domingo, 25 de agosto de 2013

La Sabia de la Biblioteca

 
 
I
Mi abuelo dice que yo encuentro hasta lo que no busco. Que eso es un don que me concedió la Sabia de la Biblioteca cuando nací. “¿La Sabia de dónde? ¡Cuenta, cuenta!”. “Shhhh…. Que no me oiga tu madre, que me cae la bronca si se entera…”. Mira a la izquierda, mira a la derecha, y baja la voz, dejándola en un leve susurro: “…mirándote en tu cuna, te señaló con el dedo y dijo: …este chiquillo no se perderá nunca… encontrará todo lo que busque… y lo que no busque”. Yo creo que soy valiente, pero me me asusta un poquillo el abuelo cuando se pone a hablar así. La Sabia de la Biblioteca. Je, je. Le enseño ahora una foto vieja, amarillenta. Es de un señor con bigote. Le pregunto: “¿Y éste quién es?”. El abuelo coge el retrato, “¿…De dónde has sacado tú esto, Octavio?”. Del fondo del fondo del cajón de la cómoda. Me la he encontrado. Él coge del estuche las gafas de ver de cerca y se las pone. Le tiembla el pulso. Traga saliva. “Mi hermano Carmelo”, me dice guardándola en el bolsillo de la camisa. Me quedo de piedra. “¿…pero tú tenías un hermano? Uaaauuhhh”. No lo sabía. Primera noticia. “…mellizo”. “¿Quéeee? Si no se parece a ti en nada”. “…es que los mellizos no se parecen, Octavio”. “¿Y qué le pasó a tu hermano, abuelo?”. Esa foto es muy muy vieja. “Mmmm… No lo sé”, suspira, “se fue y hace mucho que le perdí la pista”. Me pongo de pie. Hincho mis pulmones. “…no te preocupes, abuelo: yo, que lo encuentro todo, lo buscaré, lo buscaré y te lo traeré aquí”.
II
Con el paso de los años, hay piezas que no me encajan dentro de la historia de mi abuelo Sancho y su mellizo, el tío Carmelo. No sé dónde se funde la realidad con su imaginación. Y mi madre no me ayuda nada en este tema. Cuando lo menciono, cambia de conversación, y se enfada: “¡ya se le ha ido otra vez la pinza al hombre éste!”. Él, agacha la cabeza con pesadumbre y vuelve a su silencio. Pero unos minutos antes ha vuelto a contarme lo mismo de las otras veces. Que, siendo ellos recién nacidos, se coló la Sabia de la Biblioteca en su casa… “Eeep, un momento, un momento abuelo, párate aquí: ¿la Sabia de la Biblioteca, dices? ¿No me habías contado que esta Sabia fue la misma que me dijo a mí cuando yo era un bebé que yo lo encontraría todo? ¿Quién es esta señora entonces? ¿La prima de Matusalén?”. El abuelo encoge los hombros y continúa su explicación… Se coló la Sabia de la Biblioteca, en su casa, porque entonces las puertas de las casas siempre estaban abiertas de par en par, porque entonces todo el mundo se fiaba de todo el mundo, y acercándose a las cunas donde ellos dormían, les señaló con el dedo, a uno primero, al otro después. Aquí me recorre un escalofrío. “Túuuuu, pequeñín, querrás estar siempre solo, solo, sooooolo”. Gluuup. La voz narradora de mi abuelo se transfigura. “Y tú, chiquitínnn, ricura, querrás estar siempre con tu hermano, con tu hermanooooo”. Uffffff. Ya está el lío montado. Ahora es cuando viene mi madre, con la fregona en la mano, dando gritos. “¡Desde luego, padre, parece mentira que siga contando esas historietas!”. Y para mí también hay: “…y tú, Octavio, con la edad que tienes, ya te vale, que le des tanta cuerda a tu abuelo”.
III
Yo, que lo encuentro todo, lo último, una cartera que un despistado se dejó encima de un banco en el paseo de la Avenida, repito, yo, que lo encuentro todo, he empezado a ir a la vieja biblioteca. La cierran dentro de seis meses porque están haciendo una nueva donde la fábrica de refractarios, por cierto. Me siento a leer lo que me apetece. Pero, con el rabillo del ojo, miro a mi alrededor. Por si aparece. La Sabia de la Biblioteca. Yo, que lo encuentro todo, aún no la he visto. Aún no. Todo se andará.
IV
“¿Y se cumplió la maldición, abuelo, se cumplió?”. Apesadumbrado, él afirma tragando saliva. “Ya lo creo que se cumplió”. Desde el primer minuto. Recuerda las broncas, los castigos de su madre, mi bisabuela Candela: “¡Carmelooo! ¡que sea la última vez, la última, ¿me oyes? que te vienes a casa solo, dejándote a tu hermano en la huerta! ¡Se podría haber caído a la acequia, recontra!”. Desde el primer día, lo que más repetía mi abuelo de niño a toda hora era: ¿Dónde está Carmeloooo, dónde?”. Uno huía, el otro lo perseguía. Y mi santa bisabuela, desquiciada, se desgañitaba con ambos: “Sanchoooo, por Dios, deja respirar a tu hermano Carmelo, hombre, que no lo dejas solo ni para ir a…”. Eso, no lo dejaba solo ni para ir a desaguar.
