domingo, 29 de agosto de 2010

EL VALLE DEL CIELO

I
Al Monasterio del “Valle del Cielo” sólo se accedía a través de un estrecho camino de grava, flanqueado por cipreses centenarios que filtraban la luz del sol. Sus primeros moradores habían escogido bien su ubicación. Las escarpadas montañas que lo rodeaban lo dotaban de un privilegiado microclima, con agua y vegetación mediterránea abundantes. Y por su lejanía a cualquier núcleo de población habitado, había sobrevivido con dignidad al devenir de los siglos y a las eclosiones urbanísticas.


Se detuvo la berlina negra delante de las puertas de la segunda muralla perimetral. Bajó Emilio. Gafas oscuras. Pantalón de verano y camisa de manga larga, sin corbata y arremangada. Recogió la pequeña maleta, de las que no necesitarían facturación en un vuelo de bajo coste. Se despidió del chófer con un gesto. Ya lo tenían todo hablado. De Miércoles a Domingo. El vehículo maniobró y dio la vuelta, levantando una gran polvareda.


II
Al atisbarle por la mirilla, el monje portero se alegró de verle de nuevo por allí, “¡Don Emilio!”, y se aprestó a abrirle. Un hombre bajito y locuaz. Al único que, junto con el prior, le estaba permitido hablar, salir de aquel recinto de clausura y estar informado de cuanto pasaba en el mundo exterior. Resonaba su voz por las estancias, “Hay que ver lo mal que se ha puesto todo...”. Emilio le siguió, tirando de la maleta, cuyas ruedas giraban por aquella superficie desigual. Atravesaron el edificio principal, y accedieron a un pequeño claustro en cuyos corredores se encontraban unas habitaciones que, por ir quedando el Monasterio cada vez más despoblado, habían acondicionado y destinado a huéspedes ilustres, que buscaban reposo, espiritualidad, sosiego y meditación. “Es la misma donde usted ya estuvo”, le confirmó. Giró el gozne con una gruesa llave y empujó la puerta maciza, que conservaba una abertura en la parte inferior, por donde se pasaban los alimentos a aquellos cuyo encierro fuera absoluto. Emilio accedió, agachándose, para no darse. Paredes blancas y lisas. Un pequeño camastro. Una tabla a modo de mesa. Una silla. Un lavabo y un inodoro tras un pequeño tabique sin puertas. “Ya sabe usted el horario…”. Emilio afirmó con la cabeza. El fraile entonces, sin necesidad de encogerse, pues cabía de sobra, se retiró. Quedó Emilio a solas y se acercó hacia el pequeño ventanuco. Luces y sombras dieron sobre su rostro. Una corriente de aire puro de montaña inundó sus pulmones. Y un silencio lleno de matices por el viento, los pájaros, y el discurrir lejano del agua, calmó sus martirizados oídos.

III
A Emilio le pasaría como la otra vez, que al principio la cama le resultaba dolorosamente dura, y al final hasta en el suelo dormía a pierna suelta. Le pasaría como la otra vez, que al principio no tenía ganas de leer ni las tapas del libro que había traído consigo; y al final acababa releyendo y devorando hasta los datos de la imprenta y de la fecha de la “presente edición” que aparecen en la última página. Le pasaría como la otra vez, que al principio no tenía ni ganas de probar aquella dieta tan vegetariana y tan láctea; y al final repetía con gula aquellas sopas tan verdes, aquellos tomates tan sabrosos y aquellos quesos tan curados y fuertes. Le pasaría como la otra vez, que al principio entraba al borde del precipicio de la depresión; y al final se sentía fortalecido, muy seguro de sí mismo, totalmente reencontrado.


Por eso, salió muy temprano de su celda, con coscorrón incluido, “¡me cago en todo!”, y casi a tientas, cruzó todo el claustro hacia donde empieza la huerta. Que nadie le pusiera ahora la mano en la espalda, por favor, porque el infarto estaba asegurado. Aún con un cielo sembrado de infinitas estrellas, se sentó en el borde de la alberca, y esperó sentado al espectáculo incomparable del amanecer. Para que todo le pasara como la otra vez.


IV
Pronto reparó Emilio en que otra de las celdas para huéspedes estaba ocupada. No porque fuera un vecino ruidoso. No, no había escuchado ronquido ajeno alguno a través de las gruesas paredes del Monasterio. Fue el Jueves hacia el mediodía, al regreso del paseo que Emilio se imponía antes del almuerzo. A la salida de la Iglesia por el lado del claustro central, en cuyo centro sencillas cruces ancladas en el suelo indicaban dónde reposaban los restos de los primeros abades, y donde terminaba la zona habilitada para los visitantes, se cruzó con él. Le causó impresión verlo, pero conforme las normas y los votos de silencio, sólo le inclinó levemente la cabeza a modo de saludo. Aquello no era una persona, era la antesala de un espectro. Tales eran sus ojeras, y el semblante tristísimo de su rostro. Coincidieron después en la sala que hacía las veces de refectorio. Manos invisibles les dejaban del otro lado las bandejas de las que él y su vecino se servirían. Y las jarras con agua fresca. Mientras Emilio comía, no podía dejar de observarle. Le asaltaron mil preguntas. Qué le habrá pasado. Por qué está aquí. Cuán grave sería su pena. Terminó rápido su plato, se levantó y salió, saludando de nuevo con la cabeza, y no sin comprobar antes que aquel huésped tan triste aún no había probado bocado.


