿Qué te pongo?”. Una manzanilla iba bien. “¿Qué? ¿A pasar unos días?”. Ismael afirmó con la cabeza. Se acercó la taza a los labios y se pegó un quemazo importante. Luego vio la puerta de acceso al teatro, ya completamente vacío. Preguntó: “¿Puedo dar un vistazo?”. “Claro, no hace falta ni que preguntes…”.

Ismael dejó la infusión hirviendo encima de la barra, y se encaminó al teatrito. Al asomarse, ya presintió que le preparaban la bienvenida todos los fantasmas de su pasado.

I
Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá y cierra la puerta. Me caes bien, hombre . Ya sabes, que si puedo hacerte un favor (…) (...)

domingo, 17 de octubre de 2010

El peso de la justicia

PILI
Al menos, entre un mar de dudas y preguntas, Pili tenía claros dos puntos. Uno: nadie nunca advertiría lo que sentía por Sergio; ella ya se encargaba de esconder las palpitaciones, de mirar hacia otro lado y de rehuir posibles encuentros. Y dos: consecuencia lógica del punto primero, nunca jamás Sergio repararía en ella. “Pero… ¿Quién es Pili?”. “Pili, esa muda que se sienta en la otra punta de la clase”.


Tal atracción irrefrenable había llegado en un momento inoportuno. Tenía que concentrar sus fuerzas en no dejarse avasallar por aquel grupo de brujas en el que si no tragas, te hacen tragar. Sí, especialmente aquella víbora de Sonia. Pili tenía que esforzarse para no entrar a ningún trapo y pasar de la manera más discreta posible aquel curso que se había convertido en un ejemplo diario de acoso escolar.

En ésas estaba, cuando en su móvil sonó un sms, piiiii-piiiiii, que simplemente decía: “Si quieres, hablamos. Sergio”. Y ya se le hizo de noche. Ya sonaron los coros celestiales. Ya se acabó el mundo. Ella existía para él. Ya la vida tendría un “antes” y un “después”… del sms, del “si quieres, hablamos”.

A partir de ahí no dio pie con bola. Se abrieron mil y un interrogantes nuevos. Pero quién le habría dado su número. Bendita alma anónima. Y de qué querría hablar. De la luna seguro que no. Pero qué morro tenía el tío. Y por qué no se había atrevido a decírselo directamente a la cara. Hubiera sido más fácil y más lógico. De acuerdo, vale, era lo que Sergio le estaba pidiendo: sólo hablar. Claro, así con tanto calentamiento de cabeza, era muy difícil contener las pulsaciones y no clavar la vista donde él estaba.

En el recreo, a la hora del almuerzo, Pili se sacudió de encima las compañías habituales, “me he dejado el libro en clase”, y volvió intencionadamente sobre sus pasos. Sabía que se encontraría a Sergio de cara. “Hola”. “Hola”. Y cuando parecía que todo empezaba y acababa ahí, ella tuvo que arrancar y preguntarle… ”Oye, ¿tú no querías hablar conmigo…?”. Y él, afirmó con la cabeza. Y ella esperaba, bueno, pues ya estamos, habla, di lo que sea. Pero él no tenía el don de la palabra. Finalmente, y a trompicones, acertó a proponer: “Si te parece, al mediodía, en el trastero del pabellón…”. Antes de que a Pili le diera tiempo a decir “vale, en el trastero”, él ya había desaparecido.

Una puerta metálica verde. Y detrás, trastos amontonados. Una canasta con el tablero roto. Pizarras verdes antiguas. Pupitres prehistóricos cubiertos de telarañas. Pies de farolas oxidadas. Y cajas de cartón, muchas cajas de cartón. Aún así, a Pili le pareció un sitio de lo más romántico. Si el tema se ponía mal y Sergio intentaba sobrepasarse, ya tenía preparado el recurso del bolsazo en la entrepierna. Estaban frente a frente. Ella abrió el fuego: “Bien, tú dirás…”. Y él, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, empezó: “…la verdad es que…”. Es que qué. Pili dio un paso atrás. Se apoyó en la primera caja de cartón. Pero calculó mal. ¡BROOOOOOMMMMM! La caja se hundió y ella se cayó grotesca y estrepitosamente. Culo abajo, patas arriba. Menuda leche. Sergio, azorado, intentó ayudarla y le tendió la mano para reincorporarse. Ella no la aceptó. Cuestión de orgullo. Se levantó magullada. Se sacudió las manos, y antes de salir de allí le dijo: “…hoy no era un buen día para hablar…”. Él entonces se fue detrás.

