domingo, 19 de enero de 2014

El abuelo de Heidi

 
I
En el pueblo, a Rosendo le llaman “el abuelo de Heidi”. Él, claro que lo sabe. Según se adentra por la cuesta del lavadero, oye las voces de pito de  niño que se avisan entre ellos: “¡shhh, shhhh, que viene, que vieneeee el abuelo de Heidiiiiiii!”. Cuando, con paso firme y cabeza tiesa,  ya ha rebasado de largo el bar de la Cooperativa, los fijos que allí acumulan cascos de quinto de cerveza en las mesas, colillas en el suelo y minutos mirando a los que pasan, murmuran: “…mira, mira: ahí va el abuelo de Heidi”. Él no se inmuta. Será porque tiene un parecido razonable. Por su poblada barba blanca. Porque vive solo arriba, en una cabaña solitaria, donde no se puede llegar en coche. Y porque impone. Ahora, ahora mismo, acaba de entrar en el horno, haciendo temblar la cristalera y batiendo las cortinas. Las tres señoras que departían han enmudecido de golpe. Él ha dejado los setenta céntimos encima del mostrador. La hornera le ha dado su barra de pan metida en una bolsita, ella sabe que lo quiere muy cocido. Él, sin saludar, se ha dado la vuelta y ha salido. Las tres mujeres, antes de proseguir su tertulia, han convenido en voz bajita, por si todavía les pudiera oír,  que: “¿os dais cuenta? …cada día está más amargado y tiene más mala leche, el abuelo de Heidi”.
II
Todos los días, sin fallar ni uno, a eso de las doce, Rosendo sube a la cumbre. Al Pico del Eco. Cada vez nota que le cuesta más. Le pesan más las piernas. Le bate con más presión el corazón. Para recuperar el resuello, tiene que hacer tres paradas y apoyarse en los muros centenarios que conforman los bancales. Pero Rosendo llega. Desde allá arriba… otea y dibuja los trescientos sesenta grados de un horizonte que ya descubrió de niño. Exceptuando los ventiladores que han crecido como setas, no ha cambiado nada. Y seguirá todo igual cuando él, consciente que será más pronto que tarde, ya no esté. Una vez arriba, ha echado la mano al bolsillo, ha sacado un móvil, “última generación” según le dijeron, y ha extendido su brazo. Hacia el sur. Entonces ha esperado unos segundos. Ha venido la cobertura. Y detrás, un pequeño pitido seguido de una vibración. Pi-pi-pí. Parece un milagro. Que los correos estén en el aire, que vayan y vengan. Entonces, se ha sentado encima de una piedra plana. Se ha puesto las gafas de cerca. Otra vez le han llorado un poquito los ojos. Da igual que el viento cortante le sacuda esa mata de pelo blanco. Ha leído. Con emoción. Sí, noticias de su nieta. Y, aunque le llamen “el abuelo de Heidi”, conste que su nieta se llama Clara.
III
“Disculpe, señor”. Los dos excursionistas están desorientados. Han subido al Pico del Eco por el ala oeste, la más agreste, y vienen derrengados. Estupefactos, han visto a ese abuelo ahí arriba, sentado, como si nada, y se han acercado para preguntarle por el mejor camino de vuelta. “Disculpe, señor… ¿por dónde se baja mejor a Quintopino?”. Rosendo ha separado la vista del móvil, ha cargado de aire sus pulmones y ha rugido: “Dejadme en paz e iros por donde os dé la gana, joder, ¿no veis que me estáis molestando?”. 
