domingo, 25 de abril de 2010

¡PONTE VERDE!

Óscar miró el reloj. Faltaban cinco minutos para las doce y media. Dobló la esquina de la calle y ya se encontró frente a la puerta de la guardería “Renacuajos” con unas cuantas mamás, yayas y abuelitos que esperaban la salida de los nenes. Las manos en los bolsillos. Saludó tímidamente. Casi todos lo reconocieron. Él era el papá de Alba. “Oye, ¿me han dicho que te has quedado en el paro?”, le preguntó a bocajarro el abuelo de Belén. Él confirmó con la cabeza. “El signo de los tiempos”, dijo el viejo, “ánimo, que seguro que con lo que vales, encontrarás algo pronto…”. Enseguida se abrió la verja del cole, con las cuidadoras filtrando la salida de los niños para que no se les escapara un peque o se lo llevara algún adulto sin autorización. A Óscar, por no ser aún habitual, lo tuvieron que avalar algunas madres, “es el padre de Alba”, pero lo que más valió, por encima de todo, fue el grito espectacular de la niña, cuando descubrió a su padre, allí fuera, esperándola, “¡¡papiiiiiiii!!”. Y él, después de abrazarla, cómo está mi reina, le tuvo que explicar que el papi hoy no había traído carro, Alba ya era muy pero que muy mayor, e iba a ir andando hasta casita. Esto no le vino del todo bien a la pequeña, que solicitó varias veces con las manos extendidas ir al bracito, porque ella estaba muy cansadita. Y claro, Óscar, acabó cediendo y la alzó en brazos. En otras ocasiones, Alba le hubiera estirado la narizota o el pelo, pero ahora se daba cuenta del gesto anormalmente triste de su papi, por lo que puso los deditos en los extremos de la comisura de los labios, y se los levantó, dibujándole una sonrisa. Así mejor. Y Óscar tuvo que sonreír. Su hija merecía, como poco, una cara contenta. Se detuvieron en el paso de peatones que cruza la carretera, con el semáforo rojo. Y él le preguntó: “Alba, ¿quieres hacer magia? ¿Magia sencilla?”. La niña afirmó entusiasmada. “Tienes que ordenar al semáforo: ¡ponte verde!, y verás cómo te hace caso”. ¿De verdad le iba a obedecer? “¡Ponte verde!”, exclamó ella. Pero la luz nada, seguía roja. Óscar contó uno, dos, tres. “Es que lo tienes que decir con más energía, si no, no te oye”. “¡¡Ponte verdeeeeee!!”. La luz, ahora sí, se tornó verde. Alba, encantada porque había hecho magia, besó a su papi. Y cruzaron el paso. En verde.

Óscar pasaba una noche más sin pegar ojo. Le iba la cabeza a cien por hora. Respiraba agitadamente. Se movía sin parar. Repasaba mentalmente las últimas semanas antes de que le dieran puerta. Pero era para sentirse peor. Porque ya no había vuelta atrás. Estaba en la calle. Y se imaginaba en los peores escenarios. Sin poder hacer frente a los gastos, sólo con lo que ganaba su mujer. La pobre Espe dormía a su lado y aguantaba lo que no estaba escrito. Se levantó y vagó por la casa a oscuras como alma en pena. Hasta el tic-tac del reloj de la cocina se le clavaba en el cerebro. No pasaba nada si no descansaba, se dijo, al fin y al cabo no tenía que madrugar. Estuvo con el mando de la televisión, cambiando de canal, sin ver ni oír nada. Miró mil veces la hora. Al rato, se asomó a la ventana y miró al cielo. Sí. Por qué no. Fue directo a la habitación donde dormía plácidamente Alba. La recogió en brazos, la cubrió con un batín, y ella entre sueños, y con los ojos hinchados le preguntó: “¿dónde vamos, papi?”. Ahora lo iba a ver. Cogió las llaves de casa. Salió al rellano. Y empezó, con Alba a cuestas, a subir escaleras. Y pisos. “¿dónde vamos…?”, repetía ella entre bostezos. Le iba faltando el aire al llegar a la terraza, pero afortunadamente cuando abrió la puerta metálica y salió fuera, la brisa de la madrugada le inundó y pudo recuperar el resuello. Clareaba el firmamento. Avanzó entre hilos de tender y antenas. Y de fondo, se dibujaban las siluetas de las fincas colindantes. “Alba, vas a hacer magia, magia sencilla ¿vale?”. Ella asintió con la cabeza. “Alba, nada menos que le vas a decir al sol que salga…” ¿Preparada? La niña exclamó: “¡Sol, saaaaaal!”. Fue impresionante. Una bola anaranjada de fuego fue emergiendo en el horizonte. Y el cielo se fue encendiendo poco a poco. UUUUUAAAAUUUUHHHH. Sonrieron. Magia sencilla. “Y ahora, vamos para abajo, que como se despierte tu madre, me pone verde”. Aquel amanecer le sirvió a Oscar para estar seguro de que por muy mal que lo estuviera pasando, por muy hundido que se encontrara moralmente y por muy oscuro que lo viera todo, siempre, siempre se haría de día.