SONIA
Sonia no la podía soportar. Engreída. Marisabidilla. Pelota. Mosquita muerta. Pija. ¡Ufff, qué rabia le tenía! Sonia se la tenía jurada a la Mari Pili esa de las narices. Y eso que no le había hecho nada. Que lo intentara, porque a la mínima que le abriera la boca, se la partía. La venía observando desde hacía días. Esa caída de ojos. Esas miradas perdidas a larga distancia. ¿Quién era el objetivo de esas miraditas? Ella lo advirtió enseguida. Es que era descarado, que aquella perdía el culo por Sergio. ¡Bravo!, por fin un punto débil por donde entrarle.

A la primera oportunidad franca, Sonia le pidió el móvil a Sergio. Él quiso saber: “¿Para qué lo quieres?”. Pero ella lo tenía completamente dominado. “Tú déjamelo”. Fue en un pis-pas. Cuando se lo devolvió, ya había dado al botón “enviar” y el mensaje iba camino del móvil de Pili. Sergio se quedó petrificado. En su nombre, había escrito: “Si quieres, hablamos. Sergio”. Le echó en cara: “¡Pero tía! ¿Qué has hecho…?”. Sonia reía. Una cita. “Prepararte una cita con Pili”. Y él, no entendía absolutamente nada. Era muy fácil: quedaban en un sitio, el trastero del pabellón, por ejemplo, él actuaba un poco, ella se veía románticamente correspondida. Lo grababan todo con el móvil. Y al ratito, a colgarlo en la red y a reírse todos a mandíbula partida de aquella capulla. A Sergio no le terminaba de cuadrar aquel plan. “Pobrecita”, exclamó, “¿no te da pena?”. Sonia lo tenía muy claro: “No, ninguna”.

De momento, todo iba según lo previsto. Sonia se introdujo en el trastero del pabellón. Faltaban minutos para que hiciera acto de presencia la pipiolita. Dio un vistazo alrededor. Jo, cuánta mierda y mugre acumulada allí dentro. Estaba eufórica. Menudo espectáculo se avecinaba. Observó el cartón. Ideal. Taladró un pequeño agujero por donde tomaría las escenas. Y palpó el bolso. La bocina de gas. Ésa no la sabía ni Sergio. Para acabar de rematarla con un trompetazo en toda la oreja a lo cancha de baloncesto. Ningún segundo más que perder. Se agachó. Se metió dentro de la caja. Cabía de sobra. Aguardó allí agazapada. Oyó cómo entraban por fin. Preparó el móvil. Contuvo la respiración. Escuchó perfectamente cómo Pili le decía: “Bien, tú dirás…”. Y el pavisoso de Sergio le contestaba: “…la verdad es que…”. Con la cara pegada al suelo, Sonia fue a taparse la boca para amortiguar la carcajada. Entonces vino un ¡BROOOOOOMMMMM! Y luego nada, no vino nada.

Bueno sí, tras el “…hoy no era un buen día para hablar…”, unos segundos de silencio, y después una ráfaga de tacos encadenados con efecto sedante. “¡Me cago en la puta, joder, mierda, coño, ya!”. Sonia salió como pudo del cartón chafado, grogui, hecha un cromo. Con un pañuelo ensangrentado cubriendo la nariz reventada, anduvo por el patio en zigzag hacia el centro médico. Allí se llevaron las manos a la cabeza en cuanto la vieron entrar en tal lamentable estado. ¿Cómo te has hecho eso? Juró, mientras maldecía, que se había caído. Nadie se lo terminó de creer, nadie indagó mucho más. Con la fama que arrastraba en el colegio, y con lo que se extienden por allí las noticias, pronto corrió el rumor de que sobre ella había caído el peso de la justicia.

domingo, 10 de octubre de 2010

El cazador de historias

I
“… En esta jungla, yo soy un cazador de historias. Con el arma reglamentaria cargada y a punto, me mimetizo con el entorno para que mis presas se acerquen confiadas y se pongan a tiro. Después dejo que mi sexto sentido me diga si la pieza es valiosa, o se queda en un simple chisme. Hasta hace bien poco, la suerte me acompañaba, y me precio de haber capturado aconteceres conmovedores y admirables, que espero sean reconocidos más pronto que tarde en las mejores editoriales. Sin embargo, hoy en día, abundan tantos depredadores y furtivos que han mermado la fauna y flora hasta el borde de la extinción. Llegados a este punto, he de reconocer que ya he derribado sin dejar rastro a alguno de estos advenedizos. Después, he extraído sus miserias y vicisitudes y me las he quedado. Al fin y al cabo, sólo estoy siguiendo mi instinto de supervivencia…”.