V
Sí, se cumplió la maldición al pie de la letra. Carmelo, amargado, porque no había manera de estar solo. No se libraba de Sancho ni tabicando la habitación. Sancho, amargado, porque no entendía que su propio hermano le rehuyera de tan brusca manera. “¿Pues qué pasó entonces, abuelo…? ¡Yo no he conocido al tío Carmelo!”. Mmmmm. A mi abuelo le brillan los ojillos claros. Viéndose morir mi bisabuela Candela, los llamó a los dos a la cabecera de su cama. “Pacto”, decretó. ¿Pacto? ¿Pacto? Los mellizos se miraron extrañados. “Tú, Carmelo, promete que estarás con tu hermano hasta que cumplas los cuarenta”. ¿Quéeeee? “Y tú, Sancho, promete que lo dejarás en paz cuando pases de los cuarenta”. Tosió la bisabuela Candela. Cuatro décadas. La mitad de una vida pasada. La mitad de una vida por pasar. Con las pocas fuerzas que le quedaban, sentenció la madre de los mellizos: “Justo es. Venga. A prometer toca”. Con reticencias, se dieron la mano. Así firmaron el pacto. Así lo cumplieron. Parece que el tiempo nunca termina de pasar. Pero sí. Porque el día que ambos cumplieron cuarenta años, el tío Carmelo salió por esa puerta… y mi abuelo Sancho no hizo nada por ir detrás.
VI
Los primos me quieren morder. Dicen que me he camelado al abuelo. Me amenazan. Ojito con lo que hago y con lo que me gasto. Ya pueden ladrar, ya. Me da igual. El abuelo Sancho estará de bajón, muy flojito, pero con una lucidez pasmosa. Y puede hacer con su patrimonio lo que le plazca. Como si quiere gastárselo todo en el bingo de una sentada. Lo que le dé la gana. Si el hombre me ha llamado, y me ha pedido, “Octavio, eres el encontrador de mis nietos… Ve, busca por donde sea a tu tío Carmelo… Dile que venga… Me gustaría verlo antes de morirme…”. Uf, de la manera en que me lo ha pedido… no podía decirle que no. Le he dicho que me pondría en camino. Que no le prometo nada, porque el mundo es muy grande. Saldré de Mediavilla. Recorreré unas cuantas ciudades con los ojos bien abiertos y una fotocopia de su retrato en la cartera. El agradecimiento que se refleja en su cara no tiene precio. “…por el dinero que necesites en el viaje no te preocupes”. Yo no me preocupo por eso. Pero, a lo que parece, los primos sí.
VII
En qué mala hora pensé en alquilar un coche, para parar donde quisiera, y visitar los pueblos que encontrara a mi paso. Ploooffff. A las primeras de cambio, reventón en la rueda delantera derecha. Un poco más y me salgo por la cuneta. De buena me he librado. De muy buena. Ahora ya no ponen ruedas de repuesto, como antes. Y para colmo, aquí no hay ni cobertura ni nada. Sólo moscas rondándome. Me he enfundado el chaleco reflectante y me he puesto a andar. A andar. A andar. No sé la de kilómetros que llevo por esta comarcal. Al final, he pensado que lo mejor es llamar a esta puerta en esta casona aislada, RINNNNNNG, RINNNNNNNG, para que, por favor, me dejen avisar a la grúa, para que, por favor, vengan a recogerme. Tardan en abrir. Pero por fin, ñiiiiiiiiiic, chirrían las bisagras y abren. Saludo. “Buenas tardes….”. Al pronto me quedo mudo. De piedra. Ojiplático. Me sale un tar-tar-tartamudeo. Y las únicas palabras que pronuncio delante del señor que se asoma tras la puerta son: “Carmelo Piedraviva, supongo”.
VIII
Lo que se digan ahora los viejos mellizos Carmelo y Sancho quedará en el secreto de su sumario. Yo he sido testigo del reencuentro y, buffff, se me ha puesto la piel de gallina. Ahora, los he dejado solos y me he abierto paso entre mis primos,  que esperan en la entrada de la casa. Voy con la cabeza bien alta. Pienso: “peseteros”, pero no lo digo. Ellos tampoco abren sus bocas. Y me importa un rábano lo que estén pensando. Me encamino calle arriba con la idea de despejarme. A la altura de la biblioteca, veo un camión en la puerta. Mudanza. Traslado de libros a la nueva biblioteca. Operarios en cordón se pasan cajas y más cajas. En éstas, y en medio de ellos, la vislumbro. Sí, sí: A la Sabia de la Biblioteca. Ufffff, demasiadas emociones en un mismo día. Nadie repara en ella. Ahora me mira. Antes de difuminarse y desaparecer, me dedica una sonrisa que yo le devuelvo. Esta vez no se ha escondido. Por el don que me concedió, la Sabia de la Biblioteca sabía perfectamente que la encontraría, más pronto que tarde, aunque yo no la buscase.