Desde entonces, habían transcurrido cuatro meses y pico. Espe y Óscar esperaban a la puerta de la guardería “Renacuajos”. Como solía, el célebre abuelo de Belén, fue a bocajarro: “Oye, que me han dicho que has encontrado faena”. Él lo confirmó tímidamente. “Pues que me alegro, hombre, me alegro de verdad”. Al minuto se abrió la verja, y empezaron a salir nenes en estampida. Alba se llevó una alegría mayúscula, porque hoy venían los dos, papi y mami. La verdad es que estaban ambos porque la “seño” los había convocado. Algo pasaba. Seguro. Le pidieron a la nena que esperara en el patio jugando. Y mientras, ellos se sentaron en aquellas sillas en miniatura, doblando las rodillas. Óscar, Espe y enfrente “la seño”, que empezó diciendo: “Alba es un cielo”. Lo sabían. “Es un encanto”, prosiguió. Les constaba. “Alba es super-inteligente”. Ambos contenían el aliento esperando que llegara un “peroooooo…”. Cuál era ese “pero”. Sí, cuál era el problema. La seño los miró inquisitiva: “¿Quién le ha dicho a Alba que ella puede hacer magia, magia sencilla?”.

Los tres regresaban a casa en silencio. Alba en medio, de la manita de sus padres. Al llegar a la carretera, a la altura del paso de peatones, se toparon con un caos descomunal. Tráfico colapsado. Festival de cláxones. Sofocados y sudando la gota gorda por la patilla, los policías locales intentaban agilizar la circulación a golpe de silbato. Circulen, circulen. La brigada de mantenimiento del ayuntamiento al completo. Los ingenieros se rascaban la cabeza, desquiciados, sin entender por qué pasaba aquello. El armario eléctrico abierto dejaba al descubierto mil cables despanzurrados. Sin pistas sobre la causa de la avería. Todas las luces verdes de los semáforos estaban encendidas. Las de vehículos, verdes. Las de peatones, también verdes. Simultáneamente. Espe no reparó en la que había montada según cruzaban la calle. La pequeña Alba sonreía complacida. Pero Óscar tragaba saliva. Menuda traca si después de cenar, antes acostar a la niña, a ésta le daba por pedir al sol que saliera. Y de paso, que se pusiera verde. Y menudo alucine cuando el sol, obediente, luciera verde y hermoso sobre la ciudad en plena noche.

domingo, 18 de abril de 2010

EL RETORNO DEL SABIO

1

No he podido evitar la tentación de asomarme desde la ventana a la calle. Lucile y Laurent salían del portal cogidos de la mano. Y sólo cuatro minutos antes estábamos manteniendo los tres una conversación de lo más civilizada. Allá se iba la mujer que ha compartido conmigo nada menos que veintiséis años. Dejándome absorto. He permanecido no sé cuánto tiempo aquí quieto. Viendo pasar autobuses reventados de gente, taxis, coches hasta que ha oscurecido y se han encendido las farolas. Y nuestros hijos qué, Lucile. He tragado saliva. Ya tienen su vida hecha los dos. Cada uno a su manera. Pascal. Silvie. Son franceses hasta las pestañas. Y yo no. Por primera vez desde que llegué aquí, hace… un montón, me he sentido extranjero. Pero es que lo soy. Creo que es hora de tomar una decisión. Volver. Regresar. Hice bien de no tirar la tarjeta del Director de Xenak, cuando me dijo: “Máximo, ven con nosotros, aquí tienes tu sitio”. Me quedan cinco añitos más trabajando… y luego a jubilarme tranquilamente y a vivir lo mejor que pueda, que ya me lo he ganado.

