domingo, 30 de mayo de 2010

¡SORPRESA!: VOLVEMOS A SIRAIÑE

LA IDEA DE VICKY
Aquí me tenías como una idiota, pensando, a ver, a ver qué puede hacerte ilusión para el día de tu cumple. Alberto, ni imaginas la de vueltas que le he dado, porque me lo pones muy difícil. Si pienso en algo que no sea muy caro, en el acto lo descarto, porque sé que ya vas a ir tú directamente a comprártelo. De ropa, mejor que no. Está claro que una corbata te la acabarías poniendo, porque tú eres de variar mucho y repetir poco; pero me consta que no te entusiasman. Bueno, donde acerté de lleno porque no te lo esperabas fue en aquel Kublet que te compré hace dos años. Pero esto es una excepción. Y no te iba a regalar otro ahora. Que sepas que, con pocas esperanzas, me he recorrido los centros comerciales de arriba abajo, pensando en ti, no en mí. Poniéndome en tu lugar. Buscando algo que aún no hayas descubierto. Que te ilusione. Pero, tío, es que tienes de todo, como los niños mimados. Libros. Música. Relojes. Qué complicación, te lo aseguro.

Entonces se me ocurrió, y me pareció una idea genial, prepararte una sorpresa con carga sentimental. Más de una vez habías hablado de Aurelio, ése que está ahora en Siraiñe. Y como la última vez, cuando nos íbamos a la ópera de Mardebé, y pasamos por allí de rebote, sé que te quedaste con ganas de buscarlo, de verlo, y de reencontrarte con él después de tanto tiempo, pues… qué mejor detalle que preparar una visita. No es que a mí me encante el asunto especialmente, pero bueno, ahora se trata de ti. De tu regalo.

Lo hablé con Consue y también se apuntó a la iniciativa. “Alberto se va a emocionar seguro”. De paso, conocemos al gran genio que nos has contado que es, y él tiene noticia de la exitosa trayectoria de su mejor alumno, que entra en la frontera de los cuarenta tacos. Así que, las dos nos pusimos como locas a dejarlo todo atado y bien atado. No te creas que ha sido fácil, no. Porque Aurelios Fernández en Siraiñe, hay veintitrés, nada menos. El que buscamos no figura en ninguna red social. “¿Aurelio? Buenas, llamamos de parte de Alberto Medina (…) Lo siento, me habré equivocado, disculpe”. Y así, uno, y otro. Fuimos tachando de la lista. Éste no contesta. Aquél no es. La madre que lo trajo.

Entretanto, lo del alojamiento tampoco fue fácil. El Hotel Medieval estaba completo para ese fin de semana. Pero desde allí nos recomendaron una casita en pleno casco histórico. Las fotografías que aparecían en internet son muy bonitas. Confiamos en que hagan honor a la verdad. Hicimos la reserva. Volvemos pues a Siraiñe.

Y fue Consue la que dio con “nuestro” Aurelio. Un tío muy majo al teléfono. Nos cayó muy simpático. Inmediatamente se centró y supo de quién le hablábamos. Cómo no. Y lo agradeció... Faltaría más. Afirmó: “No se os podía haber ocurrido mejor sorpresa para Alberto”. Nos espera. Nos dio la dirección exacta. No se moverá de su casa. Que sí, que nos espera.

Con todo prácticamente organizado, y ya que tú empezabas a decir no sé qué de cenar aquí o allá para ese día, he tenido que destapar el lío que nos llevábamos entre manos. “Esos dos días tenemos plan”, te he anunciado. He visto cómo ha cambiado tu cara. Aún no entiendo por qué te has puesto así de energúmeno. Desde luego que no te reconozco. Hay que ver lo mal que te están sentando los cuarenta. ¿Pues sabes qué te digo? Directamente: Que te den.

LAS DISCULPAS DE ALBERTO

Vicky, te he pedido mil disculpas por mi torpeza. Sólo ha faltado ponerme de rodillas. Sé que has cogido un rebote de marca mayor y que eso tiene un arreglo complicado. Ahora bien; dicho esto; voy a descargarme y a intentar poner las cosas en su sitio. Es que no sé de dónde narices ha venido esa leyenda urbana según la cual yo echo de menos al viejo Aurelio. Es que ya me cansa que, después de tanto tiempo desde que él se marchara, todavía se acuerde la gente de él, me pregunte por él y me compare con él. Es que yo no abrí la boca cuando Rafita dijo de quedar en Siraiñe. Ni me pareció bien ni me pareció mal. Sólo hice un pequeño comentario, “Aurelio vive ahora allí”, y el resto de la historia ya lo montaste tú solita, Vicky. Resumiendo: Paso de Aurelio. Paso. Es que es más: no te quería contar que en realidad sí que nos lo encontramos en aquella ocasión. Y que me dio una pena infinita, porque vi una sombra atada a la maquinita y a una copa. Lo que oyes: él era aquel viejo ludópata alcoholizado que gastaba y gastaba mientras nosotros dábamos cuenta de la parrillada en aquel bar. Qué interés tiene entonces volver allí para encontrarnos un señor acabado. Qué sentido tiene ir. Espera…, no te irá a entrar ahora tu vena samaritana, ¿verdad? No empezarás con eso de “ahora más que nunca vamos a ayudarle, pobrecito mío”. Vicky, por favor, que te conozco…