lunes, 19 de agosto de 2013

Almudena al atardecer

 
I
El móvil. Pongo la música en silencio. Dejo los pinceles en el bote. Me limpio las manos con el primer trapo que encuentro. Y miro quién me llama ahora. Es Almudena. ”Nene, ¿qué te ha pasado hoy…? Acabo de entrar en casa… y vaya desastre… menudo panorama… ¡cómo la has dejado! Los libros tirados por el suelo del salón… los armarios abiertos…”. Según me va contando, me entra un ahogo en la boca del estómago, me quito de un estirón la bata manchada de pintura y  no le dejo seguir: “…cari, por favor, sal sin hacer ruido, baja corriendo a la calle y avisa a la policía cuando estés abajo… yo voy enseguida hacia allá”. Cuelgo. Dejo todo tal cual. Doy un portazo y me lanzo por los escalones. Otra vez, otra puta vez  estos putos ladrones. Por como lo cuenta ella, y el tiempo que ha pasado desde que yo he venido al estudio… es que hasta pueden estar dentro todavía… Que no me los encuentre de frente… O que sí… porque si topo con ellos… si los pillo… les voy a quitar por la vía rápida las ganas de entrar en la casa de nadie.
II
El de la guardia civil vuelve hacia mí con su libretita y un gesto de resignación. “…esos sabían muy bien cuándo tenían que entrar… han debido estar observando vuestros movimientos”. Me hundo en el sofá. Otra vez. Otra vez. Es que es la tercera ya. En seis meses. Es que no hay derecho. Se dirige a la salida. “…si nota algo más a faltar en las próximas horas, viene por favor a la caserna y nos lo dice…”. Repaso. Aparte de la “play”, de la tele, y del cuadro… me he dado cuenta también de que no está ni  el jamón  ni el jamonero de la cocina. Era un ibérico. Retortijones les den cuando se lo coman. “…Y ese cuadro que dice que no está… ¿cómo era?”. ¿El cuadro? Me acerco a él y le enseño alguna foto que hice con el móvil. Almudena y el atardecer. Ella, sentada en las escalinatas. El sol,  escondiéndose tras un horizonte anaranjado. Irrepetible y es el tercero, ¡tercero!, que pinto. Las otras dos veces, también se los llevaron. “¿Eran también de Almudena y el atardecer”. “Hm Hm”, confirmo. Ahora me pregunta recogiendo la gorra del uniforme: “¿…y tendría algún valor si lo quisieran vender?”. Me da la risa. Ya quisiera. Le contesto: “…no lo sé, pero es que yo ese cuadro yo no lo vendía…  lo quería tener en mi casa…”. Esta vez la visita ha sido más rápida que la segunda. Y la segunda lo fue más que la primera. Ni fotos, ni toma de huellas, ni nada. Se despide, “…estamos hasta el gorro de esta banda que va desvalijando pisos… no os lo podéis ni imaginar”. Nos quedamos solos Almudena y yo. Ella me acaricia el hombro, intenta animarme. “Qué haremos con la cerradura, nene”. “Cambiarla ya mismo”. Vaya mierrrrrda de puerta blindada. La han abierto como si tuvieran llave. Levanto la cabeza con un suspiro de rabia: “…y mira, mira si son cabronazos que han vuelto a dejar la póliza del seguro ahí, plantadita, encima de la mesa vacía del televisor”. “…sí. Como las otras veces”. Eso, encima, nos vacilan.
III
No han visto nada. No han oído nada. Todos los vecinos estaban ciegos y sordos a la hora en que los ladrones recurrentes perpetraron el robo. A plena luz del día. Con lo que me controlan a mí cuando entro y salgo. Yo tengo mi teoría. Estoy convencido. Quien quiera que sea está muy cerca de casa. Para mí que vive en la finca. Por eso no lo han visto entrar ni salir. Porque ya está dentro. “Almudena: tenemos al enemigo en la escalera”, le he dicho rotundo. Ella me reprende con dureza. “No digas eso ni de broma. Los conozco a todos desde que era pequeña”. Pero yo sigo en las mías. Tiene que ser eso.
IV
Ahora me fijo en el perroflauta del primero A. En la cara de guasa que me pone cuando me cruzo con él por la escalera. Ahora tengo la antena puesta. En cualquier momento, cometerá un error. Dejará la puerta de su casa entreabierta y yo, estirando el cuello, veré el hueso del jamón, ¡ahahaá!, porque ése dice que es vegetariano, pero yo estoy seguro de que es de boquilla. Sí, sí: Una vez lo vi en la cola del Teruelín, donde sólo se despachan ibéricos denominación de origen.