2

Deberían saber que han contratado a un sabio. Si pretendían un mago, que sacara de la chistera productos mágicos y maravillosos como si fueran churros, es evidente que se han equivocado. Si buscaban una máquina con la pata atada a la silla, trabajando veinticuatro horas al día, siete días a la semana está claro que se han confundido. Porque lo que han fichado es un sabio con un carro de experiencia. Y el sabio se ha encontrado un puñado de recelosos que creen que su puesto peligra. Y unas máquinas prehistóricas. Está convencido de que con muy poco se puede mejorar mucho. Ahora sólo falta que convenza también a los demás. Por supuesto, yo soy ese sabio. Y es importante para mí mantener la autoestima alta. La necesito para volver a recorrer un camino como el que emprendí, al otro lado de la frontera, en mis comienzos. Y porque readaptarme a esta tierra testaruda me va a costar mucho más de lo que yo había calculado.

3

Poco a poco me he instalado en mi nueva rutina. Los Viernes a eso de las doce, digo en la fábrica “adiós, muy buenas” y desaparezco. En la Gran Terminal, tomo el Meditrén de las cuatro. No disimulo mi asombro: el nivel de los ferrocarriles aquí no tiene nada que envidiar a los mejores de Europa. Aunque llevo un montón de libros para leer, de las primeras páginas no suelo pasar. Me instalo en la ventana, una gran pantalla tras la cual la vida pasa. Filas de árboles alineados. Campos cultivados. Canales de riego. Extrarradios de ciudades que crecen imparablemente. Nuevos polígonos industriales. Y a mi izquierda, el mar, que recoge entre sus olas todos los azules y grises del mundo. Me quedo hipnotizado el viaje entero, porque este espectáculo, insignificante para cualquier otro pasajero, para mí es lo más grandioso que me depara la semana. Antes de las siete y media ya llego a Mardebé, a su coqueta estación. Y en un rato más, en Mediavilla, en casa.

4

Sí, así discurren mis fines de semana. Llego cansado del tren y mi hermano Ernesto me recibe a la entrada de la planta baja donde viven él y mi muy octogenaria madre. Pero es un hola y adiós. Ha llegado el relevo. Él, con medio frasco de colonia en cuello y mejilla, se va con esa novia eterna que tiene. Y yo me quedo a cargo de la mujer que un día me dio la vida. Una mente privilegiada en un cuerpo consumido. Y me convierto en el motor que mueve la silla sobre la que descansa por culpa de unas piernas que no le sostienen. Y soy la voz que le lee, ahora sí, todos estos libros que traigo preparados. Ella es una gran persona a la que he reencontrado. Sin atisbos de reproche por mi larga ausencia.” ¿Sabes, mamá? Ya me habían advertido que con la burocracia de aquí tenía que armarme de paciencia. Se quedaban muy cortos. Pero ya tengo los papeles de la pensión casi arreglados. Con lo que coticé allá, voy a cobrar más del doble que si hubiera estado trabajando aquí…”. Ella se ríe, “mi niño Maxi, el que no sabe estar quieto, se jubila”. “Ganas tengo”, le aseguro sin entrar en explicaciones. Y buceamos en el pasado. Pero lo justo. Sólo una vez, sólo una, me ha confesado: “es que yo no me entendía mucho con esta mujer tuya”. Claro, hablaban idiomas diferentes.