V
Cuando en la madrugada del Viernes, puestas aún todas las estrellas en el firmamento, Emilio llegó a la alberca, se topó, no sin enorme susto, con su vecino monacal, medio en trance y sentado en lo que había sido su sitio. Pensó: “hoy hay overbooking matinal…”. Y buscó sitio, tres metros hacia la derecha, “éste seguro que ha pasado la noche aquí, al raso…”. Una vez practicada la cura del amanecer, con el sol anaranjado incidiendo en los pliegues de su frente, y decenas de pececillos arremolinándose en la orilla de aquel agua cristalina, Emilio se incorporó y se atrevió a decirle, “buenos días, señor”. Después de tantas horas tan callado, hasta su propia voz le resultaba extraña. El otro individuo le miró con agradecimiento y devolvió el saludo, “Buenos días”. Según caminaba hacia su celda de nuevo, estaba convencido de que, aunque contradijera al silencio, aquella tristeza, aquel dolor tan hondo, sólo se iba a aliviar hablando.


VI
Fue por eso por lo que se sentó a su lado en el refectorio, por lo que pidió disculpas por su atrevimiento, y se dirigió a él, eso sí, con una voz susurrante para no distorsionar la quietud y mutismo del Monasterio. Al principio, sobre vaguedades. Comida sana. Vida contemplativa. Lo material y lo esencial. Tuvo remordimientos, estaba tentando a una persona que voluntariamente había elegido guardar silencio. Pero sus intentos tuvieron frutos. Al otro señor se le iluminaban los ojillos, era señal de que escuchaba atentamente cada palabra de Emilio. Se diría que estaba esperando la próxima ocurrencia. “Estar aquí nos hace bien”. Cuando parecía que el hombre triste no tenía lengua, éste cayó finalmente en la tentación y dijo un claro y rotundo: “Sí”, que resonó en toda la sala.


VII
Había llegado ya el Sábado y esta vez el sol apenas había podido asomarse por detrás de las brumas, desdibujando sus primeras luces. Se llamaba Juan, aquel hombre desolado y en franca recuperación anímica se llamaba Juan. Así, Emilio y Juan unieron sus paseos y cayeron en una incontinencia verbal imparable. Sobre lo que condiciona el lugar donde se nace. Sobre las diferencias que nos unen y las similitudes que nos separan. Preguntas. Respuestas. Aquella estancia en el “Valle del Cielo” estaba resultando mucho más reparadora aún de lo esperado... “Mañana contemplaré el último amanecer desde aquí; el Lunes me toca salir al ruedo y enfrentarme a todos mis miedos y todas mis obligaciones”. Juan le preguntó, “¿y por qué el último amanecer? ¿por qué no unos días más para estar más y mejor preparado?”.


“No lo entenderías…”. “A lo mejor sí”, repuso Juan. Emilio tuvo entonces necesidad de sincerarse. Y le explicó cómo y por qué él mismo estaba voluntariamente retirado en aquel recóndito Monasterio. Y lo vital que era que, en estos precisos días, nadie absolutamente nadie reparara en su escondite ni diera con él. Le detalló lo mucho que había en juego. Y quedó muy complacido Emilio al comprobar la cara completamente alucinada del hombre que ya no estaba tan triste y que se llamaba Juan.


VIII
El Domingo despertó gris y con lluvia. Unas gotas finas y continuas resbalaban por las tejas del Monasterio, salpicaban los corredores y encharcaban el empedrado. De repente, había venido el frío. No contempló pues el último amanecer desde la alberca. Tampoco tuvo necesidad Emilio de muchos preparativos para cerrar su pequeña maleta, puesto que sólo llevaba lo básico. Salió, cargado de fuerza interior, y pensó que sería bueno despedirse de su compañero de retiro. E intercambiar teléfonos y direcciones. No obstante, aunque llamó al portón de la celda que ocupaba, nadie le abrió.


El pequeño monje portero le aguardaba en el gran vestíbulo, anexo a la histórica sala capitular. “¿Se ha marchado Juan?”. “¿Juan?, ¿qué Juan?”. “…el hombre que estaba en la otra habitación…”. “…ah, sí, ese señor se fue anoche…”. Iba a comentar Emilio algo sobre la volatilidad del tiempo. Pero escucharon un leve fragor procedente del exterior que destacaba sobre la lluvia. “Don Emilio, me parece que han venido ya a recogerle…”.