V
El señor Pivodí, el del primero B,  no cuenta. Se tiene ganado el cielo con los demonios de sus nietos, que sólo van a verlo cuando necesitan pasta. El resto del tiempo lo pasa solo en su piso, rodeado de libros. Como tiene las piernas como las tiene se lo piensa para salir, porque le pesan las escaleras. Y no dirás tú que se queja de nosotros. Motivos tendría. Estamos justo arriba. Y algún taconeo y alguna pata de silla arrastrada siempre se nos escapa. Almudena es la niña de sus ojos. “…te pareces mucho a tu madre”, le dice a menudo cuando nos cruzamos en el portal. Ella sonríe azorada. Me cuenta que su madre  y la hija del señor Pivodí fueron muy amigas.
VI
Pero a la que no puedo ni ver, y seguro que la tirria es mutua, es a Elvira, la modista, de la puerta de enfrente. La que se entretiene espiándonos con la mirilla a toda hora. La que siempre se queja de que hacemos ruido, porque la pared de su dormitorio coincide con la de nuestro comedor y “tiembla” cuando nos ponemos las películas o nos ponemos en otras cosas “como si estuviéramos locos”. Un día, sí, se delatará cuando me pregunte en el rellano: “¿Qué? ¿Ya te has comprado otro LG?”. ¡Ahahá! ¿Y cómo sabías tú que yo tenía un LG si yo nunca te he dicho la marca? ¿Eeeehhhh? La modista es quien más lo tiene a huevo: se pasaría por el balcón en un saltito. Eso sí, el saltito desde su casa a la nuestra es el mismo que desde la nuestra a la suya. Y, como me dé la volada, cruzo yo y le desmonto la tele. Luego que pregunte, que yo tampoco he visto nada.
VII
Llevo horas, horas, horas, delante de este lienzo manchado. Quiero volver a pintar “Almudena y el atardecer”. Lo intento. No, no es verdad que pueda plasmar cuando y como quiera las pinceladas que imagino en mi cabeza. No fluye igual la inspiración. No se mantiene igual mi pulso. Ni siquiera la técnica me ayuda a reproducir aquellos colores mágicos. Ella me dice que avance, que deje ese cuadro. De eso nada. Me pregunto, dónde, dónde, dónde, estarán mis otras Almudenas, mis otros atardeceres.
VIII
No lo toco más. Así se queda. Dentro de unos minutos amanecerá otra vez. Me escuecen los ojos. Sé que no tiene la misma profundidad porque nada es repetible. Ahora me invade el pánico. Envolveré el cuadro, lo llevaré bajo el brazo, saldré del estudio, y caminaré hacia casa. Colgaré este cuadro en la misma pared. Y ya pensaré mañana, qué dispositivo le pongo para que ningún puto ladrón se lo lleve. Eso, mañana. Sin falta.
IX
Uffff, qué de día se ha hecho. Tan baldado estaba, que me he tumbado aquí, en el sofá, y me he dormido contemplando al  “Almudena y el atardecer”, mirando a… ¡coññññññ! “¡ALMUDENA, ALMUDENAAAAAAA!!!!!”. Dime que esto no es verdad, que me descompongo. Me tiembla el dedo, la mano, cuando señalo hacia la pared vacía. Ella, que estaba en la cocina, sale, y se tira de los pelos, “¡No, no puede ser!”, grita, rompiendo a llorar. Mierda, mierda, mierda. En gayumbos de pernera larga salgo corriendo hacia la puerta de casa. Ha sido en nuestros morros. Delante de nuestras narices. Bajo descalzo los escalones. Y me doy de cara con el señor Pivodí, que apenas puede subir el carro de la compra. Se sorprende al verme de esta guisa. “¿Pasa algo?”. “¿No ha visto a nadie bajando?”. “No”. Respiro hondo, tratando de recuperar una calma irrecuperable. “Esto es increíble”, mascullo. Cuatro. Cuatro veces ya. “Espere, yo le ayudo”.  Él no quiere. Pero yo le levanto el carro, que pesa. Se lo subo hasta el primero. “…pues muchas gracias”, me dice. No hay de qué. Estoy en estado de shock. Por ahí, baja la modista, oportuna como siempre. Se lleva las manos a la boca cuando me ve de esta guisa. Yo no me puedo quedar callado y le espeto: “¿Qué pasa, eh?¿Por qué me miras así? ¿Es que no te gusta mi modelito?”.
X
Estoy sentado en la oficina del cuartelillo. Pedí turno. Hice cola. Y ahora me toca. El funcionario ha igualado el folio, y ahora teclea mis datos. “Cuatro veces ya, cuatro”, insisto. Esta vez he atado cabos. Todo me cuadra. Y vengo a denunciar. Estoy seguro. “¿A quién quiere denunciar por el robo del cuadro?”. Carraspeo. Respiro. Y finalmente, digo rotundo: “Al señor Pivodí”.
