domingo, 12 de julio de 2015

El pringadillo de las jaquecas




I
Que griten si quieren. Yo estoy con que el balón es mío y, si yo no quiero, aquí no juega nadie. Por el rabillo del ojo, veo que mi padre se ha levantado de la tumbona, donde hacía la siesta, y viene hacia mí poniendo morro. Oh, oh. Señal de que me va a reñir o algo parecido. Me llama. “Jairo: ven aquí”. Acudo. Con la pelota fuertemente cogida a mis brazos. Se agacha. Ojos con ojos. Cuenta hasta tres. Apunta con el dedo índice. “…mira…: has de compartir con los demás lo bueno que tienes”. No me convence. Luego los demás no comparten nada conmigo. Él, entre dientes, “no me montes aquí una escena, o te acuerdas”, me pide el balón. Cedo. Se lo doy. Para ellos todo. Cuando voy a girarme, le pregunto: “¿Lo malo también, papá?”. Sí, que si lo malo también lo he de compartir. Él ya va de vuelta a la siesta. “Lo malo también, claro”. Tomo buena nota. Yo sé por qué me lo digo.
II
Por Esperanza, todo. Me ha retado Cristian a una carrera de bicis delante de ella.   No era cosa de decir que no. Su bici pesa menos. Yo compenso eso con mejor pedalada. Viene a un palmo de mí. Va a mi rueda. No consigo despegarme de este plasta. Me lloran los ojos del aire. Más, más, más. Me emborracho de velocidad. Cuando llegue a la bajada, con lo que pesa mi corcel aceleraré más, a él le entrará cague, aflojará, y la victoria por Esperanza será mía, mía, míaaaaaaaaaaa. UFFFFFFFF. Osti, qué leche. Osti, las ruedas por allí, yo por allá. Osti, que me he roto algo. No había visto esa piedra. Cristian frena unos metros más hacia delante y recula. Ay, ay, ay. Uf, uf, uf, qué daño, qué daño. Me muerdo los labios. Él se interesa: “¿Te ha pasado algo, Jairo?”. Me incorporo trabajosamente. Lo miro. Al instante ya estoy bien. Al instante también escucho cómo Cristian cae al suelo, ay, ay, ay; mientras todos los que venían corriendo hacia nosotros claman, “venga, Cristian, no hagas teatro, que no es para tanto”. Yo me desentiendo del rival y me acerco a mi retorcida bici, a ver qué puedo hacer por el manillar y por la cadena suelta. Mi hermana Clara, que va en el grupo, me pregunta: “¿estás bien, Jairo?”. Muestro las palmas de mis manos. “Perfectamente”. Por detrás, gime Cristian, socorrido por Esperanza: “ay, ay, ay, mi clavícula”. Esperanza con Cristian. No es buen momento entonces para decir que la carrera aún no ha acabado, que gana quien llega primero a la meta. “Mmm… tú y yo tenemos que hablar, hermano”. Me suben los colores a la mejilla. Me parece que mi hermana mayor sabe lo mío.
III
“Sí, vale, Clara, lo confieso. No sé por qué puedo hacerlo. Cuando me duele algo, soy capaz de pasar el dolor al primero que se me ponga por delante. Eso lo sé desde muy pequeño. El dolor debe ser algo parecido a la energía: ni se crea ni se destruye. Se transforma, se transporta, se transfiere. Papá me dijo que, igual que lo bueno, lo malo también se debe compartir: Yo lo regalo todo”. Clara no se espanta al escucharme. “¿Y tú cómo te habías dado cuenta?”, le pregunto. Contesta rebotada: “Por los dolores de cabeza que me has dado, cabroncete”. 
IV
Me comprometo. Nunca más le pasaré un dolor a nadie. Ni de muelas ni de nada. Los dolores son y han de ser personales e intransferibles. Clara recalca: “Lo contrario puede traerte consecuencias muy gordas, ¿queda claro, Jairo?”. Yo no veo la cosa tan trágica, pero bueno. Me da un abrazo. Me quedo un poco cariacontecido. Cachis, es que es una pena tener un poder y no poder hacer uso del mismo.  