EN CASA DE AURELIO

Me he dicho a mí misma, Consue: eres una privilegiada. Porque me encuentro como si estuviera viendo una película al ladito mismo de los personajes que la interpretan. Siento los acelerados latidos del corazón de Alberto. Y veo los parpadeos nerviosos de Vicky, que se muerde los labios. Rafita viene a dar testimonio con su réflex colgando del cuello Y luego yo, con mi abanico, espectadora de lo que va a suceder. Todos esperamos que nos abran la puerta de esta casa, en pleno centro de Siraiñe. Y los pájaros revolotean en zigzag de una punta a otra de la calle. No nos hacen esperar mucho. Nos recibe Aurelio, todo amabilidad, y nos invita a entrar. “Estáis en vuestra casa”. ¡Pero qué pasada! Una planta baja modernista, de principios del siglo XX. No falta ni un detalle en su decoración. Ni en los azulejos de las paredes. Ni en las lámparas que cuelgan de las vigas de madera. Aquí se respira a limpio. Da cosa hasta pisar el suelo. Levitaremos, pues. Qué hombre más afable, este Aurelio. Entra en escena, porque sigo pensando que esto es puro cine en directo, su mujer, Belén, y saluda primero a Alberto, “te han salido canas de señor interesante…”. Se conocían. Salimos al jardín, en la parte trasera de la vivienda. Nos sentamos. Muebles de teca. Aurelio cuenta que él pensaba que, una vez retirado, iba a tener tiempo para “sus cosas”, pero aún hay gente que se acuerda de él y le hace encargos. Nos enseña el último, por cierto. Parece el mando a distancia de un garaje. “Es un generador de plenos en máquinas tragaperras… ¡y funciona!”. Se ríe. La de horas que se ha tenido que pasar cara a las dichosas maquinitas. Alucinamos en colores. “Ahora tengo que preparar el antigenerador y el avisador de generadores para evitar que las revienten”. Noto que la cara de Alberto se descompone por segundos. Y Vicky también se da cuenta.

Aparece Belén portando una bandeja con pastas, vasos, refrescos, cervezas y unas botellas de coñac. “No, gracias, alcohol a estas horas no”, rehúsa Alberto. Aurelio explica: “¡Si es té frío! Lo prepara riquísimo Paco, el del bar la Perla… Como nos gusta tanto, se lo encargamos y lo rellena en botellas de licor, que nos traemos a pares…”. La segunda en la frente. No hace mucho calor, pero Alberto empieza a sudar.

La tarde transcurre lánguidamente. Hablamos de viajes. De fotos. De los lugares recónditos donde Aurelio ha estado. Este hombre es una mina. Rafita no da crédito; sabe de cámaras más que él mismo. Alberto y Vicky están como ausentes. A Rafita se le ocurre comentar: “Si escribieras tus memorias, te forrarías…” Y Aurelio, sin perder la sonrisa, responde: “…me falta ese capítulo en el que, a petición del aprendiz, prejubilan al maestro para que éste acceda a su puesto…”.

Con una nitidez brutal, y a cámara lenta, las miradas rezuman odio. Presiento que Alberto se va a levantar y va a devolver el golpe, con un directo a la mandíbula que diga: “ese capítulo que te falta debe de estar muy al principio de tu historia, más o menos cuando tú empezaste, seguramente…”. Efectivamente, Alberto se pone en pie. Pero está aturdido. Noqueado. Ahora, ahora abrirá la boca y soltará aquello de que “…conté a los de la empresa que te vi hace poco, les dije que eres un ludópata borracho…”. Pero tampoco. Toca el hombro de Aurelio, que sigue sentado con su generador de premios en la mano, y se dirige a Vicky, casi sin voz: “gracias por la sorpresa…”.

Luego sale. Alberto se va. Es lo que tiene ver esta película desde dentro. Parecía que a mí no me habían asignado ningún papel relevante en esta historia, y de repente, entro en acción y me veo detrás de él, “¡Espérame, Alberto!”. Y todos se sorprenden. Todos menos Vicky.

