domingo, 28 de marzo de 2010

LA CAFETERA

Al principio del periodo escolar, a cualquier buen observador, apostado en la rotonda del Sur, no se le habría escapado que la empresa GORRI_LINES.COM era una compañía asimétrica. Y es que a eso de las 8:35, irrumpían en perfecta formación unos deslumbrantes autobuses de color verde; limpios, relucientes, al frente de los cuales iban sus respectivos conductores inmaculadamente uniformados, con su chaleco también verde, y su corbata a juego. El número 1, detrás el 2, después el 3, y cerrando la comitiva que tomaba la calle del colegio, el número 4. Después nada. Tráfico normal. Cinco minutos más tarde, nada, también tráfico normal. Pero al cabo de casi un cuarto de hora, temblaba el asfalto, BROOOOM, BROOOM, se escuchaba un rugido que no era de este mundo, y aparecía el número 5 de la “Gorri_Lines.com”. La vibración hecha autobús. Una cafetera que algún día fue verde con ruedas. Una reliquia del siglo pasado. Al volante, César, un conductor con las gafas de sol tipo Rambo al que no le cabía el traje. Definitivamente, ésta era una compañía asimétrica.

Aún no despuntaba el día, y el gigantón César recogía a Silvia, la cuidadora de la ruta 5. Se profesaban secreta admiración mutua, que nunca había pasado de ahí, porque ambos pertenecían a órbitas muy dispares. Después, tras unos cuantos semáforos y otros tantos chirridos, empezaba el lento goteo de las paradas, donde aguardaban alumnos y algunas mamás con sus nenes cogiditos de la mano. Y cada niño iba subiendo los peldaños a cuestas con su mochila azul, el bocata en papel de aluminio y unos cuantos kilos de sueño. “¡Hale, chavalotes, arriba, que tenemos que levantar el país!”. Los conocía a todos por sus nombres y para todos tenía algún cumplido o frase de ánimo.

Y es que César era un animador nato. Se preparaba a conciencia cada día sus viajes de ida y vuelta como lo podría hacer un locutor con su programa de radio. Las mañanas eran calmaditas. Les ofrecía una recopilación musical variada, y desde el micro, se atrevía a introducir las canciones de todos los estilos y colores. Por la tarde, los nanos llegaban generalmente rebotados y era otro show: César era un mago de los monólogos. Partiendo de que la seguridad es un tema muy serio, particularmente celebrado era el numerito que, pinza en la nariz, se iniciaba así: “Señoras y señores, tanto si ya han viajado anteriormente con Gorrilines punto com, como si es la primera vez que lo hacen, rogamos presten atención las instrucciones de seguridad, por ser específicas de esta cafetera”. Los asientos se venían abajo al ver al grandullón y su coreografía, señalando a ritmo de baile las puertas delanteras, la trasera y las ventanillas de seguridad, y reventaban cuando a base de soplidos hinchaba un salvavidas con patito amarillo incluido que guardaba debajo del asiento para la demostración. César contagiaba alegría y buen rollo. De esta manera, no sólo ningún pasajero de la ruta 5 se sentía marginado por viajar en tamaño cacharro, sino que se consideraba bien afortunado.

Ya por la tarde, era en la soledad del garaje Gorri_line.com donde el conductor pasaba revista al viejo autocar. Todo empezaba con una mopa en ristre y un bote de limpiador “bosque verde”, pero fácilmente podía terminar ajustando unos cables sueltos con un poco de cinta aislante y unos alicates.

Ocurrió una mañana que el BROOOOM, BROOOOM se tornó en un POOOOF, POOOOOF, y el motor de la cafetera se ahogó. César se percató de lo serio de la avería y tuvo tiempo justo para arrimarse hacia el arcén. Silvia pidió calma a los niños, y les indicó que no se movieran de sus sitios. Tráfico en hora punta. Bajó el chófer provisto de su chaleco antirreflectante y puso el triángulo a la distancia adecuada. Lo primero, sacar de allí a los chicos. Tiró de móvil y pidió refuerzos. El 1, el 2, el 3 ó el 4, daba igual. Cualquiera de ellos vendría en su socorro. “No podemos ir aún, César, tenemos otro viaje apalabrado con los otros autobuses”, la ira del Señor Gorri se desataba, como si atribuyera a César el escacharramiento del viejo 5. Apareció por aquel punto kilométrico la guardia civil. Documentación. Y mientras, los niños, desquiciados. Y Silvia, la que pedía tranquilidad, estaba de los nervios. César entonces sacó lo mejor de su talento, agotó su repertorio, hizo bises e incluso repartió botellitas de agua entre su “público”. Hasta que se acercó el número 3, arrimándose por detrás, en medio de un sonoro aplauso, por fin les recogían, y se produjo una ordenada y rápida evacuación. En cuestión de segundos, el autobús que acudía al rescate retomó la marcha. Quedó entonces la escena desierta, a pesar del tráfico intenso, con un César de pie, brazos en jarras, sudor en la mejilla, mirando hacia ninguna parte a través de sus gafas de espejo y a sus espaldas, una mole inerte, un esqueleto de chatarra.

