lunes, 29 de diciembre de 2014

Tortitas


I
“Aquí pegan”. Qué dice éste. No, no me lo puedo creer. En pleno siglo veinte. No puede ser verdad. Me acurruco. Me entra canguelo. Se me quedan las manos frías. Miro alrededor. Todos se están fijando en mí. Me señalan. “Ése es el nuevo”.  Hacen escuchitas. “…si viene a mitad de curso, no habrá hecho nada bueno… de donde venga, lo habrán expulsado fijo…”. Pero a qué colegio me han traído mis padres. Mi madre esta mañana, en este mi primer día, sólo se ha preocupado de si llevo bien atados mis zapatos. Sólo de eso. Venga, venga: me incorporo. No se me tiene que notar que tengo cague, si no, estoy perdido. Brooom. Zafarrancho de silencio. Entra don Antonio. Alguien tose por detrás. Mis tripas suenan en alto. Risas.  El profesor da una voz. Las carcajadas se cortan en seco. Me mira. Me pregunta: “¿Te llamas…?”. “Liviano”, le digo con la boca pequeña. Otra explosión de choteo. Les resulta gracioso mi nombre. Don Antonio grita “¡SILENCIO!”. Y luego señala: “Tú y tú… TORTITAS”. “¿Yo? Pero si yo no estaba haciendo nada…”. Conato de protesta. No hay pero que valga. Trago saliva. No entiendo nada. Aquí qué pasa. Con la angustia en el semblante, los castigados salen a la palestra. “Diez”, sentencia. “¿Diez?”. Se ponen de frente. Se miran. ¿Ya? Ya. Fuá. Manotazo de ida en la cara de uno. Fuaá. Manotazo de vuelta en la cara del otro. Suave. Fuaaaaá. Otro fuaaaá. Éste ha ido y venido un poco más fuerte. Y otro más. Así hasta diez, in crescendo. A partir del octavo, ida y vuelta, los sopapos han tenido que doler seguro. Don Antonio, severo, espera a que terminen. Tienen las mejillas al infiernillo. “A la próxima os volvéis a reír”, les advierte. Me acurruco de nuevo. Miro a quien me ha advertido, un enano que no llega al metro. “Aquí pegan”. Hace un gesto de: “¿ves lo que te decía?”. Abro mi cuaderno. Pegan en pleno siglo veinte. 

II
Le he dicho que sí, pesada, que llevo bien atados los zapatos, que yo me voy, que llego tarde. Pero ella, desde la cocina, me ha visto y ha venido corriendo. “¿…eso es llevarlos bien atados?”. Se ha agachado. Estirón al cordón izquierdo, lazo y apretón. Estirón también al derecho, lazo y apretón. Luego se ha incorporado. “Casi eres tan alto como yo”. “Vale, mamá, vale, ¿ya me puedo ir?”. No, todavía no. “¡Toma!”. Me ha estampado un beso en todo el cachete que me ha dejado sordo. Luego, mientras iba por la acera, con la palma de la mano, me he restregado bien bien, no fuera que quedara algo de su pintalabios y me lo notaran después en clase. 

III
Cincuenta kilómetros por hora, componente norte. “Eso no es nada, mamá”. “No es nada, pero tú hoy no vas al cole”. Sé que de nada van a servir mis protestas. Me quedo mirando por la ventana del mirador. El silbido del viento se cuela por los marcos, que no son tan herméticos. Las ramas de los árboles se agitan. Las palmeras se inclinan despeinadas. Hasta las farolas, en su extremo superior,  se tambalean. Me resigno: “Bueno, vale, tendré los pies en el suelo como tú dices, pero para cuando vuelva mañana, me escribes un justificante”.

 IV
Ya tardaban, ya. Hoy, el bajito borde, ése que se llama Oliver, el que me advirtió que aquí se pega, ha mirado hacia abajo, y ha reparado en mis zapatos. ¡JUÁ, JUÁ, JUÁ! Qué poco tiempo le ha faltado para señalarme los pies, “¡Eeeeyy! ¡Mirad qué zapatones se gasta el nuevo!”. Yo no sabía cómo ponerme. Cotillas, más que curiosos, han ido desfilando y tapándose la risa en la boca con la mano después. “Qué pasa, qué”, les he replicado desafiante. Camino del patio, me han ido haciendo hueco, “¡Cuidadín, je, je, je, que nos pisa Piezotes!”. ¡PIE-ZO-TES! ¡PIE-ZO-TES! Lleno de rabia, me he vuelto a clase y no he salido en todo el día. A mi madre, en cuanto la vea, se lo tengo que decir. Que aquí yo no vuelvo. Cabrones, más que cabrones. 