domingo, 23 de mayo de 2010

NOS VEMOS EN SIRAIÑE

VICKY

“A ver si lo entiendo: Resulta que hace meses te estoy pidiendo un fin de semana. Nos escapamos aquí o allá, aparcas un poco el trabajo, y nos perdemos. Pero contigo no hay manera. Éste no puedo. El próximo tampoco. Nunca, nunca te viene bien. Y cuando al fin fijamos una fecha, me preguntas con tu voz inocente, ¿pueden venir Rafael y Consuelo? Bueno, venga, pase, sacaré dos entradas más. El tema es salir, desconectar y poder salir hoy, que era ese gran día. Para evitar imprevistos, yo quería que nos hubiésemos ido esta mañana temprano y lo tenía todo a punto. Pero mira tú por dónde, ha surgido una urgencia de última hora y don Preciso ha tenido que acercarse a la oficina “diez minutos”, porque si no se hundía la humanidad entera. Y, con lo que te conozco, me he plantado con el coche en doble fila esperando a que bajaras y, después de media hora, al no verte de vuelta, he fundido tu móvil a llamadas perdidas. Si no, aún estarías allí. Fijo. Y luego, otra sorpresa, cuando te he preguntado por la parejita feliz, me has anunciado que sí que venían, pero que venían con su coche. Qué raro. Un fin de semana corto, cuatro personas y dos vehículos. No han tenido siquiera el detalle de ofrecerse y de invitarnos a ir con ellos. Bueno, tampoco pasa nada. Lo que empieza a ser un poquito fuerte es que… Rafita y Consue sí han salido prontito y a primera hora. Se ve que no tenían que salvar el mundo como tú y tenían prisa, eso se ve. O sea, que estarán ya casi llegando. Imaginaba yo que ya habrías quedado directamente allí en Mardebé, en la puerta del Auditorio, justo antes de entrar en la Ópera. Pero mi imaginación es pobre. Porque me has dicho que nos esperan a la hora de comer en Siraiñe… ¡Tío! ¿Tú sabes dónde está Siraiñe? ¡Nos tenemos que desviar sesenta kilómetros! Claro, claro que lo sabes. Me acabas de recordar que allí es donde se fue Aurelio, aquel maestro que tuviste y al que no tengo ni gusto ni ganas de conocer… Pero bueno, qué casualidad. Oh, qué lástima, desde que se jubiló no has sabido nada de él… y ya que estamos, ya que pasamos, pues lo mismo lo vemos, nos tomamos un cafetito con él, y hasta da para contarnos batallitas. La pena es que no tienes ni su móvil, ni su correo electrónico, ni su dirección. Si no, a estas horas, ya tendríamos al gran Aurelio, con una pancarta, a la entrada de la ciudad, dándote la bienvenida… Pero no te preocupes, allí sólo viven unos cincuenta mil habitantes, lo más normal, es que en la primera o en la segunda bocacalle, sin más, te lo encuentres de cara, tú para eso siempre has tenido suerte, y ya puestos, hasta puede que él no tenga nada mejor que hacer y se venga con nosotros a la ópera, que parece que no, pero es esta noche y era a lo que veníamos en esta escapada…”.

Alberto guardaba un silencio tenso. Vicky conducía y él, tras los cristales oscuros de sus gafas, tenía la mirada perdida en el paisaje lateral de la autovía. Campos ondulados y verdes de trigo, bajo un cielo azul salpicado de nubes blancas. Igual que el fondo de pantalla de Windows. Ella entonces remató su monólogo: “Tío, ya te vale: Los tienes cuadrados”.

LA SOBREMESA

En el bar La Perla, habían juntado dos mesas. Los manteles de papel. Las copas. Agua. Vino, un crianza, de Siraiñe. Y cerveza de barril. Los platos con los huesos de las chuletas a la brasa. La fuente del embutido, vacía; de las güeñas, longanizas y morcillas tan sólo había quedado un caldito para mojar. Homenaje al colesterol del bueno. El pan crujiente y tostado, reducido a migas. El tarrito de barro tieso, con trazas de alioli cuajado. Homenaje al aliento del fuerte. Los cafés ya venían de camino. A su izquierda, dos grupos más rematando los postres. Homenaje a las calorías sin complejos. A su derecha, una partidita de dominó en su punto álgido, ¡plash!, paso a la caja de gaseosas, el seis doble. En lo alto de la esquina, una tele gigante muda con las noticias. Como banda sonora, las fichas que impactaban en la mesa de mármol, el vaivén para mezclarlas y el soniquete de los euros que iban cayendo, clink, clink, clink, en una máquina tragaperras. Con tres ruletas. Y tres botones con sus luces intermitentes. Uno. Dos. Tres. Casi premio. A la próxima. Un individuo absorto, de espaldas al mundo y de espaldas a La Perla. Una copa de coñac en una mano. Y una bolsa con monedas en la otra.

RAFITA

Y dijo Rafita: “Bueno, bueno. Arriba esos ánimos, venga. Que menuda comida nos hemos arreado. Ya me habían dicho que aquí…”, aquí bajó un poco la voz, “… es un sitio cutre-cutre…”, para volver inmediatamente al volumen normal, “… donde se come muy bien y en cantidad”. Tenía las orejas y las mejillas muy rojas. “Y que conste, que el que ha tenido la idea de parar en Siraiñe a comer he sido yo… Tenía interés en fotografiar el casco antiguo… me lo habían contado, pero no me imaginaba que fuera tan impresionante y estuviera todo tan bien conservado… Las fotos que me han salido con la digital están de escándalo”. Sí, sí, ya todos las habían visto una a una: Consue sentada. Consue de pie. Consue seria. Consue risueña. Consue con los ojos cerrados. Consue haciendo el pino. Consue. Más Consue. Y otra vez Consue. De las callecitas medievales, con sus casonas, sus blasones en la entrada; de las puertas góticas de los templos; de todo eso, nada, sólo un angelito cuyo rostro juzgó Rafita que se parecía a la cara de Consue. Se escuchó entonces una ráfaga: Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca!!! Llovieron euros en la máquina tragaperras. Y apuntó Rafita: “A ése le ha salido por lo menos la especial”.

CONSUE

Comentó Consue: “Hoy no es el día apropiado, pero desde luego que estaría muy bien conocer a una persona como Aurelio. Por lo que nos has contado de él, tiene que ser todo un señor, que ha vivido un montón, que lo ha visto todo y que ha tenido mucho, mucho poder… Jo, qué suerte la tuya, Alberto… Está claro que nadie te ha regalado nada y estás donde estás por méritos propios… Pero que, de entre un millón, este hombre confiara en ti, en tu potencial, y te transmitiera sus conocimientos y después te diera la oportunidad… Es muy noble por tu parte que reconozcas que hoy eres quien eres gracias a él… “. Clink. Moneda. Un. Dos. Tres. Nada en la tragaperras. Y en la otra mesa, la del dominó, gran cerrada a pitos. Un montón de fichas para contar. Partida sentenciada. Un lamento, “¡joder!, pero cómo se te ocurre darle la puerta…”. Y en ésas, Consue dio dos palmadas en la mesa: “Bueno, chicos, cuando queráis pedimos la cuenta y seguimos la ruta: Nos espera Salomé y su cabeza cortada…”.