Aquella misma tarde, en el colegio, se desató una avalancha de protestas. Padres indignados porque “no se podía discriminar a sus hijos asignándoles un transporte medieval”. Correos electrónicos a la dirección. Llamadas airadas a la centralita. El director, saliendo al paso, les anunció que ya había tomado la iniciativa (aunque no fuera del todo cierto), que ya había advertido seriamente a la compañía de transporte y que tenía un compromiso firme por parte de ellos: reemplazarían “ipso facto” aquel obsoleto autobús.

Casi al finalizar el periodo escolar, a cualquier buen observador, apostado en la rotonda del Sur, no se le habría escapado que la empresa GORRI_LINES.COM era una compañía asimétrica. Y es que a eso de las 8:35, irrumpían en perfecta formación unos deslumbrantes autobuses de color verde; limpios, relucientes, al frente de los cuales iban sus respectivos conductores inmaculadamente uniformados, con su chaleco también verde, y su corbata a juego. El número 1, detrás el 2, después el 3, y cerrando la comitiva que tomaba la calle del colegio, el número 4. Después nada. ¿Nada? ¿Cómo que nada? ¡Nada menos que la joya de la corona! ¡El Tren de Alta Velocidad del asfalto! ¡El clase preferente de la circulación! ¡El nuevo cinco! ¡Cinco! ¡Cinco estrellas verdes, que tenía aquella maravilla de la tecnología y del confort! Y al volante, un conductor trajeado con cara de palo que no era César. Definitivamente, ésta era una compañía asimétrica.

Habían pasado varias semanas. Era Junio y los termómetros en la calle rebasaban los cuarenta grados a las cinco y pico de la tarde, hora del regreso a casa. Pero dentro del nuevo 5 se estaba fresquito. Reinaba silencio, sopor y letargo entre los mullidos asientos. Entonces Silvia lo vio. “¡Mirad, es César!”. Andaba por la acera, con bermudas, camiseta, pero siempre con sus gafas de Rambo. El autobús se desequilibró, porque todos, todos, se arrimaron al flanco derecho. Aporrearon los cristales tintados. “¡EEEhhhhh! ¡Césaar!”. Al unísono, fue un clamor. CÉSAR, CÉSAR, CÉSAR. Hasta el cara de palo tuvo que hacer uso del claxon. CÉSAR, CÉSAR, CÉSAR. Éste, levantó ligeramente la mano, sin detenerse, a modo de saludo. CÉSAR, CÉSAR, CÉSAR. No le leyeron los labios, pero literalmente dijo: “¿No queríais coche nuevo? ¡pues jodeos con vuestro coche nuevo!”. El flamante 5 avanzó avenida abajo. Todos siguieron vitoreándole, mientras su figura se alejaba, se empequeñecía; y ya al doblar una calle, acababa desapareciendo engullida en una ciudad inmensa.


domingo, 21 de marzo de 2010

VINILOS, TELÉFONOS DE RUEDA Y TANGOS

Era la época de los vinilos y los casetes. Se acababa el año, oscurecía temprano, y un helor intenso conservaba hasta las ideas más volátiles. En aquella cafetería de la avenida encontramos a Laura. Y su chaquetón. Y sus guantes. Y su bufanda de dos metros. Muy encogida por el frío, exprimía contra la cuchara la bolsita de la infusión. Hablaba con su amiga Clara. “Carlos se lo merece”, concluía. Con todo lo que había hecho él, era lo menos que ahora podían hacer todos: Corresponderle. Le había recordado cómo un año antes, Carlos había sido un entusiasta colaborador en el grupo de teatro del que Clara formaba parte. “Reconoce que sirvió de mucho”, apuntó Laura. Clara asentía, “es verdad”, no podía negarlo. Y entonces, ellas miraban el reloj, se hacía tarde, era entre semana ya les estarían esperando en casa, se ponían en pie, Clara pagaba, con una moneda de cien pesetas sobraba la mitad, y Laura le daba un montón de folios, “Sábado 15, 23:30 H, Café Liberto, Concierto de Carlos Tejeda”, para que los repartiera entre los componentes del grupo de teatro, “por cierto qué buena la representación última, magnífica”, “¿Sí? ¿te gustó?, repetiremos en Mardebé dentro de un mes… “. Y de despedida, dos besos, “gracias Clara, no faltes”. En la calle, las hojas volaban arrastradas por el viento.