IV
Ha entrado en tromba. El municipal,  que rellenaba crucigramas, ha dado un salto en su silla. Su voz retumba en  la entrada. “¿Está el alcalde?”. Glup, sí, sí, en su despacho. Rosendo no ha esperado a que le anuncien. Se ha abierto paso. Ha avanzado. Y  se ha colado sin llamar. Detrás, a remolque, el conserje, ha llegado pidiendo disculpas, “lo siento, señor Joaquín, no he podido pararle…”. “No, no pasa nada, aquí estamos para atender a los vecinos”, ha respondido el alcalde cerrando una carpeta. Plaaaaam. Rosendo ha dejado su “última generación” sobre la mesa. “¿Y?”. Con esta conjunción, el alcalde ha preguntado a qué viene esto. Y con su voz grave, Rosendo ha ido al tema, exigiendo: “… poned una antena en el pueblo… y ponedla ya. No es de recibo que estemos incomunicados…”. Al alcalde le ha salido un resoplido. Se ha puesto en pie. Ha ido a la ventana. Ha recogido unos folletos turísticos. Los más nuevos. De Quintopino. Al fondo, el Pico del Eco. Como subtítulo, los folletos rezan: “Reserva libre de cobertura de la Biosfera”. “Nuestro turismo depende de eso, Rosendo… Mucha gente paga para venir aquí y no encontrar la atmósfera contaminada de cobertura”. Ambos han sostenido la mirada. Frente a frente. “Lo siento. Yo no puedo hacer nada”, ha zanjado la cuestión. Y le ha enseñado la puerta de salida. El municipal ha escoltado a un Rosendo bajo de ánimos. Eh, qué es eso. Porque no puede ser y además es imposible, pero Rosendo un poco antes de poner el pie en la calle, ha escuchado un sonidito que venía del despacho del edil y que se parecía mucho, mucho, mucho al de un politono.
V
Hoy Rosendo ha estirado el brazo. Nada. Lo ha estirado más. Nada. Nada de nada de nada. No ha entrado nigún correo. Incrédulo, se ha quedado mirando a su móvil. “Por qué no vas”. Ha permanecido varios minutos apuntando al sur, hasta que le ha dolido el hombro. Cuando ha bajado del Pico del Eco, era muy tarde, venía desfondado, con la moral por los suelos y murmurando entre dientes: “Clara, Clara, no me pasa nada. Estoy bien. No tienes noticias mías por cosas de la tecnología… Me cago en la tecnología y en todo lo que le cuelga…”.
VI
Tilín, tilín, tilín. Hay unos tubitos niquelados que suenan cuando se abre la puerta del establecimiento. “Está cerrado”, ha dicho Marcelino, el relojero del bazar, mientras trataba de destripar la cápsula de una esfera. Pero al levantar la vista se lo ha visto de cara. Al abuelo de Heidi. Glup. Trae mala cara. Parece angustiado. La de años que hace que no se hablan.  Rosendo ha dejado el móvil. “…por favor dale un vistazo… no funciona”. Marcelino lo ha levantado con la mano. Uaaauu, qué maravilla, no pesa nada. Como éste ha visto uno en fotografía. “Yo sé de manecillas, de engranajes, de tijas, pero esto, esto se me escapa…”. Ha hecho un gesto que quiere decir “lo siento”. Rosendo no ha ocultado su decepción. Cuando ya se iba, Marcelino le ha sugerido: “¿Has probado el método de la batería?”. ¿La batería? “Sí: la quitas, esperas unos segundos, la pones y enciendes de nuevo”. Marcelino ha ido a explicarse mejor. Pero no le ha dado tiempo. Tilín, tilín, tilín, los tubitos niquelados de la puerta han sonado de nuevo.  Y Rosendo estaba en la calle enfilando de nuevo hacia la montaña. 
VII
Tilín, tilín, tilín. En toda la tarde no había entrado nadie en el Bazar de Marcelino. “Ya voooy”, ha dicho saliendo de la trastienda. De frente, otra vez Rosendo. El abuelo de Heidi. Trae otra cara, aunque parece muy cansado. “Gracias. El método de la batería ha funcionado”. Marcelino se ha quedado sin habla. Es que nunca, en todos los años que lo conoce, había escuchado que este cascarrabias solitario diera  las gracias a nadie.