XI
El agente ha parado en seco. Me ha pedido que lo repitiera, por si no había escuchado bien. “Espera, espera… no sigas por ahí”. Ha arrancado la hoja de la Olivetti. De cuajo. Raaaaaaas. “Eh, ¿pero qué hace?”. Con los codos apoyados en la mesa, juntas sus manos y me explica, vocalizando. “…mira, yo a ti no te conozco mucho, y no puedo decir de ti; pero al señor Pivodí sí lo conozco de toda la vida… y sí puedo decir de él…que es una institución en Mediavilla… y ha hecho mucho y mucho bueno por muchas personas en el pueblo…”. ¿Entonces? “…que no, hombre, que no, que no manches su nombre insinuando que te ha robado unos cuadruchos, y que salgas por la puerta, antes de que se me descontrole la mala leche que me estás poniendo, mecagüen…”.
XII
“Nene, yo te entiendo. Te entiendo. De verdad. Pero no te obsesiones. No hay ser que respire en el mundo que sea mejor persona que él…Es, es… un alma bendita”. Almudena besa mi frente enfebrecida. Sí. Será un alma bendita. Pero un alma bendita que roba cuadros. Y yo de mi burro no me bajo.
XIII
Por mis cocos que no pinto más Almudenas en más atardeceres. Lo que ocurre también es que tampoco pinto nada. Estoy bloqueado. Me duele plantarme delante de un lienzo. Parezco un garabateador de primaria. Se me fue el duende. Vuelvo hacia casa con las manos en los bolsillos y me cruzo con él. Con el desvalijador de cuadros. Arrastra el carro de la compra escalones arriba. Ni lo saludo. Y si piensa que le voy a ayudar, va listo. Que se apañe.
XIV
Estaba metiendo la llave en la cerradura, cuando he escuchado un quejido que venía de abajo. Es el señor Pivodí. Empujo la puerta. Al quejido le sigue un ruido. El carro se ha ido para abajo. Mmmm. Enciendo la luz del recibidor. Un nuevo quejido. Dudo. No dudo. Corro a ver qué está pasando. Lo encuentro blanco, demudado, apoyado en la pared. “…señor Pivodí, señor Pivodí… ¿le pasa algo?”. Es evidente que sí. Si no llego a sujetarlo en ese momento, se cae a plomo. Lo tengo cogido por los hombros. Ufff… cómo pesa. Pido ayuda. Pero ni el perroflauta, ni la modista se asoman. Y para que llegue Almudena del trabajo aún falta una hora. “Venga, venga, venga, que no es nada…”. Le ayudo. Auuuppppp. Busco las llaves de su puerta. Las encuentro en el bolsillo de la chaqueta. Mientras descarga su peso en mí, abro, y lo arrastro hasta el comedor. Ahí, lo dejo caer. Móvil, móvil, móvil. Llamo al 112. Mientras, mi vista se adapta a la penumbra de la estancia. Se adapta y ve en la vitrina una fotografía sonriente de dos chicas. Una es… es la madre de Almudena. Pero, caray, es como si fuera ella.
XV
Sí que tarda esta maldita ambulancia. Ya me he acercado a la cocina. Le he dado un sorbito de agua. Parece que reacciona, que recupera el color. No sé por qué me mira tan distante. En todo caso, el que tendría que mirarle con distancia y resentimiento soy yo.    “…qué, señor Pivodí… ¿acaso me considera poca cosa para Almudena? ¿es eso?”. El anciano baja la cabeza y la mirada. “…y qué… ¿qué es lo que tengo que hacer para que reconsidere esa opinión?”. He dejado la puerta de par en par. Ya se asoma la que faltaba, la modista, “¿aquí que pasa?”. Ya toma las riendas del asunto. El perroflauta pasa y pasa de largo. Ya llaman a la puerta los del servicio de urgencias y entran a saco. Ya estoy un poco de más. Ya desaparezco escaleras arriba, hacia mi casa.
XVI
Después de aquello, me he quitado un peso de encima. El señor Pivodí me mira de otra manera. Con agradecimiento. Incluso me sonríe. Vaya, lo que me ha costado caerle bien. Me siento rehabilitado. Por fin. Empiezo a pasar página de todo. Y a recuperar el pulso con el pincel. Ha pasado un año. Pero para pasar página he de volver a pintar “Almudena y el atardecer”. La quinta versión ya. La mejor Almudena. En la mejor puesta de sol.
XVII
El móvil. Pongo la música en silencio. Dejo los pinceles en el bote. Me limpio las manos con el primer trapo que encuentro. Y miro quién me llama ahora. Es Almudena. ”Nene…”. Por el tono de su voz sé lo que me va a decir. Nos han robado el cuadro. Me tapo la cara, miro al techo y exclamo: “¡Qué cabrón, señor Pivodí, qué cabrón!”.