Era la época de los teléfonos de rueda. Laura respiró hondo para contener su enorme timidez, pero no pudo evitar un titubeo cuando preguntó por Arturo. “Arturo, es para ti: Laura”. Y Arturo, que debería estar escuchando un disco a toda pastilla en su leonina habitación, dio un salto de alegría, “¿Laura?, ¡Dios existe!”, y avanzó corriendo en pijama y zapatillas hacia el auricular, porque al segundo imaginó que entre los dos surgiría por fin algo, podría haber un plan. “¡¡Laura, qué sorpresa…!!”. Ella no dio rodeos. “Carlos canta el Sábado y nosotros no vamos a fallarle”. A Arturo se le cayó el mundo a los pies y no se agachó a recogerlo. “Arturo, quién te ayudó en la adaptación de las partituras para la banda de Los cinco soles…”. Tras un silencio forzado, él repuso, “…tienes razón”. “Es lo menos que podemos hacer, va a ser una actuación memorable, avisa por favor a todos los que puedas de la banda”, concluyó Laura.

Era la época de unos balones de fútbol llamados “Tango”. Los gritos de “¡mía, mía, mía!”, “¡pásala ya!”, “¡cubrid al nueve que está solo!”, se entrecruzaban en el campo durante el entrenamiento. Y allí, en la fría y solitaria grada, esperaba Laura con su carpeta llena de fotocopias, en las que por cierto se había dejado un dineral, “Sábado 15, 23:30H, Café Liberto, Concierto de Carlos Tejeda”. Conocía al entrenador Elías, viejo conocido de su padre, que se extrañó de verla allí. “¿Carlos Tejeda?”. Aquel chico hacía semanas que no venía a entrenar. “Una lástima. Un buen defensor”. Y tuvo que explicarle cuál era la vocación de Carlos Tejeda. Y que, aquella musiquita que sonaba por la megafonía cada Domingo por la mañana, sí, sí, aquel himno psicodélico era obra y gracia del defensa Carlos. Y ahora, tenían que estar todos con él. Elías no sabía mucho de músicas, pero vio tal empuje en aquella Laurita, la hija de su amigo, que no tuvo más que recoger aquellas hojas que anunciaban el evento. “Hay que ir”, pidió con decisión.

Llegó aquel Sábado 15, y salió por cierto, mustio y lluvioso. A aquel día le faltaban apenas ya quince minutos en el café Liberto. Un tugurio en penumbra. Mesas bajas y taburetes. Medio vacío estaba el local; sólo los habituales con su quinto de cerveza. La música muy alta. Algunas copas en la barra. Humo flotante. Conversaciones interesadas. Allá, en una tarima de la pared del fondo, Carlos Tejeda, afinaba su guitarra. Levantó la mirada y no vio a nadie, a casi nadie que estuviera dispuesto a interrumpir su conversación para escucharle. Entonces vio entrar a Laura. Con su prima adosada, con su megachaquetón, y su bufanda kilométrica. Ella estaba allí. A él le latió con fuerza el pulso y dio gracias al cielo, porque no iba a dejarse la garganta ni la piel de los dedos en vano. Ella le dijo a su prima que era el humo, que le hacía llorar los ojos. En realidad, a Laura la invadía una mezcla de rabia e indignación por el nulo eco de su llamamiento. “Son unos ingratos de mierda”, exclamó. La prima la hizo callar. Sonaban ya los primeros acordes.

lunes, 15 de marzo de 2010

CONMIGO NO

No es que empezaran a volar avioncitos de papel por la oficina de una mesa a otra, no. Tampoco aparecieron corrillos ociosos en torno a la máquina del café, qué va. Los teléfonos no sonaban interminablemente sin ser puntualmente atendidos, eso tampoco. Y las calles seguían apareciendo sucias de plastiquitos sin barrer que el viento arrastraba formando remolinos. Pero aquella mañana arrancaba una nueva era. Se trataba del día 1 después del Sr. Solano.