Lo siguiente, tras las puertas de la segunda muralla, fue una inesperada ráfaga de flashes apuntándole. Cámaras, micrófonos, unidades móviles con sus parabólicas. Decenas de reporteros llamándole a la vez por su nombre. Y detrás de todos ellos, sepultado por la avalancha periodística, su chófer, que con gestos le indicaba que él no entendía cómo se habían enterado todos aquellos, que él no entendía nada. Emilio, tragando saliva, mantuvo la compostura. Y mientras cerraba los puños con fuerza, se pudo leer de sus labios con toda claridad: “¡Qué hijo de la gran puta!”.

domingo, 22 de agosto de 2010

ARREBATOS

I
“Espera un minuto, Toni, no te vayas aún”. Su madre salió del dormitorio con una bolsa en las manos. Traía el regalo. “Feliz cumple, Toni”. Ella le dio un beso y a Toni no le dio tiempo de apartar la cara. No le gustaban nada las efusiones y las carantoñas. Él cogió la bolsa por el asa y extrajo un paquete envuelto en papel de muñequitos. Durante los primeros segundos intentó abrirlo con cuidado. Pero la paciencia le pudo, e inmediatamente rasgó el envoltorio y lo despellejó. Ropa. Respiró hondo. Era ropa. Una chaqueta. Dijo su madre: “Pruébatela, anda”. Y Toni contestó: “Yo no me pruebo esto”. Y añadió: “Vaya porquería”. La dejó caer en el sofá. “Ya la estás devolviendo”. Ella cambió un semblante de expectación por otro de decepción. “Es bien bonita… No te creas que me ha costado barata…”. Él se abrió paso, señalándole con el dedo, “…sabías de sobra que yo no quería eso…”. La madre quedó plantada. La cazadora tirada en el sofá. El papel de regalo hecho trizas en el suelo. Y los tabiques temblaron cuando Toni cerró de golpe la puerta de la calle.


II
Toni estaba convencido de que en Mardebé para que, en medio de aquel caos de tráfico, no le comieran a uno sólo se podía conducir de aquella manera. Con su moto, iba sorteando los coches, ahora se escoraba por la derecha, ahora por la izquierda, para salir de aquella chicane dando gas a tope con la mano derecha, mientras el tubarro soltaba todo el humo con todo el ruido del mundo. A más de uno dejaba atrás con la mano pegada al claxon porque se veía obligado a frenar bruscamente para no darle. Así, hasta llegar a la puerta del café Liberto, el punto de encuentro. En doce minutos había hecho el trayecto, más o menos. Mesas y sillas de plástico en la calle ocupaban la acera. Botellines de cerveza medio vacíos. Ató la rueda de delante, junto con el casco, a la farola, y se reajustó el pelo alborotado. Carla estaba allí, camuflada entre el grupo de amigas. “Tío, creía que ya no venías…”, le dijo como recibimiento. Toni se disculpó. Por un segundo temió que se le pasaba la oportunidad. Ella se levantó, “venga, vamos a dar una vuelta”. Él, ahí, lanzó un suspiro de alivio, se mordió los labios y pensó alborozado: “está por mí, Carla está por mí”. Envidia cochina de Guille y Quique, que intentaban aparentar indiferencia. Se despidieron del resto que los colegas. De nuevo, el casco, de nuevo el BROOOM BROOOOM. Pero esta vez, ella se cogía muy fuerte a su cintura y mostraba con rotundidad todo su muslamen; al tiempo que él hacía esfuerzos por dominar unos nervios que se transmitían directamente hacia el manillar. Cuando salieron calle abajo, en lugar de un consumado piloto, Toni parecía un tembloroso principiante.


III
Fueron a la playa, y anduvieron por donde el paseo marítimo. Se dijeron las palabras más dulces en las distancias más cortas. Por ser su cumple, ella le regaló una pulsera grabada y a él le pareció lo más de lo más. Un detallazo. Seguramente a esas horas por allí discurrían decenas de personas. Corriendo con auriculares. En bicicleta. En monopatín. Paseando al perro. Descalzas por la arena. Sentadas en los pretiles. Destapando una fiambrera. O tomando unas cañas en los chiringuitos. Pero Carla y Toni ni los vieron ni se dieron cuenta.

IV
Pasó el tiempo inexorable. Se había hecho una vez más muy tarde. Toni subía a oscuras por la escalera de la finca, todavía con la impronta y el recuerdo de ella. Carla, Carla, oh, Carla. Registraba ya el bolsillo en busca de las llaves, cuando le interceptó Lina, la vecina del rellano. Qué hacía allí aquella fisgona. “¡Chico…! ¿Dónde te habías metido?”. Toni se puso en guardia. “Tu padre ha estado llamándote yo no sé las veces…”. Miró el móvil. Estaba en modo silencio. Diez llamadas perdidas. Pero aquello era casi normal. “…que tu madre se ha puesto mala de repente, y que se la han llevado al Hospital… que vayas, que cuando llegues entres por Urgencias…”. Toni no encajó lo que acababa de oír. Abrió la puerta del piso. Y esperó en vano el olor de la cocina. El sonido de la tele. Las voces de sus padres. Sólo encontró luces apagadas. Desorden. La cazadora nueva tirada en el sofá y el papel de regalo arrugado y roto en el suelo.