ALBERTO

“Esperadme fuera, que salgo enseguida”, pidió Alberto. “Eso, eso”, exclamó Rafita, “Mea ahora, o calla para siempre”. Alberto entró de nuevo en La Perla. Pero no fue al lavabo. Se acercó a la máquina de juegos. Una copa casi vacía. Una bolsa sin monedas. El jugador compulsivo, apenas levantó la cabeza para mirarle, y sorbiendo el brandy, le confesó: “Ya pensaba que no me ibas a decir nada…”. Luego, extendió un billete doblado hacia la barra, y pidió: “¡Paco! Haz el favor, dame cambio”. Solícito, Paco, el de La Perla, abrió la caja registradora y extrajo veinte monedas. “Aquí tienes, Aurelio…”. Alberto, le cogió el hombro con el brazo, lo estrechó con fuerza durante unos segundos, le miró a los ojos con profunda tristeza, y después se dio la vuelta, con la cabeza agachada. Y efectivamente, no le dijo nada.

domingo, 16 de mayo de 2010

KUBLETS

La vieja fábrica se levantaba en una encrucijada de caminos. Cuando se construyó, muchos años atrás, se encontraba muy alejada de la población. Pero los tiempos de la vorágine urbanística habían acercado las fincas hasta el mismo linde de la nave. Desde fuera, destacaba un enorme muro de ladrillo rojo viejo, con pocas ventanas, pequeñas y recayentes a la carretera. Sobre la entrada principal, un sencillo letrero, “Industrias Medianas”. Y en el lateral, un muelle de carga y descarga, donde se sucedían los camiones ininterrumpidamente.

Casi todo el mundo sabía que de allí dentro salían los afamados “Kublets”. Un producto atemporal, prestigioso, inimitable. A quién no le gustaría tener un Kublet. O varios. Era tan perfecto, que admitía pocas variaciones. Tan conocido, que en cualquier idioma, en cualquier rincón de cualquier continente, la palabra “Kublet” invariablemente evocaba el mismo significado. Tan original, que ni los chinos, maestros de las copias más auténticas, habían podido reproducir nada que se le pareciera. Tan preciado, que a los clientes no les importaba pagar su justo precio ni esperar un tiempo estimable para recibir sus pedidos. Y tan necesario, que ni los periodos de crisis galopante, como el presente, habían frenado su demanda. En resumen: sublimes, los Kublets.

Y el austero despacho del Sr. Mediana se situaba en la atalaya, con un amplísimo mirador desde el que se podía contemplar, o mejor, vigilar todas las áreas de la factoría. Aquella tarde, el mismo Antonio Mediana repasaba en la pantalla los correos electrónicos. Encima de la mesa, varias propuestas de reunión solicitadas por importantes multinacionales. Le querían comprar la actividad. “¿Pero será posible el cafre éste?”, gritó dando un golpe en la mesa. Se levantó con aspavientos, y abrió el enorme ventanal. Se asomó más de medio cuerpo, como si estuviera en la tribuna de un campo de fútbol: “¡Oyeeee, tuuuuuú! ¡A ver si estás en lo que haces! ¡Que vas a tirar todos los palés por no fijarte!”. La voz atronadora del patrón se dejaba sentir en todo el espacio muy por encima del rugido de las máquinas. El aludido se encogió asustado y rápidamente corrigió la posición de las cajas embaladas. Enfurecido, Mediana, regresó al sillón, “¡la madre que lo parió!”, se dejó caer bruscamente, pero ya no consiguió centrarse de nuevo. No era hombre de ordenadores, no. Ni de pasar mucho tiempo sentado tampoco.

Mientras, debajo de la máquina 12, Héctor intentaba aflojar una rosca, pero no había manera. Tumbado boca arriba, sólo se veía de él, la cintura y las piernas y las botas de seguridad. “¡La otra llave!”, pidió. El sudor le empapaba la frente, las mejillas y corría por el cuello. Cuatro operarios en torno a él, esperaban. Con los brazos cruzados. Haciendo comentarios. Afortunadamente, con un esfuerzo más, la rosca cedió. ¡Por fin! Héctor se había hecho con la situación. Ajustó la pieza. Retiró unos cables cortados, los sustituyó por otros. Apretó de nuevo. Y salió, sacudiéndose las manos y los pantalones. Accionaron el interruptor. Y la máquina obedeció, se puso de nuevo en marcha. Casi aplausos. La gente a sus puestos. Estaba claro que Héctor era un elemento necesario en Industrias Medianas. Recogió las herramientas desparramadas por el suelo. Y, recuperando el resuello, y con la cabeza gacha, anduvo hacia el taller por el pasillo central. Se habían hecho ya casi las ocho de la tarde. En ésas, el gran jefe, le salía al encuentro.

Todos sabían cuándo Antonio Mediana pasaba por la planta con el látigo virtual a cuestas. Lo leían en sus ojos. Los empleados se ponían firmes y cruzaban los dedos para pasar inadvertidos. Pero el campo de visión del patrón era inmenso... Un cartón en el suelo, una papelera que no estaba en el sitio, un grifo que goteaba, una luz encendida indebidamente, un motor que hacía “puf-puf” en vez de “pof-pof”. Siempre encontraba a alguien a quien abroncar hasta hundirlo en la miseria. Y más de uno, cuando al día siguiente había acudido a trabajar creyendo que el temporal había amainado, se había encontrado con una carta de despido. Sin ninguna contemplación a los servicios anteriormente prestados. Por eso, más que respeto, al jefe le tenían pánico.