5

Si el Sábado se muestra amable, nos animamos y salimos a la calle. Empujo con cuidado su carro de ruedas. Es harto imposible sortear tanta mierda canina sembrada en las aceras. Le explico a mi madre que apenas reconozco Mediavilla. Que no quedan en pie casi ninguna de las referencias que conservo intactas en mi memoria. Ya no hay tren, porque lo pusieron bajo tierra. Ni suena la sirena a las ocho en punto de una fábrica que ya no existe. El viejo ayuntamiento, que no me parecía tan viejo, fue sustituido por otro. Fincas. Fincas. Más fincas. Ni rastro del Nitrato de Chile, que marcaba el principio de la población, cuando yo, de muy joven, regresaba a casa con mi “Vespa”. La gente reconoce a mi madre. Y se detiene para hablar con ella. Y le dice lo bien que la ven. Y luego repara en mí, en “ese extraño”. “¿Es que has contratado a alguien para que te cuide?”. Ella se ofende. “¡Es mi hijo Máximo!”. Cielos, no lo habían reconocido: “¡El sabio, ha vuelto el hijo sabio!”. Por supuesto, yo soy ese sabio. Con detalles como éste, siento que también aquí he perdido mis raíces.

Después, el Domingo transcurre lánguidamente. Por la tarde, vuelvo a encontrarme con mi hermano Ernesto, hola y adiós, cómo lo has pasado y cómo está la mamá. Recojo mis trastos, y deshago el camino con el Meditrén. El desasosiego me invade. El síndrome del pánico a los Lunes me ataca de lleno.

6

A seis meses de mi retorno, que se me antojan muchos más, se confirmó el peor diagnóstico. El médico se llevaba las manos a la cabeza. “¡Santo hombre de Dios!, ¿por qué ha tardado tanto en venir?”. Para qué. Luego ha enmudecido, probablemente impresionado por mi entereza. Hasta las cosas más sencillas se van haciendo tremendamente complicadas. Definitivamente no me jubilaré ni cobraré el doble de pensión que si lo hubiera cotizado todo aquí. He dejado encima de la mesa del recibidor el sobre con el resultado de las pruebas y he marcado el número de Lucile. Al cuarto tono, ha sido Laurent quien ha contestado. “Alló?, Alló?”. Mi silencio como respuesta. Botón, botón rojo. Finalizar llamada. Entonces me he derrumbado. Y no me importa reconocer que, amarga y desconsoladamente, he llorado.


domingo, 11 de abril de 2010

POR PARTE DE LA NOVIA

LA INVITACIÓN

Cuando recibió aquella llamada, “Sara, que me caso en Mayo”, ella se había sentido doblemente emocionada. Porque aquello era un notición. “Y quiero que vengas a mi boda”. Y porque Raquel, su amiga infantil del alma, a la que casi le había perdido la pista, se había acordado de ella. “Ven con Carlos, claro”. Se notaba que hacía ya mucho que no hablaban. “Raquel, ya no estoy con él; voy a ir sola”. Ambas disimularon lo apurado del momento y desviaron muy diplomáticamente el tema prometiéndose que se verían pronto y que se pondrían al corriente de sus respectivas vidas.

LA VÍSPERA

Con el GPS, Alicia no tuvo ningún problema para llegar. Cuatro horas al volante de su BMW Serie 1, sin parar cinco minutos siquiera de hablar por el “manos libres”. Había imaginado el pueblo menos gris y más diáfano. Lo encontró afectado por el síndrome de las rotondas. Una rotonda. Otra. Otra más. “Verás que el hotel es sencillito”, le había advertido Raquel, “…por lo menos está cerquita de la Iglesia…”. “No te preocupes, yo me apaño con cualquier cosa”. En honor a la verdad no esperaba encontrarse de esta manera, arrastrando un maletón escaleras arriba, con grave riesgo para su espalda. Había cargado con tanto porque no quería arrepentirse de dejarse nada que luego pudiera necesitar. El Hotel tenía de Hotel el nombre. Sin ascensor, Señor, dónde se había metido. Tuvo que entrar la “Samsonite” de lado en la habitación. Inspeccionó. ¿Limpieza…? Para una noche tenía un pase. Lo mismo, después de la boda, daba una excusa y se buscaba otro sitio. O se iba de un tirón a casa. Ya vería. El cuarto de baño. Qué horror de azulejos. Y de ducha. Hizo un gesto de resignación. “¿Sencillito? ¡Ja!”. Estaba terriblemente cansada, así que se desarregló en un par de minutos y se dispuso a dormir. Los chirridos de las cañerías y el estruendo de motos con el tubo de escape trucado zumbando por la calle no le dejaron.