V
Desde siempre aquellos recintos con aquel olor a desinfectante le habían dado aprensión. Esta vez no. Se sorprendió de ver la cantidad de gente, gente cansada, que abarrotaba aquella sala de espera. Y entre toda aquella masa angustiada, se mordía las uñas él mismo, con su padre y sus tíos. Con la mirada perdida en el pavimento de gres esperaban noticias. Transcurrieron muchos minutos, minutos eternos, hasta que la megafonía los llamó, “…familiares de Carolina Reverte…”, y padre e hijo se levantaron movidos por un resorte y con el corazón encogido.


VI
Su madre parecía dormida. Y Toni se pudo acercar a la cabecera de la cama. “…perdona lo de antes…, lo de la cazadora…”, le susurró al oído, “…ya sabes que, cuando me dan estos arrebatos, me pierdo, me puede mi mal genio…, grito y digo tonterías, pero luego no soy nadie…”. A Toni le costaba infinito seguir hablando. “…ahora te vas a poner mejor… y luego nos vamos a ir a casa… y no te preocupes de nada… porque entre papá y yo te vamos a cuidar… vas a ver cómo te vamos a cuidar…”. Fuerte nudo en la garganta. Imposible decir nada más. Invadida por una paz infinita, en la que ya no se sufre, su madre parecía dormida.

martes, 17 de agosto de 2010

UN AMIGUITO EJEMPLAR

I
A veces me pregunto por qué no podría parecerse Toni un poquito a su amigo Guille. Vaya gloria de chiquillo. Seriecito. Responsable. Aplicado. Estudioso. Seguro que nadie le tiene que decir lo que ha de hacer. Igual que nuestro Toni, que nos lleva día sí y día también por la calle de la amargura. Que lo mismo le da que le da lo mismo. Que siempre va a la suya. Los demás, que se apañen. Y ni a buenas, ni a malas, atiende a razones. No entiende que él también tiene obligaciones. Siempre exigiendo, siempre protestando porque siempre tiene poco. Como si a nosotros nos lloviese el dinero del cielo. Lo que más me duele es que le sobra inteligencia para lo que se proponga, PERO AL TÍO NO LE DA LA GANA. Hasta su padre y yo, sin casi poder, le buscamos un profesor particular, que luego nos vino a la semana y media para despedirse y ponernos la cara colorada, “señora, me sabe mal, pero están ustedes tirando el dinero pagándome estas clases…”. Y considerando que aún estamos a tiempo, porque queda curso por delante, he esperado a que Toni estuviera de buenas, y le he sugerido, también a buenas, que por qué no habla con Guille y le pide que venga una tarde a casa. O un Viernes para quedarse a dormir. Y que jueguen. Y que salgan a dar una vuelta. Que por aquí cerca hay sitios chulos. Y bueno, que estudien un rato Mates. Que es lo que peor lleva. Que el examen está cerca. Que repasen un poco juntos, vaya. Al principio, Toni me ha mirado como si me perdonara la vida. “Mmmm... bien, vale, pero también se lo diré a Julián y a Quique”, me ha dicho. Ostras, no entraba esto en mis previsiones. “O eso, o nada”. Ahí me ha levantado la voz. A veces me pregunto por qué habrá sacado este chaval nuestro genio corregido y aumentado. Podría haber heredado otras cualidades nuestras. Que también las tenemos.

II
Mis oraciones han sido escuchadas, porque a Julián y a Quique no les ha debido “molar el rollo”, y no han venido. Sólo se ha presentado el bueno de Guille. Lo he recibido con dos besos en las mejillas y me da que hasta se ha puesto rojo como un tomate. Con su uniforme impecable, la mochila del cole y una bolsa de viaje con ropa. Parece que venga para una semana. Y sólo es esta noche. Les había preparado la merienda. Han guarreado, han llenado el sofá de migas, con la rabia que eso nos da, y han dejado los bocatas prácticamente enteros. “Mamá, que Guille quiere probar la moto”. Me he quedado muda. “Pero…”. Quedamos en que la moto no se toca. Hasta nueva orden. “Una vuelta sólo”, ha pedido Guille. Me dirijo a Toni, con voz baja y prudente, “a tu padre no le va a hacer ninguna gracia”. “…una vueltecita corta…”. Yo sabía que cuando llegó la moto, no vino sola, se trajo consigo un montón de conflictos. Me quedo asomada en el balcón. Por lo menos llevan el casco puesto en la cabeza, no en el codo. Salen del garaje despacio. Luego los pierdo de vista. Dios mío, que no les pase nada.

III
Mi angustia ha ido subiendo de revoluciones hasta que los chavales han vuelto. Se han pasado cuatro pueblos con su “vueltecita corta”. Porque casi es hora de cenar. Y si les hubiera pasado algo, qué le digo yo a su madre, qué. Y los libros ahí sin abrir. Por suerte han llegado dos minutos antes que Antonio, porque si no, me habría montado un lío gordo, muy gordo. Hale, enseguida, a cenar. Ahora resulta que los niños no tenían mucha hambre, “…habían tomado algo por ahí…”. Yo no me imaginaba lo delicado que era este Guille para comer. No está escrito. Tanto trabajo, tanto guiso con este pollo “Ben Karrich” cuya receta me pasaron de internet, y el único que ha hecho aprecio es Antonio, que se ha puesto las botas. Toni y Guille ni casi probarlo. Esta mesa parecía la del día de Navidad, con la vajilla de porcelana, que tenía yo el gusto de poner, y la cristalería nueva. Total, para nada. Ni el menor aprecio por parte de nuestro invitado. Y no dirás que el nene se ha movido para recoger un plato de la mesa. Ni un tenedor. A mantel puesto, el rico.