VIII
Ha cerrado los ojos. Sabe que en ese mal apoyo en el pie según descendía del Pico del Eco,  se ha hecho daño. Ha esperado unos segundos. Ha dado un nuevo paso. No. Ha visto las estrellas. Y eso que aún es de día. Se conoce. A la pata coja, ha bajado el resto del camino. Al llegar a la casita, Rosendo se ha derrumbado en la mecedora de las siestas con la pierna estirada. De ahí no se ha atrevido a moverse. Ha caído la noche. Ha llegado el alba. Y así ha seguido, horas y horas. Quieto, sin moverse, con la única compañía de un dolor agudo y continuo en su abultado tobillo.
IX
Tilín, tilín, tilín. Huy, otra vez Rosendo ha entrado en el Bazar de Marcelino. “Últimamente viene mucho”, ha murmurado una vecina a otra asomándose por el balcón. Apoyado en dos muletas. Arrastrando un pie. Rosendo ha hablado, se ha explicado y Marcelino ha escuchado muy atento. Cara de circunstancias. “…yo, si tú quieres subo por ti al Pico del Eco. Hago lo que me dices. Me encaro al sur con tu móvil para que envíe y reciba los correos a Clara, luego, bajo, te los traigo… Pero eso de que desde tu móvil se envíen correos para que se entreguen de forma programada durante los próximos días para que tu nieta entienda que estás bien, eso se debe de poder hacer, pero yo no sé cómo”.
X
Sigue necesitando las muletas. Ha bajado el bordillo de la acera. Menudo escalón. En esas ha topado con Joaquín, el alcalde. “Rosendo… ¿qué te ha pasado?”. A Rosendo le ha faltado tiempo para contestar con un potente “Vete a la mierda”. El alcalde ya sabe que, a la próxima, puede volver, venir y preguntarle al “abuelo de Heidi” de nuevo.
XI
Si ya costaba subir cuando el pie le respondía, ahora, con mucha tozudez y un par de muletas, no está escrito el esfuerzo de Rosendo para llegar arriba del Pico del Eco. Tiene el rictus del dolor en el gesto. Ha extendido el móvil. Como siempre, hacia el Sur. Hoy nada. Vaya. Ha probado el método de la batería. Quitándola, poniéndola. Una, dos, diez veces. Tampoco nada. “Por qué no vas, cabrón”. Ha pasado horas repitiendo la operación. Hasta el sol se ha inclinado sobre su frente. Estaba oscuro ya cuando ha iniciado el regreso. Y, bajo la pálida luz de la luna, no se ha dado ningún batacazo hasta llegar a la casita porque, de tanto ir y venir, no necesita ver: se sabe el camino con los ojos muy cerrados. 
XII
Marcelino casi ha tirado el higadillo. No entiende cómo el viejo de la cabaña, con muletas y todo, iba subiendo, subiendo, subiendo, le sacaba ventaja y aún le tenía que esperar en cada repecho. A lo hecho, pecho. Convino en acompañarle y es lo que ha cumplido. Una vez allá arriba, se ha extasiado. Qué hermoso es este mundo nuestro. Qué privilegio contemplar este paisaje. Rosendo no está para poesías. Le ha dado el móvil. Ha apuntado hacia el Sur. Han aparecido dos rayitas de cobertura. Sí que va. Ante la angustiosa mirada de Rosendo, que se muerde los labios, Marcelino ha llamado a la operadora. Ha hablado con una maquinita. Ha ido pasando por preguntas y más preguntas hasta que al final ha escuchado un: “…le paso con un agente”. Espere, por favor. Espere, por favor. Han pasado varios minutos más comprobando la línea. “Disculpe, gracias por la espera… le informamos que todo está correcto en su línea. No cuelgue. Le haremos una encuesta sobre la satisfacción de nuestros servicios”. Marcelino se ha rascado la cabeza. Cuando Rosendo le ha abordado con un angustioso: “Qué, qué es lo que pasa…”, ahí, en ese momento, y en la cumbre del Pico del Eco es cuando el viejo arreglador de relojes le ha sugerido temerosamente al viejo abuelo de Heidi: “Rosendo… ¿tú has pensado que puede, sólo puede, que el móvil funcione y que sea tu nieta la que no te haya escrito?”.

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