Así que cuando Julio entró por la puerta principal, notó inmediatamente un ambiente como de resaca festiva. Un aire de liberación. Un silencio, otrora contenido, ahora roto. La gente, desde sus puestos hacía uso de la palabra y hablaba normalmente. Julio comprobó cómo la ley esa que rige sobre la expansión de los gases, se cumplía en la oficina, de manera que el hasta veinticuatro horas antes despacho del gran jefe, estaba ya ocupado por nuevos inquilinos. Porque eso sí, había sido tal la carga de trabajo desplegada por el Sr. Solano durante tantos y tantos años, que la empresa no había tenido más bemoles que ubicar allí nada menos que a dos personas. “Ninguna soy yo”, se lamentó Julio. Así atravesó la sala de las pantallas, saludando levemente y buscando el refugio de su ordenada mesa.

Una vez delante del ordenador, no conseguía el punto de concentración. El viejo maestro le había dado una última recomendación, preparar un comentario sobre la posible llegada del aperturismo en Cuba tras los lustros de Castro. Él estaba en eso. Pero ya no sentiría, de un momento a otro, el aliento del viejo sheriff en el cogote, “…empieza de cero, eso que has escrito no es lo que te he pedido…”.

Encima, no lograba abstraerse de los comentarios malintencionados que le bombardeaban los oídos. Qué se habría creído el “viejo tiranosaurio Rex”, que se fue muy en su línea, sin despedirse de nadie… poco iba a tardar su mujer en pedir el divorcio si a partir de ahora lo tenía que aguantar en casa. El gran faltón del respeto. El recortador de pluses. El “mal si lo haces, pero peor si no lo has hecho”. El “esto-es-lo-que-hay” y “doy una patada y salen cien como tú”. El sembrador de cadáveres laborales, que luego resucitaban en otras compañías, eran felices y superaban el trauma cosechando importantes éxitos profesionales.

Lo que cambiaban las cosas en cuestión de horas, pensaba Julio. Nadie ayer mismo se hubiera atrevido a toserle mínimamente, y hoy ya lo linchaban públicamente. Sin tenerlo enfrente, claro estaba. Indudablemente, éste sería el tema del día. El caso era que casi todo, absolutamente casi todo lo que soltaban estas lenguas viperinas hacía honor a la verdad. Así era talmente como se había comportado el Sr. Solano con el personal: como un cabrón. Julio tragó saliva… “pero conmigo no”, musitó, “conmigo no”.

Apretó entonces la tecla “Supr” y borró de un plumazo los cuatro renglones que llevaba escritos. Dejó Cuba para otra ocasión y se puso a escribir sobre Solano, el insufrible. Y encontró entre ambos temas un paralelismo relativo. Llevaría unas seiscientas palabras, cuando la secretaria lo sacó de su abstracción. “Julio, ve al despacho de personal, por favor”. Julio se levantó arrastrando la silla. Según salía de la sala de las pantallas, alguien dejó caer en voz baja: “a éste se le ha acabado el chollo”, y él en ese instante presintió que no lo llamaban para nada bueno.

martes, 9 de marzo de 2010

A SOLAS

Aquella noche, después de cenar, Andrés se dispuso a bajar la basura. Con sudadera y zapatillas de ir por casa, salió al rellano de su casa. Luego en el ascensor, como hacía casi siempre, se encaró con el espejo e hizo para sí mismo un poco el zángano. Aspavientos, gestos, posturitas, pantomimas y su especialidad: mover los ojos como chiribitas. Vivir en el ático de un edificio alto ofrecía eso: tiempo para el espectáculo mientras el elevador descontaba pisos de arriba abajo.

Pero aquel viaje hizo escala en el sexto, y ahí se interrumpió el “show de Mr Bean”. Apareció Elena, la de la puerta 23, que ya esperaba con impaciencia. Ninguno de los dos disimuló el desagrado que les producía encontrarse frente a frente. Ella se abrió paso sin saludar siquiera, “aquí está el plasta éste”, debió pensar. Y él agachó la cabeza, mirándose los pies para no ver de ella ni siquiera su reflejo, “menuda elementa”. Con la respiración por ambos contenida, los dos desearon que aquel receptáculo bajara lo más deprisa posible.