EL DÍA DE AUTOS

Cuando Sara estaba a punto de salir de su casa se encontró a sí misma estupenda. Radiante. Espectacular. Como la princesa de los cuentos. Sí, le costó lo suyo dar con un modelito que le acoplara. Rastreó en un millón de tiendas. Lo que a primera vista le gustaba, no le ajustaba, bien en la cintura, bien en el bolsillo. Y casi a punto de sonar la campana, había triunfado y había comprado un vestido negro entallado que parecía hecho a su medida.

Un madrugón en la peluquería para un peinado tocado. Una sesión de maquillaje. Una retahíla de piropos de su madre, “con lo que tú vales, si te cuidaras un poco…”, y listo. Bajó los dos pisos con cuidado, no fuera a tropezar con aquellos altos zapatos a juego que le hacían crecer diez centímetros. El espejo del patio le devolvió su imagen irreconocible, desconocida. “Sara, hoy estás que te sales”. Y eso que ella, sólo era una invitada, no la novia.

Camino de la Iglesia, mientras resonaba el eco de los tacones en la acera, atravesó la Residencia “La Experiencia”, donde ella trabajaba de sol a sol cada día, para sus abuelitos. A esas horas ya estarían sus compañeras recogiendo la vajilla en la cocina. Y los yayos dormitarían en las butacas, cara al televisor. Bueno, todos no. Avelino estaba asomado en un balcón, fumando un pitillo de los que se lían a mano. “¡Guapaaaaaa!”, exclamó al verla pasar. “¡Avelino, hombre, que soy yo!”, le reprendió Sara. Pero el anciano no terminaba de asociar por qué aquella morenaza le llamaba por su nombre. “¡Y te he dicho cien veces que no fumes!”. Y encima, le metía bronca. Avelino no entendía nada.

Al entrar en la plaza, se encontró con un nutrido grupo de invitados que esperaban en la puerta del templo. Aquello parecía la antesala de la ceremonia de la entrega de los premios Goya. Cuánta pamela junta. Qué colorido. Azules, estampados, grises, rosas… Y cuánto joyerío. Menudos pedruscos colgando de estiradas orejas. A Sara le salió de golpe la timidez que intentaba reprimir, se sintió grotescamente disfrazada y le bajó la autoestima hasta la altura de sus zapatos altos que encima, ya empezaban a martirizarle los pies.

Y POR FIN, EL BANQUETE

Veinticinco metros de traca coronados por un “masclet” gigante recibieron a los novios a su llegada al restaurante. Una demostración de que “aquí somos más que nadie”. Los del terreno, que acudían por parte de la novia, aplaudían y lanzaban risotadas. Los foráneos, que venían por parte del novio, habían quedado aturdidos y lívidos. Un plano de situación evidenciaba los dos bloques en que iba a quedar dividido el gran comedor. Por un lado, los “Pepes”, los “Juanes” y las “Marujas”. Por otro, los “Joseph”, los “John” y las “Mary”.

En dicho esquema, en vez de mesas, alguien había dibujado aviones con un “powerpoint”. Guiño al trabajo de los novios. Alicia se acercó al panel. “A ver qué vuelo me han asignado”. El maquillaje no había podido disimular completamente las largas ojeras con las que había amanecido. Menuda nochecita. Buscó, buscó… Ahí estaba. Claro, en la mesa de los “retales”, la más alejada de los contrayentes. A excepción de una tal Sara, estaría acompañada de ocho anglosajones. Qué divertido. Allá esperaba sentada una chica muy seria. Lo tuvo fácil, debía de ser Sara. Alicia se autopresentó. “Encantada”, dijo Sara. “¿Vienes por parte de la novia?”. “Sí: por parte de la novia”. Luego Alicia se dio cuenta de lo casi obvio de su pregunta: “Es evidente: seguro que casi todos los que hablamos castellano venimos por parte de la novia”. “Parece que nosotras somos los versos sueltos de este poema de invitados”, concluyó Sara con cara de circunstancias. “Con rima asonante…”, confirmó Alicia, “con rima asonante…”.