II
A casa de mi hermana voy los Viernes a eso de las cuatro y pico. Cuando no está Ramiro, mi cuñado. Es que para él soy persona non grata. Me quedo poco rato. Y ella me recibe en la cocina. Me ofrece café cortado y bizcocho. Yo hago como que se lo agradezco, que lo voy a rehusar. Pero me siento en la mesa. Y me lo como, muy a gusto. Mientras, ella me pregunta siempre lo mismo. Si ya he encontrado algo. Mi respuesta suele ser parecida. Me tienen que llamar pronto, ya, de la bolsa de trabajo. Y he dejado mi curriculum en dos empresas más. Con lo que valgo, algo tiene que caer. Ella sale un momento y me deja solo. Aprovecho, yo me pongo más, y no dejo ni las migas. Cuando viene, me pilla con la boca llena. “Toma”, me da un sobre. Yo hago como que no lo voy a coger, que lo voy a rehusar. Acabo diciéndole: “te lo voy a devolver, de verdad, te lo voy a devolver…”. Eso es lo último que le digo, cada Viernes, cuando voy a ver a mi hermana.

III
Para llegar donde vive Octavio hay que darse un buen paseo. Antes me paso por la tienda de vinos y licores y compro una botella de moscatel. De las baratas. La primera y la segunda vez, la pagué. La tercera, “mecachis, qué despiste, me he dejado la cartera en casa… ya te traigo el dinero mañana sin falta…”. Cuela. Es que a Octavio le va eso de pegar un traguito mientras se concentra en el tablero de ajedrez y decide si mueve la torre o la protege con el caballo.

Él me abre con gesto serio. Y yo le saludo jovialmente, “¡Hombre, Octavio…! ¡Hoy sí que no me vas a ganar!¡Me he estado entrenando!”. Le sigo, pasillo abajo, porque nos solemos sentar en el comedor. Tengo pensado contarle le historia del “Fútbol Rampa”. Porque sé que le encanta el fútbol. Él se sienta cara a la tele aunque estén retransmitiendo un partido de Regional Preferente en la liga kazaka. Lo del fútbol rampa, puede dar de sí, le va a gustar y va a poner cara de alucinado cuando se lo cuente… Soy capaz de estirar el tema un par de horas seguro. Le describiré cómo el pueblo cebroide jugaba en un campo con una cierta pendiente, de manera que el equipo que llevaba la delantera en el marcador, siempre tenía que jugar cuesta arriba. Para equilibrar desigualdades…

Octavio tiene el tablero preparado. Las fichas aún dentro de la caja. “Lorenzo”, me advierte, “…hoy no te voy a dar nada”. Yo hago como que no escucho. “... hoy no te voy a dar dinero…”. Pero lo he captado perfectamente. “No te preocupes, hombre, no pasa nada…”.

El “Fútbol Rampa”, por supuesto ni lo mento. Al minuto y medio miro el reloj, ostras, lo tarde que se me está haciendo, no me acordaba, había quedado con mi hermana en el centro comercial. Y me levanto. Y él lo entiende todo. Y por supuesto que me llevo conmigo la botella de moscatel. Entera.