domingo, 11 de agosto de 2013

Lo mío

 
I
Eso sí lo tengo. Soy convincente. “Vamos a ver, Clarita: ¿tú me ves a mí preocupado?”.  Aquí, aquí ha estado la clave. En la cara que he puesto. En mis ojos abiertos, mi gesto confiado y mi tono calmado. “¡Pues ya está! ¡No le des ni media vuelta más al tema!”. Ella lo ha rumiado un poco: “Pero…”. Y yo le he tenido que remarcar: “…ahora, des-can-so, va-ca-cio-nes, que ya me tocaban después de tanto tiempo, y en tres semanitas, ya estoy en otro sitio, trabajando de lo mío”. Casi casi la he empujado hasta el recibidor. “Si tú lo dices…”. “¡Claro que sí, mujer, tengo donde elegir!”. Le he insistido. Para que se fuera tranquila al “aqua-gym”. Sí, soy convincente. Sólo cuando desde detrás de la puerta, he escuchado el ruido del ascensor bajando con Clarita dentro, me he derrumbado. A mis años. Me he encogido sobre mí mismo. Uf, no me faltaría más que, encima, cundiera el pánico y se viniera abajo la moral en la casa.
II
Clarita lo ha pasado bien. No cabía más gente en las calles. Nadie diría que esto se ha desplomado económicamente. Fiesta, música, ambientazo. ¡Cerveza fresca, por favor! Me he empleado a fondo, con empujones y codazos incluidos, para salir airoso con un par de latas en el kiosko de la peña. Menuda clavada, por cierto. Cuando los pies casi ni nos sostenían, embutidos en una riada humana, aún nos hemos ido a la verbena del Carmen. Y allí se nos ha hecho de día, cruzándonos en el camino de los barrenderos. Ahora ella duerme a mi lado. Yo no puedo pegar ojo. A mí me zumban los oídos, traumatizados por tanto decibelio desatado. Se me ha pegado el estribillo, “…sólo necesito el aire si estás tú…”, de la última canción que ha destrozado la orquestilla, “…todo lo demás no importa si estás tú…”. Ni las napolitanas de chocolate, ni el emepetrés… Ni mi trabajo. Ufffff, ya se me está pasando la anestesia. La angustia vuelve a invadir cada milímetro de mi piel. Me acababa de acostar, pero ya me estoy levantando. No quiero, por nada del mundo, que mi reloj biológico se atrofie. Hay un día por delante para no parar de hacer cosas.
III
Un-dos, un-dos; sorteando coches aparcados, bajando por las aceras, y con cuidado de no meter el pie en alcantarillas sin rejilla, cada mañana temprano voy andando más que corriendo para intentar mantener la forma. Seis meses ya, seis. Insomne. Mirando el móvil continuamente por si alguno de mis conocidos, otrora amigos, me devuelven la llamada. Sondeando puertas cada vez más lejanas. Un-dos, un-dos; me acerco hasta la orilla del embalse Acuazul. Con la ausencia de lluvias, tenemos una sequía pertinaz; con el ritmo de consumo que no frena, derrochando el agua a espuertas, el nivel ha bajado dejando una enorme superficie de tierra seca y agrietada. Hummm… Lo mismo, lo mismo que está pasando con nuestra cuenta del banco. Un-dos, un-dos; vuelvo empapado de sudor a casa. Clarita ya está despierta. Le pongo mi cara de “¡Hey, no pasa nada!”. Ella me la devuelve también. Pero no se va al “aqua-gym”. Y a mí no me queda otra que encerrarme en el cuarto de baño para poder derrumbarme.
IV
“¿Tú ves? ¿Tú lo ves?”, exclamo. Le cojo las manos. La abrazo. Ahí está. Me han llamado. A mí. Para que empiece. Ya. Hoy. Por cuánto, no te preocupes. Bueno, no es para trabajar de lo mío. Pero eso, ahora, y con la que cae, es lo de menos.
V
Aquí vigilo. Me encargo de que en la fábrica no entre ni una mosca sin escribir su nombre en la hoja de registro. Me aprieta el cuello el uniforme. A veces me escapo de la garita de la entrada y entro en la zona de producción. Eso sí es lo mío. Desde aquí veo mi oportunidad más cerca. Curioseo por interés. Y descubro que hay otras maneras de hacer las cosas. Todas mal, por supuesto.
VI
Cómo le explico yo a Clarita por qué vuelvo a casa tan temprano. Cómo le cuento que, a eso de las cuatro de la madrugada, me tocaron el hombro primero, y me zarandearon después. Yo estaba sopa, acurrucadito en el taburete de la garita. Era el mismísimo director, quien, haciendo una auditoría, me llamaba: “Benjamín, Benjamín…”. Cuando he vuelto en mí, con aspavientos y abriendo los ojos como platos, “qué pasa, qué pasa”, él se ha limitado a decir: “Benjamín, recoge tus cosas y vete a tu casa a seguir durmiendo”. Ahora estoy a punto de entrar. No, no le quiero dar un susto. Si se despierta, simplemente le diré: “¿tú me ves a mí preocupado?”. Pero primero, antes de abrir la boca, iré directo al cuarto de baño. A derrumbarme.
