domingo, 27 de mayo de 2012

Detrás de estos paisajes


I
Sí, a la casa de la calle del Muro le hace falta un buen repaso. Ya tengo en mente yo, cuando llegue el momento, llamar a Ubaldo, el de Rehabilitaciones Cuesta, para que quiten esa porquería de chapado,  piquen toda la fachada y le pongan un buen revestimiento que deje salir la humedad hacia fuera, en vez de hacia dentro como va ahora. Y lo del calor radiante en el suelo también lo tengo mirado. Pero mientras esté el tío Clemente, aquí no se pueden mover ni las sillas del sitio. Que mira que es duro el cabrón. Al final, nos va a enterrar a todos.
II
La gente habla. Claro que me doy cuenta. Habla sin saber lo que dice. Desde la ignorancia. Desde la envidia. “…blablablá, que sólo nos arrimamos al viejo por el interés, que se nos ve mucho el plumero”. Nadie tiene narices para decirme a mí nada a la cara. Porque entonces me oiría bien clarito. Si no fuera por Antonieta y por mí, a saber qué sería del tío Clemente. A saber. Ahora no le falta de nada. Está cuidadito las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Va aseadito. Come a sus horas. Toma sus medicinas. Va a sus revisiones. Y todo eso por quién. Manda huevos. Al primero que le oiga un mal comentario, es que le vuelan los dientes. Sin anestesia.
III
Me ha llamado Antonieta al móvil. “Que vengas rápido, Hilario”. “¿Es que el tío Clemente está peor?”. “No, no. Es que ha dicho que es momento de arreglar las cosas. Ahora”. ¡Bueno, ya era hora! He cogido la cazadora, y he salido del almacén a escape, “oídme, no sé si vuelvo después”. Al entrar en la calle del Muro, un fuerte viento con briznas de polvo viene de cara. Sacude persianas y balancea farolas. Es otra cosa que tengo pendiente. Hay que arreglar la estanqueidad de las ventanas para evitar los silbidos del aire. Abro la puerta. Silencio y penumbra dentro. Viene Antonieta a mi encuentro. Me recorre una extraña sensación. Sí, bueno, qué. He pensado que estoy entrando en mi casa. Y para eso ya falta mucho menos.
IV
“Vamos, Hilario, que él nos espera en el despacho”, me dice mi mujer. Hay que levantar la voz para que nos oiga. “¡BUENAS TARDES, TÍO!”. El viejo, se espabila de su letargo, levanta la cabeza y nos hace un gesto para que entremos. Los dos pasamos. “¡QUÉ VENDAVAL MÁS MOLESTO SE HA LEVANTADO!”, comento alisándome el pelo alborotado. El tío Clemente va a la suya. Se incorpora pesadamente, y se dirige a la estantería. Algo busca. Sigue con el dedo, de izquierda a derecha y… “aquí, aquí está”. Trata de sacar una caja de cartón. Pero pesa mucho para él. “Espere, tío, que yo le ayudo”. La cojo yo. Y la dejo encima del escritorio. Afirma con la cabeza. “Sí, es esto”. Me tiene en ascuas. “Qué hay ahí”. Las manos le tiemblan. Respira con dificultad. “Ahora verás”. Abre la tapa de la caja. Dentro, dentro… Una cámara analógica del siglo pasado. Y unas cuantas fotografías viejas. Paisajes. Y nada más. “…Tiene mucho, mucho valor para mí”. Ya, ya. “…No hay otra cámara igual en el mundo y éstas son unas fotografías únicas…”. A Antonieta y a mí se nos queda una indisimulable cara de tonto. Dice él: “…son para vosotros, para que tengáis un recuerdo mío”. Recojo la caja. “MUCHAS GRACIAS, TÍO, NO TENÍA QUE  HABERSE MOLESTADO”, acierto a decir. De allí no nos movemos. Por un segundo se me ha pasado por la cabeza, que esto es una broma. Pero no puede ser, esto será sólo el principio para entrar en materia. Ahora hablaremos de la casa. Es lo que toca. Ni Antonieta ni yo nos movemos un milímetro. El tío Clemente ha vuelto a dejarse caer en el sillón. Ha vuelto a su ostracismo. Permanecemos así,   quietos,  petrificados, cinco minutos más, que parecen dos horas. Son los minutos que necesitamos para entender que sí, que de broma nada, que el viejo tirano y cabrón se piensa que nos acaba de dar el tesoro del capitán Flint…con un montón de fotos viejas. Así se las gasta.