IV
Como he acabado antes de lo previsto, hasta la próxima cita me entretengo deambulando con las manos en los bolsillos por la avenida. Hay un personaje nuevo en este escenario. En la parte central del paseo, junto a un banco de madera se ha instalado un retratista. Ha colgado en un caballete dibujos al carboncillo. Celebridades muy conocidas. Y sentado en un taburete espera que alguien, sin prisa, se siente y se deje dibujar. Me acerco. Me acerco más. No es mal dibujante este individuo. Si es que lo ha hecho él, claro. A este señor un tema como el del Fútbol Rampa se la trae sin cuidado. Tiro de catálogo. Le puedo contar la historia del tipo que se calentaba tanto la cabeza que un día incendió la cabecera de la cama. Le saludo. Me intereso por su obra. Por el precio. Se levanta del taburete. Puedo ser un cliente. Por qué no. Todo está muy mal. Me intereso por él. Claro, es pronto para que me confíe nada. Se me ocurre decirle que conozco muy bien al director de un banco (¡rigurosamente cierto!) y que estoy convencido de que puede interesarle un retratista tan bueno como él… pero estaría mejor si tuviera un botón de muestra. Aprieta los labios. Se lo está pensando. De repente, decide. “Siéntese”, me indica. Coge el bloc pequeño. Me mira. Se fija en mí la tira. Esboza unas líneas. Luego la superpone con otras. Aprovecho y le digo: “¿Conoces la historia de uno que se calentaba mucho la cabeza?”. No se inmuta casi, sigue a lo suyo. Alza los ojos. Comprueba, compara. No le tiembla el pulso. Toca. Retoca. Al cabo de poco, gira el bloc y me lo muestra. Yo alucino. Me ha clavado hasta el sentimiento. “Hágame propaganda positiva al director del banco, y dígale que aún lo puedo hacer mucho mejor…”. Por el fondo de la Avenida ya distingo, ya viene, la persona con la que quedo los Viernes a las ocho y media.

V
Como de costumbre, Ramiro se muestra hosco y hostil. Un saludo breve. Le digo: “Otra vez Viernes, cuñado…”. Él no puede disimular el desprecio que siente por mí. Le pregunto: “¿Mi hermana está bien?”. “Desde que te mantengo a distancia, mucho mejor”, replica. Saca del bolsillo de la chaqueta un sobre. “Lorenzo: sigue respetando el pacto y no te arrimes a ella… porque como me entere de que…”. Le cojo el sobre antes de que se vuele. “Tranquilo, cuñado, yo soy un caballero, con mala suerte, pero un señor de palabra…”. Va a dedicarme un piropo, y yo le corto. “Hazme otro favor más… dale este dibujo a mi hermana… así por lo menos me ve en un cuadro…”. Ramiro lo coge y lo mira. “Lo ha hecho ése de ahí, que es un artista”. Abre la bolsa de su portátil y lo pone allí, donde no se dobla ni se arruga. Luego apenas se despide, sólo un movimiento de cabeza. “Hasta el Viernes que viene, cuñado”, le digo. Él sigue andando, avenida abajo, inclinando el brazo como si el maletín ahora pesara mucho más. Sé que no le dará el dibujo. Lo sé.

Yo me vuelvo hacia el retratista que, curioso y a pocos metros, ha presenciado la escena. Con una sonrisa, señalo hacia Ramiro y le confirmo: “…sí, ése es el director de banco que yo conozco… Y le ha gustado mucho tu trabajo… se ha quedado gratamente impresionado…”. Agradezco al cielo mi buena suerte; tengo a tiro al inocente dibujante de rostros con expresión. Hoy por fin, después de mucho tiempo, cazaré una historia con mayúsculas.

domingo, 3 de octubre de 2010

SIN DISTANCIAS

I
Lo tengo todo. Soy tonto. Y encima, parezco tonto. Porque vamos, digo yo, lo que me pasa a mí, le pasa a cualquier otro, y a estas horas, sería la persona más feliz del mundo mundial. No le faltaría de nada. Y en cambio, aquí me tienes, escondiéndome. Porque si me pillan, me arreglan. Pues vaya plan. Vaya futuro. Vaya mierda.


II
Daba para mucho. Ser vigilante jurado y pasar largas noches en una garita junto a la entrada de una fábrica, atento a las cámaras de seguridad y a quien se pudiera acercar a esas horas, daba para mucho. Escuchar la radio. Pasear por las áreas vacías de la empresa. Leer un ratito alguna revista. Pensar otro ratito, que tampoco es malo. Tomar café de la máquina a las once. Arrearme el bocata de magro y longanizas con tomate a las tres. Vigilar era una gran responsabilidad. Pero lo dicho: daba para mucho.