En ese instante hicieron acto de presencia los novios y hubo pasillo de honor, vítores multinacionales, y lluvia de flashes. Marcha nupcial y cava de honor. Guerra de megapíxels. Hasta el más torpe llevaba una cámara “réflex” en la mano. Imposible no salir retratado. Los británicos estaban equivocados si pensaban que al tomar asiento todo iba a discurrir en medio de una apacible calma y una tertulia distendida. Del grupo ibérico empezaron a corear “¡Que-se- be-sen; que-se-be-sen!” y ya ellos, muy flemáticos, tuvieron que cronometrar en su idioma: “One, two, three…” y así hasta treinta, cuarenta o más segundos que duraba cada ósculo. Qué empalagoso.

“Va a ser todo el rato así”, le aseguró Sara a Alicia. Los camareros, en perfecta formación, con pajarita al cuello, y al ritmo de pasodoble, iban sirviendo desde sus fuentes. De entrada, marisco. Ellas sólo mareaban el plato, y luego lo dejaban intacto. “Raquel y yo íbamos juntas al colegio, de eso nos conocemos”. Ah, caramba, qué interesante. “Yo soy sobrecargo: y he coincidido en muchos aviones que ella ha pilotado. Tenemos muchas horas de vuelo…”. Ja, ja. “¿Ves Sara a todos esos gambas en la mesa que hay en la dirección a tus “seis de la tarde”? Son pilotos”. Sara no se giró, pero los tenía identificados. Ahhhh. “Son unos capullos integrales. Raquel sabe que no me hablo con ellos. Y que tengo motivos. Por eso me ha sentado aquí. De verdad, me ha hecho un gran favor. Estoy divinamente”.

Los platos volaban. Otro guiño para el trabajo de los novios. Cordero en salsa. Para ellas, el plato regresó indultado a las cocinas. Para ellos, no habría necesidad de ponerlo después en el lavavajillas. Una nueva eclosión besucona les interrumpió la conversación. Sara prosiguió: “Raquel no ha invitado a ninguno de los amigos que tenía cuando vivía aquí… Sólo a mí”. Y probó el sorbete. Exquisito al paladar. “Probablemente no estamos a su altura. Trabajar en La Experiencia no tiene demasiado atractivo que digamos”. ¿La experiencia? ¿Qué es eso? “…es una residencia de abueletes aparcados. Hay mayores muy lúcidos con un montón de historias impresionantes que contar…”. Seguro que sí, que le preguntaran a Avelino.

En ésas, llegó el pescado, con coreografía incluida. “…pero Sara, si Raquel no te apreciara bien, no te habría invitado”. Sara levantó la cabeza y cerró los ojos, intentando hacer memoria. “…seis años. Seis años y medio han pasado desde la última vez que nos encontramos”. Jo, es bastante. Y le confesó: “Por aquel entonces yo salía con un chico que antes había estado con ella… seguramente cuando me llamó, Raquel esperaba que él siguiera conmigo para que también estuviera hoy aquí… Qué lástima: le perdió la pista”. Ostras.

La música chimpum-chimpum de la orquesta fue “in-crescendo”. Castigo para los tímpanos. Alicia y Sara, versos sueltos con rimas asonantes, congeniaron muy bien y lo pasaron en grande. Ambas estaban absolutamente seguras de que aquel matrimonio que empezaba ese día no iba a resistir el paso del tiempo.

domingo, 4 de abril de 2010

UNA CABEZA MUY DURA

Aquella noche, ya se le habían burlado otra vez los tertulianos de La Perla. “Ja, ja, de ese secarral no vas a sacar ni hormigas”. Menuda chufla. Y esto, Manolo, lo tenía grabado a fuego. No lo olvidaba. No lo perdonaba. Su mayor obsesión, desde ese momento, era realizar una entrada triunfal por la puerta del bar, cargado con un capazo de tomates recién cogidos de su campito, y dejarlos caer en la barra. Y tapar unas cuantas bocas. Unas cuantas bocazas. Cuando el bar “La Perla” bajó la persiana, Manolo inició el regreso a casa. Con las fuerzas justas. Arrastrando casi los pies y evidenciando una cojera en la pierna derecha. Atravesó en diagonal la plaza del Ayuntamiento. A esas horas sólo se escuchaba el rumor de la fuente pública. Un chorro incesante de agua. Se detuvo un instante. Volvió sobre sus pasos. Maldijo lo que no está escrito por lo insultante del derroche y cerró la llave del grifo. Ay, si él tuviera en su terrenito la décima parte del agua que había estado perdiendo aquel caño. Una vez cesado el goteo, ya sólo quedó el lejano fragor de la autovía. Y la bronca respiración de los cascados pulmones de Manolo, que lentamente, reemprendía la marcha.