CV
Mmm… Bueno, con el tiempo transcurrido, uno madura y la memoria se vuelve frágil… A veces se me olvida aquel compromiso… Cuando me viene una jaqueca, dejo las aspirinas encima del banco de la cocina y salgo a la calle. Me voy por la plaza del Ayuntamiento de Mardebé que está llena de guiris a todas horas. Me cuesta poco decidirme. “Ése”. Al instante me encuentro fenomenal. Al instante, noto cómo cambia el semblante de mi receptor doloroso. Mientras vuelvo a casa, despejado como un cielo sin nubes, me asaltan las neuras. Primero me prometo que no lo volveré a hacer. Después, me digo: “…si no conoces a quien haces daño, no he de tener cargo de conciencia”. Me digo también: “..esto no lo hago todos los días… sólo si me encuentro muy apurado”. Y para acabar de autoconvencerme, me pregunto en voz alta: “¿y quién será el hijo de su madre que me transfiere a mí sus dolores de cabeza?”.
CLVI
Es que me tocó las narices. Mi jefe, digo. Que si para cuándo el informe, que a ver si era más puntual, que me iba a poner una sanción y que lo próximo sería un despido procedente. Ahí me dije: basta ya. Me fui a la frutería de abajo. Compré un kilo de albaricoques. Volví a la oficina. Me los arreé sin masticarlos apenas. Con cuidado de no tragarme los huesos, eso sí. Los escupía con puntería en el agujero del water. Y después me estaqué dos vasos de agua fría. Arrggg qué dolorrrrrrr. Retorciéndome, he abierto el despacho del jefe, “¿Señor Iniesta? ¿Señor Iniesta?”. Ya me imaginaba que iba a replicar con mala leche, “qué coño te pasa ahora, Jairo”. Ya me imaginaba pasándole mi malestar. “¿Señor Iniestaaaaa?”. Nada. Tenía que estar ahí. Tenía que estar. Caty, la secretaria de dirección, se ha asomado y me ha dicho: “ha marchado: tenía partida de paddel, hasta mañana ya, nada”.  Te pido perdón, Caty, por el dolor que te he causado. Pero es que no había nadie más que tú para repartirlo, y ese revolutum agudo en el estómago estaba ya acabando conmigo.
CCLVII
Cadena perpetua incomunicada. He escuchado la sentencia del juez y me he venido abajo. He gritado entre sollozos, “¡SOY CASI INOCENTEEEE!¡SOY CASI INOCENTEEEEEE!”.  Surrealismo en estado puro. No sé cómo me pillaron. Ni qué hago yo aquí. He golpeado en la mampara de cristal blindado. Hasta hacerme daño en los nudillos. Y he mirado alrededor. La soledad más absoluta. No hay nadie a quien pasarle este dolor. Éste me lo he de comer con patatas. Lo más humillante, es escuchar la declaración de Cristian, escoltado por Esperanza: “…siendo niños, este individuo me pasó un dolor de clavícula”. Ese caso no lo he podido ni querido negar,  (Esperanza, por ti todo…) pero casi todos los demás, como pretenden… “¡YO SÓLO SOY UN PRINGADILLO! ¿POR QUÉ NO BUSCÁIS A LOS QUE DE VERDAD ESPARCEN DOLOR ENTRE LA GENTE…?”. Entran ahora en mi celda un par de drones para esposarme y conducirme a una prisión de máxima seguridad. Me dejo conducir mansamente. No hay público que me abucheee. Temen seguramente ser blanco de mi dolor. Intuyo que hay micrófonos por doquier. Es cuando me acuerdo de ella y exclamo: “¡Clara, hermana, a la próxima cumpliré lo prometido!”.


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