III
Y es que nunca pasa nada. Hasta que pasa. No sé cómo pudieron colarse aquellos dos. El caso es que cuando me vine a dar cuenta, estaban los tíos saliendo por piernas, con un bolsón en el hombro cada uno; y yo casi ni me había levantado de mi silla. “No me da tiempo, no me da tiempo, no los cojo…”. Pero sí. En un visto y no visto, a uno lo empotré de un empujón contra la reja, y al otro que estaba ya saltando y con casi medio cuerpo fuera, lo agarré del pantalón, y lo estiré, hasta que se quedó con el culo al aire. Incluso me vino bien pillarlos allí, porque se quedaron asustados, cagaditos, y los até con las esposas la mar de bien a la valla. Y luego, según el protocolo, llamé a la Central, y después a la Nacional, para que vinieran y se hicieran cargo. Desde luego, la bolsa estaba llena. Aquellos tipos sabían lo que buscaban.


Mientras llegaba la policía, me quedé pensando. Yo, Usain Bolt el atleta, no era. Y por qué entonces había llegado tan rápido. Me mosqueé. Repasé lo sucedido: Yo estaba en la garita. Ga-ri-ta. ¡Zas! ¡De pronto aparecí en la garita, no sé ni cómo ni de qué manera, delante del papel de plata y las migas del bocata! A ver, a ver, es que a quien se lo contara… me tomaría por majareta. Esto era para preocuparse. Y desde la garita, de repente, dije “verja”, y me planté en la verja. ¡Zas, otra vez en la verja! El grito que pegaron los dos chorizos me asustó hasta a mí. Ga-ri-ta, zas. Verja, zas. Zas, zas y otra vez zas. Como si me hubiera convertido en la proyección de un foco, igualito. Lo repetí de nuevo. Garita. Zas. Verja. Zas. No estoy. Sí estoy. Soy Epi. Soy Blas. Uaaaaauuu.. Qué mareo, qué alucine. A cada aparición y desaparición mía, los ladrones se retorcían y hasta uno se llegó a mear del miedo. Al final, le dijo al otro: “…pero tío, ¿tú qué coño le pusiste a la sopa anoche…?”.


IV
De chiste. Pero menudo pastel. Durante mi turno en las noches siguientes, hice prácticas en la vieja fábrica. ¡Máquina de café! Zas. Ahí estaba. Garita, zas. De vuelta. Venga, venga, un poquito más arriesgado. ¡Water de señoras! Zas. Pero qué fuerte. Qué destreza. Qué magia. Qué divertido. Otro viaje. ¡Despacho del gerente! Zas. Los de la Central estuvieron a puntito de pillarme. Se presentaron de improviso. Casi me dio un infarto, cuando ellos entraban en la cabina, pensando que no había nadie, y yo reaparecí bruscamente, de teleregreso del almacén. “…estábamos preocupados, Simón, últimamente parece que te mueves mucho…”.


V
La situación requería un análisis muy serio. Porque una vez descubierta mi habilidad, lo que soy capaz de hacer, corría un riesgo gravísimo de atrofiarme. Hombre, ya me dirás. Si hasta para ir del sillón a la nevera, cojo y me teletransporto, zas, entonces qué pasa con mis músculos, qué. Y me puse mis restricciones. Por poner un ejemplo, porque me gusten un montón los helados de turrón, no voy a estar comiéndolos a todas horas. No, no puede ser. Aunque bueno, un día puede ser un día…


Y es lo que siempre he dicho. Si han estrenado una película buena, qué tiene de malo que diga, ¡cine!, zas, y así, disimulando, me siente en alguna butaquita libre sin molestar a nadie. De acuerdo, vale, no habré pasado por la taquilla, pero por uno solo, por mí, no se van a arruinar los de las multisalas… no, claro que no. Lo de ir al fútbol, ya me da más corte. Hay más luz, más gente gritando, y me da más cosa que se queden con mi cara. Tal vez, un poquito más adelante, cuando el Mardebé juegue alguna final…


VI
Pero seamos honestos. Si yo voy por la calle y me encuentro una cartera llena de euros, ¿qué hago? Mi alto concepto de la integridad me lleva directamente a la puerta de una comisaría: “oigan, ahí tienen: la he encontrado, y tal cual estaba la entrego”. Claro, que eso exactamente no es lo que me ha pasado. Pero, puestos en mi caso concreto… si tengo una virtud, si tengo un don, ¿por qué no puedo ponerlo al servicio de la humanidad, así, entendido con toda la extensión de la palabra? Porque yo pienso, en los tiempos que corren, hacer de mensajero entre dos presidentes de dos países lejanos, Singapur ¡zas!, Mardebé ¡zas! …pues no pega mucho. No, porque para eso se monta una videoconferencia dolby digital, y es como si ya estuvieran uno al lado del otro. Pero quién no te dice que aquellos montañeros que andan perdidos y semicongelados en el pico Curucú, me ven llegar, zas, “hola chicos, soy yo, ¿…apetece un termo de café bien calentito mientras viene el rescate? Aquí hace un frío de cojones…”… Por poner un ejemplo.