Dueño y encargado quedaron frente a frente. La diferencia de altura entre ellos era evidente. Héctor le explicó: “La máquina 12 ha estado tres horas parada”. El jefe determinó: “Que se quede la gente a recuperar la producción perdida”. “Pero…”. “¿Pero, pero es que tú no me has oído?”. Héctor no pestañeó. Zanjado el tema, Antonio Mediana, prosiguió andando. Y Héctor retomó el camino al taller. Sólo había dado cuatro pasos, cuando Mediana, se giró y lo llamó: “¡Héctor!”. El aludido se volvió. Ay madre, qué pasaba ahora. Fue hacia él. “Héctor… ¿qué tal le fue a tu hija en el selectivo?”. A Héctor se le iluminó el rostro. Su fibra sensible. “¡Le fue muy bien!”, contestó radiante, “sacó un 9,2 y tiene plaza segura en Medicina, que es lo que siempre ha querido estudiar”. “Me alegro”, le dijo Mediana. Y sin pronunciar ninguna otra palabra, el jefe siguió hacia el almacén. Y allí, quedó absorto unos segundos, un rudo padre feliz, con la piel de gallina en los brazos, rememorando con orgullo el éxito de su hija.

Era tarde. Antonio aparcó el Audi en el garaje de su residencia. Lo primero que hizo fue tocar con la mano el escape de la moto de su hijo Toni. Estaba aún muy caliente. Se le fueron los demonios. Lo había castigado la noche anterior. Le ordenó: “¡La moto, ni tocarla!”. Incluso para asegurarse, le había quitado las llaves. Y aquel mequetrefe, a las primeras de cambio, hacía lo que le salía de las narices y le ninguneaba. Entró en la vivienda por la puerta interior. Vio a su mujer. Hola. Hola. “¿Y Toni?”. “En su cuarto”. Hacia allí avanzó directo lleno de ira. Abrió bruscamente la puerta. La habitación era una leonera. Ropa limpia y sucia amontonada. Zapatillas desparejadas. Montones de revistas desparramadas. Carcasas de videojuegos por una punta y sus correspondientes discos por la otra. Valiosísimos Kublets por los suelos. Toni apenas apartó la mirada del portátil. “¿Tú no tendrías que estar estudiando para el examen de mañana?”, preguntó el padre. “Luego”, contestó el hijo. A Antonio Mediana le salió aquel gesto duro y taladrante que acojonaba a los doscientos empleados de su empresa. Pero Toni ni se percató. Siguió con los auriculares puestos, a lo suyo, sin hacerle ni puto caso.

domingo, 9 de mayo de 2010

TOCAR EL TECHO CON LAS MANOS

LO QUE NO CUENTA SANTIAGUILLO

Por tratarse del primer día, el tutor me llevó con su coche. Antes de dejarme bajar, dio un nuevo repaso a las instrucciones. “¿Pero, me estás escuchando, Santiago?”. Qué pesado, era la enésima vez que repetía lo mismo. Moví la cabeza afirmativamente. “Pues entonces que tengas buen día”. Y allá que me adentré, por la entrada principal, hacia los pasillos que daban acceso al aulario. Todas sus recomendaciones martilleaban mi cerebro. Hablar poco, lo justo. Pensar muy bien en lo que tuviera que decir. Y cómo. Y a quién. Procurar no llamar la atención. Bueno, estaba claro, que eso no iba a ser posible del todo para una persona como yo, con el aspecto de un niño de primaria. Encontré el aula E1 con la puerta cerrada. Consulté el reloj. La primera clase debía estar ya muy avanzada. Contuve el aliento. Preparados, listos, ya. Abrí, sujeté bien la mochila, y fui para dentro.

Pasaron los primeros días entre la novedad y el tedio. Mientras que, seguro, todo el mundo sabía quién era yo, el bebito de primero, a mí me costaba todavía retener las caras y mucho más los nombres de mis nuevos compañeros. Sin embargo, en Elsa sí que me había fijado desde el primer minuto. En su mirada limpia. En su gesto expresivo. En su lenguaje rotundo. Y en que era tremendamente guapa, qué leches. Yo cumplía rigurosamente el guión preestablecido. Asistía a las clases. Trataba de aplicarme, aunque tendría que pedir apoyo al tutor, ya que mi nivel era muy inferior a las disciplinas que allí se estaban impartiendo. Y luego, tras unas horas larguíiiiisimas, hacia la una y media, volvía directo a casa sin entretenerme.