IV
Ellos han ido de cabeza a la habitación. Después de fregar, me he sentado derrotada al lado de Antonio en el sofá, que estaba haciendo zapping. A los chicos les he sugerido que repasaran Mates ahora, que era temprano. Pero como si oyes llover y no te mojas, igual. Iría Antonio por el tercer ronquido, cuando súbitamente ha sonado a toda pastilla la música esa rara que tiene Toni. Tan alta, que el pobre Antonio casi agrieta la talla del techo con la cabeza, del salto que ha dado. Él y yo, nos hemos mirado cargados de paciencia. Yo entonces me he levantado contemporizadora para sugerirles que, dadas las horas que van siendo, tenían el volumen un poco alto, y que sería conveniente moderarlo para no molestar a los vecinos. “¡…que se jodan…!”, ha soltado Toni, entre la risita de Guille.

V
A eso de las tres de la mañana, me he dicho, “ya es bastante, voy a acostarme”. Pero en el cuarto de Toni aún había luz. Como hacía tiempo que no se les oía ni hablar ni nada, me he asomado, con la excusa de ofrecerles un chocolate caliente o un café. Ahí estaban con los ojos vidriosos, pegados a la pantalla, con el videojuego, concentrados. Por la cara que traían, y por cómo me ha contestado Toni, iba ganando Guille. Les he dado las buenas noches y no me consta que hayan pestañeado siquiera. Los libros, dentro de sus carteras, reposando, claro.

VI
Cuando me he levantado, a las ocho y media pasadas, yo creo que éstos acabarían de dormirse. A Antonio le he dicho que ni se le ocurriera hacer ruido. Las nueve. Las diez. He calculado que lo menos a la una darían señales de vida. En ésas estaba yo, guardando la porcelana nueva en la vitrina, cuando desde detrás me han soltado un ronco, “¡buenos días!” que parecía un “¡manos arriba!”. Ostras, qué susto me ha dado el tío, casi se me van los platos llanos al suelo. Esto no se hace, Guille, esto no se hace. Despeinado, legañoso, en camiseta, slips CK y calcetines. “Qué, ¿hasta qué hora habéis estado ahí dándole que te pego…?”. Me ha hecho un gesto de, “no sé”. Ha preguntado por el camino a la ducha. Le he dejado una toalla limpia. Y he dejado caer, al final, qué, ahora a desayunar y después a repasar un rato las mates. “Es que me esperan en casa”. Me he quedado de piedra. “A mí es que me gusta estudiar solo”. Si me pinchan no me sacan sangre, pero me he rehecho bien: “Hale, Guille, ahí tienes el champú y el gel…”. Habrá tardado un cuarto de hora en salir todo repeinado y hecho un pincel, como estamos acostumbrados a verle. En su vocabulario no debe figurar la palabra “mampara”, porque en el cuarto de baño la inundación era total y había agua por todas partes menos por dentro de la bañera. Me he tenido que afanar con la fregona para que el charco no se filtrara a los vecinos de abajo, que buenos son. Eso sí, al muchacho el pollo “Ben Karrich” no le irá mucho, pero lo que es la dulcería sí: el tío ha dejado la bandeja temblando. Se ha zampado media docena de napolitanas casi sin masticarlas. A Toni le ha quedado sólo una. La de la vergüenza debe de ser. Ha recogido su bolsa, su mochila y ha dicho un simple: “Gracias por todo”. Y mientras, Toni, seguía sobando. Le he intentado despertar para que por lo menos se despidiera del compañero, zarandeándole, vuelta y vuelta, pero el tío no se habría despertado ni con una trompeta en la oreja. Sueño profundo que tiene.

VII
Desde la ventana he visto cómo Guille cruzaba la calle y se alejaba. Espero que cuando me encuentre con su madre, ésta no me tire de la lengua. Que no me tire, porque si me tira, entraré al trapo, y le diré la prenda que tiene en casa. Y en cuanto a Toni, calculo que, más o menos, se despertará a eso de la una. Abro la puerta de su cuarto y me quedo mirándolo, está hecho un ovillo, un santo. A veces me pregunto también si con otros padres este crío hubiera sido de otra manera. Lo más seguro. Se me empañan un poco los ojos, cierro la puerta haciendo el menor ruido posible y dejo que el pobre siga durmiendo. Y antes de que se me pase, voy a bajar al horno ya, a comprar más napolitanas. Para que cuando se levante se las encuentre y pueda desayunar a gusto.

domingo, 8 de agosto de 2010

AUTOESTIMATOLOGÍA

I
La tarde de su derrota en los cangre-1500 metros lisos de Biostokiv, Irina Rychlo lloró dos veces. La primera cuando, en caliente, según se incorporaba del suelo, con la tierra pegada al sudor en su espalda, fue testigo de la victoria de su rival. Aquella enana a la que había subestimado acababa de destronarla. La segunda vez cuando, ya en frío, en la soledad del vestuario, aquel intensísimo dolor en la columna, la taladró de arriba abajo poniendo de relieve que detrás de aquel golpe tan seco y duro había una lesión muy seria.