Por eso mismo, y por mi alto sentido del deber, un mal día, me presenté en el Palacio de la Presidencia y rellené una instancia para ser recibido por el mismísimo presidente Holgado.


VII
Cuando de la Subsecretaría del Gabinete de la Subdirección de la Vicepresidencia del Gobierno respondieron a mi solicitud habían pasado tres meses. Acusaban recibo de mi amable escrito y me remitían a la Concejalía de Asuntos Sociales de Mardebé. No. No. Y otra vez no. Como queda claro que yo ya no pago billetes de tren, acudí de nuevo frente al Palacio de la Presidencia, ¡zas!. Y tracé un plan. Soy guarda jurado y un poco sé de cómo se montan las vigilancias en los recintos. Da lo mismo que sean edificios gubernamentales o factorías.


Posiblemente elegí un mal momento para teletransportarme y dejarme caer en el despacho privado del presidente, ¡zas!. El hombre releía algo en su ordenador portátil. Y de paso, excavaba pelotillas en sus fosas nasales. “Perdón, disculpe mi atrevimiento…”. Ahogó un grito. Se quedó blanco, amarillo, petrificado. Qué hace usted aquí. Quién le ha dejado entrar. Llamo a seguridad ahora mismo. Le tuve que decir que bajara la voz, que no armara escándalo. “...ruego me perdone, pero es que ésta es la única manera de que pueda atenderme usted un minuto...”. Alejandro Holgado, en vivo, me parecía más fofo y viejo que por la televisión. Le corría el sudor por el cuello. No se le iba la cara de susto morrocotudo. “¿Me deja su móvil, si es tan amable?”. Jo, qué pedazo de Whitemelon. “Es sólo un momento…”.


Lo quise hacer bien. Me teletransporté al Capitolio, zas, todo el césped plagadito de turistas japoneses, e hice una foto con la Whitemelon del presidente para mostrársela. Tardé tres segundos en ir y volver, zas. Y ya estaba el hombre camino de la salida buscando a los escoltas. “¡Mire, he ido y he vuelto! Aquí son las ocho, allá son las dos de la tarde…!” Holgado no sabía dónde mirar… ¿Era necesario otro ejemplo para convencerse? Venga, va, otro más. Me teletransporté de nuevo, pero me quedé más cerca, en la Catedral de Mardebé, zas. Otra foto más, y enseguida de vuelta. “… ¿eh? ¿qué le parece…? Un poco oscura, porque a estas horas…”. Holgado se mantenía en tensión. Su voz me pareció impostada: “¿Sí? Ah, pero le ha salido muy bien, qué interesante, je, je, vamos a hablar con el ministro de Innovación ahora mismo…”. Percibí algunos ruidillos raros en la sala exterior y decidí por ello salir pitando. Suerte la mía. Tres gorilas habían abierto la puerta de forma destemplada y ya me encañonaban. Me vieron y no me vieron, zas.


VIII
Por eso digo que lo tengo todo, que soy tonto y encima, lo parezco. Porque he entendido tarde lo que aquí se juega. A las estructuras económicas establecidas no les conviene que circule un tipo como yo, que no entiende de distancias ni de barreras. Los sectores aeronáuticos y automovilísticos se habrán echado a temblar porque conmigo pierden su razón de ser. Por no hablar de los guardianes de las fronteras. No hay murallas tan altas que me impidan el paso de un lado a otro. Ni barrotes tan gruesos que me puedan mantener encerrado. Claro, vistas así las cosas, yo estorbo.


Y ahora que estoy al margen de la ley, y que todas las policías me buscan como si fuera un delincuente muy peligroso, medito cuál va a ser mi guía y mi proceder en el futuro. Llevo veinticuatro horas persiguiendo al sol, zas, sumido en un continuo e inacabable atardecer, teletrasportándome desde las terrazas de los rascacielos; pasando por las montañas más altas, hasta los acantilados que se asoman a un mar anaranjado. Una manera muy plástica y bucólica de terminar una historia… o de empezar una leyenda.