Esta monotonía se rompió en la tercera semana. Habíamos terminado, me parece que era Física, y yo regresaba abstraído, por un tramo en el que casi nunca pasaba nadie. De repente, me abordaron un par de macarras. Me estamparon como a un pelele contra la pared. Me apretaron las muñecas hasta hacerlas crujir, “¡no te muevas, niñato, o te rajamos!”. Me vi en lo peor. “¡Y no chilles!”. Pero fue sólo un segundo. Escuché un alarido en plan Hulk, unas zancadas descomunales, y allí estaba el más grandullón de todo el Campus. Mis asaltantes se volatilizaron. Se libraron de una buena por pelos. Qué oportuno el tío. Un poco más atrás venía Elsa, azorada. Ella recogió del suelo mis maltrechas gafas y mi mochila pisoteada. Me sentí tremendamente poca cosa por lo que podría haber pasado. Muy vulnerable. “¿Te han hecho daño esos cabrones?”. Qué casualidad y qué suerte que ellos aparecieran por allí. Me dijeron que querían consultar mis apuntes y a mí eso me sonó a excusa. Después, se empeñaron en acompañarme, porque me veían asustado. Pero yo fui más tozudo. Tampoco era plan que se enteraran de dónde vivía yo. Esto me hizo llegar tarde. Mi tutor, que ya esperaba impaciente, me preguntó como de costumbre “qué tal hoy, Santiago”. Y yo, también como siempre, le respondí, “normal, sin novedad”. Pero no era cierto. Tenía dos nuevos amigos. Elsa, y su gigante, Marcos.

LO QUE SIGUE SIN CONTAR SANTIAGUILLO

Así fue transcurriendo el curso. Fuera de la Facultad, solíamos salir Elsa, Marcos y yo en medio de carabina. Les daba mucho por ir a un pub donde la música no estaba mal y donde yo podía beber cerveza sin tener que enseñar el DNI. Marcos me rebautizó como Santiaguillo. Lo decía con gracia el tío y yo no me podía molestar por ello. Y con ese nombre me quedé. Qué remedio.

Lo cierto es que con ellos me encontraba muy cómodo. Me sentía uno más. Congeniábamos bien. A su lado, ganaba en confianza, perdía en temor. Era muy fácil contarles que soy hijo único y que mi bendita madre, cuando yo era pequeño, medio en serio, medio en broma exclamó: “¡qué guapo es mi chico, lástima que tenga que crecer!”. Sí, sí: menuda lástima, así de hechizado me quedé. Ellos reían la anécdota. Y casi la daban por cierta. Pero mi realidad es mucho menos verosímil y no la puedo revelar: me dibuja sin padre ni madre conocido. Porque me crearon en un laboratorio. Como suena. Soy pues un experimento de consecuencias incalculables. Y en mis células está la clave que algún día combatirá el envejecimiento. A la vista está que se pasaron cuatro pueblos, que no tengo escrito en mi ADN el camino del crecimiento, y que conservaré mientras viva este aspecto tan infantil. Y mi tema se complica porque la persona a la cual debo mi existencia ya no está entre nosotros. Y no dejó libro de instrucciones, por lo que sus discípulos aún siguen con los sesos devanados, desnortados y descolocados. Mientras me examinaban poro a poro, pelo a pelo, me asignaron un tutor, expertísimo en psicología. Y convivo con él hasta que no decidan otra cosa. Definitivamente, era mucho más fácil pensar en una madre que un buen día te abrazaba y exclamaba, “¡pero qué guapo es mi chico!”. A fuerza de imaginarlo, he llegado a creer, que sucedió así en algún tiempo lejano.

Pues bien, algo me sucedió con Elsa. Sería por el mucho tiempo compartido, en clase, en la biblioteca, en el césped. Por sus observaciones agudas y su risa contagiosa. Porque irradiaba alegría. Por su trato sincero. Porque nadie nunca me había tratado así. Porque contaba conmigo. Porque nada se le escapaba. Captaba lo que yo captaba sin necesidad palabras. Porque dejé que fuera mi asesora de imagen, “qué bien te sienta, Santiaguillo: cogemos una talla S para ti, y una XXL para Marcos”. Porque sus abrazos espontáneos me embobaban. Nunca le devolví ninguno. Sería por todo eso, cuando me quise dar cuenta, ya sólo pensaba en ella.

Mi estado de aturdimiento era muy evidente. No era de extrañar pues que una mañana de Mayo, mientras desayunaba, me abordara el tutor, visiblemente enojado. “Santiago, pon los pies en tierra. Piensa en todo lo bueno que tienes, que es mucho, y asume quién eres. Pero no quieras tocar el techo con las manos”. Miré hacia arriba. Ni saltando hubiera llegado tan alto. No me vinieron nada bien aquellas palabras, no. Ya cuando me iba, añadió: “Por cierto, ya tenemos destino para el próximo año: Roma. Nos iremos en Julio”. En vez de acribillarle a preguntas, ¿Roma? ¿Cómo que Roma? ¿Dónde exactamente? ¿Qué haremos allí? ¿Por cuánto tiempo?, en vez de todo eso, se me hizo de noche y me fui sin abrir la boca, cerrando la puerta tras de mí. Una de dos, o me encontraba muy cabreado o hacía bastante aire, el caso es que me salió un soberbio portazo.

Aquella tarde quise diez, veinte veces, faltar a mi palabra, enviarlo todo al traste, y contarle a Elsa quién era yo. Parecía el momento apropiado: Cinco minutos de biblioteca, dos horas tumbados en el césped, con Marcos alejado en busca de la cafeína, y con mi nuevo destino, Roma, ya fijado en el calendario. Pero entonces ella se adelantó para hablar de sí misma. Y de Marcos, el miope indeciso y afortunado. Lo quería. Aquí mis ilusiones aterrizaron de golpe. Ella seguramente esperaba mi aliento, y en cambio yo le reproché que me tratara como a un niño. Y me fui rebotado sin esperar ninguna reacción. Con mi actitud, mi retirada, y mi pataleta, por primera vez delante de ella me estaba comportando como un crío, que es lo que nunca he querido ser.