Entonces sucedió. Se hizo el apagón más absoluto. Y el ascensor, en medio de un gran chasquido, se quedó bloqueado. Elena ahogó un grito. Andrés se resintió de las rodillas y dejó escapar un taco, coño, y luego otro, joder. Estaban en la más absoluta oscuridad. Por nada del mundo, por nada, ninguno mostraría al otro el más leve indicio del pánico que les desbordaba. Eso sería lo último. Ella abrió la tapa de su móvil. La tenue luz de la pantalla les alumbró unos segundos. “Mierda, no hay cobertura”.

Lo que vino a continuación fue una larga lluvia atronadora de decibelios. Aporrearon a dúo la puerta de inoxidable de su nueva cárcel. Fundieron el botón amarillo de la alarma. ¡¡¡¡RIIIIIIIIINNNNNGGG!!!. Gritaron al unísono. ¡ESTAMOS AQUÍ ENCERRADOS! ¿ALGUIEN NOS OYEEEE? Segundos para recuperar el resuello. Privados de la vista: allí dentro no se veía ni torta, los otros cuatro sentidos se agudizaban. El olfato, “vaya peste que tira la mierda de basura esa que llevas”; el oído, “aquí no nos oye ni el tato”; el gusto, “¿quieres un chicle?” y el tacto, “como se me arrime, le doy en los huevos”.

A solas a la fuerza, fueron cayendo los minutos. Y las palabras. “Después de esto, pienso estar una larga temporada subiendo por las escaleras”. “Algo gordo ha tenido que pasar…”, murmuró él, “se habrá ido la luz en todo el barrio…”. “Le dije que si a las once y media yo no llegaba, que hiciera marcha…”, suspiró ella, “habrá pensado que lo dejamos estar”. Y es que pasaban ya unos minutos de las doce. Tema serio. Mejor intentamos sentarnos, esto puede ir para largo. Más vale resignación que pataleo. “Puede que mañana sea mi último día de trabajo…”, confesó entonces él. Poco a poco, empezaron a fluir sus historias. “Yo hubiera querido…”, “Una vez, yo tenía previsto…”. Casi la una en el reloj. Y de nuevo el silencio. Andrés notó que Elena estaba a punto de romper a llorar. Entonces le pidió a ella el móvil, “para qué, si no tiene línea”. Insistió. Abrió la tapa de la carcasa, se iluminó el rostro levemente y le dedicó su careto más imposible. Ése que tenía muy ensayado y nadie había visto antes jamás. Ella no pudo reprimir una carcajada. Se descuajaringó. “Pensaba que eras un tío capullo, y resulta que eres muy majo”, le dijo con franqueza. Andrés no encajó este cumplido demasiado bien, pero estaba todo tan oscuro, que claro, ella no lo vio.

Cuando ya las vejigas demandaban con insistencia un alivio, y ambos caían medio aletargados en un ambiente cargado, de repente volvió la luz. Los fluorescentes parpadearon y cegaron en los primeros instantes sus pupilas. Por fin. Ya era hora. Al instante, la doble puerta del ascensor se abrió mansamente y dejó entrar una bocanada de aire nuevo. Era la liberación. Con los músculos entumecidos dieron un paso y salieron aturdidos de su encierro. En el patio había algunos vecinos blandiendo linternas de leds en sus manos, que se sorprendían y compadecían al verlos. “Ah, pero… ¿estabais ahí?”. Sí, estaban ahí, provistos de una gran dignidad y un enorme cansancio, Andrés con la bolsa de basura pegada en la mano; Elena con el móvil que recuperaba la cobertura y empezaba a disparar los mensajes pendientes y las llamadas perdidas. Se fundieron en un mar de explicaciones, y dedicaron un sinfín de lindezas a la compañía eléctrica.

Poco después, ya en la calle, frente a los abarrotados contenedores entre los coches aparcados y bajo la luminaria que recobraba su intensidad normal, Andrés y Elena fueron a despedirse. Sólo les salió un gesto. Porque para entonces, ella ya había advertido que él desprendía de nuevo un inconfundible tufo a plasta total y él en parecidos términos, veía claramente a la elementa que tenía al lado.

miércoles, 3 de marzo de 2010

ANTICIPANDO EL FUTURO

Pasadas las dos del mediodía, Benito (el tercero de la saga) se presentaba en la casa de sus abuelos, en la calle del Muro. Abuelo y abuela estaban encantados de recibir al nieto como ilustre invitado. Y sabiendo de sus gustos y preferencias, lo tenían todo a punto, encima de aquella mesa de mármol blanco, y le hacían sentarse, pidiéndole "por favor" que no se moviera. Ya estaban ellos para servirle de forma generosa y exagerada, uno tras otro, sus platos favoritos, torrijas de pan y azúcar incluidas, hasta que Benito Tercero se plantaba y decía: "no me cabe más".