V
He esperado pacientemente a que ella entre en el gili-piso en el que malvivimos para escenificar mi cólera. Para desahogarme. Para estallar como una olla a presión. Según abría la puerta, le he hecho el recibimiento: “Mira, mira Antonieta…”, he dejado la cámara analógica en el suelo, y “¡Huy, qué mala pata!”, ésta ha crujido aplastada bajo mi zapato. Mi mujer no ha abierto la boca. “…pero, mira, mira Antonieta…”. He ido sacando de la caja las fotos, láminas tamaño folio, y ras-ras, las he ido partiendo en pedacitos, para luego, zaassss, tirarlos todos al aire, y exclamar: “¡la fiesta del confeti!”. Ahora ya se ha consumado que el viejo lunático ha donado la casa a una organización benéfica. Loco desagradecido. Termino el numerito con una advertencia: “…si quieres ir, Antonieta, a partir de ahora vas tú sola a ver a tu puto tío. Conmigo no cuentes”.
VI
Hoy he llegado un poco antes al gili-piso. No hay mucha marcha en el almacén. Antonieta no ha llegado todavía. Estoy ocioso. Miro en el aparador. Eh, qué es esto. Un paisaje del tío Clemente. Una fotografía superviviente. Pensaba que me las había cargado todas. Qué hace aquí. Mmmm.  Me quedo mirando. Montañas en blanco y negro. Una instantánea tomada hace muchos, muchos años. La miro mejor. Eh, hay unas líneas escritas en el dorso. Leo: “No hace falta que intentes salir en tus fotografías, Clemente. Ya sé que tú estás detrás de estos paisajes, captando el momento”. Mmmmm. Miro de nuevo la imagen. La veo mucho más nítida. Toco con el dedo el papel. Y es cuando mi dedo se hunde, y después mi mano, y detrás el brazo entero. Eeeeeeeeeep,  me veo a mí mismo pasando al otro lado. He cruzado la línea. No sé cómo, me he metido en la fotografía. Y huelo el espliego. Y me da en la frente el sol blanco en un cielo gris. Y tengo esas montañas delante de mí. Y detrás, efectivamente, la figura de… Me froto los ojos. Sí, sí: Es él,  el tío Clemente, con más pelo, más joven, enjuto, apuntando con la cámara. Quieto. Con la mueca justa. Como una estatua. Me dan palpitaciones. Miro alrededor. Estoy dentro de una fotografía mágica. Tridimensional y en todas las direcciones. Corro, salto, me doy un guarrazo. Grito. Hay eco en estas montañas. ¿Acaso eran todas las fotos que despedacé de esta manera? ¿Acaso estaban conseguidas con la cámara que el tío nos regaló? Dios, Dios, qué angustia. Se me revuelven las tripas. Ay madre, lo que me he cargado. Busco una salida, para no quedarme atrapado en este tiempo detenido. Y a trompicones la encuentro. Y doy un salto, y de nuevo, no sé ni cómo, aparezco en el gili-piso. Pero qué zopenco soy. Me pongo a llorar frente a la fotografía. Y las lágrimas pasan al otro lado, el lado mágico del blanco y negro. Esto no lo puedo contar. A nadie. De momento, espero que, cuando Antonieta llegue y me vea, relacione el chichonazo que me he hecho en la frente con el nuevo desconchado del estucado.  

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