DE NUEVO, SANTIAGUILLO

Firmemente decidido, fui directo al despacho del tutor y entré sin llamar. Él comprendió que algo serio me pasaba. Le miré a los ojos y le exigí enérgicamente: “Quiero que hables con Marcos y con Elsa y les cuentes quién soy: YA”. Negó con las dos manos, tratando de aplacarme: “Sabes que ahora esto no puede ser…”. “¡Pero merecen una explicación!”, me quejé, “dentro de unos días, nos vamos, desaparezco… y no volveré a verlos…”. Qué injusto. El tutor se mordía los labios, “esto es lo que trataba de advertirte esta mañana”. Qué desesperado me sentía. Yo me revolví: “¿Pero es que podrán saber de mí algún día antes de que me olviden?”. Hubo una pausa valorativa. Respirando profundamente, contestó. “…igual pasan… treinta años”. Una cadena perpetua. Quise obtener su compromiso: “¿Lo prometes?”. “Prometido, Santiago”, concedió. Y ya me calmé un poco. Cuando salí, también hubo portazo. Pero esta vez fue por el aire. “Peor es nunca”, me dije tragándome mis limitaciones, “peor es nunca”.

domingo, 2 de mayo de 2010

COMO UN NIÑO

LO QUE CUENTA MARCOS

Imagínate. El primer día de clase. En el primer curso de Facultad. Y en la primera hora. Todos pardillos. Todo caras nuevas. Una profesora llenando la pizarra de bibliografía. Y los alumnos, entre bostezos, asimilando en qué carrera nos habíamos metido. Recuerdo que estábamos en ésas, cuando, ya avanzada la clase, se abrió la puerta del aula y entró un chavalín delgadito. Con su mochila. Con su pelo tieso y su flequillo. Con sus grandes orejas abiertas. Y nos miró desconcertado. La docente interrumpió su disertación. “¿Buscas a tu padre, nene?”. Murmullos, risitas contenidas. El niño no pestañeó. “Disculpe, soy Santiago García Rey, estoy en este grupo”. Ella lo buscó en la lista y sí, allí estaba. Él, mientras, tomó asiento. Luego, tratando de vencer su asombro, y antes de proseguir, hizo un severo comentario, de “si ya empezamos a llegar tarde el primer día, mal andamos”. Casi nada: Un niño superdotado en nuestra clase de Facultad. Ahí fue cuando conocimos a Santiaguillo. Bueno, si tú también lo conocías, te lo podrás imaginar.

LO QUE CUENTA ELSA

¿Ya? ¿Ya puedo hablar por el micro…? (…) Un chiquillo así, tan mono, tan pequeñín, tan de primera comunión, entre estudiantes casi veinteañeros, centraba la atención general. Todos, los treinta y pico que éramos, nos fijábamos continuamente en Santiaguillo. Siempre llegaba y se iba solo. Nunca vimos que nadie, su padre o su madre, estuvieran esperándolo a la salida. Marcos bromeaba: “Es lo que tiene la vida moderna: hay que independizarse pronto”.

Fue un día al terminar la última clase, la de Física. Estábamos muy deprimidos porque no nos habíamos enterado literalmente de nada. A punto de pegarnos un tiro y de tirar la toalla, por este orden. La letra de Marcos era ilegible. No la entendía ni él. “Y eso que he copiado literalmente lo que esta tía ha dicho”. Menuda frustración. “¿Oye, y si le pedimos al superdotado que nos pase sus apuntes?”. Debían estar de nota. Buenísima idea. Aún lo podíamos alcanzar. Los dos salimos corriendo en su búsqueda.

Resultó providencial. Porque cincuenta metros más abajo dos garrulos quinceañeros estaban atracando al pobre Santiaguillo. Marcos, se percató de la escena, y arrancó a por ellos como un toro. Los chorizos lo vieron. Les debió entrar pánico escénico. Y a quién no, con lo que impone un tiarrón de casi dos metros hecho una furia. En cosa de centésimas de segundo, tiraron la mochila, la cartera, y salieron por piernas. Ca-ga-di-tos. “¿Estás bien, te han hecho algo esos cabrones?” Santiaguillo tenía la cara demudada, pero aguantaba el tipo. Acertaba a decir: “Gracias, gracias, gracias”. Yo llegué para recoger las gafas con la montura doblada del suelo. La mochila. La cartera. “Te acompañamos, no te preocupes”. Pero él no quería. Era muy cabezota.

La tarde que salvamos a Santiaguillo del robo cayeron dos mitos. Uno: Vaya mieeeerda de apuntes que tenía el chico. O sea, que de superdotado nada. Dos: el niño, según su carné de identidad había nacido un año antes que nosotros. Tampoco era, pues, tan niño.


LO QUE SIGUE CONTANDO MARCOS

Imagínate, nos hicimos inseparables. Elsa, Santiaguillo y yo íbamos juntos a todas partes. Pasamos muchas tardes en el café Liberto. Parecíamos la familia feliz. Nos pedíamos casi siempre dos jarras de cerveza y una botella de agua mineral. Cuando el camarero veía que el agua no era para el pequeñín, gesticulaba con desaprobación, como diciendo, “menudos padres más depravados y pervertidos…”.