Entonces, con su mochila a cuestas, se dirigía al despacho del abuelo, desplegaba su portátil y sus libretas, se encasquetaba los auriculares de la ipod, y se disponía a estudiar unas cuantas horas. Había descubierto que allí, en aquellos metros cuadrados sin cobertura, el tiempo cundía más y se concentraba mejor. El trasiego del fregado de platos y el sonido de la tele con la novela eran infinitamente mejores que la estrechez de su cuarto compartido en casa y los ladridos del perro del vecino. No había color. Cuando se acercaban las nueve de la noche, recogía los apuntes al tuntún, se estiraba y se desentumecía. Encontraba a sus abuelos en la sala de cara a la tele, y les decía, "...me voy ya. Mañana también vengo". Ellos, a dúo, lo acompañaban hasta la puerta, "Aquí estaremos".

Aquel despacho olía a libro y madera antigua. Era estrecho y largo. A ambos lados, estanterías abarrotadas forraban las paredes hasta el techo. Desorden controlado. Benito Tercero era persona de distracción fácil y mente voladiza. Y al chocar de frente con el tercer párrafo, que no le entraba, su mente rebotaba hacia arriba y se encontraba con la colección completa de Blasco Ibáñez, en aquella edición tan antigua, y de lujo. Y con la de Pearls S Buck. Y la de Dickens. Y la de Pérez Galdós. Y así, hasta donde la vista se perdía.

También, arriba del todo, estaban aquellas carpetas descoloridas, clasificadas por años. Aquellas carpetas azules que le llamaban poderosamente la atención, en lo alto de lo alto, del último estante. Apuntes del abuelo, de Benito Primero. Qué fuerte, pensaba Benito Tercero. Cuántas historias allí guardadas. Pero el temor a ser descubierto le retenían. El abuelo, llamando previamente a la puerta, solía aparecer a media tarde para ofrecerle una horchata, un café con leche, unas rosquilletas o cualquier cosa.

Y una tarde la curiosidad le pudo. Benito Tercero se encaramó a la silla, y con el brazo estirado alcanzó la carpeta de 1963. Qué pasada. Cuartillas amarillentas. Letra pulcra e inmaculada. En aquellos textos se concentraba la esencia de los libros que el abuelo había leído. Los mejores párrafos, analizados y comentados. Justo cuando ya se disponía a cerrar la vieja carpeta, dio con una hoja, "OBJETIVOS INMEDIATOS...", pero qué era aquello, leyó interesadísimo: "Adquirir la casa de la calle del Muro". ¡Ostras! El abuelo había conseguido lo que se había propuesto. Benito Tercero se rindió a la lectura de los detalles. El cómo. El a quién. Todo, todo, estaba allí escrito con aquella caligrafía impecable.

Al día siguiente empezó a mirar a su abuelo de otra manera. Comió a toda velocidad, "hoy tengo mucho que repasar", y fue raudo al despacho. Cuando estuvo muy seguro de no ser escuchado, se estiró de nuevo hacia lo alto de la estantería y se hizo con la carpeta de 1964. Más apuntes, nuevos comentarios... y ¡ahí estaban! "OBJETIVOS DEL 64..."... "Abrir una librería en la calle Mayor". El asombro de Benito Tercero iba en aumento... este abuelo suyo era la leche: quiso ser librero y fue librero. Reabrió nuevas carpetas y fue comprobando evidencia tras evidencia que todos y cada uno de los propósitos que el abuelo se había ido trazando en la vida se habían cumplido escrupulosamente... ¿cabía mayor triunfo en la vida? ¡Si hasta la llegada de Benito Segundo, su padre, había sido algo perfectamente previsto y organizado! Benito, el tercero de la saga, se llevaba las manos a la frente, Madre mía, pero qué injusto había sido toda la vida con el abuelo, y con qué inmerecida indiferencia lo había tratado.

Era ya noche cerrada en la casa de la calle del Muro. La abuela entró en el despacho, donde Benito Primero, enfundado en su batín, escribía bajo la luz del flexo con su letra perfecta. "¿No vienes a dormir, Benito?". "Dos minutos, María...". "...pero ¿se puede saber qué estás haciendo a estas horas?". Benito guardó la cuartilla vieja con tinta nueva en la carpeta de 1970. Se quitó las gafas, dejando al descubierto sus profundas ojeras, y con una sonrisa respondió, "estoy anticipando el futuro que tuvimos".