II
Al principio, Irina pensó que la medicina deportiva de élite era infalible. Que recuperarse era un trámite. Y mientras seguía al pie de la letra las pautas marcadas por los sesudos especialistas que la trataban, ya maquinaba cómo sería el desquite, la estrategia a seguir en el nuevo encuentro con aquella inesperada contrincante que venía del sur. No habría exceso de confianza ni falta de atención la próxima vez. Sin embargo, los días pasaban e Irina no adelantaba. Con pocas palabras se puede describir un calvario tan largo: Pruebas. Pastillas. Intervención. Reposo. Sobrepeso... Más pruebas. Más pastillas. Más reposo. Mucho más sobrepeso… Otra clínica. Nuevas pruebas, muy caras. Nueva intervención, carísima. Nuevas pastillas, por las nubes. Rehabilitación, estratosférica.

Así fue menguando la modesta fortuna que había acumulado durante su corta carrera deportiva. La pléyade de amigos también bajó exponencialmente. Finalmente, cuando los médicos le anunciaron, subrayando mucho las palabras, que nunca podría regresar al deporte de competición, a Irina Rychlo no le quedaba ni dinero ni lágrimas.

III
Padres, hermanos y dos amigos remanentes (que habían demostrado ser los auténticos entre una nutrida tropa) temían seriamente que Irina cayese en una profunda espiral depresiva. Y para tratar de evitarlo, la trataban como a una desvalida y se turnaban a preguntas del estilo: “¿Quieres que te ayude a…?”. “¿Te apetece que vayamos juntos a…?”. “¿Te preparo esto yo…?”. Sin pretender aparentar un buen estado de ánimo que no tenía, Irina agradecía con una media sonrisa todo este despliegue de atenciones. Y trataba poco a poco de asumir su nueva situación, marcándose nuevos retos. Un montón de cosas por hacer. Un montón de sitios por conocer. Un montón de estudios por retomar. Por increíble que pareciera, había vida detrás del cangre-atletismo. E Irina estaba empezando a descubrirlo.


IV
No tenía la agenda muy llena, la verdad. Pero tampoco le faltaba cada día de trabajo un par de personas que, en sus primeras visitas, llegaban arrastrados, descreídos y con el ánimo a la altura del betún de los zapatos.

Irina manejaba la situación con destreza según el protocolo. Filtraba con un tamiz invisible el carácter de sus pacientes, separando lo positivo del resto. Desmadejaba los ovillos más enredados de las mentes más complicadas. Extraía energía positiva de las personas más agotadas. Sacaba a relucir lo bueno de cada uno, aunque fuera pequeño, y estuviera roto o deslucido. Y acababa puliendo el diamante en bruto que cada uno lleva dentro. Cuando salían del tratamiento, se miraban al espejo y reconocían en su reflejo lo mejor de sí mismos. Adoptaban una actitud nueva, con fuerzas renovadas y baterías cargadas. En resumen, salían con la autoestima restaurada.

A su consulta se accedía directamente desde la calle. Era una pequeña planta baja en una finca antigua. Por cierto, en la puerta de entrada, sólo una placa, indicaba: “Irina Rychlo. Autoestimatóloga”.

V
Irina no esperaba a nadie aquel Jueves. El señor citado para aquel día había llamado excusándose y aplazando la visita para la siguiente semana. Por eso se extrañó cuando sonó el timbre de la puerta. Nunca miraba antes por el visor. Al abrir, se encontró con una mujer bajita. Delgada. Enjuta. “Buenas tardes”, le dijo en un inglés de pobre acento. “Hola”, repuso Irina en el mismo idioma, aunque mucho más académico. Luego un silencio prolongado. Incómodo. “No me has reconocido…”, afirmó aquella mujer. Irina replicó con rapidez: “Sí, claro, sé quién eres”. Cómo olvidarla. Ni un solo día desde Biostokiv sin dejar de tenerla grabada en la cabeza. “Disculpa, como ha pasado tanto tiempo, y estamos tan cambiadas…”. “Yo, con treinta kilos y treinta años más, sí estoy cambiada. Tú, más o menos sigues igual”. Estefanía Gara agradeció el cumplido con una risa forzada. Y le explicó: “Irina, me hablaron muy bien de ti, y me he decidido a venir a verte”. “Quien te habló bien, exageró seguro…”. “¿Es buen momento?”. Irina contestó afirmativamente. “Vamos a tomar un café”.

Salieron las dos mujeres y entraron por el parque de La Amistad, que limita al otro lado de la calle. La diferencia en la envergadura entre ambas era muy evidente. La Gara apenas llegaba al hombro de la Rychlo. No hizo falta siquiera un gesto. Ambas se dieron la vuelta a la vez y empezaron a andar hacia atrás ante el asombro de los pocos paseantes que por allí deambulaban. Para Irina, eran muchos años los que había pasado sin desandar. Mantenía la espalda rígida, pero quien tuvo retuvo y el porte en cada paso era técnico y señorial. Al tiempo trataban de hilvanar una conversación extradeportiva. ¿Te casaste? ¿Tienes hijos? Pero invariablemente terminaban hablando de las cangre-carreras, que ya no son lo que eran.