A Santiaguillo le gustaba mucho provocar. Que se lo pregunten a los de la guardia civil. Él los avistaba mientras conducía su Seat Ibiza, e invariablemente, acudía a su encuentro. Para que lo vieran. Para que se alarmaran. Para que le dieran el alto enérgicamente. Para que a Elsa y a mí, pasajeros, nos pincharan y no nos sacaran sangre. Pero él, tan fresco, enseñaba su permiso de conducir, y esperaba a que los agentes desde su intercomunicador recibieran la confirmación de lo asombroso: todo estaba en regla. Volvían, y le devolvían la documentación sin salir de su desconcierto, “bien, puede continuar…”. Nos contaba socarrón: “El primer día de clase también me pararon los de tráfico”, y añadía: “por eso llegué tarde…”.

Santiaguillo nos explicaba, y había que creerle, que “de lo suyo” tenía mucho que ver su madre. Le mirábamos incrédulos. Cómo era eso. Sí, sí, cuando él era muy crío, su madre le había dicho embelesada, pero qué guapo eres, lástima que tengas que crecer. “¡Joder con lo de la lástima!”, exclamaba con su voz de niño de coro. Desde entonces, se había quedado clavado y seguía siendo tal cual. Y nos enseñaba fotos. Con diez años. Con doce. Con el pelo largo. Más corto. Con quince. ¡Era siempre el mismo! Menudo fenómeno, Santiaguillo. Sí, sí, claro que tenemos guardada por ahí alguna foto con él. Y Elsa le preguntaba, ¿Y los médicos? ¿Qué decían los médicos a esto? Él negaba con la cabeza. Nos decía que sus padres eran adeptos a la medicina natural. Nunca había oído hablar de las hormonas ni pisado un hospital, imagínate…

LO QUE SIGUE CONTANDO ELSA

… es que Santiaguillo me inspiraba una ternura enorme. Ya ves, yo desde siempre he sido muy efusiva… Por ejemplo…, cuando en el tablón había salido la lista de las notas del primer parcial, y yo tenía un ocho, se me escapaba un grito salvaje y eufórico de alegría, lo estrujaba abrazándolo al pobrecillo, y lo levantaba dos palmos del suelo. Bastaba un día sin verlo, para que al reencontrarlo a la mañana siguiente en clase, aquí está el chiquitín, le estampara un besazo en la mejilla y le marcara mis labios de carmín. Y él se dejaba. Con lo seriecito que era, a mí sí, a mí me lo permitía…

Solíamos quedar en la biblioteca para estudiar. Al principio dos horas de codos y cinco minutos en el césped. Al final, ja, ja, cinco minutos de codos y dos horas en el césped. (…) Ahora para, detén la grabación… (…) Un mediodía esperábamos a que Marcos trajera los cafés. Sentados a la sombrita, me sinceré con Santiaguillo, “… este Marcos no se decide, no da el paso, es muy parado, tímido, no sé a qué espera…”. Él bajó la cabeza. Estaba midiendo sus palabras. Me dijo: “…pues yo me cambiaría por él…”. Me quedé en blanco. “Elsa, me tratas como a un niño”, me recriminó, “y bien que lo parezco”. Se puso de pie. “…pero ya no lo soy: hace tiempo que no lo soy”. Se levantó y se fue. Yo seguí ahí quieta, como una estatua de piedra. Nunca hasta ese instante me había dado cuenta de sus sentimientos.

DE NUEVO, MARCOS

Imagínate, una carrera tan dura y nosotros en primero las aprobamos todas en Junio. Pero Santiaguillo sólo una. Lo más chocante es que no lo volvimos a ver. Ni a él ni a los quince o veinte que se lo dejaron. En aquel primer curso hubo una criba bestial. Lo que sí es cierto es que al menos, el tío podía habernos llamado. Nosotros por nuestra parte intentamos localizarlo. Varias veces. Pero ni rastro. Mientras, te aseguro que aquel Verano fue inolvidable. Fue justo cuando empezamos a salir Elsa y yo. Y ahí seguimos, como dos campeones. (…)

No, no conocíamos a los padres de Santiaguillo. En realidad, a ningún familiar. Ni tampoco nos extrañó su desaparición. Supusimos que se daría de baja en la Facultad y buscaría en otra parte. ¿Qué si nos acordamos de él? Un montón. ¡Te puedes imaginar cómo se llama nuestro hijo…! Santi, claro. Y va a cumplir pronto veinticinco, el figura. El tiempo vuela.

DE NUEVO, ELSA

¡Ostras! ¿Pero de dónde has sacado tú esta foto de Santiaguillo? ¿En Santiago de Chile? ¿Me tomas el pelo? ¿Y quieres que me crea que esta foto la tomaron hace sólo dos meses? (…) No, no cuela. Esta imagen debe de ser más o menos de aquella época. Mírale en esta otra, él está con Marcos y conmigo. Y compara. Está clavado. Aquí y aquí: igualito. De dos meses, nada. Por lo menos la hicieron hace treinta años. Lo que sí es verdad es que la resolución es impresionante. Si fuera tan reciente, Santiaguillo tendría que tener alguna cana, alguna arruguita, algún asomo de pata de gallo. Que ya es medio siglo el que nos cae en las espaldas. ¡Madre mía, mi niño! (…) Anda, quita, cuéntame una de extraterrestres. Vale, basta ya de bromas ¿Dónde tienes la cámara oculta? (...) Para la grabadora, párala. (…) (…) Dime de qué policía eres. ¿Departamento de Personajes Extraños? Bah, venga, ese nombre te lo has inventado. ¿Eso existe? (…) Por favor, déjame un momento sola. Sí, estoy llorando. No te lleves la foto. Por favor: quiero estar sola.