VII
Me obligo a volver al un-dos, un-dos. Pero son tan pocas mis ganas, que hoy he bajado la guardia y he encajado el pie en una alcantarilla, así que ando cojo. He llegado renqueante hasta la orilla del Acuazul. Con las lluvias de las dos últimas semanas, el embalse aparece lleno, tanto que han tenido que abrir sus compuertas para que no se desborde. Destellan las pequeñas olas que mueve el viento. Respiro fuerte porque el tobillo me duele. Y porque la comparación ya no me sirve: en el embalse no cabrá más agua, pero nuestra cuenta del banco sigue cada vez más seca, deshidratada, sin diluvio o trasvase ecológico que la salve.
VII
Al entrar en casa con el tobillo perjudicado, Clarita me esperaba para darme la noticia. “…que te ha llamado el de recursos humanos para que, de parte del director, te presentes hoy si puedes”. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Seguro? Aquí es cuando si me pellizcan no reacciono. Me he quedado aturdido. Se me han saltado las lágrimas. Uf, ya me veía yo, con mi edad,  fuera del mercado. Pero ha sido sólo un instante. He reaccionado enseguida: “¿Veeees? ¿Tú lo ves?”. Clarita me guiña el ojo. Es que no pueden dejar pasar un talento como yo en lo mío, lo mío, lo mío… Aquí estoy yo: la virtud hecha vigilancia, por supuesto.
 

domingo, 4 de agosto de 2013

Y ahora nos toca cuidar de ti

 
 
I
Por fin. Aquí los tengo a todos. Sin quitarse la cazadora, entra Quique, el pequeño. Me mira largamente. Me coge la mano. Y la mantiene entre las suyas. Las tiene frías. Claro, viene de la calle. “…no sé por qué… ayer tenía un presentimiento”, murmura. Hablan en voz baja. “…y qué dicen los médicos”. Casi no puedo oír las explicaciones que se dan. Quique se acerca a mi oído: “…no te preocupes, papá… nos tienes a nosotros… ahora nos toca cuidar de ti”. “…no te escucha”, constata Ceci con un punto de angustia. Se equivoca. Sí escucho. Ahí están. Los cuatro. A un lado, al otro, al pie de mi cama. Juan, Fede, Ceci. Y ahora Quique. Mis fotocopias. Mis gestos. Mis rasgos. Tan iguales. Tan distintos. Desde luego, qué putada que me haya tenido que pasar esto para conseguir lo que parecía un imposible: juntar a los cuatro hermanos después de tantos años.
II
Necesito mi tiempo. Todo me pasa a cámara lenta. Desde que, a las nueve en punto, entra la sargento, y sin contemplaciones, raaaas, raaaas, descorre las cortinas, sube la persiana y abre las ventanas de par en par. No sé cómo no cojo ya una pulmonía con las corrientes de aire. Luego me atasco con el desayuno. Al principio, aún me saludaba y me decía algo. Pero al poco debió pensar que hablaba sola, y como parece señora de pocas palabras, no dispara una. Dos sorbitos de leche para mí, dos tazones saturados con galletas para ella. Luego vienen las pastillas intragables. De ahí, a la ducha. Como no me quejo, a veces el agua está congelada, y otras ardiendo. No existe el término medio. La sargento me maneja como a un pelele. Vuelta y vuelta. Me seca con la toalla más aspera de la casa. Me toma el pulso, que funciona con la precisión de un reloj de cuarzo. Cuando me sienta, con el pelo repeinado,  frente a la ventana o frente a la tele, en el reloj de péndulo del comedor suenan las doce. Es por eso que necesito mi tiempo. Parece que no he hecho nada y ya ha pasado media mañana.
III
Ceci no para. Desde que entra y me da los buenos días con dos besos, escucho cómo ella trajina. La mopa por el pasillo. El chof chof de la olla en la cocina. El centrifugado de la lavadora. Mientras va, arriba, abajo, canta. Canta como los ángeles esta hija mía. “Te he echado de menos”, parece que dice, “todo este tiempo…”. Luego va a las estanterías. Lo levanta todo, para luego dejarlo en el mismo sitio. “¿Y esto qué es, papá?”. Siempre me lo pregunta. Se refiere a mi último invento, el sonrisómetro. El contador de sonrisas. No funciona, porque no me dio tiempo a repasarlo cuando me pasó lo que me pasó. Sí, siempre me lo pregunta. Y sí, nunca le contesto. Hora de comer. Dos cucharaditas para mí. Dos para ella. Come como los gorriones esta hija mía. Por la tarde, cuando el sol se inclina, me saca a pasear. Los vecinos con los que nos cruzamos me dicen: “qué, señor Juancho, ¿estamos mejor?”. Mi portavoz, Ceci, contesta por mí y agradece el interés. Vamos por la sombrita, hasta el paseo de la playa, donde, como solía, me sigo extasiando ante la línea que une al mar y al cielo. Luego de vuelta. Cuando el reloj de péndulo da las nueve, zumba el timbre de abajo. Es mi yerno que viene a recogerla. “¡Bajo enseguida!”, le dice por el telefonillo. Pero aún tarda un buen rato trajinando por la casa. Me deja acostado. Me da las buenas noches. Y yo lo veo en su rostro cansado. En sus ojeras. Que aún le queda por bregar en su casa. Definitivamente, Ceci no para.