Es que no había manera de que creciera ni una mísera hierba en su parcela. Ni rastrillando para quitar los pedruscos. Ni trayendo tierra fértil abonada. Ni regando con las bombonas que pacientemente rellenaba y transportaba con la bicicleta. “Estrategia equivocada; Manolo”, se dijo a sí mismo. Y en lugar de un chupito de orujo, pidió dos para soportar mejor a los ignorantes de La Perla.

Inevitablemente, se acordó de Ángel. Amigo de la lejana infancia, Manolo llevaba más de cuarenta años sin hablarse con él y pasando de largo si se lo cruzaba por la calle. Ojalá tuviera otra alternativa diferente… Ángel era un mal tipo, un tergiversador, pero es que no conocía a otro zahorí. Se arriesgó: Aquél bien podría enviarle a pastar. Sin embargo, no lo hizo. Se limitó a disimular en cuanto apenas su satisfacción porque este engreído le necesitaba y a llegar media hora tarde al terreno de Manolo sólo por el gusto de hacerle esperar. Frente a frente, estaban los dos setentones, en el secano, en una mañana desapacible. “¿Pasa agua por aquí debajo o no?”, le preguntó Manolo impaciente. La respuesta vino un par de minutos después. Anduvo trasteando con una varilla. En círculo. En zigzag. “A unos cuatro metros de profundidad”, confirmó Ángel finalmente. “Cuatro metros…”, repitió Manolo. “No estarás pensando en excavar tú solo un pozo…”. No hubo respuesta. “Estás tú muy cascado para ponerte con un pico y una pala”, le advirtió. Tampoco hubo comentario. Aún le sacó 100 euros el viejo zahorí al otro viejo, Manolo, por el “trabajo”, y sin despedirse, lo dejó allí solo en medio de su descampado con las nubes amenazando tormenta.

La meditación de Manolo a propósito de qué hacer duró lo justo. Al fin y al cabo era a lo que se había dedicado toda su vida. Ladrillo a ladrillo, a levantar paredes. Palada a palada, a llenar hormigoneras. Martillazo a martillazo, a derribar tabiques. Así que hizo acopio de herramientas, marcó los dos metros cuadrados y sin preámbulos empezó a picar el suelo. Manos encallecidas. Capazo a capazo. Espinazo doblado. Él todavía valía más, mucho más, que muchos niñatos que no sabían lo que era trabajar. Su sudor caía sobre la tierra suelta. Y el agujero empezaba a tomar forma. La noche del primer día no se presentó en La Perla. Y camino de su casa, arrastraba del todo los pies y encorvaba la espalda. Atravesó, como siempre, en diagonal la plaza del Ayuntamiento. Sólo se escuchaba el rumor de la fuente pública. Un chorro incesante de agua. Un chorro continuo de agua. A-GUA. Eh, eh, que el grifo está abierto, que el agua se sale… pero Manolo no se detuvo. “A la mierda con el agua”, masculló. Y el líquido elemento siguió perdiéndose.

Él ya sabía que aquello no iba a ser fácil. Metido hasta la cintura en el foso, el tercer día desde que empezara, aquello estaba más duro que la piedra pura, y bajo un sol que le cegaba, no sintió cómo las fuerzas le iban abandonando, cómo aquellos golpes secos que se hincaban rabiosamente en la tierra se convertían en suaves impactos que apenas rebotaban, sus brazos dejaban de obedecerle, las piernas se le doblaban, y terminaba cayendo a plomo dentro de su propia zanja.

Tampoco supo si había tardado mucho o poco en volver en sí. Cuando recuperó la consciencia, se encontró reclinado en el asiento de copiloto de un coche. Y distinguió el arrugado y seco rostro de Ángel con sus gruesas gafas y sus recortadas canas. “No pasa nada, Manolo… Viejo testarudo y cabezón, ha sido sólo un susto…”. Manolo mantuvo los ojos muy cerrados, respiró profundamente y sólo dijo: “Joder, Ángel, este enfado nos ha durado un poco más que el de otras veces…”.