VI
Hacía demasiado frío para tomar café e infusión en la calle. Entraron en el ambiente cargado y bullicioso de una cafetería. Mesita al fondo, a la derecha, por donde el camino a los lavabos. Hablaron de economía. De toros. Y de nuevo, irremediablemente, de los cangre-1500 metros lisos. En ese momento, Irina respiró hondo. Sacó una libretita. Apuntó una dirección, un correo electrónico, un número de teléfono. “Antes de que empieces a hablar, estoy segura de que yo no te voy a poder ayudar”. Estefanía torció el gesto. “Toma”, le tendió el papel, “aquí hacen milagros…”. Pausa valorativa. “…no quiero decir que tú necesites un milagro, claro”. “No, claro”.

Estefanía Gara cogió la nota. Ahí empezó el final de la conversación. Le dio las gracias. Apuraron las tazas. Las dos se levantaron y salieron de nuevo hacia el parque de la Amistad. Se cruzaron un formal: “…me he alegrado de verte después de tanto tiempo”. Dos besos a medio milímetro de la mejilla, para no tocar el maquillaje. Y salieron desandando cada una en una dirección, alejándose y perdiéndose de vista en la distancia.

VII
La senda arbolada por la que discurría Irina era circular. Estaba a punto de completar la primera vuelta, su primera vuelta hacia atrás retro-corriendo desde hacía unos cuantos lustros. Se le pasó por la cabeza que el breve encuentro con aquella Estefanía Gara tan desmejorada (treinta años pasan para todos) sólo había ocurrido en su imaginación. Se le pasó un segundo por la cabeza y se asustó muchísimo. Justo cuando escuchó la voz asombrada de un niño: “¡Mira, papá, esa señora corre al revés!”. Y su padre, fijando bien la vista en aquella mujer, la reconocía: “¡Ostrasss! ¡Pero si es Irina Rychlo, la campeona de los cangre-1500!”. Entonces sí, entonces ella apretó su paso, el que levantaba todos los muchos kilos que pesaba y que le dieran por saco a la aguda punzada que le mordía rabiosa e inmisericordemente la espalda.

domingo, 1 de agosto de 2010

CUANDO ÍBAMOS DE CULO

¿Os acordáis de Estefanía Gara? Los más talluditos, seguramente sí. Una gran atleta en la década de los ochenta del siglo pasado. Un enorme carácter. Porque la conocí muy bien, puedo añadir que una excelente persona. Hoy he pasado por la calle de Mediavilla que lleva su nombre. E inconscientemente, me han venido a la memoria retales de su vida que ella misma me contó y otras historias relacionadas que viví en primera persona y guardo en un lugar secreto del corazón, donde el olvido no puede encontrarlas.

Ya de muy pequeña, era tan competitiva que en vez de amiguitas tenía rivales. Y cuando no quedaba la primera, lo llevaba tan exageradamente mal, que hasta sus profesores en el colegio señalaban que si seguía así, cuando creciera, tendría un serio problema. Practicó baloncesto y balonvolea, ambos deportes de equipo. Seguro que no lo hacía mal. Pero no hacerlo mal era insuficiente para una niña que necesitaba ganar como el aire que respiraba. Por eso no terminó de integrarse y acabó apartada del grupo.

Estefanía tuvo entonces la temprana agudeza de dedicarse a una disciplina minoritaria. Que tuviera pocos seguidores aumentaría su probabilidad de triunfo. Así empezó a ser corredora en una modalidad naciente que pocos conocían; la “Cangrejo”. Correr de espaldas. Recular. Desandar a toda pastilla. El arte de ir deprisa al revés.

Y tras un cúmulo de casualidades, llegó Biostokiv. El equipo de atletismo necesitaba alguien para cubrir una carrera en la que nadie quería participar. Los cangre-1500 metros lisos. Y pensaron en ella porque era la única que, entre las pocas, destacaba. “Fanny, ¿tú vendrías?”. No se imaginaban la traca que acababan de encender.