IV
Juan me pregunta de vez en cuando: “¿Estás bien? ¿Te falta algo?”. Luego desaparece durante un buen rato. Escucho el ruido que hacen los cajones al abrir y al cerrarse. De cuando en cuando se asoma y me saluda con la mano. El bolsillo de su camisa abulta. Otra fotografía que se lleva, seguramente No sé. Los viejos álbumes se parecerán cada vez más a los árboles pelados del otoño. Hoy se ha percatado del sonrisómetro que hay en el aparador. “¿Otro trasto tuyo, papá?”. Lo ha agitado. Le ha dado la vuelta. Luego lo ha dejado donde estaba. Ufff, menos mal. Por un momento he temido que se lo llevara. No le habrá encontrado utilidad. Si no, hace tiempo que ya no estaría en su sitio.
V
Fede recuerda que me gusta la música. Pero no se acuerda de cuál. Da por sentado que las Zarzuelas y en la versión de Cobos. Así que pincha mi viejo tocadiscos y me dice: “Hale, a disfrutar”. Luego desaparece de mi ángulo de visión. Cuando, a los veinte minutos reaparece, tiene la oreja derecha roja. Eso es de hablar con su móvil. Fede cambia la cara al disco, repara en el sonrisómetro, “…esto qué será”. Suena la fritura de los microsurcos, grrrrr,  y se vuelve a ir. Cielos, debe haber un purgatorio donde, de forma contínua suene a cien decibelios, chunta, chunta, la Zarzuela según Cobos.
VI
¿Y Quique? ¿No tenía que venir Quique esta vez? Es lo que me pregunto cuando siento los dos besos en la mejilla de Ceci. Pobre Quique, tan ocupado y viviendo fuera. Pobre. No habrá podido.
VII
Qué alegría. Están aquí los cuatro de nuevo. Los cuatro magníficos. Todos me han saludado. Cada uno a su manera, dos besos de Ceci, mi mano entre las manos de Quique. Luego han ido hacia la cocina, desapareciendo de mi ángulo de visión. Oh, oh. Desde aquí se oye todo. Y más si no se molestan en bajar la voz. Se ha acabado el dinero. Mi capital. No hay más. “Y ahora qué, si éste nos entierra a todos”. Se me deshace el corazón cuando los escucho hablar así. “Tendremos que poner a partes iguales”. “¿Iguales? De eso ni hablar. Yo no tengo los mismos recursos que vosotros”. La discusión sube de tono. “…mira quién habla, el que se ha escaqueado cuando le tocaba…”. “…es que yo no sé hacer las cosas como aquí doña Perfecta”. “…justo es que, el soltero viniera más… porque tiene menos obligaciones”. “Y una miiiiii..”. Sí, la discusión sube de tono aún más. Unos a otros se mandan a tomar por saco. Al cabo de un rato, entran de nuevo en el comedor, alisándose la ropa, y desclavándose las dagas de sus espaldas. Aquí no ha pasado nada.  Yo intento alegrarme por verlos a todos juntos. Pero la alegría no me sale.
VIII
Se entreabre la puerta. Aparece Ceci, y me dice: “Papá, mira, mira quién ha venido a verte”. Tras ella, viene una sombra que no consigo identificar. “Hey, Juancho… no me había enterado de que…”. Claro que sí: lo reconozco. Aunque no se lo pueda decir. Mi viejo amigo Fran. Se sienta frente a mí. Ojos con ojos. Su silencio voluntario y el mío forzoso. Ceci nos deja solos. “Uffff…. Qué mecanismos más misteriosos tiene el cerebro para protegerse…”, se lamenta. Al girar la cabeza, repara en mi artilugio. “¡Hey, el contador de sonrisas! ¡Conseguiste acabarlo, bellaco!”. Toma el medidor con las dos manos. Con sumo cuidado. Sonríe abiertamente. Al instante, suenan dos pitidos. PIIIIIII, PIIIIIII. Y el contador sube hasta dos. “Hm, hm, amigo mío… me parece que no termina de ir bien. Tenía que haberse quedado en uno”. Se equivoca de medio a medio Fran. Funciona perfectamente. El sonrisómetro ha captado su sonrisa. Y la mía.