V
Mundo al revés. Cuando quiero venir al cole, mi madre dice que no, que me quedo en casa. Cuando NO QUIERO VENIR, mi madre me trae a rastras y me deja en la puerta a la hora en punto. Hoy, calma chicha. ¿No podría soplar un vendaval y llevárselos a todos?

VI
Ha sido en el vestuario, después de la clase de educación física. Oliver, el cabecilla microbio, me ha señalado. “¡A quitarle los zapatitos a Piezotes!”. EEEEHHHH. OOOHHHH. AEEEHHHH. En plan manada. Todos a por mí. Dejadme. Entre diez, ya podrían, cobardes. Dos de cada brazo. Tres de cada pierna. Las coces que he podido dar habrán escocido a quien le haya dado, pero me han servido de poco. AUUUPPPP. Una bota fuera. AAAAAAHHHH. El grito de la impotencia. AUUUUUP. La otra fuera también. Entonces se han dado cuenta. Que mis zapatos pesan un quintal. Hubieran querido jugar a pasárselos por el aire. Para marearme.  Para que yo intentara recuperarlos volviéndome loco de un lado a otro. Pero no. Entre dos apenas los levantan. Ahí han empezado a mosquearse. Ahí ha sido cuando me han soltado. Y, claro, yo sin lastre, no peso. He empezado a levitar, a levantarme sobre ellos. El más miedica ha salido fuera dando alaridos. Los he dejado boquiabiertos, ojipláticos, patidifusos. Pues qué esperaban, qué. Poco a poco, como un globo de helio, he ido ascendiendo, hasta darme en el cogote con el tubo fluorescente del techo. “Y ahora quién me baja, quién”. Las risotadas se han apagado de golpe. Oliver ha pedido ayuda. Le han subido a hombros. Y me ha tendido su mano temblorosa. Se la he estrechado. Ha empujado de mí hacia abajo. Hasta que no me he podido poner de nuevo mis zapatos, no me han soltado. Oliver, con el susto en el cuerpo, me ha preguntado ahora si estoy bien. Psssss. Le cuento: “…peor fue en el otro colegio: cuando ya me iba hacia la estratosfera tuvo que venir un helicóptero a rescatarme con un cazamariposas…”. 

VII
Quitando esa pequeñez, lo de mi gravedad cero, yo soy un tipo normalito. Como cualquiera. Me gusta divertirme, como a cualquiera. Me gusta hablar, como a cualquiera. “¡LIVIANO Y OLIVER!: ¡TORTITAS!”. Glup. Don Antonio nos ha pillado largando. Oliver protesta en vano. “¡…pero si yo no estaba haciendo nada!”. Nos levantamos. Vamos hacia la pizarra. Cámara lenta. Me parece la nuestra una pelea cruenta de gladiadores en medio de un circo romano. Menudo coliseo. Deleitaremos a los patricios que, desde sus pupitres, verán cómo nos desollamos. “¡DIEZ!”. Intento contener mi sonrisa. Sí, porque Oliver y yo tenemos un pacto. En el caso de que nos tocara este castigo, no se nos irá la mano. Haremos teatro. Con mucho ruido y pocas nueces. Éste es el momento. Zasss. Viene la primera. A mi mejilla. Mmm. Suave. Una tortita. La devuelvo. Zasss. Es tan pequeñajo, tan poca cosa… Ni cosquillas le hago. Ahí viene la segunda. Algo no me cuadra. He visto odio envenenado en sus ojos. Me tiene ganas. Yo qué le he hecho. Qué. Mano abierta. A velocidad de vértigo. ZAAASSSSSS. La clase es un suspiro. Un “¡toma, qué leche!”. Noto mi mejilla ardiendo. Mis lágrimas pidiendo paso. Era la segunda. Lo que no sabe, lo que no le he contado, es que en mí se cumple estrictamente el principio de la acción y reacción. Va en el mismo lote de la ingravidez que padezco. No sabe que si así recibo, así, devuelvo. Intento frenar el ímpetu de mi brazo. En vano, porque es un acto reflejo. ZAAAASSSSS. Fotograma a fotograma. El guantazo. De lleno. La caída del microbio, KO, grogui, en el cuadrilátero. La cara horrorizada de Don Antonio, yendo al suelo para reincorporarlo. Escucho las voces enardecidas de los compañeros que, mientras golpean la mesa, repiten: ¡QUEDAN OCHO, QUEDAN OCHO, QUEDAN OCHO!”.  Escucho un: “pero bueno… ¿aquí qué pasa?”, del director que, ante la escandalera, acaba de irrumpir por la puerta. Peor fue en el otro colegio. Me dieron una patada y por mi resorte la devolví íntegra con el zapato de cemento armado. Intuyo que hoy es mi último día en este cole. También el de don Antonio. Intuyo que, a partir de ahora, al próximo alumno nuevo que llegue, Oliver el microbio, se le acercará y le dirá: “Aquí antes pegaban”.

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