Yo estuve allí, en aquella fría ciudad. Escaso público aguantaba aquellas temperaturas extremas. La verdad. Y la mayor parte de esa poca gente concentraba todas sus miradas en la pista central, donde se dirimían las otras competiciones. Bom-bom-bom-bom. El corazón le latía con mucha fuerza a Estefanía. Miraba asustada a las otras corredoras. Tremendas moles de fibra y músculo. Menudas tiarronas. Cómo hacían sus ejercicios de estiramiento. Con qué autosuficiencia y desdén se miraban unas a otras. Estefanía, mientras, con sólo cuatro trotes hacia atrás moviendo la coleta tenía bastante. Con el dorsal 0578. En la línea de salida hizo un ademán de apartarse, de estar arrepentida de haber ido allí. ¿Preparadas? ¡Bom-bom-bom-bom! El corazón se le salía del sitio. ¿Listas? El aire apenas entraba en sus pulmones. ¡YAAAAAA!!!. Salida válida. Las ocho mujeres empezaron a cangre-correr con una velocidad negativa pasmosa. Parecían una moviola que rebobinaba. Pero Fanny aguantaba entre las primeras. Pequeña, ágil, con una retro-zancada prodigiosa. Genética pura. Es lo que tiene correr así, todo transcurre como la vida misma: ves lo que dejas detrás, pero no lo que viene por delante. En la primera curva, se cruzaron sus ojos con los míos, pobre espectador, maravillado al verla, ésta chica de dónde ha salido, y seguramente ella pensaría, y este tío cómo me mira... La cangre-carrera quedó en un mano a mano; o mejor un pie a pie, con una atleta descomunal, la temible Irina Rychlo. Seguramente aquella gigantona de las piernas infinitas había pensado que los 1500 iban a ser un paseo en barca, pero casi codo con codo, se le había pegado como una lapa aquella desconocida renacuaja. Justo cuando se disponía a decirle, “ahí te quedas, guapa”, y a lanzar su cangre-sprint definitivo, resultó que tropezó estrepitosamente y se fue al suelo, cuan larga era, y cayó de espaldas con el gesto aterrado de quien comprende que en ese instante lo está perdiendo todo. Manteniendo el ritmo, los sincronizados pasos, Estefanía extendió los brazos en señal de victoria y cruzó la meta de culo en una carrera épica y memorable como se han disputado pocas.

La noticia corrió como la pólvora entre el resto del equipo, que ni había reparado en esa chiquita que iba de bulto entre los atletas. “¡oye, que sí, que hemos ganado los cangre-1500…!”. Sorpresa. Alucine. Aquel primer oro brilló más si cabe ante la ausencia metálica generalizada de la expedición en todos los Juegos. Y un servidor hizo su trabajo enviando una crónica en la que se daba cuenta de una gesta que iba a marcar un antes y un después en nuestra historia deportiva.

Ávido de rentabilizar éxitos, el Ayuntamiento organizó una magna recepción. Y Estefanía entró corriendo de espaldas, ante el delirio de los vecinos en masa que la vitoreaban, por la puerta principal del consistorio. La super-cangre-atleta firmó en el libro de la ciudad. Salió a saludar incluso al balcón, desde donde ofreció la medalla y fue jaleada: “¡GA-RA, GA-RA!”. Por mucho que los campeonatos locales tuvieran un nivel muy superior, triunfar en un lugar tan lejano y exótico como Biostokiv vestía mucho. Mediavilla ya tenía su campeona.

A partir de entonces, surgieron como setas multitud de expertos en cangre-atletismo. Unos meses antes nadie había oído hablar de cómo correr al revés, y de repente había millones de especialistas que opinaban sentando cátedra. Se federaron centenares de jóvenes en la modalidad cangrejo siguiendo el ejemplo de Estefanía Gara. Y nos convertimos en una fábrica de cangre-campeones. En el fondo, porque somos una gente que lleva en sus raíces populares eso de ir de culo.

Por aquella época transcurrió todo muy deprisa. Estefanía y yo tardamos poco en casarnos. Fui su entrenador personal. Ella pulverizó registros, amplió su exitoso palmarés en encuentros nacionales y mundiales y nos quedamos sin vitrinas para exponer tantas medallas y copas, y sin huecos en la pared para colgar sus fotografías cruzando la meta con los brazos en alto. Hasta estando en casa se encasquetaba aquella gorra anatómica con retrovisores y andaba de la cocina al comedor hacia atrás de un modo que a mí se me antojaba el más natural.

El colofón llegó en un pleno municipal donde debatieron si poner su nombre al pabellón deportivo, o a una calle en la zona nueva urbanizada. Se votó a favor de esto último, y hubo acto de inauguración, placa conmemorativa, fotos y flores. En la acera se llegó a incluir un cangre-carril, el primero de un montón más que luego se quedaron en proyecto.

Examinando con posterioridad el gesto en su rostro en estas últimas imágenes, comprendí que Estefanía tenía ya una decisión tomada en esa fecha. Fue porque empezaba a descender de la cima de su carrera deportiva. O porque se deshinchaba el efecto “Nía-Gara”. O porque nuestra relación entraba en fase de enfriamiento. Por lo que fuera que nunca me dijo, un día, abrió la puerta de casa, “me voy a dar la vuelta al mundo al revés”, y me dejó solo, rodeado de sus trofeos.

La gente, que habla por hablar, dice que la Gara me plantó. Pero yo sé que ella seguirá desandando infatigablemente y que a estas alturas habrá doblado ya las antípodas en algún camino de algún país lejano. Y que si partió hacia el Oeste, seguirá sin detenerse hasta que aparezca acercándose de espaldas por el lado Este. Mientras, yo, que soy infinitamente más mediocre, más vulgar y más cobarde, me sumerjo en mi rutina, y a veces, como hoy, paseo por la calle que lleva su nombre, para zambullirme y ahogarme en la nostalgia de aquellos años en los que, juntos, íbamos de culo.